miércoles, 24 de julio de 2024

LA TERAPIA CONTRA LA SOLEDAD EN OVIDIO.

En las variadas “pandemias”, explícitas o implícitas, que hoy afectan al género humano, una de las más lacerantes es aquella que universalmente se denomina SOLEDAD. Tiene una penosa y cada vez más abundante presencia en la realidad de nuestras vidas. Las cifras de las personas que viven solas son preocupantemente elevadas, según informan los organismos estadísticos, con el agravante de que esos “angustiosos” dígitos no cesan de aumentar en el discurrir de los días. En tan amplio “ejército” de solitarios, los hay quienes se llevan mejor con esa ausencia de compañía, mientras que la gran mayoría de aquéllos la sufren en silencio. Tienen que ayudarse con “peligrosos” fármacos o con el consuelo religioso para compensar su prolongado e ingrato aislamiento social y la indiferencia relacional. Es obvio de que la persona es un ser social por naturaleza. En base a ello esta ausencia relacional resulta contra natura, en aquellos seres que tienen la desgracia de padecerla. En este contexto se inserta nuestro relato de esta semana.

OVIDIO Venecia, 53, ha carecido de suerte con los vínculos amorosos en su ya larga vida. Ha trabajado como ayudante de un camionero que se encargaba de repartir las pesadas o medianas mercancías que adquirían los clientes en unos grandes almacenes de la capital malagueña. Hace unos años comenzó a tener severos problemas con su espalda, por el peso notable de las mercancías que tenía que transportar a los respectivos domicilios de la muy variada clientela del gran centro comercial. Los problemas vertebrales subsistían y agravaban, por lo que incluso tuvo que pasar por el quirófano. Pero su columna vertebral estaba bastante deteriorada, por lo que un tribunal médico decretó su incapacidad laboral total, por el riesgo que tenía de “quedarse” en una silla de ruedas. A los 51 alcanzó su “gozosa” jubilación.

La convivencia durante ese medio siglo de vida junto a su madre viuda, doña RAMONA, le resultaba agradable y “vital”, lo que, sumado a su propio carácter, un tanto raro y reservado, generó que no formara una familia. La suya era la que tenía, desde que nació, con su madre y así se mantenía feliz y satisfecho, con su trabajo, sus diarios paseos, su distracción cinematográfica los fines de semana, sus horas pasivas frente al aparato de televisión y la escasa lectura que realizaba. Nunca fue muy dado al disfrute con las páginas escritas ni estudiante aventajado. Lo suyo era la fuerza aplicada a su trabajo de mozo para la distribución de paquetería, mientras que la espalda le respondía. En el ecuador de su existencia, esta posibilidad había quedado cercenada por el muy lesivo traumatismo vertebral.

Esta simple, modesta y acomodada estructura vital quedó drásticamente cercenada cuando una noche de noviembre, doña Ramona quiso irse bastante pronto a la cama, lo que resultaba inusual en su comportamiento, ya que gustaba acostare bastante tarde, viendo los programas televisivos que las distintas cadenas emitían. Comentó que esas gachas con miel que había preparado no le habían sentado bien. A la mañana siguiente, la querida madre de Ovidio ya no despertó. Se había ido “sin sufrir” habiendo cumplido sus 81. Su desconsolado hijo, con la ayuda generosa de Adeodato, vecino de puerta, se encargaron de todo lo necesario tras el fatal desenlace. Lo más grave para el antiguo repartidor era sentirse en la orfandad más absoluta, a pesar de los 53 años que tenía.  Había sido un gran “faldero” de su querida mamá, por lo que llegaba la hora de recomponer su existencia, a fin de afrontar con la mejor suerte el futuro solitario que inevitablemente le aguardaba.

Dado su raro, osco y extraño carácter, esta empresa no le iba a resultar fácil. En distintos momentos. Algunas vecinas y amigas de su difunta madre trataron de que hiciera amistad con señoras adaptadas a su edad, que solían ir a las tareas sociales del ropero parroquial. Pero Ovidio siempre conseguía excusarse, escaparse y liberarse de las simpáticas “encerronas” que las generosas amigas de su madre le organizaban. Pero una vez que le faltaba la razón básica de su vida, su situación anímica comenzó a sufrir un grave deterioro, lo cual era bastante lógico, tras la irreparable pérdida.

Después de pasarlo bastante mal durante semana, su vecino Adeodato le facilitó los datos de un joven psicólogo, que con métodos innovadores (siempre ostentaba su estancia de un año en la India, para su formación) había conseguido tratar con éxito la depresión que su mujer Eduarda sufría desde hacía décadas. El profesional recomendado tenía por nombre HERNÁN FELICES. Después de un par de consultas (60 euros cada sesión) y la recomendación de algunos antidepresivos, el facultativo le habló con meridiana claridad.

“Amigo Ovidio, hay una regla de oro que te esforzarás en cumplir. Procura, aunque te cueste mucho trabajo por tu carácter, tener siempre alguna persona a tu lado, en casi todas las circunstancias diarias de tu vida. Padeces un síndrome intenso de soledad. Busca de continuo a personas diversas, que te acompañen en los más repetidos momentos. Has de olvidarte de timideces, recelos y demás prevenciones. Comienza por lo más fácil y paulatinamente abordarás empresas de mayor envergadura para conseguir esos objetivos de socialización. Para mañana martes, buscarás a un amigo que te acompañe en los paseos”.

Cuando a la mañana siguiente Ovidio se fue a pasear por el gran parque de Málaga, eligió a un hombre que estaba sentado solo en uno de los bancos de madera del parque sur. Parecía algo mayor que él. Dudaba cual iba a ser su reacción, porque no lo conocía de nada.

“Buenos días, amigo. Me gustaría dar un largo paseo hacia el morro de levante. Mi médico me dice que no debo hacerlo en soledad ¿Le importaría acompañarme? Mi nombre es Ovidio y hace unos meses perdí a mi madre, a la que hecho muchos de menos en cada momento”.

El señor en cuestión, una persona bien modesta, se llamaba TIMOTEO Aldana y había sido fontanero de profesión hasta su jubilación.  El pobre hombre se sintió motivado u obligado para ayudar al desconocido “gordinflón” que se le había acercado. Aunque pasaban los minutos, no acababa de salir de su asombro. Poco a poco, al artificial clima que se había generado se fue diluyendo, comenzando el intercambio de datos entre los insólitos amigos, que caminaban hasta esa parte del puerto en donde amarran los cruceros.

Una de las indicaciones del psicólogo Felices era la de que no repitiera en demasía y que cada día u hora cambiase de personajes.

Después de pasar una buena mañana, se fue acercando la hora del almuerzo. Se despidió de su nuevo amigo, para dirigirse después hacia una casa de comidas de precios económicos. Allí, en el restaurante, repitió la misma representación realizada durante la mañana. Se acercó a una mesa en donde comía un hombre de ascendencia marroquí, MUSTAFÁ Civantos, “le importaría que compartiéramos mesa, amigo” El interpelado dudó con manifiesta extrañeza, pues pensaba que tal el hombre que le hablaba fuera “maricón”. De inmediato Ovidio le narró la historia del psicólogo. El musulmán aceptó a “regañadientes, pero durante todo el resto del almuerzo lo miraba de reojo, con abierta desconfianza “no fuera a propasarse”. Al final, cada uno pagó su cuenta, se saludaron y adiós. Mustafá se sintió muy liberado al alejarse de aquel dudoso sujeto.

Por la tarde, tras la siesta, Ovidio paseaba por la zona monumental de Alcazabilla, acercándose a un hombre que miraba la cartelera de las películas proyectadas durante esa semana, en el cine Albéniz. El aficionado al cine, se llamaba FERRÁN Mariana y era un turista catalán. “Le agradaría ver esa película que mira en el expositor junto a mí. Estoy solo, compréndalo. No me gustaría tener que ir sin compañía al cine”. El cada vez más asombrado turista (que padecía de un tic en el ojo izquierdo, que le hacía pestañear de continuo), dudando acerca de las verdaderas pretensiones del misterioso personaje que le había “abordado”, temiendo que fuera un “ratero” o una persona de objetivos “sexuales” hacía él. De forma súbita, prácticamente a media carrera, dio una acelerada “jopá” controlando bien la cartera de su bolsillo y poniendo abundante tierra de por medio.

