jueves, 22 de enero de 2015

EL ÚLTIMO TREN DE LAS SEIS, EN LA ESTACION MADRILEÑA DE ATOCHA.


El reloj de la estación ferroviaria de Atocha, en Madrid, marcaba diez minutos sobre las seis de la tarde. El trasiego de viajeros era muy intenso, en ese último día del año. Grupos familiares y personas individuales iban de acá para allá, con sus maletas, bolsas, mochilas, ilusiones y realidades, caminando de forma apresurada hacia los andenes con los destinos señalados en sus respetivos billetes. Allí esperaban los trenes, dispuestos a transportarles a ese lugar especialmente anhelado, en una fecha tan señalada para el reencuentro afectivo y la transición de la anualidad. Es el día 31, de un frío y festivo diciembre. En ese preciso momento un hombre de mediana edad se acerca, visiblemente nervioso, a la ventanilla ocupada por uno de los funcionarios ferroviarios que expenden los diversos tickets de viaje.

“Buenas tardes.  Deseo plantearle un problema que me afecta y confío pueda ayudarme. Como verá en la reserva, tenía que viajar en el tren que ya ha partido para Valencia, hace unos diez minutos. Por una serie de dificultades en el tráfico, a lo que se une una imprevista circunstancia en la gestión empresarial que me ha traído a Madrid, he llegado tarde a la estación. He comprobado en el panel informativo que mi tren ya ha partido para ese destino. ¿Sería muy complicado hacerme un hueco en el siguiente viaje, que parece sale a las siete en punto?”

Ramiro, un veterano empleado de Renfe, recibe el billete que le muestra el preocupado y nervioso viajero que tiene ante sí.  Comprueba detenidamente en pantalla la disponibilidad de plazas y trayectos para lo que resta del día. Mario observa a su vez el semblante del funcionario, en el que percibe un movimiento de cabeza negativo para la necesidad que le está afectando.

“Tengo que indicarle, y lo digo con preocupación, que no va a ser posible atender aquello que me está solicitando. Comprenderá que estamos en un día un tanto especial. En este última fecha del año, casi todas las líneas adelantan, o mejor dicho, suprimen algunos viajes a partir del horario de tarde. Concretamente, ese último viaje de las siete hacia Valencia es uno de los suprimidos. Aquellos viajeros que habían sacado sus billetes con antelación, han sido reubicados en otros trenes, especialmente en el que ha partido hace ya unos quince minutos. Tratándose de un día festivo, con la circunstancia propia del fin del año, el siguiente viaje hacia Valencia no saldrá hasta mañana, a las diez en punto. Lo lamento de veras pero, en este momento, ya no hay otra combinación posible.”

Mario, mostrando una serena preocupación, insiste ante el paciente funcionario ferroviario. Le ruega hable con sus superiores para ver si existe alguna otra solución que le permita pasar la última noche del año en casa, junto a su familia. Ramiro le aclara que no es cuestión de jefes o jerarquías. Con delicadeza le indica que ha llegado tarde para tomar el último viaje hacia la ciudad levantina. Y que hasta la mañana siguiente, la pantalla del ordenador muestra con claridad que no habrá un nuevo desplazamiento hacia ese destino.

“Marta, te llamo desde la estación de Atocha. He llegado tarde al tren y hasta mañana no sale otro hasta Valencia. Aquí, en la taquilla, están hablando con la dirección, pero me temo que no habrá solución hasta mañana a las diez. Por ser el día que es, han quitado el tren de las siete y me veo aquí, solo, esta noche tan especial en la que íbamos a celebrar el tercer aniversario de nuestro compromiso, con las doce campanadas. El contrato inmobiliario con ese cliente inglés se fue complicando y el reloj avanzaba. Pero ¿qué podía hacer? Esa venta al galés era muy importante para la empresa y tuve que convencerle de muchos detalles que no estaban claros para él. Total que aquí me veo, triste y con el ánimo alicaído, sin poder estar contigo y la niña. Ahora después te vuelvo a llamar, que parece quieren decirme algo. Un beso”.

