jueves, 2 de mayo de 2024

MIRANDA. LA FUERZA DE LA CONVICCIÓN.

Es bastante usual que, en todos los centros de enseñanza y de manera especial en los niveles de secundaria obligatoria, bachillerato y facultades universitarias, los alumnos distingan y señalen a determinados profesores, debido a la dureza y rigidez que éstos aplican a sus correcciones, durante las diferentes pruebas y exámenes que se realizan a lo largo del periodo escolar. Entre los propios estudiantes, e incluso fuera de las paredes escolares, se generan ciertas “leyendas”, avaladas con más o menos precisión por los ejemplos cotidianos, acerca de lo difícil o “casi imposible” que resulta poder aprobar la materia impartida por este o aquel profesor.

Lo más curioso de esta realidad educativa es la existencia de una curiosa percepción, por la que determinados docentes “se sienten más importantes” o potenciados en sus egos y fama social, mientras más exigencia aplican a sus criterios para valorar el trabajo de sus alumnos y, por supuesto, cuando llegan las temidas épocas de exámenes. Incluso en el ambiente social de las salas de profesores, durante las conversaciones que intercambian los profesionales de la enseñanza, algunos se ufanan manifestando los escuálidos porcentajes de alumnos aprobados en sus materias y, por correlación, las cifras exageradas de suspensos que “atesoran” en sus listas. “A mi sólo me han aprobado siete de 35”. Estas penosas manifestaciones parece que está potenciando la aureola del docente que se vanagloria en hacerla pública. En realidad, ese arrogante profesional, que “suspende” a diestro y siniestro, no debería estar orgulloso precisamente de la imagen que ofrece ante sus compañeros, alumnos y padres, sino que, por el contrario, debería estar profundamente avergonzado de lo mal que enseña y sobre todo de la desmotivación que provoca entre sus alumnos a la hora de trabajar la materia en la que está especializado.

El miedo y el temor sólo refleja la penosa incapacidad para hacer que los alumnos aprendan, estudien, se esfuercen y superen la materia correspondiente. Adquirir fama de “ogro” no ennoblece, sino que por el contrario degrada y empequeñece la imagen profesional de quien ha elegido la sugestiva y compleja vocación educativa, para desarrollar su trabajo, en institutos, colegios y facultades.

Es preciso aclarar que estos “pretensiosos y soberbios personajes” los podemos encontrar tanto en la enseñanza pública, concertada o totalmente “privada”, aunque en esta última titularidad los profesionales que prestan sus servicios se ven obligados a actuar con la necesaria cautela, ya que el centro o la institución se financia y mantiene con las elevadas minutas que han de abonar los padres, a fin de que sus hijos estudien en esos centros tan señalados y privilegiados en el comentario o fama social. Los profesores “hiperduros” deberán aquí, en consecuencia, atemperar o moderar los regímenes de dureza que imponen en sus materias y, de manera especial, las calificaciones y resultados numéricos al final del curso, pues en caso contrario muchos padres “pudientes” buscarán una alternativa educativa para sus hijos en instituciones escolares más benévolas para los resultados finales de junio. En definitiva, decidirán matricular en la “competencia” a esos hijos “maltratados” en sus notas y valoraciones con respecto al trabajo que realizan en las aulas escolares.

Este es el contexto temático en el que insertamos la historia del presente relato. El objetivo visual nos acerca a un centro público de Educación secundaria, en un aula grupal de bachillerato. En el equipo de profesores que imparte docencia a este colectivo de 39 alumnos, hay uno en concreto que mantiene entre los adolescentes que allí estudian el “prestigioso” título o fama de ser un “hueso” tanto en el trato personal, como a la hora de valorar y calificar el trabajo y respuestas de los alumnos que tiene a su cargo. Curiosamente no se trata del profesor de Matemáticas, Física y Química, latin o idioma, sino aquel que imparte la asignatura de Lengua y literatura española. Dicho profesional se llama doña CLOTILDE Valbuena, aunque sus alumnos no están de acuerdo con esa parte de su apellido, ya que su carácter y comportamiento es todo lo contrario con respecto al trato que reciben durante el horario de su materia humanística. 