El fracaso con el turista no amilanó a Ovidio, Sentía la necesidad de tomar un café. Tras nuevos fracasos, por desconfianza manifiesta, tuvo el acierto de invitar a un juglar callejero. Un joven italiano, con limitada limpieza en su ropaje y en su organismo, una especie de hippy llamado SALVIANO Vivanco, que tocaba la guitarra, disponiendo un platillo para las propinas delante de su improvisado escenario. Estaba situado entre dos palmeras y algo de césped, frente a la Alcazaba y el Teatro Romano. Encantado de la generosidad del extraño paseante, pudo ºmerendar como dios manda, gracias al monedero del extraño “benefactor” (este hombre debe ser un religioso sin hábito, que cada tarde sale a realizar una buena acción. A ver si mañana vuelve. Igual quiere impartirme doctrina).  

Y ya para la cena, Ovidio decidió invitar a doña MARIANA, viuda de don Leopoldo San Antonio, antiguo factor en la aduana del Puerto malacitano. La veterana señora, aún de buen ver, nerviosa y adulada, agradecía hecha un manojo de nervios el gesto del vecino del 3º A “Mire, don Ovidio, yo a mi edad no quiero nada del corazón, pues la época del goce ya la tuve con mi difunto Leo. Aunque me extraña que, después de los 15 años en que se me fue mi querido Leo, nunca me haya hecho requiebro alguno por su parte. De todas formas, yo preparo y subo la ensalada y Vd. se encarga del café con leche.

Después de este intenso primer día de experiencia, los resultados habían resultado, en general, positivos. El viernes narró al psicólogo Hernán Felices el recorrido de ese martes, en el que se había entregado a un duro proceso de socialización. El facultativo se mostró muy satisfecho de la labor aplicada a la terapia que le había impuesto, con unos resultados netamente esperanzadores. “Para el lunes próximo te voy a poner otra tarea que, a buen seguro, la llevarás a cabo con voluntad y entrega. Vas a elegir un salón parroquial, presentándote al sacristán de la iglesia y le dices abiertamente que deseas hacer amigos. No me cabe la menor duda de que te prestará la ayuda necesaria”.

Dicho y hecho. El lunes por la tarde, Ovidio acudió a la iglesia de Stella Maris, encontrándose en la puerta del templo con el hermano carmelita JULIÁN. Le explicó al solícito fraile a grandes rasgos los problemas de soledad que le aquejaban y su firme intención de hacer amigos. El hermano carmelita, sonriendo, le rogó que lo acompañara y ambos se dirigieron hacia la zona trastera de la sacristía, dedicado a salón parroquial.  “Os presento a un nuevo hermano, llamado Ovidio, que desea compartir su amistad con todos vosotros”. De inmediato, el antiguo transportista se vio rodeado por decenas de rostros, de manos e incluso abrazos, no faltando algún que otro beso. Las numerosas preguntas que le hacían se veían mezcladas por otros tantos nombres de presentación, que difícilmente podía memorizar y apenas lo dejaban “respirar”. Después de hora y media, en esta estresante dinámica, volvió a su domicilio sintiéndose exhausto, abrumado e intensamente cansado.

En un par de días, volvió a la consulta de Hernán Felices (60 euros por sesión) a quien expuso su experiencia en la clerecía carmelita del lunes, con todo lujo de detalles. Tras escucharle y felicitarle. el sagaz facultativo de la mente y los comportamientos le planteó una nueva aventura, que debería llevar a cabo en el inminente fin de semana. “Ahora vas a elegir una peña recreativa, en donde te presentarás indicando tu noble deseo de participar en sus actividades, informándote detalladamente de las condiciones de asociación. Esta actividad la trabajas el sábado y el domingo y ya el lunes nos volvemos a ver”.

Siempre obediente a las indicaciones de su galeno, acudió a una peña que de la que había oído hablar, ubicada en el barrio de la Trinidad, y cuyo nombre era LA PANDERETA. El domingo cambió de lugar y se dirigió al barrio del Perchel, para visitar otra peña llamada LA PALANGANA. En ambos centros recreativos, el ambiente que se encontró era bastante similar. Abundante público, generalmente de mediana y avanzada edad, desconcertándole el ruido ensordecedor que reinaba en las dos espaciosas salas. Los altavoces conectados a los bafles correspondientes estaban modulados a un muy elevado volumen. Música flamenca tradicional, canciones y pasodobles de las más famosas tonadilleras, con focos de luces móviles que deslumbraban por la intensidad de las luces de colores, animando a que la gente presente se echara algunos bailes. Había también parte de asociados jugando a los naipes, otros al dominó y la gran mayoría con los tableros, dados y fichas del parchís, el juego de la Oca y el universal pasatiempo de los tres en raya. Muchas tazas de café con leche poblaban las mesas y como bebida principal consumida destacaban las cervezas y algunos vinos, clarete y tinto.

En medio de aquella “marabunta” por los altavoces se anunciaba el juego de la silla, cuyo ganador recibiría una morcilla de Ronda, que algún asociado había cedido para los juegos. Al “desesperado” Oviedo también le hicieron participar en el juego del karaoke, pasando el hombre una gran vergüenza, ya que él no había cantado en su vida. Pero ni por esas, tuvo que cantar el Yo Soy Aquél de Raphael, cuando las risas y el general “choteo” llegaba hasta la calle.

Tanto ese sábado, como el domingo, cuando llegó a su casa, en el barrio del Molinillo, con la cabeza que le daba dolorosos “tumbos, hubo de tomarse sendos paracetamoles, echándose en la cama casi sin cenar. Estaba temiendo que las experiencias del psicólogo acabaran llevándolo al hospital.

El lunes por la tarde, de nuevo acudió a la consulta del psicólogo, narrándole las “aventuras” del fin de semana, siendo felicitado por el facultativo, quien le prescribió nuevas “actividades”. “A partir de mañana, vas a acudir a la sede de algunas cofradías de la Semana Santa. Te recomiendo, entre otras, la Expiración, la Esperanza o el Rocío u otras que tú consideres. Una vez visitadas, elige una de ellas y te inscribes como hermano. En estas cofradías vas a tener la oportunidad de conocer a mucha gente”.

“Pero son Hernán, que yo no soy católico practicante. Aunque me bautizaron e hice la 1ª Comunión, me casé por el juzgado”.

“¡No importa, alma de dios! Lo importante es la acción social que vas a desarrollar en estas sociedades o agrupaciones, que poseen un gran predicamento en la vida ciudadana. Conocerás a muchas personas, como lo hiciste cuando estuviste en las peñas recreativas. Así te sentirás menos solo y realizado.

Ese martes Ovidio, con la diciplina habitual acudió a la sede de la cofradía de la Virgen del Rocío, en calle Victoria. Nada más entrar en la sede, escuchó unas voces corales: estaban ensayando unos cantos rocieros para la futura etapa de romerías, con destino a la localidad de Almonte. Fue recibido con gran fraternidad y amistad, por el vocal de cantos rocieros, AVELINO Lapiedra, quien, ni corto ni perezoso lo integró en el grupo coral “tú sigue la línea tonal y aquí tienes una hojita con el texto que estamos practicando”. Cuando Ovidio comenzó a cantar, a viva voz, la oración a la Virgen, el divertido cachondeo de quienes le escuchaban fue de alto nivel, porque tampoco el cante era una cualidad puntual en el antiguo transportista de paquetería.