Efectivamente Ramiro había realizado dos llamadas telefónicas, a fin de localizar y consultar al interventor jefe. Le había explicado el caso, por si veía alguna solución que aliviara el grave problema en que se hallaba el cliente, por haber llegado tarde a la hora de salida de su viaje. La circunstancia del día y la calidad humana de este trabajador explicaba el interés y el largo esfuerzo negociador que el funcionario en taquilla había estado realizando. Al fin hizo una señal a Mario para explicarle cuál era la disposición u oferta por parte de Renfe.

“Sr Celdrán. He estado hablando con mi superior, exponiéndole su caso. Debe entender que nuestra empresa no es responsable de que no pueda estar esta noche en su ciudad. Vd. ha llegado tarde a la hora de tomar el tren y este ha partido a la hora fijada. Pero no hay más viajes hasta mañana, como ya le he explicado. De todas formas, considerando la situación del día en el que estamos, el departamento de atención al cliente quiere ser especialmente generoso con su persona y le ofrecemos la posibilidad de que pueda pasar la noche en un hotel concertado con Renfe. El coste de la habitación será a cuenta de nuestra compañía. Le cambio también su billete, a fin de que pueda viajar mañana a su casa. El tren saldrá a las diez en punto. Es todo lo que podemos hacer por Vd.”

Mario agradeció efusivamente el esfuerzo que su interlocutor estaba realizando, a fin de aliviar, en lo posible, la desagradable situación en que se hallaba, por mor de una serie de circunstancias. Demasiado bien estaba respondiendo la compañía ferroviaria antes unos hechos derivados, fundamentalmente, de la significación cronológica y por su retraso a la hora de subir al tren. Recogió un documento que le permitía pasar esa noche en un pequeño hostal, ubicado dos manzanas más allá de la gran estación madrileña.  Cariacontecido, abandonó la taquilla y con su trolley y maletín de mano, se desplazó hacia ese el hostal, donde tendría que pasar la Noche de fin de Año. Cuando entró en su aposento, comprobó la frialdad decorativa de aquel desangelado espacio, cuya única ventana daba a un patio interior. Faltaban escasos minutos para las siete y ya la noche se había enseñoreado de un cielo limpio de nubes. La temperatura ambiente en la calle era de tres grados. En su habitación al menos tenía calefacción, lo que haría menos ingrata esa peculiar noche.

Volvió a telefonear una vez más a Marta, explicándole la realidad en que se hallaba. Ese aniversario de compromiso lo iban a pasar separados, y sin confetis, canciones o una mesa bien organizada para una entrañable familia de a tres. La pequeña Sylvia al menos acompañaría la soledad de su mujer que, razonablemente, comprendió el necesario sacrificio laboral de su marido, en un día tan particular.

El hostal no servía comidas esa noche, por lo que Mario salió del edificio buscando un lugar donde poder tomar algo. No era un día apropiado, pues casi todos los establecimientos de restauración en la zona estaban ya cerrados. Tampoco era el caso de desplazarse a largas distancias, para buscar cenas con cotillón. Verdaderamente su ánimo no se hallaba predispuesto para fiestas y jolgorios.

Quiso la fortuna que ya cerca de las ocho, andando por las calles aledañas a la estación, encontrara un espacioso comercio chino abierto. Además de vender productos de bazar, tenía una parte dedicada para productos alimenticios. Compró un par de persimmons, una botella de agua y una lata de cerveza. El comerciante oriental le preparó un bocadillo de queso con sobrasada. Al pagar el importe, el propietario del negocio, mostrando una amplia sonrisa, añadió como regalo dos mantecados navideños. Este iba a ser el ‘suculento’ menú que un esforzado trabajador, vinculado a una afamada inmobiliaria levantina, iba a tener para celebrar la entrada del nuevo año.

