viernes, 3 de febrero de 2017

EL FIEL Y GOZOSO AZUL CELESTE DE CADA AMANECER.

Esta semana le corresponde hacer el turno de tarde, en su bien ocupado horario laboral. Apenas el reloj marca las 16:30 y ya ha realizado dos lejanos servicios, utilizando para ello una pequeña motocicleta propiedad de la empresa restauradora. Hasta las doce de la noche, cuando podrá volver a casa a fin de recuperar las fuerzas gastadas por el continuado trajinar callejero, habrá pasado por un numeroso listado  de direcciones, llevando todos esos suculentos encargos realizados a través de la comunicación telefónica.

Crispín (nombre elegido en la pila bautismal por su padre, fiel seguidor desde su infancia de los valientes personajes que intervenían en las memorables hazañas del Capitán Trueno) completó sus estudios universitarios hace ya tres años, obteniendo el grado de Filosofía en la UMA (Universidad de Málaga). En su recorrido escolar por la Educación Secundaria, tuvo la suerte de encontrarse a un dinámico y motivador docente de esa materia, ejemplo profesional que le hizo optar por estudiar tan interesante especialidad universitaria, tras superar con brillantez las pruebas selectivas de acceso.

En su familia difícilmente llegó a entenderse la especial elección que había realizado el único hijo que trajeron a la vida. Especialmente su padre, un corpulento mecánico que aún presta sus servicios en el taller de una conocida marca de automoción. Opinaba, no sin razón, que esta titulación tenía escasas salidas profesionales, a no ser que se quisiera dedicar de manera específica a la enseñanza. Pero la convicción e interés de un joven de carácter reflexivo, entregado con tenacidad a la lectura del pensamiento filosófico, pudo más que las razones económicas esgrimidas por sus progenitores, con vistas a un incierto futuro laboral en época de crisis.

Efectivamente, las pretensiones docentes e investigadoras del joven intelectual se vieron frenadas por la reducida o nula demanda de nuevas contrataciones en los centros de titularidad pública o privada de la ciudad. De manera especial, por la específica naturaleza de la materia en que se había licenciado. Tampoco fueron años proclives a la convocatoria de oposiciones, para optar a plaza de profesor en los institutos de educación secundaria. A pesar de esta situación de contracción para el empleo, este joven amante del pensamiento y la cultura no renunciaba al ejercicio de aquello que le gustaba y para lo que, de manera admirable, se había preparado durante los años de carrera. Pero cierto día su padre, a la vuelta del trabajo, le habló con meridiana e imperativa claridad:

“Crispo (así le llamaban ahora) tiempo es ya de que abordemos tu situación, con franqueza y realismo. Te has pasado muchos años estudiando y ahora, con veintiséis años cumplidos, aún no has encontrado rendimiento económico a toda la titulación acumulada. En casa no te va a faltar nada, por supuesto. Pero yo a tu edad llevaba ya ocho años de duro trabajo, ejerciendo mi profesión de mecánico. Y no veo una salida inmediata o factible, para esa especialidad que con tozudez decidiste escoger.

Pienso que vas a tener que llamar a otras puertas, si no te quieres ver convertido en un parásito de la sociedad. Ello no te impedirá que, en un futuro más o menos próximo, puedas verte ante los alumnos enseñando Filosofía pero, en el día a día, te has de mover con presteza para conseguir un horario de trabajo y sentirte útil ante el servicio de prestas. Toda profesión es digna, si se ejerce con honradez y entrega responsable. Allí en mi taller no faltan trabajadores, sino todo lo contrario: sobran. Además, un filósofo… qué haría en una concesionaria de automóviles. Así que te tienes que poner las pilas y salir a la calle a buscar acomodo circunstancial en aquello que te puedan ofrecer”.