Esa misma noche, después del sofoco padecido en la sede rociera, estuvo serenamente reflexionando acerca de la terapia impuesta por el prestigioso psicólogo de los sesenta euros la sesión. Llegaba a la conclusión de que todos estos movimientos que había tenido que ir desarrollando en las dos últimas semanas lo habían dejado bien acompañado y notablemente agotado y “abrumado”. No sólo en el aspecto físico, sino sobre todo en el ámbito anímico-mental. Por supuesto que también el gasto en todas esas sesiones terapéuticas lo iban notado sustancialmente en sus bolsillos. La verdadera realidad es que había conocido a excesivas personas en un relativamente corto periodo de tiempo. Y ese cambio tan trascendental y rápido, en la sencillez de su vida, no lo hacía sentirse más feliz que antes.

A consecuencia de estos pensamientos, en la mañana del miércoles había tomado una firme decisión. No volvería a la confradía de los cantos rocieros, sino que por el contrario salió a la calle con la intención de cortar con la dinámica en la que se sentía atrapado, con la enorme y “folklórica parafernalia” que había tenido que soportar, en las peñas, en las sacristías y cofradías. Se desplazó directamente a una tienda de artículos deportivos, Deportes Zulaica, y pidió hablar con el encargado de este popular comercio de calle Calderería. 

“Gracias por atenderme y aconsejarme. Mi intención es comprar una caña de pescar, cuyo manejo y funcionamiento no sea muy complejo. Nunca he practicado la pesca, pero admiro la paz que transmiten aquellos que pacientemente practican esta actividad, esperando pacientemente en la orilla de las playas o en alguna zona al borde del mar”.

El propietario del establecimiento encargó a un joven dependiente que ayudara, sin reparar en tiempo, a este veterano cliente, explicándole las nociones básicas para llevar a cabo el arte de la pesca con caña. Incluso le vendieron un par de cajas, con los cebos más adecuados para tener éxito en esta tranquila y plácida actividad con los tesoros del mar.

Desde ese día trató de olvidarse del dinamismo organizativo del afamado psicólogo D. Hernán Felices, de los grupos parroquiales, de las peñas recreativas, de los coros cofrades, de los amigos anónimos en el silencio en los parques y de esos nuevos amigos que te observaban con extrañeza y “temerosa “intencionalidad. Ahora, cada uno de los días, toma su lustrosa caña de pescar, su zurrón de pescador y su sillita de tijera, desplazándose a variados puntos de la costa malacitana, prefiriendo, de manera especial, los malecones de cemento del morro de levante. Así pasa las horas, gozando de la paz y el silencio acústico del agua en donde rompen las olas, ya sea batiendo en esos enormes malecones pétreos o a pocos metros de la orilla marítima, en la zona playera del este u oeste de Málaga. De vez en cuando siente como la caña se cimbrea, y el movimiento del sedal avisa que una nueva captura está enganchada en el anzuelo. Las más de las veces, devuelve al mar lo que ésta le ha entregado como tesoro de su inmensidad. Las horas de espera las distrae oteando el lento avance de los barcos y las pequeñas barcas, admirando los ejercicios que llevan a cabo los aguerridos bañistas. En este plácido contexto, Ovidio permanece en su dulce y sosegado letargo, disfrutando a su manera esa postrera y feliz etapa de su recorrido existencial. -  

 

 

LA TERAPIA CONTRA

LA SOLEDAD EN OVIDIO

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 26 julio 2024

                                                             Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

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jueves, 18 de julio de 2024

ENTRE EL ROQUEDO, LA ARENA Y EL MAR

Como en casi todas las actividades que emprendemos en el curso de los días, el factor escénico y el complemento acústico son elementos muy importantes para sustentar y facilitar el buen fin de los objetivos propuestos. Resulta frecuente y necesario tener que cambiar periódicamente de “localización” ya que la que habitualmente utilizamos deja de inspirarnos o ayudarnos en la tarea que estamos desarrollando. Sirvan de base estas líneas introductorias, para comenzar el relato de esta nuestra nueva historia semanal.

MÁXIMO Aliaga, 46, ejercía la maravillosa e imaginativa profesión de escritor. Era un profesional de las letras, de reconocido prestigio, que habiendo cursado los estudios universitarios de Filología hispánica y trabajado como docente de Lengua y Literatura en un colegio privado de confesionalidad religiosa, centro ubicado en la barriada malacitana de El Palo, decidió un día (tras una fase reflexiva previa) abandonar la tiza y el encerado. Consideraba más consecuente con sus ideas, ceder su puesto de profesor a otros compañeros con más vocación para la enseñanza de adolescentes. A partir de ese crucial momento, iba a centrar sus esfuerzos para dedicarse a lo que más le gustaba y realizaba: escribir historias para la distracción reflexiva de los amantes de la lectura.

En este paso trascendental que se disponía a afrontar, también influyó otro cambio fundamental en la intimidad de su conciencia: decirle a MARIEMMA, su pareja de casi una década, que debía seguir los impulsos de su corazón, continuando su caminar por la vida con ese amor “juvenil” llamado Pelayo, que había encontrado en sus clases de yoga y pilates, desarrolladas en el polideportivo municipal. La ruptura del enlace fue rápida y en extremo civilizada. El pequeño apartamento que compartían en la zona del Parque litoral de Málaga lo vendieron “a buen precio”, repartiéndose la cantidad acordada con el comprador como bienes gananciales.

Para su nueva residencia, Máximo buscaba un habitáculo próximo al mar, pero lejos del bullicio de las densificadas zonas urbanas, condicionadas por el turismo o la centralidad. Tuvo la suerte de cara, al encontrarlo en una tarde iluminada por la oportunidad: se trataba de una antigua casita “mata” de pescadores, que “exigía” unas básicas reformas (aseos, cocina y esa romántica cubierta de toscas tejas antiguas, un tanto “desdentadas”. La vivienda en cuestión estaba encastrada en un arenoso roquedo terminal de la Penibética costera, entre las playas de la Araña y Playa Virginia. Carecía de edificio alguno a su alrededor, pero a no mucha distancia podían encontrarse diversas viviendas diseminadas (probablemente consecuencia de la “autoconstrucción”) y un muy útil supermercado instalado en un área urbanizada, para resolver las necesidades de la subsistencia.

Contrató una buena línea de Internet y adquirió un nuevo mobiliario básico de austera madera de pino. Como en broma o gesto simbólico, puso un rótulo junto a la recia puerta de entrada, en donde se leía VILLA FICCIÓN. Y de esa sencilla manera, el imaginativo escritor desarrollaba su nueva vida, alejado del tumulto acústico de lo urbano, pero con la gratitud salina y ritual del oleaje y arenal marino. Pero había que subsistir, por lo que además de dedicar largas horas al teclado de la creatividad literaria, se buscó un cómodo trabajo, impartiendo algunos cursos de técnica de composición escrita en centros educativos y sociales, subvencionados por la concejalía de cultura municipal de Rincón de la Victoria, con un interesante aporte económico que sumaba a los ingresos por la venta de sus publicaciones (dos colecciones de cuentos, de buena aceptación comercial en las librerías). Su inmediato objetivo estaba centrado en la elaboración de una primera novela, tarea que obviamente era un propósito de notable complejidad.  

