viernes, 4 de abril de 2014

LUCES Y SOMBRAS, EN EL SENO DE LA SOCIEDAD OPULENTA.


En esta traviesa atmósfera que nos envuelve, a veces crispada hasta la tensión, en otras ocasiones sosegada con su placidez, existen imágenes que motivan y ponen a funcionar la potencia de nuestra imaginación. En esa proximidad contrastada de la distancia, nos encontramos con anónimos personajes, caracterizados por un atuendo y comportamiento especial, que obviamente tienen en su privacidad biográfica, una historia con páginas imprevisibles, tal vez insólitas y de contenidos siempre atrayentes para su conocimiento. Nos vamos cruzando plástica y reflexivamente con ellos, dibujando el quehacer laboral o lúdico de cada jornada. Así que, día tras día, se nos va haciendo familiar su presencia, aunque desconozcamos datos concretos de la personalidad real que tras su imagen, en general silenciosa, ocultan.

Podemos encontrarlos bajo el dintel de una puerta eclesiástica, en aquella confluencia semafórica en la que se detienen los vehículos unos preciados segundos, en la cercanía del súper o del complejo comercial o en ese jardín que acoge sin requisitos previos a todos los que se guarnecen de su barata hospitalidad. Suelen representar edades avanzadas, aunque esta suposición se vea acrecentada por una descuidada apariencia, tanto en el esmero del aseo como en la naturaleza de la ropa con la que cubren sus cuerpos. Sus siluetas parecen cansadas y vapuleadas por la continuidad de largos calendarios, protagonizados en la modestia aparente de sus respectivas trayectorias. Algunos ejercen y practican explícitamente la mendicidad, con las distintas modalidades aplicadas para el ansiado sustento. Sea indicando un hueco donde aparcar al automovilista nervioso, sea pidiéndote alguna ayuda con ese platillo que frente a ellos descansa en el suelo, sea ofreciéndote unos clínex para la urgencia. O, simplemente, reposando en aquella esquina, a la espera de esa hora temprana y gratuita en la que se reparte el bocadillo, con el zumo o yogurt, tras esperar el turno correspondiente en una alargada cola de personas, donde se encadenan carencias, frustraciones y necesidades básicas para lo vital.

Cierto día me sentí animado a desvelar alguno de esos interrogantes que navegan de forma incontrolada en los surcos productivos de nuestra suposición. La escenografía del personaje se me había hecho entrañablemente familiar. Desde por la mañana, hasta el final de la tarde, lo veía ocupando el mismo espacio ajardinado, en el que gozaba de ese sol generoso que gratifica la frialdad y soledad de los cuerpos. Solía estar casi siempre sentado en una sillita de ruedas, pero en ocasiones abandonaba ese pequeño aposento, caminando muy despacio aunque con autonomía. Permanentemente le acompañaba y ayudaba una chica joven, de indudable fisonomía africana por el color de su piel, que se ocupaba en vigilar a tres grandes perros que dormitaban, bien atados, en su proximidad. La cercanía de unas maletas, que siempre llevaban junto a la sillita de invalidez, me hacía pensar que ese era el único y modesto patrimonio de esta pareja que bien podría representar a….  ¿un padre y  una hija?

Este hombre, cuya edad rondaría las siete décadas de vida, pasaba las horas como dormitando con la mirada centrada en el suelo. A veces encendía un cigarrillo y, en alguna otra ocasión, le veía escribir líneas y frases en una manoseada libreta que extraía de una cartera colgada en el lateral de su silla. Sólo intercambiaba algunos minutos de conversación, además de con la joven, con un espontáneo “gorrilla” que controlaba los escasos huecos libres de una larga calle densificada en el aparcamiento. Me preguntaba dónde descansarían por las noches, dónde harían su limpieza corporal (aparentemente, mostraban un cuerpo básicamente aseado) y, también, donde tomarían ese alimento necesario para sustentar ambas naturalezas. Y estas dudas provenían de haberles visto, en horas nocturnas, ocupando los soportales de un edificio dedicado a oficinas, junto a otros indigentes sin techo.

Como líneas atrás comentaba, me animé a desvelar algunas de estas incógnitas que bullían por los surcos de la curiosidad. A este fin, traté de intercambiar un tiempo precioso de conversación, con esa persona a la que veía, día tras día, cuando pasaba por la zona camino del centro urbano. De manera afortunada, encontré receptividad en este hombre, agradable y sereno, iniciando ambos un denso diálogo que, con franqueza, creo que agradeció.

