viernes, 24 de abril de 2015

UNA BELLA HISTORIA, EN LA COMUNICACIÓN AFECTIVA, DESDE LA SOLEDAD.


Por motivos básicamente de ocio, nos encontrábamos pasando un corto fin de semana en la capital madrileña. La cómoda versatilidad que permite el transporte en el tren AVE, junto a los incentivos lúdicos y culturales que siempre ofrecen las grandes ciudades europeas, nos había animado a romper con esa serena rutina, dibujada por nuestro entorno inmediato, durante cada día de la semana. Antes de viajar a Madrid, siempre es importante reservar entradas para algún espectáculo teatral, de entre la numerosa oferta que sugiere la cartelera en aquella cosmopolita ciudad. Al margen de El Rey León, siempre tan atractivo y permanente en la Gran Vía, existen numerosas salas teatrales donde puede disfrutarse de excelentes actuaciones escénicas, desarrolladas por afamados, o más desconocidos,  intérpretes.

Habíamos elegido el Teatro Amaya. Faltaban unos quince minutos para el inicio del espectáculo cuando, en la antesala del patio de butacas, me distraía observando unos carteles anunciadores de otras obras que esta cadena empresarial ofertaba en otros teatros de la ciudad. En ese preciso instante un hombre de edad avanzada, que acaba de atravesar la puerta de entrada, bien guarnecido en su abrigo, dada la baja temperatura ambiente que aquella noche soportaba Madrid, se me queda mirando con una cierta firmeza. Me desplazo unos metros del lugar que ocupaba pero, al volverme de nuevo, me siento observado por esa persona que me resulta absolutamente desconocida. Tiene el cabello muy corto, a fin de disimular su avanzada alopecia. Rostro curtido por los años, viste de azul oscuro y no va acompañado por pareja o amigos, en ese momento. Me resultaba un tanto incómoda la situación, debido a ser el centro de esa persistente observancia, por lo que decido desplazarme ya a la sala de butacas, a fin de buscar el lugar exacto de nuestras localidades.

Aproveché los minutos concedidos, durante el descanso de la obra, para dirigirme a los lavabos. Antes de entrar en los mismos, la misma persona que antes me observaba de manera indisimulada, se me acerca y, con unos correctos modales, me transmite las siguientes palabras:

“Buenas noches. Discúlpeme, pero yo creo …. que le conozco. Su cara me resulta bastante familiar. ¿tal vez de Madrid …. Valladolid …. Castellón. La verdad es que no logro concretar. Pero estoy, cada vez más seguro, que hemos hablado en alguna otra ocasión. Por eso me he quedado mirándole, tal vez con una indelicada impertinencia.”

Dada la amabilidad de mi interlocutor, le atendí con la mejor cordialidad de que fui capaz. Le expliqué que no me venía a la memoria su imagen y que mi círculo vivencial no ser hallaba precisamente en tierras castellanas, aunque de forma circunstancial me encontrara en Madrid, durante ese día. Pero este señor (Álvaro) siguió insistiendo con diversas preguntas u otras aportaciones en datos, a fin de vincularme con elementos de su memoria. Él mantenía que nos conocíamos, pero sin poder concretar ese cómo, cuándo y dónde. Me rogaba que también yo hiciera memoria. Acabó por entregarme su tarjeta personal, con los datos obvios del nombre, dirección postal y electrónica, además de sus dos números telefónicos. Se despidió con un apretón de manos sugiriendo que,  en caso de que recordara datos concretos, me pusiese en contacto con él, utilizando el medio que considerara más procedente. Aunque no suelo usar tarjetas de visita, sí recuerdo que le dije mi nombre completo, a fin de corresponder a los datos que había tenido a bien darme a conocer. Con tanto hablar, volvimos a la sala cuando ya había comenzado la segunda parte de la representación. Por cierto, una interesante obra titulada Enfrentados, interpretada magistralmente por un genial Arturo Fernández, quien a sus ochenta y cinco abriles mantenía un estado de forma digno de plena admiración.