Las horas que integraban el día, para este profesional de las letras, eran bastante repetitivas en el discurrir del calendario. Se levantaba bastante temprano y, tras el aseo y el desayuno, llegaba el tiempo de ponerse a escribir con ese “compañero inseparable” que era su portátil MAC. Palabra a palabra, idea tras idea, se iba conformando ese cuerpo narrativo que, de una u otra forma, enlazaba la ficción imaginativa con el fundamento de la realidad circundante, vivida o conocida a través del poderoso cuerpo mediático que nutre nuestro conocimiento. Máximo intercalaba en su sugestiva tarea los necesarios descansos, a fin de mantener “fresca” la creatividad de su potencialidad imaginativa. También por las mañanas sacaba tiempo para organizar un poco su nuevo hogar. Dedicaba un día a la semana, generalmente los miércoles, para desplazarse al súper próximo o incluso para visitar el mercado de El Palo, a fin de comprar el necesario sustento para la semana. Le gustaba también dedicar esos minutos imprescindibles para lo culinario, en su pequeña pero acogedora cocina, aunque había días en los que después del mediodía visitaba un grato “chiringuito” playero, reconvertido en un tosco restaurante, denominado EL TIMONEL. En este campechano ambiente, Palmiro, su dueño, junto a su mujer Candelaria, le ofrecían esa saludable comida casera caliente, que tonificaba su cuerpo, menú en el que nunca faltaban los frutos del mar, normalmente recién pescado en la noche anterior: “la medicina divina”, como la llamaba, con esa marinera llaneza, el buen y amistoso restaurador.

Por las tardes, después de un necesario descanso, Máximo dedicaba un buen rato a la creatividad de las palabras, ya fuese utilizando el teclado o usando ese bolígrafo BIC de “toda la vida” para dar realismo a sus personajes, sobre las páginas de su bloc cuadriculado con tapas celestes, como la celestial agua del mar. Cuando iba llegando el dorado o anaranjado atardecer, disfrutaba con uno de sus grandes placeres: dar un largo paseo por la orilla del mar, por donde rompen las olas, para escuchar el rítmico sonido del agua y gratificarse con el aroma salino de la marisma. Era también el momento propicio para soñar despierto, con esos rayos solemnes de color áureo que nos envía y regala el gran astro solar, a modo de dones providenciales, cuando se dispone a iniciar su postrer viaje diario por otras regiones de nuestro planeta. Ese pasear pisando descalzo la fina arena lo hacía disfrutar como un niño pequeño, incitándole a jugar con la espuma inmaculada y sedante que las sosegadas aguas mediterráneas saben cómo deleitar y acariciar. Agua dulce para el ánimo y salada para la epidermis, con el encanto aromático de los jazmines y los azahares que llegaba ayudado por la brisa, desde alguna generosidad vecinal.

El joven “mago” de las historias caminaba ensimismado en sus pensamientos, dudas y creatividades, haciendo nacer a esos personajes dibujados en su mente y que, de manera paulatina, iban tomando vida para el amor, el azar, la aventura, la ilusión la incertidumbre y la esperanza. En un instante concreto, se había detenido para otear la línea del horizonte, cuando percibió que alguien caminaba sobre la arena, cerca de su persona.

Se trataba de una joven de cuerpo delgado, cabello liso y ojos entre grises y celestes, que vestía una deportiva camiseta blanca y unos pantalones bermudas de color azul marino. Portaba en su mano derecha unas sandalias de color beige. Ofrecía un rostro agradable de marcada inocencia, que a Máximo le pareció angelical. También como él, paseaba descalza por la orilla de esa playa de suave arena y no muy frecuentada a esas horas avanzadas de la tarde. Al caminar en paralelo, intercambiaron un amable saludo y por allí siguieron deambulando y dejando pisadas dibujadas en la receptividad de la arena. Volvieron a encontrarse en días sucesivos, pues parece que ambos apetecían pasear durante esas horas en que el sol se va despidiendo, sin molestar por el nivel térmico de sus rayos sobre la piel. En uno de esos reencuentros, Máximo percibió que la chica buscaba algo en la “inmensidad” de la arena, con la suerte de pisar algo metálico y brillante. Era una pequeña esclava que parecía de oro, en la que por fortuna nadie había reparado hasta ese momento. El escritor entendió que esa cadenilla era lo que parecía estar buscando con bastante paciencia su “anónima” compañera de paseos.

CLAMIA, ese era su nombre, le dio repetidamente las gracias por la suerte de recibir un objeto personal perdido entre millones de granos de arena. Con una limpia espontaneidad le explicó el motivo de esa difícil búsqueda. Su espontanea locuacidad sorprendió y agradó mucho a Máximo.

“No sabe cuánto se lo agradezco. Anoche me di cuenta de que había perdido esta cadenilla en mis paseos por las tardes de playa. La búsqueda era tarea casi imposible, como buscar una aguja en un pajar, pero he tenido la gran suerte de que Vd. la encontrara. Es un entrañable recuerdo de mi difunta madre ARIANA, que me la regaló al cumplir 18 años y desde entonces la llevo en mi muñeca derecha. Me recuerda a mi madre, a la que perdí hace ya nueve años. Ahora ya sumo 31 y cuido de mi padre PAULO que es pescador”.

De inmediato, Máximo le rogó que no le hablara de Vd., pues lo hacía sentirse mayor de lo que marcaba su calendario. A través de esa amistad recién nacida fue conociendo sencillos aspectos de la vida de aquella joven y estimulante amiga, que el destino había puesto en su camino. Conoció que esta modesta y pequeña familia vivía de lo que el padre pescaba durante las horas del pronto amanecer y de los dulces que la chica sabía elaborar y que llevaba para venderlos a los chiringuitos de la zona. Parece que esos pasteles tenían una gran aceptación entre los comensales que acudían a estos merenderos, especialmente durante los fines de semana, para completar los postres de sus gratos menús.

“Cada tarde me gusta darme un buen paseo a la puesta del sol, cuando menos calor hace. Aprovecho para enviar cariñosas palabras a mi madre, deseando que se sienta alegre allí en donde quiera que esté”.  

Máximo quedó maravillado con la suerte que el destino había querido depararle. Conocer a esta joven persona, con su sencillez, convicción y generosa expresividad era todo un tesoro que había que saber cuidar y conservar. Clamia tenía su domicilio a no mucha distancia del lugar en donde se encontraron aquella primera tarde, a un kilómetro, poco más, de la Ficción, la casita del escritor. Esa diferencia de edad que les separaba, unos quince años, era todo un acicate para intercambiar la experiencia con el vitalismo y “frescura” juvenil de una chica arraigada en la preciosa naturaleza marinera. Una mezcla de excelentes resultados para la creación onírica de la ilusión: la de un creativo escritor de historias, con la hija huérfana de un noble y recio pescador. ¿Cuánto podría enseñar uno al otro? La rica potencialidad de la palabra y la experiencia, con la sencillez transparente y la naturalidad de una joven vida vinculada a ese compañero inmenso de la naturaleza, como es el mar.

Clamia apenas había estudiado los cursos de primaria. Máximo era un avezado “ingeniero” de las palabras, que encontraba en su jovial interlocutora de cada tarde esa sencillez, naturalidad, espontaneidad, ocurrencia y amistad, valores infinitos para poder compensar el lastre de la rutina y el desencanto de un emparejamiento fallido. La hija de Paulo pronto comenzó a enseñarle al “maestro de las letras” el sonido mágico y solemne de cuando se escucha a través de la caracola, los divertidos dibujos que se pueden trazar en la húmeda arena playera, la armonía rítmica de las olas al romper en el rebalaje y también los cambios del tiempo, por ese cómplice juego entre las nubes, el sol y la fuerza del viento.

Una tarde Clamia no apareció sola durante ese su paseo por la playa. Venía acompañada por un “viejo lobo de la mar”, su padre PAULO, quien deseaba conocer al “estudioso” del que tan bien le había hablado su hija. Hombre de piel bien curtida por el trabajo en el mar, bajo el intenso sol o el frío caprichoso de los tiempos cambiantes. Los dos hombres se saludaron con cordialidad, bajo la sonrisa pícara, juguetona y divertida de Clamia. En poco tiempo, el diestro escritor se transformó en un alumno aventajado que escuchaba embelesado los secretos y habilidades que el rudo pescador le confiaba para “negociar” con el mar. La pesca era el oficio de este buen hombre, que había hecho su carrera no en los claustros universitarios, sino en el diario esfuerzo de salir con su querida y vieja barcaza, TITANIA, para “recoger” los frutos del mar, a veces en calma y otras embravecido por alguna razón que, con buen sentido, los humanos nunca debían osar preguntar ni aclarar.

