viernes, 11 de mayo de 2018

AQUELLA IMPRENTA MÁGICA, EN LAS ILUSIONES INFANTILES DE ANTAÑO.

El mundo de los juegos y el sano entretenimiento ofrece siempre sugestivos alicientes para todos aquéllos, niños, jóvenes y mayores, que aplican a su práctica la mejor imaginación y voluntad. Esta consideración, desde el plano racional de la objetividad, difícilmente puede ser discutida o rechazada. Sin embargo, cuando hablamos de las actividades lúdicas, de ese jugar para distraer, parece que pensamos y nos referimos específicamente a los “más jóvenes de la casa”. Dirigimos nuestra mirada a todos esos niños que estructuran las horas del día para la formación y el estudio, la alimentación, el descanso y, por supuesto, en esos juegos que tanto les vitalizan y entretienen. Por todo ello, en este relato nos vamos a centrar básicamente en esa parcela de la sociedad donde los niños y las niñas tienen todo su admirable protagonismo.

Es evidente, a poco que reflexionemos, que la función de jugar y de distraer el paso de las horas ha ido cambiando su modalidad, espacial y temporalmente, en ese sublime “jardín” de la sociedad infantil. Ciertamente, hay distracciones e instrumentos para el juego que parecen imperecederos o permanentes en los hábitos de los niños. Piénsese en las muñecas y los peluches, en los patines y las bicicletas, en los balones para el deporte, en las cocinitas y las figuritas de plomo o de goma, en la cuerda para saltar, en las páginas para colorear o en esas acuarelas para dibujar y pintar. Acerca de la lectura de tebeos hablaremos más adelante.

Sin embargo también vemos que cada época y sociedad pone a disposición de los más pequeños aquellos adelantos y realizaciones que la ciencia, la imaginación y la destreza facilitan para el sano, fácil o más complicado, entretenimientos. Con nuestra experiencia podemos afirmar que no siempre esos avances tecnológicos, electrónicos o informáticos han potenciado, de manera directa, la capacidad imaginativa o el disfrute en el niño. Éste sabe aplicar a ese objeto con el que se va a distraer un añadido trascendental e inigualable para su mejor disfrute: su poderosa imaginación, la permanente ilusión y esa sorprendente y plausible creatividad. Un trocito de madera puede ejercer de balón deportivo y una caja de zapatos, con unas piedrecitas de colores en su interior, puede representar, en la transparencia de sus mentes, ese cofre lleno de joyas, con valentía arrebatado al malvado pirata tras una aguerrida y difícil lucha en los mares (que puede ser la bañera de su propio domicilio) ¿Qué representa para ellos esos preciosos castillos que “construyen “ con la fina arena de las playas y las conchas brillantes de los moluscos blindando las almenas, elementos que las olas han ido dejando cíclicamente en la orilla? Hay más interrogantes.

¿Se juega igual hoy que hace cuarenta o cincuenta años? ¿Se distraen los niños hoy de la misma forma que ayer? Obviamente, pensamos que la respuesta es negativa. En la década de los años cincuenta o sesenta (pensando en el siglo pasado) los críos pasaban más tiempo en la calle practicando muy diversos juegos. La vía pública era el universal espacio utilizado por la “pandilla” de barrio” para su divertimento. Hoy, por el contrario, los niños pasan más tiempo en casa, preferentemente ante el televisor, el ordenador, las consolas  y otras máquinas informáticas. En ese tiempo pasado se utilizaban  preferentemente también algunos juegos de mesa para el entretenimiento, como el parchís, la oca, los míticos juegos reunidos Geyper.

Como se ha comentado, la televisión apenas estaba comenzando (en Málaga, los primeros aparatos que emitían la señal en blanco y negro llegaron en 1961) y para la versatilidad informática, la poderosa era digital, con la ilimitada Red de Redes de Internet, habría que esperar casi tres décadas más. Si querías ver una película, tenías necesariamente que desplazarte al cine y comprar la correspondiente entrada en taquilla, no como ahora que puedes disponer de cualquier film y en todo tipo de horario, en la comodidad de tu propio domicilio. Cada cual, pequeños y mayores, buscaban el entretenimiento en función de sus caracteres, imaginación, aficiones y esas posibilidades y circunstancias que nos afectan en el área y estructura social en la que el destino o el azar nos ha ubicado para la vida.

Vayamos ya pues a conocer al personaje central de nuestro relato enmarcado en los parámetros temporales de aquéllos míticos años sesenta. Trazaremos unos breves pinceladas de acercamiento, con el fin de enmarcar o fijar mejor su necesaria identificación.

