viernes, 26 de abril de 2019

MR. STANDFORD Y SU ATRIBULADA EXPERIENCIA EN LA ROMANIA.


En nuestra diario caminar por la vida, somos partícipes de experiencias y anécdotas que podemos calificarlas con una amplia adjetivación, por su significado y trascendencia. Esa terminología identificativa de vocablos podrían resumirse en tres; agradables, incómodas e inocuas. Estas vivencias, sean más o menos intencionadas, repercuten ¡qué duda cabe! en el estado de ánimo que mantenemos, tanto positiva como negativamente. Lo verdaderamente inteligente es acabar asumiéndolas, valorando los beneficios de las mismas y corrigiendo aquello que no nos favorece, tras el conocimiento adecuado de su significación y consecuencias para nuestro mejor equilibrio. Aunque líneas atrás se ha aludido al nivel de intencionalidad que hayamos aportado para su desarrollo, lo más importante es reflexionar con sensatez, a fin de evitarlas en el futuro (aquéllas que no hayan sido afortunadas) en el caso de que su negativo proceso haya sido debido a nuestra impericia, despiste o simple dejadez.

Durante un frío mes de octubre de 2018, Henry Standford, un apasionado y veterano estudioso de la Historia (73 años recién cumplidos) se encontraba realizando un atractivo periplo viajero a través de diversas capitales y ciudades europeas. Este ciudadano británico, nacido en la ciudad galesa de Cardif, era propietario de un prestigioso negocio de antigüedades ubicado en la localidad universitaria de Oxford. Con este ilustrativo recorrido por los territorios de la Europa continental trataba de compensar el puntual declive anímico que sufría, depresión derivada de la que ya era su ya tercera separación matrimonial, en este caso con una rica heredera norteamericana llamada Margaret, a la que había estado unido durante siete años. Su gran pasión no se reducía solo al coleccionismo y transacción de objetos heterogéneos, muy apetecibles para los compulsivos coleccionistas de piezas antiguas, sino que también vitalizaba su organismo con grandes ingestas de tonificantes bebidas, destacando entre todas ellas la buena cerveza y el mejor whisky disponible en los establecimientos del ramo.

En su primer jornada de estancia en Rumanía  (de los tres días que iba a permanecer en las tierras conquistadas por el emperador de la antigua Roma, Trajano), tenía previsto dedicar la primera tarde para visitar un espectacular castillo del siglo XVI, en Transilvania, al que la leyenda vinculaba como residencia del enigmático y temido conde Drácula. Por una serie de avatares organizativos y de imprevisión personal se retrasó en la llegada a la monumental fortaleza, accediendo a la puerta de entrada de la misma cuando quedaban sólo treinta minutos para la hora oficial de cierre, fijada para las seis de la tarde. Se había confundido con la hora a causa de los cambios que todos los países efectúan a partir de otoño. Aunque en la taquilla de la fortaleza le advirtieron que en media hora tendría que abandonar el pétreo recinto amurallado, debido a su interés por conocer este histórico enclave y a que durante el día siguiente tenía billete y hotel concertado para visitar otra ciudad, decidió pagar el importe del ticket accediendo de inmediato al interior del voluminoso recinto nobiliario.

Empezó a visitar las distintas dependencias del castillo, aplicando para ello una cierta presteza dada la limitación horaria de que disponía. En un momento determinado del recorrido, accedió a un lugar no autorizado para visitantes durante ese día (la cuerda que impedía el paso de entrada se había liberado y alguien la había apartado hacia un lateral de la puerta). De esta forma el inquieto coleccionista avanzó por un lóbrego pasadizo que le condujo a una zona de mazmorras, área dedicada a exhibir diversos instrumentos allí depositados, a fin de realizar tortura a los prisioneros del castillo. Mr. Standford se quedó extasiado al contemplar tan diversos y tétricos instrumentos para persuadir y castigar a los enemigos encarcelados del autoritario noble propietario: la silla de tortura, los grilletes, una maza con púas, látigos con piezas de metal en sus tiras de piel, poleas y arcos para “colgar” a los ajusticiados, gruesas cadenas con sus bolas de freno correspondientes, imponentes cilindros para dolorosos estiramientos e incluso descuartizamientos humanos, hachas, machetes, no faltando una tenebrosa guillotina (ciertamente con su gran cuchilla trapezoidal algo oxidada) … Henry se había “colado” en un lugar temporalmente cerrado a la visitas turísticas y ahora se sentía feliz “disfrutando de la visión y acceso manual a todas esas tenebrosas piezas de tortura, que buen dinero pagaría él a fin de llevarlas a los nutridos estantes de su tienda de antigüedades.