Al volver al hostal, de nuevo tuvo que encontrarse con una persona que desde un principio le incomodó. Era el encargado de entregar las llaves y hacer las reservas de habitaciones. Se trataba de un personaje verdaderamente sacado de alguna película del cine negro. Era bajo de cuerpo y mostraba una obesidad mórbida, pues siempre estaba masticando algo en su boca. Su cabeza grandota estaba totalmente rapada, aunque la sombra del pelo mostraba un perímetro que hablaba de su mayoritaria escasez. Ojos pequeños, pero saltones e incisivos. Tenía varios dientes frontales revestidos de color dorado, y la barba crecida de veinticuatro horas. Lo descuidado de su aseo, especialmente las uñas de las manos y los poblados espacios interdentales, daban a la figura de ese gerente un misterioso y siniestro aspecto. Parco en palabras, mostraba una sonrisa entre sádica y burlona. Tras recibir la llave 204, subió andando los tramos de escaleras hasta la segunda planta porque, con el frio que hacía en el exterior, le apetecía hacer ese pequeño ejercicio a fin de coger algo de calor.

La calefacción estaba baja de intensidad, pero al menos atemperaba la temperatura madrileña que ya estaría por debajo de cero grados, a esa hora de las nueve menos cuarto. El panorama para esa noche ‘festiva’ no ofrecía mayores dudas. Tomaría ese suculento menú que había conseguido en el bazar chino, vería algo de televisión e iría pronto a la cama. Las doce uvas y el cava estarían en la Puerta del Sol y en millones de hogares de todo el mundo. Pero Mario carecía en esos momentos del ánimo y la fuerza necesaria para acercarse, dentro de tres horas, al kilómetro cero peninsular. Él no dejaba de pensar en Marta y en su pequeña Sylvia. Lamentaba una y otra vez el retraso de esos diez o quince minutos, provocados por un minucioso y complicado cliente galés, que había firmado al fin la compra de un apartamento en Altea…….. un 31 de diciembre. Desde luego había sido una laboriosa y esforzada venta.   Gajes “traviesos” de la profesión.

Tomó una toalla del lavabo y la colocó sobre la mesita de noche, espacio que iba a servir como bandeja para disponer su cena de Nochevieja. En eso estaba cuando sonó el timbre de la puerta. Mario, un tanto intrigado, abrió la puerta, encontrándose con la oronda figura del conserje o gerente, que con su inquietante sonrisa habitual le decía que, abajo en la entrada, había alguien que preguntaba por él.  Cerró la puerta y ambos bajaron los dos tramos de escaleras. En el pequeño espacio del hall en la entrada, aunque iba sin el uniforme reglamentario, reconoció de inmediato a la persona que le esperaba.

“Buenas noches, Sr. Cerdán. Soy Ramiro, me reconocerá pues hemos estado hablando esta tarde en la taquilla. Le he estado dando vueltas en la cabeza a su situación y he decidido venir a verle. Me hago cargo de lo que supone pasar esta noche aquí, por un desagradable retraso de unos minutos. Vivo con mi madre, una persona ya muy mayor. Tengo alguna familia, pero está repartida en distintos puntos de España. Le ofrezco compartir nuestra cena. Así se sentirá menos solo y juntos elevaremos el ánimo. No hemos hecho un extraordinario, pero la comida será muy grata y en un ambiente acogedor. Pasar aquí la entrada del año…. no resulta plato apetecible. Se preguntará por qu. ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ue hicieramn algo astaredor.  pero la comida serfamilia, pero en distintos puntos de lña Pené hago esto. Básicamente porque, poniéndome en su lugar, me haría feliz que alguna persona tuviese ese detalle o gesto hacia mí”.

Mario nunca olvidaría la bondad de esta noble y generosa persona.-

José L. Casado Toro (viernes, 23 enero, 2015)
Profesor

1 comentario:

  1. A veces, personas desconocidas hacen gestos que nos llegan al corazón y convierten el MUNDO en un lugar menos inMUNDO. Excelente relato. Me ha encantado. Un abrazo

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