Ya en mi ciudad de residencia, no le di más importancia a este curioso episodio que había tenido lugar durante el fin de semana madrileño. Pero, como era previsible, al paso de las semanas, la figura de Álvaro volvió a hacerse presente en mi quehacer cotidiano. Un mes, aproximadamente después de nuestro primer encuentro, compruebo que tengo en el escritorio de mi ordenador, un correo electrónico cuyo remite comenzaba por alvaromm45@.... Esa misma noche abrí el mensaje. Efectivamente este Sr. había localizado mi dirección electrónica, a través del blog que tengo en Google, dato que aparece en mi perfil. No era un texto muy extenso el que me escribía. Básicamente me recordaba nuestro reciente encuentro en el teatro madrileño Amaya, preguntándome si había hecho memoria, pues él estaba convencido de haber mantenido algún contacto previo con mi persona.

Aunque me seguía extrañando la insistencia de este hombre, respondí educadamente a su misiva electrónica. La reiteraba que carecía de datos en el recuerdo, pero que cuando lo desease podía escribirme si así le apetecía. Como me temía, más o menos a las setenta y dos horas, tenía otro correo electrónico en mi escritorio, remitido por Álvaro. Era mucho más extenso que el anterior. A groso modo, decía así.

“Comprendo que le resulte extraña y pesada mi insistencia comunicativa. Pero, en esta ocasión, quiero ser absolutamente sincero con Vd. La verdad es que no nos conocemos de nada. He estado vinculado al mundo teatral. Mi trabajo era de índole técnica. He trabajado en campos muy diversos, como la electricidad, el sonido y también, en el atrezzo escénico. Hace cuatro años que me jubilé, y en este inmediato espacio de tiempo perdí a quien era mi compañera de toda la vida. No tengo más familia directa que unos parientes lejanos con los que apenas tengo trato. Vivir en soledad es muy complicado, por lo que hago todo lo posible por entablar amistad con personas que sean receptivas a mi necesidad de comunicación. Pero el mundo no es generoso en este terreno, especialmente con personas ya tan mayores como yo (cumplo los setenta y seis de aquí a unos meses). He visto y vivido mucho teatro y con Vd apliqué un recurso muy infantil, lo reconozco, a fin de tener con quien hablar, aunque fuese de manera electrónica. ¿Por qué le elegí para esta burda travesura? Posiblemente porque algo en su figura y comportamiento me indujo a confiar en una respuesta positiva por su parte. Me pareció una persona bondadosa y educada, nada más intercambiar las primeras palabras. Me debo disculpar, por supuesto. Pero ya el hecho de escribirle este largo correo, me permite despertar el interés y la ilusión por comunicar con personas. Me encuentro así menos solo. Las horas y minutos del día se me hacen largos y tediosos. También le aclaro que aunque mi economía es modesta, el haber trabajado tantos años en el Amaya me permite recibir invitaciones para asistir a todas las salas de este  grupo empresarial.” Se despedía con una nueva disculpa por su peculiar proceder.

Tras la lectura de este correo, aparentemente lleno de sinceridad y humildad, reflexioné acerca de los comportamientos que algunas personas se ven obligados a adoptar, como consecuencia de una sociedad en la que imperan tantos incentivos para lo material sobre otros valores que debieran sustentarse en lo fraternal, en lo solidario, en la cooperación afectiva y efectiva de todos para con todos. Álvaro era uno más de los miles y miles de seres humanos que, soportando esa perniciosa soledad que tanto daño nos provoca, reaccionan aplicando comportamientos inverosímiles a fin de hallar ese cobijo amistoso que tanto necesitan para su inestable orfandad afectiva. De manera coloquial me decía, en el contexto de esta reflexión, “¡hay que ver lo que es capaz de hacer u organizar la gente, por encontrar un poco de consuelo en medio de una sociedad que tan vanamente presume de comunicación y diálogo!”

A partir de la franqueza que esta persona me había mostrado, decidí mantener con ella un intercambio epistolar, de manera periódica, sentando las bases de una amistad en la distancia originada de la forma más inverosímil que yo podría imaginar. Durante algún tiempos nos intercambiamos correos, con una periodicidad de unos dos o tres al mes. Mi ahora amigo Álvaro me transmitía en ellos comentarios, confidencias, anécdotas  y reflexiones acerca de su vida, tanto en la actualidad como antiguos episodios que había protagonizado a lo largo de su ya proverbial longevidad. De manera especial me agradaba mucho conocer el “sabroso” trasfondo que conlleva el mundo de la farándula y la representación escénica. Una persona que había trabajado tanto tiempo en el corazón organizativo del espectáculo tenía que poseer un amplio y buen bagaje informativo, tanto para el comentario como para la información e ilustración más distraída y documentada. Alvaro disfrutaba compartiendo con ese amigo, casi desconocido, múltiples páginas, contempladas o incluso protagonizadas por él, que jalonaban una intensa vida dedicada a la actividad teatral.

