viernes, 30 de noviembre de 2018

OPORTUNIDAD Y SUERTE, PARA ILUMINAR LA OPACIDAD EXISTENCIAL.

El ser humano  trata siempre de encontrar una o varias explicaciones, para casi todo aquello que acaece a su alrededor o tiene noticia a través de la densísima malla mediática que nos sustenta. Es perfectamente normal esta loable actitud pues, en caso contrario, resultaría insoportable y desalentador desconocer las motivaciones básicas de todo aquello que sucede y que “vemos” y sentimos, desde que nos levantamos por la mañana, llamándonos la atención su peculiaridad, singularidad o rareza. ¿Por qué sucede esto? ¿Cuál es la causa de aquello? En este contexto, si nuestra voluntad, percepción y motivación es intensa, tratamos de hallar respuestas en todas aquellas fuentes que nos sean más propicias. Por ejemplo, ya sea en las “autoridades” que mejor entienden sobre el tema, en la copiosa bibliografía existente o también en ese buscador universal que hoy es el Google y en otras plataformas informáticas. Con más o menos esfuerzo o dificultad aparece para nuestro servicio esa autoridad científica y cultural, que se presta a divulgarnos o aproximarnos a esa casuística que ha provocado el efecto o realidad objeto de nuestra interrogación.

Cuando no resulta tan fácil disponer de fundamentos racionales para “entender” determinados hechos o fenómenos, siempre nos queda el recurso de echar mano de la religión, de la ciencia ficción o de una mágica palabra que “resuelve” nuestra búsqueda e inquietud investigadora, tanto en los hechos agradables, como también en aquellos otros aconteceres menos afortunados. Ese “comodín” para nuestro sosiego es … la suerte, ya sea buena o mala (good or bad luck, en el idioma inglés) que el destino ha querido depararnos. Es una “panacea” útil: cuando la respuesta se nos hace imposible, acudimos a ese importante elemento de nuestra existencia, a fin de justificar muchas de nuestras inquietudes, dudas e interrogantes. Tanto cuando viaja acompañada de “guiños” positivos, como cuando lleva aparejada en sus alforjas elementos para el infortunio.

Afortunadamente, todos conocemos personas que atraviesan fases en sus vidas caracterizadas por la “buena suerte”. Y ello nos debe alegrar, por un básico sentido y valor de la solidaridad. A pesar de que muchos mantienen que esa buena suerte hay que buscarla o facilitarla con el esfuerzo, el trabajo, la oportunidad y la constancia, es también verdad que los "idus" del destino, en su caprichoso deambular, nos regala “días de sol” en contraposición a esos otros nublados que, a pesar, de su desesperanza, hay que saber integrar, sobrellevar y superar. Nadie lo duda, Hay personas con una suerte generosa y otras que, por el contrario, son ignorados por esa grata “estrella”, abandono que va dejando a su paso infortunios e incomodidades (más o menos graves) que carecen de una fácil comprensión e interpretación. Estas desafortunadas personas son también señaladas para su desgracia con duros o poco bondadosos apelativos (cenizos, tristones, gafes…) emanados desde la desconsideración irrespetuosa de la expresividad popular. La suerte, es ese “tren” que hay que saber “coger” en tiempo y lugar, aunque para otros muchos esa “dádiva” nunca se presta a recorrer o pasar por las vías próximas de nuestra estación.

Valentín Riduela Monasterio es una de esas personas que, desde una plataforma de análisis sociológico, podría ser calificada como “gris”, rutinaria, vulgar, “plana”, anónima, aburrida …  sin que su frágil silueta e imagen destaque precisamente por la vulgaridad existencial que acumula en su “prescindible” biografía. De carácter entristecido, taciturno, serio y poco imaginativo, a sus 49 años no ha encontrado compañera para formar una familia. Tal vez es que tampoco se ha afanado en esa tan vital búsqueda. Pero es que su sosería de carácter y falta de espíritu, a la que hay que añadir una presencia sin incentivos físicos, ha impedido que mujer alguna ponga sus ojos en su escuálida y poco apetecible figura. Delgado o “famélico” de cuerpo, avanzada alopecia, sienes ya plateadas, ojos grises muy clareados, ridículo bigotillo, manos huesudas y surcadas por abundantes nerviaciones, no especialmente dotado para movimientos elegantes, un poco zambo de piernas, pies planos por el ejercicio de su profesión de dependiente, a lo que hay que añadir algún que otro tic nervioso en su rostro, representa una figura que alguien con cruel y poca caritativa gracia definiría como ¡menudo pimpollo o bien prescindible “regalito” de la naturaleza!