“Pues mañana, amigo, el almuerzo lo haces con nosotros. Te voy a preparar unos pescaditos asados, con buena madera de pino, cuyo sabor no lo habrás probado jamás”.  

Padre e hija vivían en una “artesana” casita de autoconstrucción progresiva, a base de ladrillo, piedra y madera, cuyo origen era un “cuartillo” para guardar los enseres y artes de la pesca. Ese originario almacén, Paulo había sabido agrandarlo. Su tarea la había realizado con el esfuerzo de sus manos y la inteligencia de su amor por su inolvidable Ariana y la preciosa hija que esta le había dado y que ahora paliaba su ausencia compensando la soledad. La distribución de aquella simple y artesana casita la constituía un saloncito enlosado con losetas de barro andaluz, dos pequeños dormitorios, una cocina reducida en su espacio, pero muy funcional y un cuarto de baño sin especiales lujos, pero con todo lo necesario para el aseo.  

Efectivamente la comida que disfrutó el ilusionado invitado fue en sumo suculenta, preparada con la singular experiencia y exquisitez de un doctorado en las artes del mar. Sopa de pescado, besugo asado con patatas y verduras salteadas, con una bandeja conteniendo los distintos tipos de pasteles que Clamia desde hacía tiempo preparaba y que llevaba a restaurantes y chiringuitos de la zona, dulces que eran bien apreciados por su presentación y sabor.

Para el viernes, Paulo había invitado a Máximo a una jornada de pesca, en su barcaza TITANIA, para la que partieron navegando muy de mañana, a fin de evitar una prolongada exposición solar. Dada la inexperiencia del “aprendiz, éste había comprado la tarde anterior unas pastillas anti-mareo, para soportar mejor el balanceo del posible oleaje, pues se tenían que retirar unas millas de la línea de costa. Aprendió mucho en esas horas navegando por las cálidas y ese día serenas aguas mediterráneas. Hicieron una pequeña pesca de arrastre, con bastante suerte, pues después de que ambos tiraran del copo, la bolsa con las capturas estaba bien llena de “riqueza” plateada.

Durante ese amanecer, en un momento de apacible silencio, el veterano y curtido pescador, inquirió a su invitado una pregunta, que dejó algo desconcertado a Máximo, aunque en algunas de las noches, desvelado o con travieso insomnio, esa situación se le había pasado por la mente.

“Maestro de las letras. ¿Tienes alguna intención con Clamia?  A mí me parecería bien, porque veo que eres un hombre cabal. Le llevas unos años, es verdad, pero ella es una mujer muy buena y laboriosa. No me gustaría que cayera en manos de gente malvada y que la hicieran sufrir.  Creo que ella está por ti. Se la ve en sus ojos cuando te mira y cuando hablamos de tu persona. Y te hablo así, porque yo me uní a Ariana ya en la cuarentena, siendo ella mucho más joven. Sé que mi vida no va a ser mucho más larga y que tú nunca harías daño a mi niña”.

Máximo observó que el viejo pescador trataba de ocultar algunas lágrimas que brotaban desde la espontaneidad de su mirada. Le puso su mano sobre el hombro y pausadamente le explicó su intencionalidad sobre el humano e importante asunto que tan sencillamente su amigo le había planteado.

“Amigo Paulo, yo aprecio con toda mi alma a ese ángel que tiene el precioso nombre de Clamia. Bien lo sabes. Hace muchos meses en que me retiré a este maravilloso y sencillo lugar, buscando la paz y los silencios “sonoros” del mar. Trataba de reencontrarme conmigo mismo, tras la dura experiencia de un matrimonio roto, que yo no provoqué. Por supuesto que he pensado mucho en tu hija. Me ha ayudado a sentirme un hombre feliz, en esas tardes que nos encontrábamos en el paseo por la arena de la playa. Cuando la veo y dialogo con ella, a la caída del sol, me siento una persona diferente, siempre en lo positivo. Te confieso que estoy muy esperanzado e ilusionado con ella. Tenerla cerca de mí sería el mejor premio que me podrían conceder. El tiempo hablará. Claro que me gustaría convivir con ese ángel que tienes por hija. Debes estar confiado y tranquilo. Nunca la abandonaré. Pero como estarás comprobando, quiero ser persona responsable y sobre todo prudente”.

Los dos hombres, reciamente emocionados, se abrazaron, fraternalmente, cimbreados por el suave oleaje del mar.

La magia del destino se adelanta siempre al limitado, en sus posibilidades, conocimiento humano. Y ese futuro que Máximo y Clamia van a protagonizar será, a no dudar (Paulo lo presiente) fructífero, para dos vidas que se quieren y necesitan. Dos jóvenes vidas que buscan, en la armonía del cariño, complementar la sencillez de su andadura vital. –

 

 

ENTRE EL ROQUEDO, LA ARENA

Y EL MAR

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 19 julio 2024

                                                                                 Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

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jueves, 11 de julio de 2024

DISFRUTANDO EN EL JARDÍN DE LA ALEGRÍA

 

Resulta lógica la imagen que los jardines nos ofrecen durante el horario diurno/matinal, cuando los niños se encuentran en los centros escolares. Los visitantes que más aparecen por esos gratos espacios vegetales, de titularidad pública, en donde se respira el aroma de las plantas y las flores, además del sosiego que nos regala el silencio de la tranquilidad, son las personas mayores, la inmensa mayoría ya en la gozosa edad de su jubilación. A esta veterana presencia en los parques y jardines se une, la llegada, con acústica alborozada, de niños de todas las edades, preferentemente en el horario de tarde, fines de semana y periodos vacacionales. Simplificando la expresión, en estos jardines predomina la presencia de aquellos que están llegando a la vida y los que se están despidiendo de su recorrido existencial.

La historia de este viernes se escenifica en uno de esos agradables  espacios para el esparcimiento, el descanso, los juegos, que necesariamente y por fortuna adornan, oxigenan y socializan nuestras ciudades, lastradas por el dominio omnipresente del cemento y el asfalto.

Uno de estos fieles usuarios de los jardines públicos tiene por nombre ISAÍAS Cabaña. Ya en su década septuagenaria, gusta aparecer, casi a diario, por este gran parque público municipal de precioso nombre: EL JARDIN DE LA ALEGRÍA, enclavado a la salida de Málaga, en las zonas de las barriadas de Ciudad Jardín, Las Flores, y la Palma Palmilla, en la zona del antiguo camino hacia Casabermeja. Se halla situado muy cerca del cauce del rio Guadalmedina (el rio de la ciudad), el embalse y el Parque Limonero y ese tesoro vegetal del Jardín Botánico de la Concepción.

Cada mañana y muchas de las tardes, este antiguo conserje de las bibliotecas públicas municipales (comenta que ha pasado por varias) acude a ese sosegado y precioso espacio, en el que recorre algunos km en sus largos paseos, por todo el perímetro que encierra el recinto. Con intervalos para aliviar el cansancio de sus muchos años, toma asiento en algunos de los numerosos bancos de madera que jalonan el gran jardín, preferentemente aquellos asientos que según el caminar del sol y la ubicación del arbolado bien situado sombrea lo necesario para proteger a los usuarios de la potente insolación reinante. Isaías suele llevar un pequeño zurrón de piel de camello, en el que guarda ese botellín de agua tan necesario, aunque en este parque hay algunas fuentes/surtidores en los que se puede beber.  También, porta esos caramelos que alivian el picor de la garganta y, por insistencia de su única hija ALICIA, un móvil telefónico, para tener siempre contacto con su padre que, para su desgracia, se encuentra en estado de viudez.