Mark, como le gusta que le llamen, nació en Alemania. Hijo único de una familia acomodada, aunque venida a menos por dificultades empresariales, estudió literatura en la Universidad de Munich. Aunque ejerció la docencia durante unos años en ciudades próximas a la capital del Estado federal de Baviera, en el sur alemán, el amor a una española le hizo trasladarse a nuestro país, cuando en poco superaba la treintena de años (el año pasado cumplió ya las siete décadas en su vida). Dominó rápidamente la comprensión y expresión lingüística castellana, integrándose perfectamente en la forma de vida hispana, aun manteniendo sus raíces germánicas tanto en su carácter como en la organización de sus días. Su capacidad bilingüe le abrió el espacio de algunos interesantes ámbitos laborales, especialmente en el ámbito editorial. No tuvo hijos en su matrimonio (tema sobre que prefiere no incidir). Resume esta parte afectiva de su existencia comentando que la fuerza del cariño entre ambos fue desapareciendo, con responsabilidades e infidelidades recíprocas.

Sin duda, lo más grave llegó cuando invirtió prácticamente todo su patrimonio en un proyecto editorial y cinematográfico. Amistades que parecían sensatas y responsables descubrieron, con el paso de los meses, lo desafortunado de su actuación derrumbándose, cual castillo de naipes, unos fundamentos financieros de los que él era su principal protagonista. Resumiendo con dos palabras  la crítica situación en la que se vio inmerso, Mark quedó “atrapado” en la soledad y en la pobreza. Abandonó los cantos de sirena que modulaban por la capital madrileña, trasladándose al sur en la búsqueda de la subsistencia y un mejor clima para los problemas articulares de su deteriorado organismo. 

Tal vez, el ego que caracteriza su temperamento le impidió volver a sus raíces de origen, donde podría haber empezado de nuevo, aunque ya con muchos años acumulados en su calendario. En Málaga, hizo algunos pequeños trabajos en academias de idiomas que apenas le permitían subsistir con la mayor modestia. Pero los finales de mes eran imposibles para afrontar la ineludible atención de los gastos básicos de alquiler, energía y, por supuesto, alimentación. Fue hace unos diez años cuando abandonó su último puesto laboral, como guarda nocturno en una obra que se construía en la Axarquía.

En esa caída libre para el fracaso, hubo un día en que la luz quiso sonreír lo nublado de su existencia. En la vida de este hombre aparece la figura, también desvalida, de Maysa, una chica de color angoleña cuya llegada a la estación de Autobuses malacitana tuvo los hitos propios de un relato cinematográfico. Sola y con un desconocimiento profundo de esta ciudad, esta joven  encontró en Mark a ese amigo que también sabe ejercer como padre. Este veterano aventurero quiso proteger su inocencia, por lo que se esforzó en enseñarle la lengua española (hablada hoy por ella con gran fluidez) uniéndola a su indigente esquema de vida. En la actualidad, forman parte de esa legión urbana de los “sin techo”. Unos carritos de la compra, unas maletas y tres perros. Todo ello, un muy escaso bagaje para definir el concepto patrimonial de la pobreza. Por las noches descansan arropados en una raídas mantas sobre el suelo cubierto del soportal, mientras que durante el día queman las horas gratificados  por la tibieza del sol en estas latitudes del sur. El aseo básico suelen hacerlo en los servicios públicos de las empresas de transporte que nuclean por la zona y en la tolerancia de un amigo que tiene alquilada una habitación, con uso colectivo de cocina y baño.

Mark ocupa la longitud de los describiendo en lan una raidas madas, asa de comidas econñ Escaso bagaje para descansar por las noches arropados en una raidas maías sentado sobre su carrito con ruedas, escribiendo en su libreta reflexiones y comentarios varios para la memoria. La joven Maysa le acompaña y cuida, hallando en la imaginación y bondad de este hombre una afectiva paternidad que ella nunca conoció en su patria de origen. La chica a veces obtiene algunas monedas como aparcacoches. Y todas las tardes acude al comedor social de Santo Domingo, donde suele conseguir ese par de bocadillos y algo de postre, que atiende y distrae el hambre tanto en ella como en su amigo y protector Mark.

Este es uno de los numerosos ejemplos de indigencia que asolan y contrastan en las urbes teatralizadas para el desarrollo. En este caso, un diplomado universitario, con una vida azarosa que le ha llevado desde los claustros académicos al letargo de una vida abandonada, en la pobreza más absoluta. Me comenta Mark que la compañía de Maysa le aporta fuerzas y sentido para abrir los ojos cada mañana. El cielo es su techo y el suelo ajardinado, junto al de la galería administrativa, su residencia. Y en aquella fuente para el riego, hay agua para la sed y el refresco. Lo más duro son las noches teñidas de humedad y frio. Cuando ve pasar las bolsas repletas del voraz consumismo, sonríe y entorna sus ojos. Él también lo hace, a su manera. Tiene todo el sol necesario, que da tibieza a un cuerpo ajado en la decrepitud. Una fuente cercana y la amistad de una joven sin raíces, que le acompaña en su soledad. Confía en que, cuando él ya no esté, esta mujer encuentre un lugar más acomodado en esta sociedad de contrastes y realidades para lo absurdo.-



José L. Casado Toro (viernes, 4 abril, 2014)
Profesor
jlcasadot@yahoo.es

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