Tras ésta y otras discusiones, Crispo se vio obligado a aparcar sus pretensiones docentes, poniéndose a buscar cualquier posibilidad laboral en alguna empresa que le admitiera en su nómina. Dedicó varias semanas entregado al duro proceso de visitar establecimientos, solicitando entrevistas, haciendo llamadas telefónicas y enviando resúmenes y fotocopias de su currículum académico, muy estimable por cierto. Entre muchos noes y silencios, hubo algunas ventanas para la esperanza. La mayoría de éstas muy contadas posibilidades significaban trabajar en servicios de restauración, ejerciendo básicamente de camarero, actividad que desde luego no concordaba con la preparación que había recibido en su prolongada etapa formativa.

Dada la presión familiar, estaba decidido a aceptar alguna de esas ofertas. Cierta noche se dirigió a una de las muchas pizzería que tenía anotadas, animándose a preguntar por el encargado. Éste, viendo la buena presencia y la juventud de su interlocutor, le comentó que les faltaba un repartidor para completar la plantilla. Tendría que trabajar en turnos de mañana/tarde (de 10 a 16 horas) o de tarde/noche (de 16 a 24 horas) según los días. Durante los primeros seis meses, su sueldo quedaría establecido en 700 euros, cantidad que podría incrementarse con las propinas que recibiera tras la correspondiente entrega de los pedidos. El manejo de la motocicleta que habría de utilizar no sería un gran problema, pues ya había conducido este tipo de vehículos. Además, su padre se ofreció a mejorar esa destreza necesaria en la conducción de ciclomotores. 

Dos meses y medio es ya el tiempo que lleva trabajando, este joven estudioso del pensamiento filosófico, en una actividad que le permite estar mucho tiempo en la calle, circulando con su modesta motocicleta. En ella transporta, siempre lo más rápido que puede, todos esos pedidos de pizzas, alitas de pollo, nuggets, patatas fritas, con los correspondientes refrescos y latas de cerveza. Echa de menos no poder estar al frente de sus alumnos, explicándoles las enseñanzas de los grandes pensadores grecolatinos y de otras latitudes. Anhela esa grata tarea de formar mentalidades racionalistas, sustentadas en los valores que mejor potencian la naturaleza humana. Pero al menos tiene un horario que cumplir, un servicio que prestar y, al final de cada mes, puede disponer de una modesta liquidez económica. Con ese escaso peculio, ayuda a los gastos de la casa y puede darse algún que otro capricho, normalmente adquiriendo algún nuevo libro o manual de esos autores con los que disfruta el ejercicio de la lectura y la muy saludable práctica de la reflexión. 

La necesidad de visitar numerosos domicilios en el día, le ofrece la posibilidad de conocer (empleando al menos unos breves minutos) a muy diversa tipología sociológica, con todo lo que supone sus respuestas, exigencias, comportamientos y actitudes. Todo ello le permite, de alguna forma, seguir aplicando ese otro importante ejercicio de la observación, el contraste y el subsiguiente análisis acerca de cómo funciona un sector numéricamente importante de la sociedad. Grupo bastante heterogéneo que demanda, previo pago de la tarifa, le sirvan en la puerta de su hogar el alimento “rápido” y la bebida hipercalórica con lo que poder saciar su necesidad restauradora. Las anécdotas y vivencias sociológicas que ha ido atesorando durante sus meses de trabajo son numéricamente abundantes y “sabrosas” en su contenido, para llevar a efecto una muy interesante reflexión analítica.

No olvida aquella visión, por cierto bastante repetida en sus desplazamientos, de un par de niños que le abrieron la puerta de su domicilio. Eran aproximadamente las once y media, ya muy cerca de la media noche. Desde otra habitación interior de la casa, escuchó la voz ronca y “agrietada” de una mujer, probablemente era la madre de ambos vástagos, la cual gritaba a sus dos hijos “Iván, María del Rosario, en el mortero de la cocina tengo muchas monedas guardadas. Id contando hasta los trece euros. Es lo que vale la pizza y la botella de Coca Cola. Dáselos al repartidor”. Se trataba de una pizza tamaño familiar, masa normal, con ingredientes de salami, chorizo y salsa carbonara. Tanto el crío (unos siete años) como su hermana (no pasaría de los nueve) tenían un evidente problema de sobrepeso en sus respectivos organismos. Previsiblemente esa comida iba a ser el menú de su cena, ya al filo de la madrugada.