Con el paso de los meses, la intercomunicación se fue espaciando por ambas partes. En realidad, la nuestra había sido una amistad un tanto forzada, inesperada y sin el imprescindible o más necesario vínculo de la proximidad. Al igual que hace la meteorología, llegaron épocas de sequía o de frialdad en el diálogo, hasta generarse amplias lagunas para el silencio, educadamente salvadas por la felicitación navideña o por la atención a los respectivos santorales que nos identificaban. Pasaron meses sin contacto alguno cuando, a la vuelta de un reciente viaje a Galicia, decidimos pasar un día completo en la capital madrileña. Previamente me ocupé en enviarle unos correos a su dirección electrónica, indicando esta posibilidad y mi ilusión por saludarle de manera directa y personal. No recibí respuesta a mis mensajes. Sin embargo, como tenía una dirección postal que él me había facilitado en uno de sus correos, aquella mañana me dirigí a ese domicilio con el ánimo de interesarme por su estado. Le llevaba algún recuerdo de Málaga, aunque no dudaba que especialmente valoraría mi esfuerzo por estar unos minutos junto a él. 

El taxista me condujo a una dirección ubicada en las entrañas del viejo y siempre vivo Madrid. Allí, unos chicos jóvenes, estudiantes universitarios, que vivían en la misma planta que Álvaro, me informaron que “ese señor mayor hace unos meses fue llevado a un centro residencial para mayores, dependiente de la Comunidad madrileña”. Rápidamente me dirigí al edificio de la Puerta del Sol, donde un funcionario muy amable efectuó varias llamadas y comprobaciones, facilitándome una dirección asistencial, donde muy probablemente se encontraría el residente Álvaro Mandly Martín. Mi mujer (muy interesada en el caso)  y yo mismo nos dirigimos, por la tarde, a ese institución ubicada en la carretera de Somosierra.

Poco antes de las seis, en una tarde muy templada de julio, fuimos atendidos por el gerente del centro asistencial el cual, tras la información puntual y documental que le aporté (entre la misma, algunas fotos que este amigo me había enviado) nos acompañó a una amplia zona ajardinada. En ese grato y vegetal espacio, los residentes descansaban, bajo la atención de varios cuidadores, dormitando en sus asientos de madera, sillas ortopédicas o algunos caminando despacio bajo el cobijo de los árboles, ya que el día se había tornado intensamente caluroso. Junto a un pequeño estanque artificial, se encontraba Álvaro.

Lo reconocí de inmediato, aunque su cuerpo estaba notablemente cambiado físicamente, desde aquella noche en el teatro Amaya en la que él forzó nuestro encuentro y el inicio de la amistad (había ya transcurrido, aproximadamente, un año y medio desde entonces). El Sr. Gerente me había advertido de las profundas lagunas de consciencia que esta persona padecía. Tomé sus manos entre las mías y le sonreí, con palabras llenas de afecto. Parecía no reconocerme, aunque yo le seguía hablando, tratando de que recordara algún detalle. Le entregué una bolsa con dulces, vino de Málaga y una guía muy bien ilustrada con abundantes fotos de mi ciudad. Tras casi una hora, de lo que fue en realidad un pausado monólogo de sonrisas y anécdotas por mi parte, tomé de nuevo sus manos para despedirme. Sólo había logrado arrancarle algunas palabras inconexas. Pero, cuando ya me marchaba, en ese instante levantó su mirada y pareció pronunciar una corta frase que yo creí entender como “gracias, mi amigo.”

Cuando volvíamos hacia nuestro hotel, camino de la Gran Vía, le pedí al taxista que nos parase unos minutos junto al Teatro Amaya. Me acerqué hacia la puerta del recinto y recordé aquella noche en que una persona se esforzaba por superar su soledad. Aquel día veraniego, la obra que se estaba representando en la sala llevaba por titulo “No me abandones, amor”.


José L. Casado Toro (viernes, 24 abril, 2015)
Profesor

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