Aquellos compañeros y amigos, que conocen algo de la privacidad de su vida, pueden comentar que doña Clotilde (49 años) estuvo casada con un joven bien parecido, llamado Armando, que se ganaba la vida conduciendo un taxi, vehículo que no era de su propiedad, mientras que ella trabajada contratada en un centro privado con vinculación religiosa. Eran vecinos del bloque en el que ambos residían. Fue una muy intensa atracción afectiva, quedando ella embarazada tras el fulgor del amor que ambos mantenían. En consecuencia, decidieron realizar un acelerado matrimonio, cuando el conocimiento entre ellos no era lo suficientemente profundo, con respecto a la base real de sus caracteres y aspectos cotidianos de su forma de ser.

Nación una preciosa niña, a la que llamaron Ariana, nombre que le gustaba de manera especial a su feliz madre. Pero no habían pasado muchos meses, desde el nacimiento de la pequeña, cuando el matrimonio de ambos cónyuges comenzó a “hacer agua”, a modo de frágil nave que poco a poco se va hundiendo entre el potente y frío oleaje. En el fracaso de este acelerado matrimonio había influido no solo la diferencia en sus respectivos caracteres, sino también en la atracción que el inmaduro Armando comenzó a sentir hacia la hija del propietario de la cadena de taxis para quien trabajaba, sentimiento también compartido por Herminia, la hija única del jefe, joven muy centrada en el mantenimiento y lucimiento de su atractivo cuerpo, objetivo al que se entregaba gran parte de las horas del día. Las infidelidades de Armando eran manifiestas y poco disimuladas, por lo que el matrimonio acabó “como el rosario de la aurora, con discusiones, acusaciones y desagradable guerra “psicológica” entre dos seres que se preguntaban, una y otra vez qué hacían el uno junto al otro. El golpe definitivo a esos pilares de cristal del ficticio edificio que aún mantenían provino del anuncio (previsible, dadas las características sensuales del joven taxista) de que la hija del jefe estaba embarazada

Despechada y humillada, Cloti, que desde luego tenía otros valores, aunque carecía el de la belleza externa (era peculiar su forma de caminar, haciéndolo a grandes “zancadas”) decidieron hacer una acelerada separación, poniéndose en manos de un bufete de abogados especializados en esta faceta que, con acrisolada destreza, trabajaban en la modalidad de exprés. A partir de ese momento Clotilde centró sus esfuerzos en la educación de su niña y en dedicar sacrificadas horas de estudio para sacar plaza de agregaduría de instituto de enseñanza media. Logró dicho objetivo, tras unas reñidas oposiciones, realizando sus prácticas en la cordobesa localidad de Montilla. Allí marchó, junto a su hija Ariana, quien por entonces había cumplido sus tres primeros años de vida. Pero al correr del calendario, Cloti consiguió plaza en su ciudad natal, Málaga, tras pasar por otras localidades andaluzas. El logro profesional que más la enorgulleció fue cuando obtuvo felizmente plaza de catedrática de Lengua y literatura española, tras superar brillantemente las oposiciones y el concurso de méritos correspondiente.  

La profesora doña Clotilde no volvió a tener suerte en los amores, aunque a decir verdad tampoco los buscaba, centrando todo su esfuerzo en el ejercicio de la profesión docente y literaria, además de hacer crecer a su hija Ariana, educándola con unos moldes formativos sustentados en una disciplina estricta y en la asunción de responsabilidad. La relación con Armando prácticamente desapareció, aunque éste mantenía, de tarde en tarde, contactos con su hija. Sus compensaciones lúdicas y profesionales impulsaban a Cloti a escribir (levaba ya muchas páginas redactadas de una novela centrada en una historia de amor imposible, basada en determinados aspectos de su propia existencia). También viajaba siempre que podía y mantenía una vida independiente y plenamente autónoma, frente al contexto social cercano. Sin embargo, con el paso del tiempo, su carácter fue progresivamente agriándose, lo que de alguna forma derivaba en crecientes exigencias y rigideces, fuera de lugar, con respecto a sus maltratados alumnos. Se había convertido en una profesora temible. Trataba a sus alumnos con extrema dureza y despecho, con la subsiguiente respuesta de la muchachada que creó para ella el apelativo de “LA TIGRESA” para nombrarla y que circulaba por todos los rincones del instituto, dada su forma peculiar de caminar y el trato altanero y despectivo que “regalaba” en sus horas de aula. Sin duda, la soledad afectiva le afectaba con cruel intensidad. Cada día más, Ariana organizaba su propia vida, alejándose de una madre muy responsable con respecto la educación que le había dado, pero al tiempo demasiado rígida y represora ante cualquier error o falta que observara a su alrededor.

