viernes, 14 de diciembre de 2012

EL ALMA DE LA NAVIDAD.


¡Hola Javi! He venido a buscar a mi Alma. Como me imaginaba, se habrá pasado aquí en la plaza casi toda la mañana. Es su primer día de vacaciones y tenía muchas ganar de jugar con las amigas y compañeros del cole. Seguro que no te habrá dejado tranquilo un momento, contándote todas sus historias y ocurrencias. La verdad es que se lleva muy bien contigo. Eres muy complaciente y generoso con ella, escuchándole y dándole algunas de las chucherías que tanto le gustan. Pero…. no le hagas mucho caso, pues es un manojillo de nervios que lía a cualquiera. Bueno, también te quería decir algo más. Esta noche es un tanto especial. Es Nochebuena. Tú estás sólo y la niña y yo …. pues también. Si te parece ¿por qué no te vienes a cenar a casa? Ya sabes que estoy muy apretada para hacer extraordinarios. Hace ya dos meses que no me llaman de la cooperativa. Así que tengo que controlar mucho los gastos. Pero algo se puede hacer para que tengamos una buena cena y no estemos tan solitos en una Noche tan especial. En realidad, ha sido Alma quien me ha dado esta estupenda idea. ¿Te animas a venir?

Pero ¿quién es esta joven mujer (aún no ha cumplido las tres décadas en su vida) que dialoga, animada y generosa, con un buen hombre que se gana el modesto sustento con su puesto de golosinas y bocadillos, especialmente para los niños?  El padre de nuestra Raquel, Manuel, trabajaba en lo que salía. La aceituna, en la temporada. También, los andamios, para el cemento y el ladrillo o cualquier otra chapuza que permitiera llevar a su casa unas pesetas que tan bien sabía administrar y multiplicar esa buena madre y esposa que atendía por el nombre de “la Pilar”. Era hombre de comportamientos y hábitos ordenados, que tan sólo sucumbía a ese medio paquetillo diario de Celtas, cuando podía comprarlo en el estanco de la Avenida. Pero ese humo letal y, también, tantas mañanas de trabajo, con temperaturas y vientos helados desde Sierra Morena, hicieron que su naturaleza se fuera apagando poco a poco, hasta aquel infortunado día en que dejó huérfana a su única hija, Raquel, una jovencita delgada, morena y de ojos castaños, siempre la alegría de la casa. Muchos de los chicos de este pueblo repleto de leyendas y realidades monumentales, herencia lejana de una época secular de prosperidad y nobleza generadora, en la actualidad, de incentivos para el turismo cultural, se disputaban el favor, las risas y la silueta embriagadora de una niña-mujer en los ensueños mágicos de la adolescencia. Y la chica se dejó prendar por los recursos físicos, adornados por el embrujo convincente de la palabra, que otro adolescente, tres años mayor que ella, solía regalarle a casi todas las horas del día en que la veía.

Tuvo que suceder. El “Nacho” y la “Raquel” vivieron muy deprisa la fuerza atractiva de sus cuerpos y la llamada desbordante y dulce de la naturaleza. La pobre Pilar, casi le da un “flato” cuando su niña le dice lo del embarazo. Que va a ser mamá, a sus diecinueve abriles en Primavera. Pero al “Nacho” un figurita todo presencia, pero con una madurez de plastilina, le entra el miedo y la angustia por las entrañas de la responsabilidad. No quiere saber nada de paternidades y huye. Se escapa, con el rabo entre las extremidades de la cobardía, al otro lado de los Pirineos. Su emigración laboral se hace indefinida, paralela a la caída de las hojas, tanto en los árboles como aquéllas insertas en el crudo silencio de los almanaques.

Han pasado ya ocho años de aquella, comentada por todos, relación. Son los mismos que atesora Alma, una preciosa niña que nació de tardes y días, en dos jóvenes cuerpos entregados a esas ilusiones incontroladas para la atracción, los ensueños y el amor de naturalezas sin frenos. Hija y madre viven hoy solas en esa pequeña casita que supo crear con sus manos la entrega y el sacrificio  de Manuel, quien ya tiene a su lado otra vez, en todo lo alto de nuestras creencias y miradas, a su Pilar, para seguirla queriendo y cuidarla. ¿Y por qué no hacerlo, también allá arriba, en ese sitio al que tantos necesitan llamar cielo?  Raquel es una buena madre que atiende, con su esfuerzo y dedicación responsable, el sano crecimiento de un ser, la sonrisa y la vitalidad de la casa. Trabaja, siempre que la llaman, en una de las cooperativas olivareras que hay en su precioso pueblo, rodeado de colinas inundadas por un mar verde de olivos que da razón, economía y belleza, a esa alta Andalucía que conforma los anales de nuestra Historia. Del Nacho, el padre de la criatura, nada ha vuelto a saber. Ni él, ni su familia, se han preocupado de una niña que está creciendo sin padre, pero sabiendo ganarse en cariño de muchos quienes tienen la suerte de reír y disfrutar con sus inocentes ocurrencias y travesuras. Entre ellos, Javier. ¿Pero quién es este hombre cercano ya a la cuarentena?