Este ciudadano ha permanecido siempre viviendo en la casa familiar junto a su madre, doña Candelaria Monasterio Parral de la Ermita, longeva señora aún con vida, viuda de un confitero llamado Saturnino, que trabajaba por cuenta ajena en un obrador de dulces. Antes de su fallecimiento (hace ya 21 años) la única herencia que dejó a su hijo fue la de “colocarlo” a los 15 años de edad en un colmado de ultramarinos, en el que se vende una gran variedad de ricos productos alimenticios. Efectivamente Valen entró a trabajar en este establecimiento denominado “La Antillana” como aprendiz. Desde ese puesto de chico recadero de los paquetes y mostrando una gran laboriosidad, sumisión y respeto a sus jefes, fue avanzando en la confianza de los dueños de la tienda. Para esta pusilánime persona, supuso una gran “fiesta interior” el día en que fue autorizado a ocupar un puesto detrás del mostrador, como dependiente para la atención del público consumidor. Lleva 24 años despachando mercancías alimenticias, con un horario laboral que comienza a las 9:30 horas de la mañana, hasta las 13:30, en que dispone de un tiempo para tomar el almuerzo. Por la tarde vuelve al trabajo, con un  horario a partir de las 17:30 hasta las 21:30 en que se echa el cierre de la “apetitosa” tienda (por los ricos y cualitativos  productos que allí se pueden encontrar, como son los mejores quesos, jamones, embutidos, dulces, vinos de marca y hasta panes “catetos”, servidos por un horno ubicado en la carretera de los Montes.

Su pasión por el deporte queda reducida a “estar pegado” al transistor o a la pantalla del televisor, a fin de seguir los partidos del fútbol domingueros, más la lectura de la prensa deportiva, especialmente el AS y el Marca. Muy educado en la religión católica por sus padres, centra su oxigenante “beaterio” en la asistencia a la misa de 12 dominical en la parroquia de Ntra. Sra. de la Clemencia, regida por un párroco llamado don Agapito, bondadoso cura de los de antes, quien a sus 81 años cumplidos continúa llevando una raída sotana, justificando el atuendo “porque así me siento mejor”. Las homilías del venerable sacerdote colman de paz y sosiego a un feligrés como Valentín, que no deja de pasar por el confesionario a fin de dejar limpia su intranquila  y “obsesiva” conciencia.

A decir verdad, sólo tiene un amigo en el barrio donde reside. En este rancio entorno urbano, Doña Candelaria y su hijo habitan en el piso alquilado de “toda la vida”, situado en la cuarta planta de un viejo caserón en el que también residen otros once convecinos. A este edificio le han instalado recientemente un pequeño ascensor, en el que sólo caben dos personas por lo reducido de su capacidad. Ese persona con la que Valentín comparte su amistad se llama Celestino, un hábil, trápala y bondadoso truhán que se gana la vida con la venta de la lotería nacional, ofreciéndola por las calles y plazas con ese sagrado 20% “pa mi bendita nazesidad (sic)”, vendedor que devuelve los décimos no vendidos (siempre en la tarde anterior al sorteo) en esa administración regida por doña Lusarda con aires “castrenses”. Este simpático y convincente “trilero” también sabe negociar con algún “contrabando menor” (tabaco, transistores, relojes, bisutería y algunas otras “cosillas” que sólo oferta a personas de gran confianza). La apetecible mercancía procede de unos proveedores del norte africano. Uno y otro amigo son más o menos de la misma “quinta”, conociéndose desde los pupitres escolares, donde ambos no se caracterizaban por la brillantez de sus notas, sino por todo lo contrario. Esa antigua amistad la han sabido mantener al paso de los años. Normalmente su relación consiste en largas y pausadas caminatas, que realizan los domingos y festivos, recorridos que terminan casi siempre en el bar de Blas “el tonelero” como cariñosamente llaman al propietario del concurrido y populachero local. Valentín gusta escuchar la verborrea callejera y divertida de su amigo Celestino, que utiliza un rico argot popular y castizo, dando muestras (con el “teatro” que le caracteriza) de saber de casi todo o como bien él matiza de “tó lo que hoy es nazesario sabé (sic)”.

