viernes, 3 de mayo de 2013

QUEDAMOS, PARA CENAR EN EL PUERTO ......


Adrián, cuarenta y tres años, auxiliar administrativo en un centro educativo público, dependiente de la Consejería de Educación de la Junta de Andalucía, se encontraba especialmente nervioso, pero también ilusionado, en aquella mañana de sábado. Tras unas semanas de contactos epistolares, a través de la red, Claudia y él iban, por fin, a conocerse de una forma directa. Bien es verdad que habían intercambiado, vía Internet, sendas fotografías aunque, en ambos casos, tanto el uno como el otro, sólo aparecían en primer plano y, eso sí, especialmente sonrientes. Pero, en esta tarde de principios de junio, concretamente a las 9.00, habían quedado citados en la esquina del Parque malacitano. Tras conocerse, en la proximidad, iban a disfrutar de una primera cena juntos en un restaurante del Puerto, cercano a nuestra coqueta y blanca Farola.

Dado que el día estaba metido en calor, Adri pensó que una buena idea sería sosegar los nervios previos al encuentro, pasando unas horas en la playa. Además de esa tranquilidad necesaria para su inquieto temperamento, conseguiría aparecer ante su nueva amiga “on line” con la piel algo más bronceada para su mejor apariencia. Dicho y hecho. Hizo una muy frugal comida en casa y, a poco que dieran las 3.30 de la tarde, ya estaba tendido en la arena de la playa. Eligió esa zona de la Misericordia que había sido siempre su preferida, desde aquellos años infantiles que con tanto afecto fluyen a nuestros recuerdos.

Un tanto somnoliento, bajo un sol que todavía calentaba con vigor su piel blanquecina, pensaba e imaginaba las posibilidades de esta reciente amistad que podría, al fin, estabilizar y alegrar la soledad de tantos momentos vacíos en su vida. Aunque había iniciado algunas relaciones, desde su juventud, ninguna de ellas había logrado cuajar en la permanencia. En la mayoría de los casos, casi siempre habían sido ellas las que, con mejor o peor forma, habían puesto fin a un conocimiento que había comenzado, como tantas veces, esperanzado para el destino recíproco. Sin embargo tenía la corazonada de que, la de esta tarde, podría y debería ser esa oportunidad, tantas veces esperada y otras tantas eclipsada, para la mejor realidad. El conocimiento acerca de la persona Claudia, cuatro años mayor que él, no era muy amplio, pero ella le había mostrado unos gestos y criterios que prometían mucho para su necesidad.

A eso ya de las siete, recogió los bártulos de playa, a fin de dirigirse a su domicilio e irse arreglando para su gran cita del sábado. Hizo el desplazamiento a pie, pues reside precisamente en esta zona de Huelin, en un pisito bien orientado a ese mar azulado y, generalmente tranquilo, dibujado con la magia romántica del Mediterráneo. Pensando en las frases, en las palabras y en los proyectos, se fue de lleno a la ducha, a fin de limpiar y tonificar su cuerpo, aún con restos de arena y sal. Pero la sorpresa suele aparecer, sin ser invitada, en los momentos más  inoportunos. Apenas enjabonado, observa como el grifo de la bañera comienza a languidecer. Y, a poco, el agua deja de fluir, para su enfado y desesperación. Con paciencia logra quitarse algo del gel dermatológico (olor a tuti frutti) que solía utilizar y, envuelto en su albornoz, pulsa en los timbres de sus vecinos de planta. En ninguna de ambas viviendas obtiene respuesta para sus llamadas. No recuerda quién es el Presidente de la Comunidad, en estos momentos. Tampoco suele asistir a las reuniones anuales de propietarios, a las que se le cita, porque se aburre soberanamente en las mismas. Con una pinta para la emergencia, baja las escaleras. Al fin, una señora viuda, del tercero B, doña Engracia, le confirma que tampoco ella tiene agua. Debe ser cosa de los motores bomba, que últimamente están fallando más de la cuenta. Pero ya se sabe que, en un sábado por la tarde, no suele haber mucha gente en el bloque y según le informan el Presidente de la Comunidad de Propietarios está de viaje.