Santi era el tercer hijo del matrimonio formado por Régulo y Diana. Desde bien pequeño tuvo que organizar su propio espacio familiar, pues sus dos hermanas mayores, Eva y Valeria estaban centradas en sus cosas y  en modo alguno pasaba por sus egoístas mentes tener que ocuparse de este hermano pequeño, el varón de la descendencia familiar, que sus padres habían buscado con ahínco, a fin de tener un niño en la familia que perpetuara el apellido paterno: Cantal. Su padre, don Régulo, trabajaba en la cobranza, comercial e individual, encargada por diversos  talleres dedicados a la elaboración de trajes y otros aditamentos de sastrería. Era un hombre que estaba poco tiempo en casa, dejándole la educación de los tres hijos a Diana, que sabía multiplicar con habilidad los escasos fondos económicos que su marido le entregaba cada final de mes. Ella sospechaba de su marido y, con ese sentido común de relacionar detalles y gestos en el comportamiento de las personas, en absoluto se equivocaba. Un día, el ínclito don Régulo desapareció del hogar familiar, eso sí, dejándole una breve nota a su mujer en la que le comunicaba que tenía graves problemas económicos y que ya se pondría en contacto con ella más adelante. Parece que en sus devaneos afectivos, este hombre había dejado muy graves “agujeros” de dinero en la gestión de las facturas. Conociendo la denuncia interpuesta por las empresas, puso tierra de por medio viajando (según unos amigos comentaron) hacia la otra orilla del Estrecho, tratando de estabilizar su desordenada vida por los parajes africanos. A partir de entonces, Diana tuvo que sacar su familia adelante, dedicando muchas horas a trabajar en aquello que había aprendido de jovencita, gracias a la voluntad generosa de una de sus tías: el arte de la costura. 

La infancia de aquella época (años sesenta) tenía que buscar la distracción y el entretenimiento, al margen de la formación en las horas escolares, aplicando esa imaginación y fuerza orgánica muy propia y característica de su corta edad. No había centros deportivos asequibles en los barrios, por lo cual los campos de deporte eran las propias calzadas (mejor si eran sólo peatonales). Para las porterías de esos improvisados campos de fútbol había que elegir algunos portales cuyos cerramientos no impidieran que las pelotas de goma llegasen a su interior. Las inexistentes piscinas cubiertas se suplían en verano yendo a las playas, generalmente a pie o bien utilizando aquellos míticos tranvías o los atestados y destartalados autobuses municipales. Como balón de reglamento (ya se ha expresado) servía cualquier sustitutivo: un taco o trozo no muy grande de madera, la simple chapa de una botella de cerveza o  (en el mejor de los casos) obteniendo unos escasos “cuartos” por la venta de cartones y periódicos en desuso, e incluso por los restos de pan duro que se reutilizaban para alimento de los animales. 

Ir al CINE quedaba sólo para los domingos y para los críos de familias acomodadas. Ese muy apetecible destino lúdico no era en absoluto fácil de realizar, a pesar del bajo precio por entrada en los “descuidados” cines de barrio, con doble programación para las “muy cortadas” películas. Los porteros de esas salas de exhibición cinematográficas estaban lógicamente para regular y vigilar las entradas, evitando el “coladero” de los niños o mayores. Pero a veces se conseguían actitudes generosas por parte de esa buena gente que vigilaba la puerta de los cines. Cuando llegaba el verano, abrían las salas al aire libre. Siempre se buscaba algún punto en las inmediaciones al que te podías subir o escalar a fin de visionar algún trozo de la pantalla, aunque el sonido te lo tenías que imaginar cuando el volumen de los altavoces o el sonido ambiente no permitía escuchar con nitidez lo que expresaban los actores protagonistas.