Otro reparto que motivó la extrañeza de Crispo consistió en servir dos pizzas, ambas de tamaño familiar, a un edificio enclavado en la zona antigua de la ciudad. Cuando pulsó el timbre del piso correspondiente, observó que junto a la tecla del llamador había una pequeña placa, donde estaba grabada la palabra “Consulta”. Efectivamente, en la puerta de esa vivienda había otra placa que especificaba el nombre del Dr. y la especialidad médica que desempeñaba: “Clínica dietista-nutricionista”.

Tras pulsar el timbre más de una vez, abrió la puerta un señor muy educado en sus palabras y formas de trato, curiosamente con una circunferencia ventral bastante pronunciada. El cuerpo de esta persona era manifiestamente fusiforme. El reloj marcaba las nueve de la noche y el propietario de la vivienda aún llevaba puesta la bata blanca de consulta. Sin duda, era el médico que dirigía la citada clínica dietética. Hay que abundar en que una de las pizzas era de pepperoni, queso roquefort, bacon y salami, mientras que la otra era una “capricciosa” con abundantes ingredientes grasos, ambas para comensales con admirable apetito. El joven repartidor se preguntaba como una persona de tan proverbial “humanidad”, a causa de su glotonería, podía controlar y reducir el peso en los pacientes que a él acudían, tratando de reducir los kilos y siluetas en sus anatomías.

Otra noche, mientras aparcaba su motocicleta para hacer una entrega, por una barriada en el norte de la capital, vio que se le acercaba un chico que, por sus características físicas, no superaría los quince o dieciséis años de edad. Sin mediar palabra alguna, este desarrapado adolescente sacó una navaja y le puso la otra mano extendida. A no dudar, exigía el dinero recaudado por las entregas. Mostraba un gran nerviosismo, pues veía temblarle ambas manos. Crispín no perdió el control ante la violenta situación en la que estaba inmerso. Comenzó a hablar al chico, de manera pausada y amistosa, tratando serenamente de calmarle.

A los pocos minutos, ese pobre aprendiz de delincuente estalló en sollozos. Explicó que su madre y hermanos no habían comido nada ese día. Pertenecía a una familia de profunda sociología marginal. Era su primera experiencia desesperada en el robo. Logró tranquilizar al desesperado atracador, consiguiendo que retirara el objeto cortante de su pecho. Tras aconsejarle que acudiera a un comedor social (explicándole su ubicación) le entregó una de las pizzas que llevaba en su mochilón de reparto. Al menos, él y sus hermanos podrían echar algo a sus cuerpos, para esa noche desafortunada en el hambre.

Los objetivos profesionales de este intelectual desubicado tendrán que esperar, en una compleja época de grave “indigencia” para el empleo. Su grado en Filosofía, el excelente expediente académico que acumula, su demostrada vocación intelectual, aun no le está permitiendo dirigir a esos alumnos que, en su adolescencia, realizan el aprendizaje de la formación secundaria. Pero Crispo o Crispín ha sabido entender y asumir el control en su hoja de ruta. Quedarse en casa, desanimarse o sustentarse en la dependencia familiar, no era el mejor o inteligente camino a seguir. Frente a la pasividad depresiva, cuenta con la fuerza de su juventud y la preparación de sus muchos años en el estudio.

En el día a día, con el azul celeste de cada amanecer, se promete seguir luchando para la realidad de lo posible. Todo honrado trabajo enriquece la dignidad de la persona, si esa honesta dedicación es ejercida con diligente entrega y cívica responsabilidad.-
 
José L. Casado Toro (viernes, 3 de Febrero 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

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