Isaias, tras la pérdida de su mujer AUREA tomó la firme decisión de no abandonar el hogar de siempre, a pesar de tener que vivir solo. Mantiene un buen nivel físico y, lo que es muy importante, mental. En las semanas, siempre hay uno o dos días en que acude al domicilio de Alicia, para jugar con los nietos y quedarse a compartir la mesa. Pero lo que a él le gusta sobre manera es venir bien temprano a este “su jardín”, en donde se siente tranquilo, rodeado de flores y árboles y esa fuentecilla que alivia el sol de media mañana. También, y esto es una grata novedad en los jardines públicos, puede disponer de unos “servicios” WC que resultan de suma utilidad para la limpieza general de todo el amplio recinto. Además de ver a los pequeños en sus imaginativos juegos, lo que más le motiva o satisface es poder entablar ese “ratito” de conversación con el vecino de banco o el paseante que se preste a ello. Incluso va haciendo sus buenas amistades con aquéllos que ve diariamente, compartiendo la recíproca realidad de soledades. Esos ratitos de charla le reconfortan y distraen en su estado anímico, porque se considera un gran hablador y comunicador.

Pero un día sucedió un hecho inusual que a sus compañeros de jardín les extrañó. Esa mañana, por alguna razón, Isaías no acudió al parque, como era su rutinaria costumbre. Residía en una pequeña casa “mata”, con patio y jardincito, bien cerca del gran parque, en la calle dedicada a Josefa Flores Gonzáles (Málaga, 1948), la inolvidable actriz y cantante Marisol. Alguno de sus compañeros en la amistad, muy veteranos también en sus calendarios vitales, lo echaron profundamente en falta. Entre estos compañeros de charla se comentaba “habrá tenido que visitar al médico”. “Igual ha ido a casa de Alicia, su hija”. “No es normal que falte a nuestra cita diaria”.

Entonces, uno de esos compañeros, llamado MARIO hizo un comentario “este antiguo pintor de fachadas colgado desde arriba, tiene mucha labia. Como le des cuerda, no para de contarte mil y una aventuras de su vida”. CAMILO, otro de los presentes, intervino con palabra pausada, pues tenía una cierta tartamudez. “No te referirás a Isaac, porque él a mí me ha contado que se dedicaba a otra cosa. Con pelos y señales me comentó que él siempre había trabajado en la electrónica, arreglando televisores aparatos del hogar”. Mario Y Camilo se miraron extrañados, como si no estuviesen hablando de la misma persona.

Dio el caso que se les acercó un tercer y habitual usuario del parque, llamado CELIO quien al escuchar la discusión que mantenían los dos amigos intervino, complicando aún más la situación. Expresó unos datos físicos de la persona sobre la que hablaban y, para sorpresa de sus dos interlocutores, les cuenta que el tal Isaac se dedicaba en realidad a otra profesión: “A mí me ha asegurado que había sido, en su época laboral, proyeccionista de cine, profesión que también le llaman “maquinista”, ¡el que echa las películas desde las cabinas, en los cines!”

Los tres jubilados, llegados a este punto, se miraban las caras, con muescas de extrañeza. “Entonces nos ha contado a cada uno una historia diferente y se “ha quedado” con todos nosotros. Vaya “pillín” nos ha tocado tener como amigo. Cuando lo vea, me va a tener que aclarar todo este embrollo”. Los ancianos jubilados movían sus cabezas, de un lado al otro, comentando, no sin cierta sorna y gracia “el bueno de Isaac se ha quedado con todos nosotros y no descarto que a otro paseante le haya dicho otra de sus “múltiples” ocupaciones”.

Precisamente en aquel instante, paso junto a ellos el jardinero encargado del parque, llamado FABIO, que todas las mañanas hacía sus arreglos florales, dándole a las llaves del riego para mantener a la vegetación bien hidratada y lustrosa. Viendo lo animado que estaba el corrillo de paseantes por el parque se acercó, con sus grandes tijeras de podar en una mano y la barredora de pita o ramaje en la otra. Este obrero tenía un amplio bigote, tipo Rasputín, con el que trataba de compensar la calvicie avanzada de su cabeza, con sólo dos “mollitas” capilares en las zonas parietales. Rápidamente se puso al día del motivo de la charla. “Si, por supuesto, sé de quien habláis. Ayer tampoco lo vi. Os refería sin duda al cantante de arte flamenco y también representante de artistas, según me confió un día.  Me aseguró que en su juventud le daba a los “palos” del cante y que ganó un buen dinero, participando en festivales de la canción española, especialmente al flamenco”.

Cuando Mario, Camilo y Celio escucharon la explicación del fornido jardinero Fabio, soltaron sendas carcajadas, que tuvieron que explicar de inmediato al probo trabajador de la azada y la manguera el motivo de su jovial cachondeo.

Precisamente al día siguiente, siendo poco más de las diez, Isaías apareció por la puerta del del jardín, caminando a paso lento, pero con expresión sosegada e incluso feliz, hacia ese “u banco preferido” que gozaba de una saludable sombra, en esa semana de junio, a horas tempraneras. Vio venir a Mario y a Celio, quienes saludaron los buenos días. Al poco también se incorporó al pequeño grupo Camilo. Los tres amigos regalaron una sonrisa burlona a Isaías y sin más dilación le plantearon, con una fraternal educación, el por qué le había comentado a cada uno de ellos un historial de vida diferente. Evitaron parecer demasiado bruscos o irónicos, tampoco excesivamente punzantes, ya que entendían que todos ellos eran menores en edad con respecto al discutido visitante diario del parque (tenía en ese momento, 76 años). Como amigos, necesitaban una convincente explicación acerca de esa “multiprofesionalidad que parecía haber en su vida.

Isaías captó de inmediato que entre esos compañeros del parque había habido contacto y que su persona había sido el centro de esos comentarios. Inevitablemente era el momento de la verdad, de la sinceridad, con una convincente explicación.

“Efectivamente, amigos míos, tenéis toda la razón. No he sido sincero, ni con vosotros ni con otras personas. La verdad es que desde mi viudez sufro reacciones un tanto raras. La soledad no es buena compañera y al menos aquí comparto vuestra muy generosa compañía y amistad. Lamento, de verdad, haberos defraudado. Os explico. La verdad es que he desempeñado, durante largos años, la profesión de ordenanza o conserje de bibliotecas públicas. Era un trabajo ciertamente cómodo, pero bastante aburrido y de una gran incomunicación. Los usuarios de la biblioteca deben mantener el silencio para no molestar y alterar la concentración de los que leen, estudian o elaboran algún trabajo. A mí, os lo confieso, me hubiera gustado ser otra cosa en la vida, Por eso decidí un día, simular aquello que me hubiera gustado ser, pero que por los azares de la vida no lo pude llegar a desempeñar.

Admiro a todas esas personas que escalan las montañas, o se cuelgan de los edificios, para repararlos y pintarlos. Su valor, su pericia, su equilibrio, me genera admiración y ese deseo imposible de poder haber sido también como ellos. También me hubiera agradado ser un cualificado técnico electrónico, ya que soy un “manazas” y no sé ni arreglar un enchufe. El mundo de la electricidad y de los aparatos electrónicos que funcionan con ella es una magia que siempre he admirado. Pero tampoco el destino me llevó por esos vericuetos profesionales. Lo de proyeccionista de cine es fácil de explicar y entender. Poder distraer a tantas personas, desde esa cabina “misteriosas” desde donde se echan películas, provocando la ilusión, el miedo, las risas, el romanticismo, las batallas, los vaqueros, la nostalgia, etc. es un arte que anhelaría haber podido protagonizar. Además, con lo que me gusta el cine, la de películas que hubiera podido haber visto gratis en mi vida. Y como no haber podido llegar a ser una estrella del cante flamenco, llenando los teatros y las salas de fiesta y recibiendo los aplausos del público. Siempre me ha gustado estas canciones que proceden de lo más hondo de nuestras almas. Recibir el cariño del “respetable”, a través de sus aplausos y vítores, hubiera sido otra de las “gozadas” que un pobre hombre como yo hubiera pagado cualquier cosa para poder disfrutar. Tengo también que confesaros, que, a veces, he cantado mientras me duchaba, pero Aurea, que en gloria esté, se reía y me mandaba callar, diciendo “cállate ya, que están viniendo unas nubes y se puede levantar una tormenta de miedo”.