Vive en la que fue casita de sus padres, en las afueras del pueblo, casi rodeada de colinas y laderas para el aceite. Fue hijo único e inesperado, pues nació en esas edades en que ya no se espera el maná esperanzado de la descendencia. En pocos años ha ido despidiendo a sus padres, dos personas muy mayores, que le han dejado un trocito de tierra para cultivar y una casita rural, también de su propiedad. Se organiza bien con ese puesto de golosinas y meriendas (tiene un colegio y un instituto cercanos) y tampoco viene mal la ayuda de lo poco que saca de su parcelita, a la que cuida, con esmero y dedicación los fines de semana. El Javi (así le llaman sus convecinos) es algo tímido de carácter. De apariencia normal, más bien delgado, alto de cuerpo, tiñe sus ojos del color de la oliva y el celeste claro del amanecer. Disimula bien una leve cojera al andar, secuela de una polio traicionera, en su ya lejanos años de la infancia. Tuvo novia formal, pero la Beli acabó por encariñarse con otro joven del lugar, que supo ganarse la prioridad de ese amor que va y viene como la ondulación viajera del mar.

“No me lo esperaba, Raquel, aunque nos conocemos desde hace muchos años. Eres muy amable y generosa. Ya sabes, con los años, me he acostumbrado a organizar bien mi soledad. Pero es cierto que en noches, como la de hoy, por mucha televisión y ordenador que te acompañen, no es fácil verte allá en casa sin nadie con quien hablar. Tu, al menos, tienes esa joya de cría que te llena de alegría ¿verdad? Alma juega mucho por aquí con sus amiguitas. Es muy noble y abierta conmigo. No para de contarme cosas del cole y de todo lo que se le ocurre. Sabe hacerme reír con sus ocurrencias. Es un ángel de persona que sabe ganarse la bondad y confianza de todos. Algunas veces me doy cuenta que no puede comprar chuches como sus amigos. Cuando se apartan del puesto, le hago una señal y le doy algún caramelo o paquetillo de pipas. Es lo menos que puedo hacer por una niña, todo bondad que me hace sonreír y sentirme bien con sus historias. ¡Pues nada! Si madre e hija me invitan, yo encantado. Te llevaré un cestillo de fruta, pues ese es un buen alimento para la salud. Me ha dado mucha alegría que te hayas acordado de mi para esta Nochebuena que, seguro, va a ser muy diferente para todos nosotros. ¿A qué hora te parece bien que vaya a tu casa, Raquel?

Aquella, en diciembre, fue una Noche de cena muy hermosa. Sencilla, pero suculenta, en lo culinario (taza de caldo con hierbabuena, pollo relleno y bien dorado al horno, una ensalada multicolor en su preparación e ingredientes, enriquecida con los dulces navideños de siempre) y muy entrañable, en lo afectivo. Javier se presentó puntual, cuando daban las nueve campanadas desde la Torre de San Pablo. Iba muy bien arreglado y abrigado, pues ese invierno recién inaugurado se había presentado con un cielo muy frío pero, a la vez, bien limpio para lucir el brillo gélido de las estrellas. Además de un gran cesto con frutas, tuvo el detalle de una preciosa muñeca para Alma y unos atractivos pendientes para la Raquel. Sonaron y cantaron villancicos, hablaron y contaron mil y una historias, mientras el protagonismo hiperactivo de la niña hacía posible superar esos tempos en silencio en que los recuerdos, contrastados en su naturaleza, irrumpen como inoportunos invitados para la intimidad de la ceremonia. Como siempre suele suceder, para esos latidos de la necesidad, las miradas de Javier y Raquel se cruzaban con ese diálogo que ni las mejores palabras saben o pueden igualar. Mujer y hombre, el destino quería servir de punto de encuentro para recorrer juntos un camino que ambos anhelaban modelar. Mañana, pasado o tal vez al otro, encontrarían la respuesta para su necesidad.

Eran más de las once. Antes de poner fin a esa cena, en una ilusionada Noche para los tres, Raquel quiso ofrecer a Javi una taza de té, infusión que tanto sabía le agradaba. Desde la cocina, donde estaba calentando el agua, oyó el sonido telefónico. Dada la hora, le extrañó la oportunidad de la llamada. Tras el “dígame” escuchó una voz que, a pesar de los casi nueve años de distancia, le resultó conocida. Temblándole el pulso, escuchó, sin pronunciar palabra alguna, unas frases que percibió como vacías y absurdas para la credibilidad. Fueron unos segundos los que permanecieron en la crispación del silencio, tal vez minutos. Raquel, con la firmeza de la razón, puso fin a la llamada, sin haber articulado la acústica de ningún vocablo. Ya en la puerta, tras los besos de despedida y ante la mirada sonriente de la cría, acertó a decirle a ese buen hombre una corta o densa frase para el aliento de la esperanza. “Yo… también te necesito, Javi”.

Aquella imprevista llamada, de las once y veinticinco, no volvió ya a repetirse. Durante esa Noche. Ni en otras tardes o mañanas. Raquel, desde el cristal de su ventana, vio alejarse a Javi quien, desde la esquina, le hizo un saludo cariñoso con su mano. Hacía frío en la calle, pero florecía una tibia temperatura en el corazón de dos personas. Y muy cerca de ella jugueteaba una niña de ocho años, Alma. Era el Alma de la Navidad.-


José L. Casado Toro (viernes 14 Diciembre, 2012)
Profesor
jlcasadot@yahoo.es

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