viernes, 11 de abril de 2014

ESTRENANDO, EN UN DOMINGO DE RAMOS.


Aquél era un gran día festivo, marcado por la diferencia. En realidad son dos los domingos emblemáticos, Ramos y Resurrección, que encuadran una Semana litúrgica que ofrece luz propia a la Primavera. Pero mientras el último señalaba la inmediata vuelta a las obligaciones escolares, el de Ramos era el punto de partida a una semana vacacional que se esperaba con agrado, tras un largo trimestre invernal que marcaba el tercio central del aprendizaje en las aulas.

Desde horas tempranas de la mañana, y sin diferencia de edad, se cumplía con el rito católico de la bendición y procesión de las palmas. También los ramos de hojas de olivo simbolizaban esa semana especial,  que ponía fin a la Cuaresma, hasta llegar a la Pascua de la Fe católica. Las palmas amarillas y verdes, eran colocadas entre los barrotes de los balcones mientras, desde las primeras horas de la tarde, ya recorría nuestras calles la primera y anhelada  procesión, resaltada con una mayoritaria participación infantil. Era la Pollinica, en ese argot popular que traducía el paso o trono de Jesús entrando en Jerusalén, a lomos de una burra acompañado de sus apóstoles. Posteriormente, otras cofradías desfilaban por los itinerarios de pueblos y ciudades, paseando esa iconografía sacra en medio del fervor, la admiración, el respeto o/y la diversión de miles de personas, en las aceras, cruces y tribunas, tanto en el recorrido oficial como por otras arterias y barriadas de la planimetría urbana.

En ese primer domingo de la Semana de Pasión, con el que finaliza el período de la Cuaresma, existía la simpática tradición (aún hoy muchas personas lo llevan a efecto) de estrenar ropa de vestir o un calzado para el verano, hábito señalado de manera especial para los más jóvenes de la casa. Las distintas familias se esforzaban en mantener esa costumbre, reflejada en el atuendo que los niños y niñas lucían, tanto en la celebraciones de la misa de palmas, como por la tarde, en su principal procesión. Todo ello bajo la templanza térmica de un sol de justicia, que favorecía la presencia de miles de familias protegidas por la generosa bondad de la meteorología.
   
Años sesenta, de la anterior centuria. José Ángel (conocido como “el Tato”, entre la chiquillería del barrio) vive con su abuela Engracia, Esta buena mujer, enviudada hace unos años y curtida en los mil y un avatares de toda existencia, regenta la portería de un gran bloque de vecinos de treinta y seis viviendas, pudiendo utilizar, para ella y su nieto, una habitación con cocina y cuarto de aseo, en la terraza que cubre el edificio, espacio también dedicado a tendedero por algunos miembros de la comunidad. La mayoría de estas familias tienen su vivienda en régimen de alquiler, pagando una renta mensual al propietario con un coste relativamente bajo.

Ana, la madre de este niño que acaba de cumplir los diez años, lo dejó al cuidado de su abuela cuando apenas llevaba dos en la vida. La chica, una inestable y joven madre soltera, se encariñó con un feriante de fácil palabra y apuesta figura, yéndose con él como compañera de aventura, por todos esos pueblos y ferias de la geografía peninsular. Muy espaciadamente envía cartas a su madre, preguntando cómo sigue su hijo. Conociendo los valores de esta mujer, sabe que está bien cuidado y con una existencia más equilibrada que la que ella difícilmente podría ofrecerle.

El niño es muy inquieto, habiendo sacado el temperamento nervioso de su alocada mamá. Pero su abuela se ocupa de que vaya todos los días al colegio y sabe corregir sus travesuras, tratando de evitar que siga el camino erróneo que su hija ha emprendido en esa década complicada de la post-adolescencia. Sus medios económicos son muy limitados pues su difunto Rafael, autónomo de la venta ambulante, no tuvo la previsión de cotizar para el futuro, y a ella sólo le ha quedado una modestísima pensión asistencial. Sin embargo, tanto a ella como a su nieto, no les falta cada día un plato caliente en la mesa y una ropa aseada, aunque humilde, con la que vestir. Deja que, un rato en la tarde, el Tato juegue en la calle con los otros niños y niñas de la barriada. Pero, siempre que haya hecho los deberes que el maestro le ha puesto en la escuela pública a la que asiste. Para ella, la radio es su principal distracción, cuando abandona el cuarto de la portería, a eso de las ocho, una vez que ha bajado las bolsas de basura que los vecinos le han dejado en las puertas de sus pisos. Tras preparar la cena y el lavado de los platos, suele descansar con un ratito de croché escuchando algún programa distraído, como novelas o concursos,  en Radio Nacional o la cadena SER.

Cuando el Tato juega en el patio del Colegio y también en la plaza por la tarde con los amigos, algunos de éstos comentan acerca de lo que sus padres les van a comprar para estreno en la procesión  del Domingo de Ramos. Generalmente algún pantalón o camisa, aunque también alguna zapatilla deportiva o sandalias para el próximo verano. Este tema de conversación despertaba, en chicos de familias modestas, una cierta competitividad, recelo o enfados, por parte de aquéllos que presumían no iban a ser beneficiados  para recibir y lucir esa prenda simbólica, en el inicio de la Semana Santa. El chico también se veía afectado por estas diferencias que sus amigos mostraban. Veía que su abuela no podía acceder a lo que él le pidiera, pues en su casa apenas había para una alimentación básica. Su tata o abuela le decía que había que aprovechar la ropa disponible, aquella estaba de buen uso todavía. Pero el mimetismo y la arrogancia infantil de algunos amigos calentaba la cabeza de este niño que sólo tenía diez años y el cariño y la dedicación de su abuela. El chico apenas se acordaba de su madre. En cuanto a su padre, no llegó a conocerlo. Si no hubiera sido por esta buena mujer, su orfandad hubiera sido de lo más absoluta.