El trato humillante que deparaba a sus alumnos llevó al propio director del centro educativo, don CIPRIANO Palanca a intervenir. Sugirió a su compañera, con el mayor tacto, la conveniencia de atemperar la imagen de dureza que ofrecía ante los escolares, a los que humillaba de continuo. Le reiteraba que, en todas las edades, pero más en la difícil etapa evolutiva de la adolescencia, hay gestos y palabras que, cuando se reciben, no sólo duelen, sino que a veces es casi imposible olvidarlos de por vida.

“Compréndelo, Cloti, en modo alguno me agrada intervenir en esta situación, pero como director del centro tengo la obligación de hacerlo. Puedes hacer infelices a muchos críos que están en una etapa de su crecimiento bastante complicada. Me están llegando protestas de la Asociación de Padres, que tratan de evitar un escándalo, pero que incluso me han dejado caer que están dispuestos a llegar hasta la inspección educativa. Y en realidad, con esa actitud de imagen autoritaria que ofreces en las aulas, tampoco tu te sentirás bien, Los escolares verdaderamente se sienten atemorizados y han venido, en varias ocasiones, a decírmelo. Debes intentar ser más comprensiva y agradable con aquellos que están en la edad de su aprendizaje. Así trabajarás mejor, cambiando la tensión y el temor por el respecto y el afecto de los chicos”.

El Sr. director del Instituto no volvió a intentarlo, de manera directa. Su compañera Cloti lo mandó literalmente “a paseo”, esgrimiendo la libertad de cátedra que ostentaba. Pero era penoso ver a una persona indudablemente amargada, que se escudaba en sus indudables conocimientos y capacidad expresiva para caminar por la senda literaria. Así, cuando llegaban los períodos de evaluación trimestral, los porcentajes de suspensos o insuficientes en su materia superaba en ocasiones el 50 % entre sus alumnos. Cipriano, apoyándose en las normas de funcionamiento establecidas por la administración educativa, impuso la obligatoriedad de que el claustro de profesores atendiese explicativa y suficientemente a los escolares, cuando estos reclamasen revisión o aclaración de sus ejercicios y, en caso de conflicto, se establecería un tribunal mediador que arbitrara el acercamiento entre las dos opiniones contrapuestas. Pero Cloti no se amilanó con esta orden que no hacía sino puntualizar normas que ya estaban establecidas. Por supuesto que atendía la protesta o reclamación de los escolares, pero aprovechaba el momento para seguir humillándoles y avergonzándoles, sacándoles los “colores” cuando estos “se atrevían” a pedirle explicación aclaratoria de las correcciones y calificaciones que habían recibido en las pruebas o el trato diario de clase. Y aquí. Aparece la segunda gran protagonista de esta historia, una alumna de 2º bachillerato, llamada …

MIRANDA. Pertenecía a una familia humilde, en lo sociológico. Desde pequeña había asumido el valor del trabajo, como garantía para seguir avanzando en un mundo lastrado por la extrema competitividad. En su grupo de bachillerato era muy apreciada por los compañeros, dados sus valores en el trato con los demás y con respecto a sus obligaciones de estudio. La chica, de diecisiete años, dedicaba un importante número de horas al estudio, pero su profesora de Historia de la literatura no reconocía el esfuerzo que la chica desarrollaba en el día a día. Aunque no podía suspenderla, reducía de forma drástica sus calificaciones en trabajos, prueba y exámenes, aduciendo errores nimios y discutibles en el contexto de todo un esfuerzo y entrega de gran mérito y calidad. Unas veces eran las comas aplicadas en los escritos. En otras ocasiones, los motivos para restringir las notas que Miranda recibía eran los nombres extranjeros, el tipo de caligrafía, la oportunidad de algunas abreviaturas, las elipsis, las reiteraciones, la pobreza léxica o de vocabulario, las hipérboles… etc.

