viernes, 26 de octubre de 2012

AQUEL HOMBRE, SOLIDARIO EN LA PLAYA.


Resulta grato y saludable pasear junto a la orilla del mar, caminando, a ser posible descalzo, por la arena de la playa. Especialmente, en esos días en los que el verano ya se ha despedido y son escasas las personas que también comparten ese deambular cotidiano junto a las olas, el olor a marisma y la placidez de un sol que tonifica y reconforta. Sea primavera, otoño o incluso invierno. Hay ciudades a las que el destino ha querido regalar esa mirada al mar, sintiéndose aduladas por una situación latitudinal u orográfica de verdadero privilegio, al margen de cualquier estación en el tiempo atmosférico. Sus amaneceres o atardeceres, templados y plenos de luminosidad, invitan a disfrutar de la naturaleza,  gozando por esos caminos que te hacen pensar, sentir y vibrar, con esos latidos que sólo tú percibes desde un ánimo agradecido y halagado. Y así, un día tras otro, desde muy temprano o sonriendo ante la puesta del sol.

Decía que son escasas las personas que, a esas horas tempraneras, también hacen ese plácido ejercicio de dejar huellas traviesas por la arena. Algunas incluso se atreven a dar un valiente chapuzón en un agua ya térmicamente fresca para el equilibrio corporal. A pesar de que caminas un tanto ensimismado, por la composición del paisaje teñido de belleza, se te van haciendo familiares determinadas personas que, desde su anonimato, te acompañan en ese disfrute del paseo matinal. No suele haber niños. Son horas para las obligaciones escolares. Te encuentras con aquella señora que parece extranjera, siempre con su bolsa de plástico donde guarda las conchitas o piedrecitas, bruñidas por la fuerza del agua, que recoge con primorosa atención e ilusión. O ese par de mujeres, en la medianía de la edad, que se afanan por broncear sus cuerpos, ya bien tostados, tendidas sobre toallas azul y fucsia, siempre del mismo color, Suelen ubicarse muy próximas a la gran chimenea o torre mastodóntica que, con humilde arrogancia, sabe mezclar la historia y el amor. Y también una caña varada, con su mano abierta al mar. Cerca de la misma, una sillita de pescador sostiene a un hombre descalzo, de gorra y gafas oscuras, camiseta blanca y pantalón raído hasta las rodillas, que espera lo que sólo él puede o sabe imaginar.  Son esos gestos y miradas silenciosas que te acompañan cada mañana, a veces cada tarde, en el disfrute de tu intimidad. 

Lo veía, un día tras otro, en la alternancia de mis paseos, con la fácil identidad de su modesto chaleco de tela vaquera, pantalón corto del mismo tejido deportivo, guante de bricolaje en la mano derecha y una gorrilla celeste, que me impedía conocer el nivel de su evidente alopecia. Se agachaba, una y otra vez, pero no recogía esos caracolillos o conchitas en las que se afanan los coleccionistas o los artesanos de figuras con restos marinos. No, lo que iba echando, en una gran bolsa que llevaba colgada en su hombro izquierdo, eran restos de alimentos, papeles, plásticos, latas vacías, cajetillas de tabaco, colillas, hojas de periódicos, envoltorios, incluso compresas y similares que el oleaje había depositado junto a la orilla de la playa. Recorría, caminando despacio y dibujando zig-zags en sus pisadas, todo el lineal de ese trozo de costa occidental, llenando su bolsa de aquellos restos indeseados para la contaminación y suciedad del lugar. Discretamente lo fui siguiendo, desde la lejanía, y pude comprobar que ese equipaje residual, medianamente repleto de la recogida de basura, era atado y cerrado, dejándolo en uno de los contenedores habilitados en la zona para depositar los restos ya utilizados por sus propietarios. Después, sacó otra de esas grandes bolsas de plástico y continuó con su esforzada, pero benefactora, labor para proteger este trocito de naturaleza, maltratado por el descuido y la incultura cívica  de tantos jóvenes, chicos y mayores.

“Buenos días, perdóneme que le interrumpa en su trabajo. Llevo varios días observándole y admiro el esfuerzo que lleva a cabo todas las mañanas. Incluso me he preguntado si esta encomiable labor la realiza por decisión propia o pertenece a alguna sociedad u organismo que le encomienda la limpieza de la playa. Desde luego, gracias a Vd. esta playa del oeste está mucho más limpia y aseada para los que se bañan o simplemente vienen a pasear o descansar, tomando el sol, sobre la arena ¡Qué bueno sería, si todos cuidáramos un poco más de aquellos lugares públicos que visitamos! Bueno, mi nombre es….”