El reloj seguía cubriendo su innegociable marcha, por lo que el personal del monumento (a cinco minutos de la hora del cierre) comenzó a ir desalojando a los turistas y visitantes rezagados. Sin embargo Henry continuaba “enfrascado” con la visión y manejo de ese apasionante material, sin tener en cuenta que el monumento se estaba cerrando. Se le había ido “el santo al cielo”, a lo que habría que añadir es que este veterano y apasionado estudioso de la Historia padecía una cierta dureza de oído, todo lo cual favorecía su permanencia en ese espléndido y cultural aislamiento.

Serían las 19 horas cuando cayó en la cuenta de cual era la real situación en la que estaba inmerso. Pudo salir de la “sala de torturas” sin la mayor dificultad, pero tras recorrer varios espacios de la edificación palaciega en un ambiente de progresiva oscuridad (ayudándose de la linterna de su móvil) accedió a unas dependencias en las que no podía entrar, pues estaban cerradas con llave. En cuanto a la puerta del hall de entrada también permanecía inasequible, con los candados “bien echados”. Hay que añadir que la fortaleza palaciega estaba aislada en lo alto de una colina, rodeada por una densa arboleda. Para llegar a este monumento castrense había que caminar unos quince minutos desde la estación del tren de cercanías, situada a un kilómetro y medio del castillo, recorriendo una sinuosa carretera con un gradiente progresivo de elevación.

Analizando la peculiar e inquietante situación en la que se veía inmerso, comenzó a preocuparse seriamente. Todo a consecuencia, en primer lugar, de su ímpetu imprudente, por no haber hecho caso de las recomendaciones que le hicieron en taquilla ante la hora del cierre, obstinándose a entrar en la fortaleza cuando restaban escasos minutos para la hora de cierre. En segundo lugar, por haber penetrado  (bien es verdad que confundido por esa cuerda caída en el suelo, en unas salas que estaban temporalmente cerrada a las visitas del turismo. Y en tercer lugar por “olvidarse de todo” ante el profundo incentivo que le ofrecía el contenido de aquella sala dedicada a la tortura, con todo su tenebroso material para llevarla a efecto. En este contexto, la carencia de luz y comida (la tensión nerviosa le producía sequedad en su boca) en una noche bastante desapacible, agudizaba la incomodidad del voluntarioso galés.

Trató de establecer contacto telefónico con su hotel, pero presa de una notable presión nerviosa no recordaba el nombre del mismo, ni tampoco el número de teléfono con el que contactar. Se esforzó en llamar a la policía, pero en ese proceso comprobó con desesperación que la batería de su móvil estaba prácticamente vacía. Ese 1% de carga desapareció de inmediato, por lo que el dispositivo telefónico dejó de funcionar. Obviamente ya no pudo hacer uso de la aplicación linterna que hasta escasos minutos le había resultado de una gran ayuda.

Caminando desorientado, sólo con la ayuda de una tenue luz lunar, tuvo la suerte de “toparse” con una papeleta llena de residuos, encina de los cuales había un paquete de “gusanitos”(ese maíz inflado que tanto atrae a los niños y también a algunos mayores. Para su suerte  el contenido de la bolsa estaba prácticamente completo, probablemente su propietario la había dejado allí a poco consumir.

El tiempo fue avanzando, de forma paralela al incremento de frío y necesidad alimenticia  que el turista galés estaba padeciendo. Su desacertada experiencia estaba sucediendo en plano mes de Octubre, fecha en que la temperatura desciende notablemente por estas áreas del sudeste europeo.  

La tensión nerviosa también le produjo una intensa sequedad en su boca. Tenía urgente necesidad de tomar algo de agua pues la sed reclama una inmediata ayuda hídrica. En un momento concreto observó la existencia una ventana entreabierta, la cual estaba a ras de la calle interior a la edificación. Saltó a través de su marco y, tras caminar unos metros con mucha precaución para evitar los tropiezos, accedió a un patio de suelo adoquinado, espacio en donde percibió había un par de grifos y una manguera utilizada para el riego. Pudo entonces beber un poco de agua y así controlar un poco mejor su evidente tensión nerviosa y saciar su sed. Quiso la suerte que tras subir por una escalera y recorrer una prolongada balconada exterior (a la que le faltaban trozos importantes de barandilla, con el peligro subsiguiente de caída) avistase otro gran ventanal que se hallaba mal cerrado. Empujando una de sus grandes puertas, a sus 73 años (manteniendo una capacidad física admirablemente muy valiente) pudo saltar  hacia el interior ayudándose de las ramas de un arce frondoso y casi gigantesco. Se trataba de una sala noble, bien alfombrada y mucho más acogedora en su mobiliario. La no muy intensa iluminación lunar seguía facilitando una mínima orientación en la profundidad de la noche.