Cuando a comienzos de los años sesenta llegó la señal de TELEVISIÓN a Málaga (parece que fue en enero de 1962) con importantes zonas de sombra, por el gran murallón orográfico de la Penibética, comenzaron a verse algunos aparatos de televisión en los escaparates de los establecimientos de electrodomésticos y también en algunas cafeterías y bares de la ciudad. No muchas familias tenían el suficiente poder económico para adquirir estos sintonizadores que emitían en blanco y negro y con abundante “lluvia” en la calidad de las imágenes ofrecidas. Pero había establecimientos de hostelería donde colocaban alguno de estos aparatos en una zona elevada y visualmente emblemática, para divertimento y atracción de la clientela consumista que acudía al establecimiento. Poseer uno de estos sintonizadores suponía la gran novedad para el reclamo de un mayor número de visitantes a ese bar de copas, infusiones, bebidas y el subsiguiente tapeo para la restauración. Santi conocía una cafetería, ubicada no lejos de casa, que le iba a permitir, en muchas de las tardes, pasar un buen rato viendo ensimismado las imágenes “como en el cine”. Se ubicaba en un lateral de la puerta de entrada o desde la calle, utilizando ese ventanal que permitía divisar a no mucha distancia, detrás del cristal, aquella “pequeña” pantalla situada sobre una plataforma encastrada en la pared. El día preferido era el lunes, pues en el atardecer se emitía un programa resumen con los partidos de fútbol de primera división jugados en el día anterior, con los admirados futbolistas y sus espectaculares goles para la historia. Fue un gran descubrimiento, era como “el cine fuera de los cines”.  

Como a la mayoría de otros niños, a Santi le gustaba sobre manera, pasar largos ratos de distracción leyendo los TEBEOS. Eran años en que el top de las ventas estaba ocupado por las siguientes publicaciones infantiles: “el Capitán Trueno”, “el Jabato”, “Hazañas Bélicas”, “Roberto Alcázar y Pedrín” junto a otros títulos integrados en el género de la “risa”, como “Pulgarcito”, “el DDT”, “el Tiovivo”, “Mortadelo y Filemón”, etc. Por encima de todas estas publicaciones infantiles se encontraba “el TBO” (con la bien reconocida y divertida familia Ulises, del gran Beneján) que daría nombre a toda esa literatura divulgativa de viñetas coloreadas de dibujos  y sencillas historias, para el entretenimiento de miles de lectores (chicos y mayores). Existían puestos de prensa (ubicados generalmente en algunos locales abiertos a la calle) donde te podían “prestar” o alquilar estos tebeos a precios especialmente módicos (5 ó 10 céntimos de peseta) durante 24 horas. El pequeño Santi los llevaba a casa  como una joya y los releía con gran interés y deleite. Ciertamente, gustaba además crear sus propios tebeos, dibujando las viñetas historiadas y “globos de textos” que inventaba en ese su manoseado cuaderno que para todo servía. Utilizaba como material para el dibujo los universales bolígrafos BIC y los afamados lápices de colores de la marca Alpino. 

No lejos de su casa, en el centro antiguo de la ciudad, había una IMPRENTA que trabajaba todo lo relativo a la publicación de tarjetas, folletos, cartelería, impresos, libros y otras ediciones en papel o cartulina que le encargaban los comercios, las oficinas y las personas particulares. Santí disfrutaba al pasar por delante de ese gran taller de papeles, letras y textos, en donde veía cómo los maestros impresores, enfundados en sus grandes batas de color azul, iban eligiendo tipos de letras con las que formaban palabras, ubicadas después en unas planchas acanalada, utilizadas para imprimir, tras ser recorridas por unos rodillos tintados,  decenas de hojas  con esos textos repetidos a voluntad del impresor. El ruido que provocaban las máquinas impresoras le recordaban los sonidos emitidos por las locomotoras de los trenes de vapor, que podían arrastrar numerosos vagones de pasajeros y mercancías. Desde la puerta o desde una ventana lateral observaba, durante muchos minutos del día, la paciente labor de esos impresores colocando en las plantillas metálicas todas esas letras que formaban palabras, líneas y textos, con los que podrían obtenerse hasta miles de copias. Era “milagroso” el trabajo de estos artesanos de los textos perfectamente escritos.