Pudo más la tentación y esas comparaciones en lo humano que nos desequilibran. Especialmente en personas muy jóvenes y carentes aún de la suficiente madurez formativa. Aquella infausta tarde del miércoles, El Tato no fue a jugar con sus amigos. Se llegó a un gran almacén de ropa y material deportivo, sito en la avenida principal de la ciudad y estuvo mirando, una y otra vez, el material expuesto para la venta. Especialmente se detuvo en la sección de zapatería deportiva. Quedó prendado en unas zapatillas de marca, con el elevado valor de veinticinco pesetas. Eran de piel y goma, predominando el color blanco con unas rallas diagonales azules y rojas. Entre las cajas del expositor vio rápidamente el número que él solía calzar: el 37. Aprovechando que había muchos clientes en esa sección del comercio, tomó la caja y se fue al probador. Allí se puso las deportivas, dejando en el interior de la caja sus viejos zapatos gorila, ya muy desgastados por el uso. 

Alegre e inconsciente se dirigió a la puerta de salida, pensando que cuatro días más tarde iba a poder lucir también algo de estreno, en un momento tan importante como era esa procesión de los niños. Un policía de seguridad le retuvo en la misma puerta, ante la ingenua sorpresa del chico. Le condujo a un apartado interior donde estaban aguardando dos personas, un hombre de mediana edad y una mujer joven, ambos con el semblante muy serio. El proceso es fácil de suponer. Tras recabar los datos de su familia, los dos encargados del negocio acudieron al domicilio del Tato ya que en su casa no había teléfono. Tras informar a Engracia de lo sucedido, las tres personas se desplazaron con urgencia a los almacenes. Allí le explicaron a esta señora que tenían que llamar a la policía, para que un juez de menores se hiciera cargo del caso.  

Engracia rogó repetidas veces, entre lágrimas, que ella afrontaría el coste de lo robado y que el chico recibiría el correspondiente castigo. Y que incluso pagaría el precio de las zapatillas, aunque éstas se quedasen en la tienda. Ver a su nieto ante  un juez de menores era una situación terrible que, en modo alguno, quería experimentar. En un momento concreto, se incorporó al grupo de seguridad un hombre, de unos treinta y pocos años, que pidió información exacta acerca de lo que estaba ocurriendo. Parece ser que era hijo de alguno de los dueños del establecimiento. Preguntó al Tato los motivos exactos por los que había querido hurtar esas zapatillas. Tras ojear los documentos que manejaba seguridad (datos correspondientes al chico y a su abuela) se quedó muy pensativo, cambiándosele el color de su rostro. Pidió a los policías hablar con ellos a solas, saliendo las tres personas de esa pequeña habitación.

Al cabo de unos diez minutos, el oficial encargado de seguridad  comunicó a la abuela del Tato que ambos podían marcharse. Que el establecimiento no iba a presentar denuncia alguna a la policía, con respecto a lo que había sucedido. Y animaba a Engracia a educar y controlar mejor  el comportamiento de su nieto.

¿Qué había podido suceder, para este cambio tan profundo en la actitud  de los servicios de seguridad?

Tres días más tarde, en la víspera del Domingo de Ramos, un mensajero del establecimiento de material deportivo se presentó en el domicilio de Engracia. Ella aún permanecía en la portería, pues aún tenía que llevar las bolsas de basura al contenedor de la calle. El empleado de la tienda le entregó una bolsa en cuyo interior iban las zapatillas de deporte y una nota personal.

“Estimada Sra. Entiendo y valoro el esfuerzo que realiza por educar a su nieto, ante la ausencia de unos padres que tendrían que llevar a cabo esa importante responsabilidad. Sra, cuando conocí los datos y alguna circunstancia de su persona y la de su nieto, me vino a la mente una historia ya lejana en la que estuvo implicado mi hermano mayor, José Ángel. Me he documentado y creo no tener dudas acerca de la vinculación de ese niño, con este familiar del que le hablo. Sí, son casualidades de la vida pero…. a veces ocurren. Le ruego acepte estas deportivas, para que su nieto pueda estrenarlas mañana y sin tener que desviarse de una buena conducta. Cada mes VD. recibirá una pequeña cantidad como ayuda, ya que conozco perfectamente las carencias económicas que ha de afrontar en el día a día. No me cabe la menor duda que está Vd. esforzándose por hacer lo mejor en orden a la formación de su nieto. Seguiremos en contacto y le agradeceré me comente acerca de la evolución que José Ángel desarrolla en su vida. Atte. Vidal Páez”.


Tambores y cera, túnicas y estandartes, saetas y flores, piropos y promesas, chucherías y rezos, capirotes y fiestas, lujo y cornetas, fervor y negocio, gula y jolgorio, sentimiento y milicia, fanatismo e inteligencia, ocio y cultura, arte y liturgia, espectáculo y creencia, fe y falacia, ostentación y pobreza.
El Cautivo y la Sangre. El Rocío y la Esperanza.-



José L. Casado Toro (viernes, 11 abril, 2014)
Profesor
jlcasadot@yahoo.es

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