El reloj marcaba las 18:15 de una otoñal tarde que ya oscurecía con presteza, dada la fría y nostálgica estacionalidad. Era vienes y el tránsito acelerado de personas y vehículos densificaba muchas de la calles ubicadas en el centro urbano malacitano. Un hombre de obesa anatomía, representando una sexta década en su vida, tocado con una gorra de lana sobre su oronda cabeza, gabardina clásica de color gris plomo, calzando zapatillas trekking de la marca Quechua y con  gafas de cristales oscurecidos, repasaba con deleite y feliz atención los apetitosos productos expuestos tras la luna acristalada del escaparate en un céntrico establecimiento de ultramarinos. Llevaba en su mano diestra una cartera de piel beige, ajada y oscurecida por el uso diario, de la que sobresalía por uno de sus extremos el mango de un paraguas plegable, sensata previsión pues el suelo estaba algo mojado, con algunos pequeños charcos, ya que durante las horas anteriores había estado cayendo una no muy intensa llovizna.

Ese atractivo escaparate comercial pertenece al prestigioso establecimiento de ultramarinos La Antillana, así llamado en honor a la abuela del  propietario don Damián. Esta señora llamada doña Rosario Clareal era hija de padres españoles, los cuales que emigraron, allá por los comienzos del pasado siglo, a la singular isla de Cuba, en aguas de Centroamérica. Estos antepasados hicieron algún capital como tratantes de licores, por lo que en su vuelta a la península hispana se afincaron en tierras malagueñas, siendo los fundadores de esta tienda de productos alimenticios, ya centenaria, a la que pusieron el nombre geográfico (y el apodo de la abuela) que actualmente preside su fachada.

El misterioso hombre de la gorra y las gafas oscuras, tras un repaso visual con deleite por los alimentos expuestos tras la luna del escaparate, tomó la decisión de entrar en el establecimiento, dirigiéndose a uno de los dependientes que estaba libre en ese momento tras el mostrador. Ese trabajador, enfundado en su bata de color gris clara, no era otro que Valentín  quien, a pesar de mostrarse un tanto cansado por todas la horas de estar de pie atendiendo a la clientela, escuchó con atención y eficaz diligencia la petición de su interlocutor. “Buenas tardes. He visto anunciado en el escaparate que preparan Vds. bocadillos. Si fuera posible me gustaría comprar uno de jamón ibérico, con una loncha de queso de cabra en aceite, que veo tienen en esa bandeja. Le rogaría que el pan del bocadillo fuera integral, ya que me facilita la digestión. Si es tan amable, por favor, me lo envuelve, cuando esté preparado, pues me lo voy a llevar para hacer una estupenda merienda”.

Quien así se expresaba tiene por nombre Leandro Marugán Laguno y es un prestigioso director de cine español, con antepasados argentinos, Es persona muy golosa y amante del deleite alimenticio. A esa hora de la tarde había salido a dar un largo paseo por la ciudad, provisto de su pequeña cámara fotográfica a la que nunca abandona. Iba a tomar algún “tentempié” en alguna de las muchas cafetería céntricas, pero la visión de las exquisiteces del escaparate de ultramarinos le hizo detenerse y solicitar la preciada y sabrosa vianda. Mientras Valentín preparaba con diligencia la orden del cliente, el veterano creador de historias en imágenes observaba puntualmente todos los pasos, la anatomía y los gestos del solícito dependiente.