Había llegado al dormitorio principal de la residencia, en el que apenas pudo vislumbrar la existencia de un gran camastro que estaba rodeado y cubierto por un bien labrado dosel construido con madera de haya. Un gran crucifijo presidía esta gran sala, habilitada para el descanso de sus nobles propietarios. Tropezó en repetidas ocasiones con unos viejos y recios muebles históricos de pesada y contundente madera, debido a la muy limitada iluminación que entraba por las cristaleras que miraban al entorno exterior. Todos los enseres del espacioso dormitorio emanaban un aroma a “vida antigua” pues, además de un  gran aparador, primorosamente labrado y tallado, en uno de los lienzos de la pared habían ubicado una gran librería con ejemplares u obras bibliográficas que olían al más profundo aroma apergaminado. El iris de nuestra vista se suele ir acomodando a estas experiencias inesperadas sometidas a la carencia de luz, por ello Henry pudo medio vislumbrar dos imponentes pinturas realizadas al óleo, ciertamente bastante ennegrecidas por el paso inevitable del calendario. Se trataba de las imágenes del duque Wufarat y de su bella esposa, la también duquesa Olivia Crispina, señoriales y ducales figuras que, revestidas con ropaje ceremonial, miraban con fijación a su intrépido e inesperado invitado. El hambre seguía reclamando su protagonismo, pero no había nada para echar al estómago del intrépido galés, así que ni corto ni perezoso se dejó caer encima del camastro conyugal con el lógico ánimo de descansar. En el espacio exterior silbaba un viento pleno de ímpetu otoñal. A ese dinamismo eólico siguió un fuerte aguacero, cuyas gruesas gotas percutían con ritmo diacrónico sobre los gruesos vidrios “somnolientos” de los dos amplios ventanales que “iluminaban” la señorial estancia.  

Eran ya las 02:00 horas del siguiente día. Henry se despertó sobresaltado, a causa de unas tímidas y lentas pisadas que sintió sobre el suelo de la habitación superior. Esos pasos hacían cimbrear la vieja madera que cubría el suelo en gran parte del recinto palaciego. Junto a esos sonidos (no eran especialmente intensos) se mezclaban lo que parecían voces emitidas por más de una persona. Estos sonidos produjeron en el anticuario una sensación de miedo ¿Serían las almas de los ejecutados en la lóbrega mazmorra, los que clamaban justicia o atención? Profundamente asustado se cubrió aún más con los gruesos cobertores que a modo de colchas cubrían el destartalado camastro. La situación de pánico se le agudizó cuando escuchó unos golpes, también suaves, sobre los cristales de las ventanas. Levantó el cobertor con el que se había tapado la cabeza y percibió que allí tras los ventanales había dos ojos brillantes y “achinados” de color verdosos que le observaban con firmeza. El miedo seguía creciendo en su inestable estado anímico. Introdujo su cabeza de nuevo bajo el grueso cobertor con el que se abrigaba, pero de nuevo los cristales vibraron al ser levemente golpeados. Allí permanecían esos dos ojos brillantes que parecían suplicar se le franquease la entrada en el dormitorio. Se restregó bien sus ojos legañosos y al fin pudo vislumbrar la figura de un felino gordinflón que, por el frío, la lluvia y el hambre, reclamaba cobijo. Entonces el anticuario se incorporó desde la cama, dirigiéndose al ventanal con el ánimo de abrirlo. Así lo hizo y de inmediato el gato, bien mojado, se introdujo en la habitación, saltando con presteza a la cama en donde formando una caracola con su cuerpo se sintió agradecido por el calor que le llegaba desde el mullido cobertor. El ya más sereno anticuario se veía acompañado a partir de este momento en su inesperada y convulsa aventura. Ambos “personajes” descansaban bajo la severa mirada de los duques, sin duda enojados al ver a dos extraños seres descansando sobre la privacidad de su lecho.