En definitiva, todo era un juego, una travesura un tanto infantil, pueril, pero llena con una gran carga de nostalgia, por lo que pudo ser y no llegó a mi vida. Era una forma de “rebelarme” contra el “color” con el que el destino ha querido dibujar mi vida. Siempre paseando entre los que estudiaban, leían o trabajaban, vigilando y manteniendo el estricto silencio de una biblioteca, un día tras otro. Mi vida profesional ha sido bien aburrida y monótona”.  

“Venga, amigo Isaías, no se hable más del asunto. Es un buen momento para compartir un café con los amigos. Y hoy invito yo. Camilo Vilafranca. Y no olvides que cualquier profesión, si se desempeña con honradez y profesionalidad, es digna. Veo mesas libres en el “chiringuito” de Tobías. Nos tomamos un café bien cargadito, que nos vendrá bien para recuperar esas fuerzas que ya nos van faltando y le pedimos al “Tobi” que nos preste un dominó. Así echamos un buen trozo de la mañana.  Después le damos dos vueltas al parque y hacemos ganas para el almuerzo”.

Son cuatro veteranas personas que disfrutan, durante cada uno de los días, e ese “júbilo” para el descanso, bien ganado a lo largos de sus sencillas existencias. Comparten sus ilusiones, sus nostalgias, sus cafés y esos chascarrillos que amenizan la rutina, en la sucesión de los días. En silencio dibujan en sus mentes esas vanas esperanzas que sólo se consumarán en la intimidad de su imaginación y que una y otra vez resurgen en el ocaso y atardecer de sus muy cansadas memorias.  

Esa misma noche, cuando Isaías volvió a su domicilio, tras el paseo por la tarde y la cena en casa de su siempre atenta hija Alicia, antes de irse a la cama sacó del armario un álbum de fotografías familiar. Detuvo su visión en dos fotos. El único protagonista de ambas tomas era él, Isaías Cabaña. Se veía vestido con su uniforma oficial de trabajo: Jersey y pantalón azul y zapatos negros. En su pecho el logotipo oficial correspondiente a los trabajadores de PARCEMASA, Parque cementerio municipal de San Gabriel en la capital malagueña. Su trabajo en esta necesaria empresa del Ayuntamiento se había desarrollado durante tres décadas y media, hasta llegar a la edad reglamentaria de la jubilación. El fondo ambiental de ambas fotografías es fácil deducirlo, para la capacidad racional del lector. 




 

DISFRUTANDO EN

EL JARDIN DE LA ALEGRÍA

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 12 julio 2024

                                                             Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

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viernes, 5 de julio de 2024

UN JARDINERO EJEMPLAR.

La historia de este viernes nos habla acerca de esas vidas ocultas, inesperadas y sorprendentes, que podemos encontrar en la intercomunicación social cotidiana, tras las apariencias de la mayor sencillez y normalidad. Obviamente, las personas distamos mucho de ser transparentes, a pesar de que algunos se ufanan de conocer perfectamente a la persona que tienen ante sí, nada más que con echarle una mirada o intercambiar algunas palabras, en el ámbito de la oportunidad relacional. Vayamos pues, a la intriga de nuestro relato.

La acción nos traslada a una urbanización de la costa malacitana, integrada por 65 viviendas “adosadas” ubicadas muy cerca del mar. En este complejo residencial residen, en porcentaje mayoritario, familias españolas de sociología media. Un apreciable número de esas viviendas también están habitadas por ciudadanos extranjeros, en su gran mayoría ya jubilados. No todos los propietarios tienen residencia permanente en la urbanización, pues muchos de ellos utilizan estos inmuebles como segunda vivienda, para disfrutar las vacaciones o los fines de semana. Tanto esa urbanización, denominada EL EMBARCADERO, como otras del entorno, gozan de la proximidad costera mediterránea, con el incentivo del clima soleado y ese mar en calma que tanto gratifica y sosiega. El esquema constructivo de estas urbanizaciones se repite con la lógica del descanso y la calidad de vida que sus propietarios desean. Las “manzanas de casas” articulan unos grandes espacios comunes, con zonas profusamente ajardinadas, todo ello en torno a la zona de piscinas al aire libre y a esos viales para la circulación de vehículos y los paseos o tránsito de los respectivos residentes.

El jardinero que la comunidad de propietarios contrató, una vez que la urbanización comenzó a ser habitada, tenía por nombre TOMÁS, un antiguo albañil que hozaba de gran habilidad para el cuidado de los jardines y las dos piscinas del complejo. Durante dieciocho años, este buen profesional, estuvo cuidando con esmero, esfuerzo y pericia, de su hermosa función laboral, para satisfacción de la generalidad propietaria. Pero este admirado trabajador, al cumplir los 75 años, decidió, con el mejor y humano criterio, que había llegado la hora de disfrutar de un bien merecido descanso. Tales eran sus méritos, contraídos durante esos más de tres lustros, que la comunidad organizó una entrañable, muy simpática y suculenta fiesta de despedida, con placa para el recuerdo, barbacoa y gran merienda incluida.

Previamente a estos eventos, para el agradecimiento de un buen servidor de la urbanización, el presidente de la comunidad, ABOLAFIO Cómitre, auxiliar administrativo en los juzgados de la localidad, puso un anuncio en Internet, también en algunas zonas de intenso paso para los transeúntes, en el que se ofertaba este “interesante” puesto laboral, con el resumen de las funciones básicas que tendría que desempeñar la persona elegida. Básicamente, dichas obligaciones consistían en el cuidado de las zonas ajardinadas y limpieza de los viales de paso, mantenimiento y regado del césped y de los macizos florales, controlando también el sistema automático de la depuración del agua de las dos piscinas (mayores y niños). El trabajo lo desempeñaría entre lunes y viernes, de 9 a 13 horas, siempre en días laborables.

En el plazo fijado para ofertas (una semana) se recibieron 14 solicitudes, que se fueron estudiando por la junta directiva. Hablaron con tres posibles candidatos al puesto de trabajo, siendo elegido finalmente un hombre de mediana edad (48) que justificaba haber trabajado eventualmente (un mes y medio) en otra urbanización de la provincia gaditana, Se llamaba CIPRIANO CANDIL MAZA, residente en el municipio, divorciado y sin hijos, de fuerte complexión física, serio, educado y que aceptaba estar “a prueba “durante un mes en la urbanización para la que deseaba ser contratado.  

Desde el primer día de trabajo, el nuevo jardinero demostró su capacidad y voluntad para tener satisfechos a los propietarios de las viviendas. Incluso tenía la deferencia de prolongar en minutos su jornada laboral, cuando, a pesar de ser las 13 horas, consideraba que no había finalizado la tarea que se había propuesto para ese día. “Es que a mí me gusta completar lo que empiezo”. Diligente, limpio en su porte, trabajaba igual con la escoba que con la azada. Regaba cíclicamente las zonas ajardinadas, cortaba el césped, eliminaba las “malas hierbas” y controlaba la salinidad y limpieza del agua de las piscinas, midiendo el PH correspondiente y la dosificación de las sustancias depuradoras que se le añadían. También se preocupaba de que el sistema de iluminación de los viales y jardines funcionaran correctamente y por supuesto no descuidaba el barrido de las aceras y calzadas. Su capacidad de trabajo era asombrosa. Tal era su rendimiento, que el contrato temporal que tenía en principio se modificó a uno de carácter indefinido. La complacencia vecinal era manifiesta acerca del “buen fichaje” que Abolafio, el presidente, había realizado.