La vista del incisivo artesano cinematográfico estaba más pendiente en analizar la figura del honesto trabajador, que de la propia materia restauradora que preparaba para su venta el tendero. Le observaba con tan fijeza que se diría quería llevar en la memoria visual todos los detalles del personaje que focalizaban sus ojos, ahora ya desprovistos de las lentes con vidrios ahumados protectores. La operación que el diligente tendero realizó duró apenas unos seis o siete minutos, tiempo que el atento observador utilizó para no perder detalle (de manera obsesiva) acerca de la persona que le atendía. Tras abonar el importe de la mercancía (4:50 €) el observador cliente preguntó la hora en que el establecimiento cerraba sus puertas para la venta, exactamente a las 21:15. “Es mi hombre”, se dijo en voz baja, mientras abandonaba el colmado de ultramarinos.

Como era usual cada día de trabajo, Valentín era el último en abandonar la tienda, echando el cierre de la persiana metálica que blindaba la puerta y ajustando con la llave el candado de seguridad. Mientras realizaba esa rutinaria operación, unos minutos después de la hora fijada para el horario comercial en un pequeño cartel de atención al público, advirtió que tenía alguien detrás.  Esta persona esperaba pacientemente a que finalizara la operación del cierre. Ese individuo no era otro sino el cliente que había comprado el bocadillo de jamón y queso, casi tres horas antes.

“Buenas noches, amable tendero. Hace unas horas ha podido atenderme detrás del mostrador. Mi nombre es Leandro Marugán y ejerzo de director cinematográfico. ¿Sería mucho rogarle que me concediera unos minutos, a fin de poder exponerle una consideración que pienso le puede interesar? Podríamos tomar un café o una cerveza, en alguna cafetería cercana. Así podría explicarle más cómodamente la oferta que estoy dispuesto a plantearle”.

Valentín, todo aturdido, se preguntaba para su interior quién era realmente esta persona que le estaba esperando a la salida de su trabajo y cuáles serían las motivaciones que tendría con respecto a un modesto dependiente. Por naturaleza, él era un tanto desconfiado y salvo con su amigo Celestino no prestaba su confianza a muchas más personas. Pero los modales educados de aquel señor de la gorra y la cartera, que tenía ante sí, le inspiraron una cierta confianza y se dispuso aceptar la invitación que le hacía para hablar unos minutos con él. Caminaron en silencio hacia una cafetería/bar cercana y ocuparon una de las mesas desde la que se podía observar, a través de los grandes ventanales, el trasiego del personas en pleno centro histórico de la capital malagueña. Valentín “ordenó” un café solo bien cargado, mientras que a Leandro le sirvieron la copa de Rioja que había pedido, acompañada de una pequeña tabla de quesos.

“Como hace unos minutos que le he explicado, mi profesión es la de director de películas. Igual Vd. no me conoce, si no es aficionado al cine, tanto el que proyectan en las salas cinematográficas, como aquellos films que se emiten a través de la pantalla del televisor. En estos meses, llevo preparando la realización de una muy interesante y divertida historia, tarea que me viene ocupando casi todo el tiempo disponible durante las horas del día. Tengo que darle retoques a ese guión que un escritor me ha facilitado, buscar financiación para la realización del rodaje, ir conjuntando un complicado equipo de personas que intervendrán en la preparación y desarrollo del rodaje, etc. etc. Todo es muy laborioso.  Las escenas interiores se rodarían en unos grandes estudios que tengo contratados en unas naves situadas a unos 60 kms. del centro de Madrid. En cuanto a los exteriores, estoy visitando diversas provincias, buscando zonas apropiadas para la trama argumental de la película. He visitado algunas provincias y ahora llevo un par de días en esta bella ciudad, desde la que me he desplazado para inspeccionar un par de atractivos paisajes de la provincia. Pero, a pesar de todo este esfuerzo que le narro, hay un elemento básico en cualquier película, como es el de la elección de los actores que van a interpretar el guión. Quiero decirle que el elenco de actores y actrices lo tengo ya muy perfilado y contratado, aunque hay determinados personajes cuyos posibles interpretes no me convencen. De ahí que siga realizando “castings” rotatorios, a fin de dar con la imagen y el estilo de actor apropiado que yo, como máximo responsable de la película  necesito”.