06.00 horas, en el amanecer. El gran gato se incorporó desde su posición circular, emitiendo a continuación dos acústicos maullidos que despertaron a su adormilado compañero de cama. Continuando con sus intensos reclamos, el obeso felino se dirigió hacia el ventanal que se le había franqueado para su entrada y con la pezuña golpeó el cristal en repetidas ocasiones. Parece que estaba mostrando su deseo de salir de la habitación. Henry atendió esos gestos del animal y acompañó al gato en su salida (la puerta de la sala estaba cerrada con llave desde el pasillo exterior). Con gran cuidado y a pesar del gran frío reinante, siguió el camino que el animal recorría, con especial presteza no exenta de clase y señorío. Era evidente que lo quería conducir a un indeterminado lugar. Atravesaron el patio interior hasta llegar a un gran portalón de madera, en donde el gato agudizó sus acústicos maullidos. Henry abrió el gran cerrojo del portalón y para su sorpresa comprobó que era un habitáculo utilizado como establo. En su interior había dos voluminosas vacas, vinculadas o atadas con una larga cuerda a sendos mástiles también de tosca madera. Se desvelaba el comportamiento “costumbrista” del felino: estaba pidiendo que le facilitaran un poco de leche de los bovinos. Henry nunca había practicado el ordeño de animal alguno, pero en ese instante era la única comida o bebida a la que los dos “compañeros” podían aspirar. Haciendo lo que podía, con el recuerdo de algún documental visionado en la pequeña pantalla o en las escenas cinematográficas, pudo medio llenar un jarro de aluminio que localizó entre el pecuario mobiliario de ese no muy amplio establo. Vertió algo de leche con la que llenó un plato de cerámica, poniéndoselo por delante al felino que, en breves minutos, dio buena cuenta de su apetitoso manjar. También él probó algo de la leche, tras un primer trago de tanteo. Bebió lo que pudo del mismo jarro que había utilizado para el ordeño, saciando su sed y esa sensación de necesidad alimenticia que se le había agudizado durante la larga y desangelada madrugada.

Volviendo a recorrer el mismo camino, volvió a la cama en donde unas horas después fue despertado por un par de vigilantes, acompañados por otros dos miembros uniformados que debían pertenecer a la policía rumana. Le indicaron, correcta pero enérgicamente, que les acompañara, introduciéndole posteriormente en un coche policial que se desplazó con presteza a un puesto policial próximo.

Allí, en la oficina de seguridad y con la ayuda de un intérprete, pudo explicar la aventura que había protagonizado, en esa aciaga tarde/noche, desde luego inolvidable para su persona en el acerbo testimonial de la memoria. El comisario Grigore, cabello negro, ojos “saltones” y grueso mostacho encanecido, le estuvo escuchando pacientemente, sin mover un músculo de su rostro ante la peculiar historia que narraba el ciudadano galés Henry Standford, turista circunstancial por los territorio de la Dacia. Después de unos minutos de deliberación entre el comisario y el inspector de zona, le fue impuesta una sanción de 800 Lei (moneda actual de Rumanía, a pesar de su entrada en la Unión Europea el 1 de enero del 2007) equivalente a unos 200 € o 170,85 libras esterlinas. Grigore, en realidad un policía comprensivo y bonachón, le dio una buena regañina por no haber respetado el horario de salida del monumento, por haber permanecido sin autorización en una propiedad estatal y también por haber descansado en el lecho matrimonial de los duques. Además de la multa, le cobraron 10 Lei por el valor de los dos litros de leche (capacidad del jarro de aluminio utilizado) que habría consumido el turista galés y el gato acompañante (al que por cierto denominaban Mihai). Le explicaron que las dos vacas eran propiedad de unos monjes cuyo pequeño monasterio estaba situado en una estribación de la colina, a unos ciento cincuenta metros de la fortaleza.

Mr. Henry Standford decidió abandonar aquella misma tarde la capital de la Romania, la Dacia de Trajano, en donde había protagonizado una azarosa aventura, debido a su testarudez e imprudencia ante el cumplimiento de las normas establecidas.  Nadie reparó (salvo él mismo) que bien oculta entre sus pertenencias estaba guardada una preciosa y valiosa daga remachada con brillantes y otros aditamentos minerales de singular belleza, probablemente de origen otomano, que el duque tenía entre sus tesoros armamentísticos. Henry actualmente la expone con orgullo en la parte noble de su museo de antigüedades, como símbolo y recuerdo de aquella tormentosa noche, en el aposento conyugal de los duques de Campioforme, madrugada de fantasmas, mitos y hambre, sólo aliviada por la fraternal compañía del felino Mihai. Por supuesto, a pesar de las suculentas ofertas recibidas, la emblemática y espectacular daga, joya armamentista de gran valor, no se encuentra en venta, a pesar de las numerosas ofertas que el satisfecho anticuario recibe en orden a su adquisición.-  

MR. STANFORD Y SU ATRIBULADA EXPERIENCIA
EN LA ROMANIA


José L. Casado Toro  (viernes, 26 ABRIL 2019)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga


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