El conflicto surgió cuando en la prueba escrita, realizada para la evaluación final de junio, Doña Clotilde calificó el ejercicio de Miranda con un escuálido 5, haciendo muy difícil que esta brillante alumna pudiera llegar al menos al notable de nota, cuando en el resto de las materias curriculares la chica tenía asegurado el sobresaliente en cada una de las mismas. Miranda veía que ello iba a perjudicar su objetivo de poder conseguir esa matrícula gratuita que tanto necesitaba para iniciar (tras los ejercicios de las pruebas de acceso o selectividad) los estudios universitarios. Por ello se atrevió a pedir revisión de examen, con las consecuencias que ello podría tener dado el carácter muy especial de la catedrática. La entrevista entre la profesora y la alumna fue en principio muy desagradable, ya que después de “soltarle” una perorata acerca de la calidad en el trabajo, comenzó la fase de la humillación por el tono y el fondo de la argumentación que le ofrecía.

“Te he bajado, porque …; te he bajado, porque...; no te subo, porque … Debes dar gracias a que te haya calificado con un cinco. Y no te voy a subir ni una décima más” (Además de la tigresa, otros apelativos que utilizaban los alumnos para referirse a Doña Cloti era “el ascensor” o también “la escalera”). En un momento concreto, Miranda se armó de valor y tomó la palabra, como arma para la respuesta.

“Profesora, le pregunto … si en su opinión he hecho algo bien. No solo en este examen final, sino a lo largo de todo el curso. Vd. cuando corrige sólo busca el error, no los aciertos. Parece que goza degradando el esfuerzo de sus alumnos. Vd. sólo califica por los errores. Los aciertos parecen no existir en sus valoraciones. Considero que esta forma de calificar es desacertada y errónea. Vd. no motiva, sino todo lo contrario, desanima y abruma a los alumnos con sus comentarios que, desde luego, en gran número de casos son, en mi opinión, profundamente desacertados. Así no se debe evaluar. Así no se debe tratar a los alumnos.  Y le digo con toda la franqueza, sin faltarle el respeto, que si me quiere suspender, hágalo. Así se sentirá feliz, sumida en su tristeza y amargor. No es Vd. una buena profesora, por mucha cátedra que tenga colgada en las paredes de su domicilio. Y ahora me retiro de esta “farsa” que Vd. suele montar con las revisiones de notas y ejercicios. No la molesto más. Perdóneme. Buenas tardes”.

La reacción de la catedrática resultó insólitamente novedosa.

Doña Clotilde quedó como “petrificada” y sin articular palabra alguna, ante la valentía y fuerza argumental de una buena alumna, que se había atrevido a decirle lo que ella y muchos de sus compañeros de grupo pensaban. ¡Cómo una alumna se había atrevido a hablar así a su catedrática!  Desde luego que la chica había tenido un gran valor porque, repasando objetivamente las expresiones utilizadas, Miranda se había limitado a decirle lo que tantos pensaban, pero sin recurrir al insulto o a las malas formas en el trato. Eran verdades, dolorosas, muy dolorosas, pero verdades puestas en boca de una joven de 17 años. Aquella noche apenas pudo cenar y se desveló varias veces a lo largo de la madrugada. Se sentía profundamente frustrada y fracasada. Así no podía seguir. Necesitaba cambiar y aplicar con urgencia, a su vida profesional y privada, el bálsamo de la humildad, la generosidad y la racionalidad. Así podría vislumbrar la esperanza de conseguir ese amor interior, con mayúsculas, que tanto faltaba en su “vacía” inhóspita y triste existencia.

Cuando a la mañana siguiente desayunaba, Cloti ya había localizado el número de teléfono de la alumna Miranda. Antes de salir de casa, camino del instituto, marcó el número del móvil de esta joven, quien en la tarde anterior le había dado una hermosa y gran lección que, con la lúcida valentía de la rectificación, en modo alguno estaba dispuesta a desaprovechar. –

 

MIRANDA. LA FUERZA

DE LA CONVICCIÓN

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 03 mayo 2024

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