La magna y anticuada sede EL PERIÓDICO LOCAL. Cierto día en uno de sus paseos por la Alameda de los gigantescos ficus, gran arteria de la ciudad orientada de este a oeste, que tenía por nombre “del Generalísimo Franco” y que finalizaba en el cauce (generalmente seco) del río Guadalmedina, “descubrió” al comienzo de una calle adyacente un gran edificio. Parecía muy envejecido pero de estructura señorial, cuya planta baja estaba dedicada a la elaboración y edición de los dos periódicos de la ciudad: el diario “SUR”, “la TARDE”, además de “la Hoja del lunes” (sólo publicada en dicho día de la semana). Por estas fechas, lógicamente era una prensa adicta  al único partido autorizado en España: el Movimiento Nacional. Se quedó un buen rato observando a través de las rejas de los amplios ventanales, abiertos dada la elevada temperatura que provocaban el funcionamiento de unas grandes máquinas que, al igual como la imprenta de su calle, emitía unos sonidos especialmente característicos al de las locomotoras de vapor. Unos operarios, también con monos y batas de trabajo azules, trabajaban sobre un teclado con letras, como el que tenían las también míticas o “prehistóricas” máquinas de escribir de la marca Olivetti. Esa máquinas “grandotas”, que incluso parecían echar humo y un intenso olor metálico en su ruidosa articulación,  a partir de unas barras de plomo de color gris azulado, iban haciendo letras que formaban palabras, las cuales iban cayendo en unos moldes parecidos a los que usaban en la imprenta de la calle donde vivía. Esas planchas, con miles de letras eran aplicadas posteriormente a otras máquinas gigantescas que cuando funcionaban eran ennegrecidas por unos cilindros bien engrasados con una tinta brillante, a fin de imprimir sobre unas gigantescas hojas de papel continuo procedentes de otras gigantescas bobinas o rollos cilíndricos de un papel especial. Aquello que tenía ante sus ojos ¡era pura magia! No había que buscar las letras de molde para formar las palabras, sino que una máquina las elaboraba con gran rapidez y después de ser usadas se volvían a fundir, según le explicaron posteriormente.

Como sus visitas al edificio donde se editaban los periódicos las practicaba muchas tardes de la semana (controlando la hora que Diana, su madre, le tenía fijada para la vuelta a casa) uno de los operarios del periódico se fijó en ese niño que pasaba tantos minutos ensimismado viendo como se elaboraba la prensa diaria. Este joven trabajador, de nombre Adrián, decidió invitar una de esas tardes a Santi para que entrara al taller y así explicarle más detalladamente cómo funcionaban las linotipias ¡vaya nombre! y la gran rotativa (por la mecánica rotación de sus elementos constitutivos) que podía editar miles de ejemplares en muy escasas horas.

“¿Te ha gustado y entendido todo lo que acabo de enseñarte? Como estás viendo, para hacer el diario de cada día es necesario realizar el trabajo en un equipo de muchas personas. Es como un pequeño milagro que se hace realidad cada madrugada, para poder llevarlo a los puestos de periódicos desde el amanecer. Por cierto, ¿por qué no me dices lo que quieres ser de mayor?”

Santi respondió, mirando desde abajo la gran altura de su joven y fornido amigo, que él iba a ser impresor y editor de tebeos y libros, cuando tuviera más años. Igual se animaba a trabajar de periodista. ¡Era como hacer magia con las letras, las palabras, las fotos y los dibujos!

Al despedirse aquella tarde, Adrián le regaló un ejemplar del periódico del día, que sólo tenía impresa su primera página. El resto de las hojas permanecían en blanco, a fin de que Santi pudiera dibujar en ellas todas esas historias y dibujos que tan bien imaginaba. Le indicó que fuera a la rotativa todas las veces que quisiera. Allí habría una banqueta preparada para que un niño que amaba la letra impresa pudiera disfrutar contemplando, en muchas de las tardes, cómo se producía ese gran “milagro” de la edición de periódicos. Esos buenos amigos, con muchas páginas llenas de letras, palabras, textos, fotos e historias, para la información de las noticias, la opinión de los expertos y la muy importante y necesaria comunicación ciudadana. 

Unas semanas más tarde, llegó el 26 de julio. Adrián tenía un regalo especial preparado para ese muy joven admirador de su oficio que con frecuencia visitaba la rotativa para seguir aprendiendo sobre el arte de imprimir. El día anterior había sido la festividad del apóstol Santiago.

“Tengo un hijo que se llama como tú, Santi. Ayer fue vuestro santo. Compré dos regalos idénticos, uno para él y el otro para ti. Es una imprentilla, con letras de caucho y unas pequeñas regletas donde puedes ir colocando y formando palabras y pequeños textos. También tiene un tampón impregnado de tinta azul, para cuando quieras elaborar e imprimir tus propias “ediciones”. Ya tienes, por fin, tu primera imprenta. Sabía lo mucho que te iba a gustar este regalo. Algún día también yo compraré ejemplares del periódico que tú sabrás muy bien editar”.

Los ojos de un crío de 11 años brillaban en ese dulce momento, mostrando  alegría, admiración y agradecimiento. La fructífera e inesperada amistad con Adrián, una persona de noble y generoso corazón, perduraría por décadas.-



José L. Casado Toro (viernes, 11 Mayo 2018)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

jlcasadot@yahoo.es



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