Como en todas las personas, había un “pero”, aunque muchos propietarios lo consideraban, sin embargo, una cualidad. Cipriano era profundamente “reservado”. Siempre educado en sus respuestas, no perdía el tiempo dialogando con nadie. A las preguntas o sugerencias que se le hacían, respondía de la forma más breve posible. Sólo pretendía desarrollar la mayor eficacia en lo que hacía. Y de su vida privada ni una sola palabra. Especialmente, algunas señoras de la urbanización se “esforzaban” por conocer datos de este eficiente trabajador de la jardinería, pero éste no les facilitaba, en absoluto ese interés de “cotilleo” que aquellas desarrollaban. Sus monosílabos resultaban un poco “secos”. Evitaba cualquier chascarrillo acerca de su persona. Ello generaba los comentarios por parte del vecindario, pero las “conjeturas” que se hacían carecían de fundamento Mientras que cumpliese con eficacia su función, nada había que discutirle.

Una mañana, cerca de las 13 horas, el presidente Abolafio que se encontraba de vacaciones, se acercó a los jardines, llevando en una bolsa un par de botellines de cerveza fresca. El calor de la proximidad al verano (fuerte viento de terral) era intenso. Deseaba compartir unos minutos con Cipriano, que ya estaba finalizando su labor del día. Con la mejor cordialidad se acercó al jardinero, que estaba todo sudoroso recortando y embelleciendo una zona de rosales. Le ofreció un botellín, preguntándole como le iba el día. El receptor del detalle agradeció con una media sonrisa el “buen gesto” que mostraba su patrón. Para sorpresa de Abolafio, el recio trabajador se bebió de un solo y largo sorbo el tercio de San Miguel especial. Entonces trató de iniciar un “banal” pero amistoso diálogo, pero a pesar de su generosa voluntad se estrellaba contra el “muro” impenetrable del fornido jardinero, quien después de darle las gracias continuó desbrozando el macizo floral. Sin embargo, el presidente tuvo tiempo de hacerle alguna pregunta ¿Has estado muchos años casado, Cipriano? ¿Siempre te has dedicado a esta actividad? Con un cierto esfuerzo, su interlocutor sonrió y musitó unas palabras: “los años suficientes para darme cuenta de que no éramos el uno para el otro. Así que lo mejor era “cortar”. Por supuesto que me agrada este trabajo u procuro esmerarme en el mismo”. Y de ahí no añadió más “información”. El mantenimiento de su privacidad era verdaderamente admirable.

Un par de semanas después, una mañana de jueves Cipriano no apareció por su puesto de trabajo. Causó extrañeza porque el jardinero era extremadamente estricto con su puntualidad. Algunos vecinos comentaban que tal vez podría estar enfermo u otra circunstancia. Entonces el presidente creyó conveniente y educado interesarse por su salud llamando a su número de móvil, sin obtener respuesta a su llamada. Lo intentó también al día siguiente, que era viernes, pero se repitió el silencio como respuesta. La preocupación era general. Entonces Abolafio, con Adela Ternero, vicepresidenta, decidieron desplazarse a la dirección de Cipriano. Vivía en una casa “mata” antigua, entre dos moles edificatorias. Tocaron en el llamador de la puerta, sin obtener respuesta. Preguntaron a los vecinos, pero nadie lo había vista desde la tarde del miércoles. Unos y otros se preguntaban “¿dónde se habrá metido este hombre? ¿Qué le habrá pasado? Con lo formal que es, no es normal esta forma de comportarse con su trabajo”.

Causó un gran impacto, tanto en la urbanización como en la localidad, cuando el martes siguiente los medios de comunicación publicaron y dieron en sus programas informativos la siguiente e inesperada noticia:

“El miércoles de la semana pasada, hubo un intento de asesinato contra un vecino de la localidad, conocido como Cipriano Candil, cuyo oficio actual es la jardinería. Dos encapuchados le dispararon desde una moto en marcha, cuando el vecino se dirigía por la noche hacia su domicilio, tras cenar en un bar cercano a la playa. Los presuntos delincuentes efectuaron hasta seis disparos, dándose rápidamente a la fuga. Rápidamente los vecinos de la zona llamaron a la policía y al 061de la central de emergencias, cuyas unidades acudieron al lugar de los hechos con la mayor premura. El vecino malherido fue trasladado al hospital de la Costa del Sol, en donde pasó directamente al quirófano, tras las primeras acciones médicas de reanimación. De los seis disparos efectuados (por los casquillos de bala que quedaron en el lugar de los hechos) sólo cuatro impactaron en el cuerpo del vecino, siendo el más grave en que llegó a su pecho, muy cerca del corazón. La situación clínica del herido sigue siendo extremadamente grave. Se estima que este atentado puede estar inmerso en el mundo de la droga, estimándose como un “ajuste de cuentas” entre bandas mafiosas que operan en la zona”.

La consternación en toda la urbanización El Embarcadero fue de alto nivel en ese y en los siguientes días. No se hablaba de otro tema. La repetida pregunta que los convecinos se planteaban era la propia que los hechos ponían sobre la mesa: ¿A quién hemos tenido contratado, como un modesto cuidador de la zona ajardinada y las piscinas? El sentir general era de intensa preocupación, miedo e incierta inseguridad. En los próximos días se fueron añadiendo nuevos datos acerca de este “personaje” tiroteado.

Obviamente la policía estuvo recabando información, tanto en el domicilio del jardinero, como en los lugares en donde había estado trabajando durante los últimos años. El nombre que utilizaba era supuesto. Se llamaba realmente CLAUDIO Cabral. Había nacido en Portugal. Con los años se había convertido en una importante figura del mundo de la delincuencia, que usaba un alias: el Mudo, por ser persona muy poco comunicativa. Su “especialidad” era el tráfico de drogas y también de piezas de elevado valor en joyería. Se había realizado ciertos arreglos estéticos en el rostro y la documentación que utilizaba era la de una persona fallecida, llamada Cipriano Candil. Parece ser que este peligroso delincuente se había quedado y negociado por su cuenta con un alijo de sustancias estupefacientes, refugiándose, con nombre y rostro modificado en la localidad costera malacitana.

Logró salir con vida tras el atentado perpetrado por unos sicarios con no mucha experiencia en este tipo de actos violentos. Fue repatriado a su país, en donde le esperaba en los tribunales de justicia un largo historial delictivo.

El presidente de la comunidad Abolafio y su vicepresidenta Adela decidieron dejar los cargos que detentaban, convocando de inmediato una junta extraordinaria de propietarios, a fin de elegir una nueva junta directiva. Una de las primeras decisiones de la nueva junta electa fue la de contratar a una empresa de reconocido prestigio, especializada en la conservación y cuidado de zonas ajardinadas y mantenimiento de piscinas.

La espectacular experiencia vivida con el buen jardinero Cipriano nunca sería olvidada en esta plácida urbanización ubicada muy cerca de la playa, en la costa occidental de la provincia de Málaga. Los propietarios y residentes de las 65 viviendas que constituían el complejo residencial habían “convivido” con un peligroso miembro de la mafia internacional, que había interpretado muy bien su rol “escénico” cumpliendo fielmente las obligaciones laborales que sustentaban el contrato que había firmado con la comunidad. La verdad es que la mayoría de los residentes de esas viviendas no podían siquiera imaginar como delincuente a ese buen operario que, con su barredora, la manguera de regar y sus grandes tijeras de podar, tenía los jardines hermosa y bellamente cuidados, bien hidratados y limpios, para el disfrute de esa plácida comunidad de españoles y extranjeros. La gran lección de esta dura experiencia era que detrás de cualquier sencilla apariencia puede esconderse una vida inmersa en las más ocres actividades delictivas. La prevención siempre es necesaria, aunque resultaba difícil imaginar al buen y “reservado” Cipriano empuñando armas y traficando con joyas y sustancias prohibidas. Pero así es la vida aparencial, que tantas veces protagonizamos en la teatralidad de nuestras “modestas” existencias. –

 

UN JARDINERO

EJEMPLAR

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

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