Valentín no acertaba a pronunciar palabra alguna. Sólo se preguntaba, dándole vueltas al café con la cucharilla plateada en su mano diestra ¿qué pintaba él, un modesto tendero de tienda, en todo ese “fregao” que le narraba el dicharachero personaje que tenía ante sí, sentado en la mesa del bar que ambos ocupaban.

“¿Y por qué le cuento todo esto? Se lo explico con la mayor claridad. Cuando entré en La Antillana (tenía hambre y necesitaba comprar un bocadillo) fue Vd. quien me atendió, con la mayor corrección y eficacia. El caso es que fui analizando las características físicas de su rostro, de todo su organismo, la forma de caminar y de actuar allá detrás del mostrador. Puedo afirmar que su figura ofrece una serie de parámetros y requisitos exactos para un personaje que interviene en el guión quien, sin tener una presencia en pantalla extensa, aporta unos suficientes e interesantes  minutos que enriquecen la descripción del relato. Vd. es la persona e imagen que ando buscando. Tendría que estar a nuestra disposición desde unas semanas previas al inicio del rodaje, a fin de adiestrarle en lo que tiene que hacer y decir, hasta el propio desarrollo de las tomas y las escenificaciones correspondientes. Calculo que en total serían dos meses que, en función de cómo nos vayan los preparativos y el propio rodaje, podrían quedar reducidos en algunas semanas. En cuanto a la vinculación laboral con la tienda, nos encargaríamos de hablar con los propietarios o propietario del establecimiento, a quien también compensaríamos económicamente del “préstamo” humano que nos va a realizar, que no es otro que la persona de su dependiente. Perdóneme que sea un tanto brusco con estas expresiones, pero es que deseo ser todo lo claro y puntual que me caracteriza. Le estoy ofreciendo, además de una muy sugerente experiencia para su vida, unos ingresos extra que le podrían ser muy suculentos para sus necesidades y caprichos”.

El modesto y no bien parecido tendero, trataba de asimilar todo lo que le estaba transmitiendo la habilidad palabrera de un “viejo lobo” en la dirección escénica. No podía dar crédito a que él pudiera ser tan importante como para merecer la atención de un famoso director de cine.

“Señor Leandro. No sé que pensar. Si está Vd. de broma o si verdaderamente cree que yo puedo hacer todo aquello que necesita. Compréndame, yo no soy actor. Mi físico, por todos los lados que se lo mire, es bastante desafortunado, por no decir una palabra más dura, pero más exacta: feo. ¡Como voy yo aparecer en las pantallas de los cines, con esta cara y este cuerpo tan mal hecho que dios me ha dado? De verdad, sin querer ofenderle … no se lo tome a mal, pero tengo la impresión de que se está Vd. riendo de mi y eso no lo debo permitir”.

“En absoluto, mi querido amigo. Le hablo con toda la seriedad y profesionalidad que mis años por los rodajes pueden avalar. Es que en esto del cine  necesitamos a veces unas imágenes, unos personajes, en función de la trama argumental, que no resultan fáciles de encontrar. Vd. ha utilizado unos calificativos muy críticos con su físico. Pues precisamente por eso le necesitamos. Por extraño que le parezca, su físico (es Vd. quien ha utilizado la palabra “feo”) nos va a servir para un curioso e interesante personaje de mi próxima película”.

Para la persona de Valentín, esta singular e inesperada experiencia iba a transformar su vulgar y anónima vida. Más que en lo puramente material, en el estímulo anímico y potenciación psicológica para ayudarle a incrementar esa bajísima autoestima que, a lo largo de su calendario, se había encargado de trazar en las páginas difuminadas y opacas de su muy modesta biografía. Todo resultaba tan extraño, insólito y misterioso … ¿Tal vez, milagroso? ¿Por qué no pensar en esa siempre deseada y enigmática suerte que al fin llegó a Valentín, a causa de saber estar en ese “viejo andén de una estación” en donde el cowboy ferroviario sólo se detiene una vez, durante los años imprevisibles de nuestra frágil existencia?


OPORTUNIDAD Y SUERTE, PARA  ILUMINAR LA OPACIDAD EXISTENCIAL



José L. Casado Toro  (viernes, 30 Noviembre 2018)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga




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