Hecho un manojo de nervios, pues eran ya las ocho menos cinco, en camiseta y con un pantalón de deporte, acude a un súper cercano. Se encuentra con que ese sábado el establecimiento sólo ha abierto hasta las tres, porque están de reformas. Su epidermis, algo enrojecida por las horas de insolación recibida, continúa sembrada de sal, restos de arena y gel aromatizado a frutos del bosque, sobre un fondo de recio sudor veraniego. ¿Qué hacer? Como es un tanto dejado para las previsiones, no suele tener acumulada algo de agua para una carencia necesaria e inesperada. Y, para colmo, sólo bebe cerveza en las comidas. Total que, al paso “legionario” que permiten sus chanclas, encuentra un comercio de “todo a cien” regentado por una populosa familia china, todos ellos muy agradables. Las travesuras del destino provocan que, en aquella, complicada tarde para sus deseos, sólo tengan bebidas carbónicas de tónica, cola, naranja y manzana y sólo una botella de agua mineral con gas.

Son las 8.25 cuando Adrián completa un chapucero lavado en su bañera, afeitándose con un agua que sabe a tónica edulcorada. A pesar de la buena temperatura que regala la tarde, se viste de una forma elegante, con una chaqueta azulada y unos pantalones de color beige que contrastan con el azul marino de sus zapatos cerrados de piel. Se echa abundante colonia y mira la esfera de su reloj. Son las nueve menos diez, cuando llega la puerta del bloque, un tanto agotado y presa de los nervios. Su piel es un ilustrativo catálogo de olores y sabores, todos ellos suculentos. Pero no todo va a salir mal, pues en aquellos momentos acierta a pasar un taxi por la calle paralela al paseo, con la esperanzada, para sus prisas, lucecita verde que indica su disponibilidad. Le indica al solícito taxista que llega tarde a una importante cita y le introduce un billete de estímulo en el bolsillo de su camisa. Le ruega que vaya a toda pastilla, dentro de lo posible, pues no quiere llegar demasiado tarde. El conductor, halagado y estimulado por el servicio, hace maravillas con el volante, pero la regulación semafórica no atiende a razones e imprevistos. Afortunadamente Adrián no padece desequilibrios en su tensión arterial, aunque los latidos del corazón parecen dispararse cuando las luces rojas del tráfico obligan al imperativo frenado.

Nueve y siete minutos de la tarde. Al fin el taxista lo deja en la entrada del Puerto, zona de la Malagueta. Allí, junto al edificio trasparente del cubo, aún inutilizado, le está esperando, con toda la paciencia del mundo, una mujer morena, de ojos castaños y sobrada de algunos generosos gramos en lo corporal. Viste un atuendo bohemio, muy de verano, que impide disimular la descuidada limpieza que lucen las partes visibles de su orondo cuerpo. Es cierto que la cara de esta mujer corresponde al primer plano de la foto que viajó por Internet, pero la voz, la castiza actitud y la penosa presentación corporal quieren jugar a lo juvenil y al desenfado, aparentando unos años ya lejanos en su actualidad.

Tras un par de besos, que la amiga protagoniza, Claudia y Adrián caminan, lenta y esperanzadamente, hacia un restaurante de comida griega.  Allí, a escasos metros, la Farola ha iniciado sus ráfagas blancas que alegran el sosiego azulado del mar. Ella es una habladora o comunicadora compulsiva. Él reflexiona, aturdido, cansado, ilusionado, acerca de la que ha sido su alocada tarde, cuando la noche va cubriendo de brillo y enigma las serenas aguas del Puerto. La ciudad se ofrece dormida y despierta al tiempo, entre un marco cromático de luces, sonidos y sombras.

Esa traviesa noche de los misterios acabó, finalmente, desvelando la realidad de quien no era pero decía ser. Asomado al quicio de la madrugada, un Adri aturdido, en la reflexión, sonreía. Mientras que Claudia, mostrando la intimidad de su verdadera realidad…  con pasos lentos e inseguros, marchaba.-


José L. Casado Toro (viernes, 3 mayo, 2013)
Profesor
http://www.jlcasadot.blogspot.com/

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