Me encuentro ante una persona fuerte, sobrado de peso y con la piel curtida por la abundante exposición al sol. Se me queda observando unos segundos, dubitativo, pero pronto reacciona y se esfuerza en mostrar su amabilidad. ¿Le apetece que compartamos un café? Sentados ya en un chiringuito cercano, con muy escasa clientela a esas horas tempranas de la mañana, se muestra receptivo a mi curiosidad. Apenas pronuncia sus primeras palabras, en un forzado castellano, compruebo su evidente origen extranjero.  Efectivamente nació y se crió en Irlanda. Me habla de unos estudios o especialidad que posee en prospección de hidrocarburos, lo que le llevó a viajar por medio mundo, investigando y trabajando en el entorno del preciado combustible fósil. “Oro negro” ha sido llamado, origen de tantas realidades, beneficios y ambiciones. Ya entrado en la cincuentena, tuvo un desafortunado accidente en una plataforma petrolífera, anclada por el Mar del Norte, que le provocó su jubilación y una cojera que, fuera de la arena en la playa, se hace más perceptible. Sus palabras, viradas o amoldadas bajo la influencia británica, las pronuncia con un ritmo cómodamente pausado, como disfrutando de un tiempo para el que no existe la urgencia o prisas del segundero. Aprovecho el momento en que toma un sorbo de su café, sólo y sin apenas azúcar, para comentarle brevemente la dedicación profesional que he ejercicio en mis años de actividad laboral. Aunque su vista la centra en la taza que ha dejado sobre la mesa, percibo que está muy atento a la información que le transmito. Aclaro que pronto surge entre ambos el tuteo andaluz, aunque en principio tuve que esforzarme pues, aunque en pocos años, creo que me aventaja en la edad.

“Veo que eres un buen observador. Sí, yo también te llevo viendo caminar, por la arena de esta playa, muchas mañanas. Hay poca gente a estas horas y nos quedamos con las imágenes que se repiten ante nuestros ojos. Te voy a explicar el motivo de mi esfuerzo, aunque la verdad no es difícil entenderlo. Vivo bien, con la pensión que me ha quedado tras aquel accidente laboral. No muy lejos de donde estamos sentados. Mi casa está cerquita de la desembocadura del Guadalhorce, ese gran río de Málaga. ¡Vaya caudal que cogió el otro día! El calor del verano provoca estas cosas ahora en septiembre. La lluvia no conoce a nadie e hizo que el Guadalhorce arrasara algunas zonas construidas tan cerca de su cauce. Sí, creo que todos debemos ayudar a limpiar nuestra vida. Las playas, los jardines, las aceras o el interior de los ascensores. ¡También, nuestras conciencias! (adorna esta última frase con una educada carcajada).  Ya ves, hago ejercicio caminando desde mi casa hasta esta zona. Y, durante el recorrido, voy recogiendo muchas cosas, muchos residuos innecesarios que no deben estar dormitando sobre la arena. Muy cerca están los contenedores y cubos para la basura ¿Por qué seremos tan descuidados? ¿No es mejor andar sobre un suelo limpio? Si yo te contara lo que he llegado a recoger por estas playas, desde luego las mejores de Málaga……. No, nadie me obliga a hacerlo, pero yo así me siento bien y con la conciencia más alegre. Ensuciamos este bonito mar que nos da vida. Unos lo hacen más que otros, pero al fin, todos. Yo he vivido meses en esas plataformas marinas que extraen el petróleo de grandes bolsas yacentes bajo las aguas. Y sé cómo contaminamos. Los barcos, los emisarios de las ciudades, las personas, las fábricas…. Somos indolentes e irresponsables, innoblemente sucios, ante la gravedad de nuestro comportamiento con el ecosistema. Después no nos debemos extrañar de las duras respuestas con que nos castiga la atmósfera”.

Sin apenas darnos cuenta, han pasado los minutos y el sol ya calienta con fuerza. Miguel (Michael) guarda silencio, tras este largo monólogo explicativo. Educadamente, entiende que ahora debo ser yo quien le aporte mi opinión acerca de sus reflexiones y explicaciones. Seguro que también tiene interés en conocer algo de esa persona que comparte con él la atención y el diálogo. Tomo la palabra para elogiar, de una forma sincera, el ejemplo de su esfuerzo diario y la admirable base argumental en que lo sustenta. Mientras hablábamos, me fijé que el camarero que nos había atendido nos observaba desde la barra de una manera un tanto persistente. Creí ver que, en algunos momentos, este trabajador del chiringuito hacía como algún movimiento con su cabeza, expresando en su semblante una evidente desaprobación. No le di más importancia al hecho. Quise invitar a este nuevo amigo, pues era yo quien había roto los muros del anonimato y el silencio, acercándome a su admirable labor para el medio ambiente. Una vez que ya terminamos nuestra consumición y, a la vez, grato diálogo, pagué la nota y salimos hacia la calle. Miguel se me había adelantado unos metros pues, a pesar de su cojera, daba unos pasos con un gran angular de desplazamiento. Veo que el camarero se me acerca y, en voz baja, me dice la siguiente frase (más o menos textual). “¿Le ha contado la historia de su trabajo con las petroleras y toda esa letanía del ecosistema, que tan bien tiene aprendida?” Me regala una sonrisa que tenía más un sentido preventivo de apercibimiento. “Tenga cuidado, mucho cuidado, que a éste “pájaro” ya lo conocemos. Es un especialista en esto de liar a la gente. No es Vd. el primero”. Una chica joven, que está colocando vasos usados en el lavavajillas y nos escucha, asiente con un movimiento afirmativo de su cabeza, mirándome con firmeza a los ojos.

Pasaron los días y no volví a este lugar de la playa. El perímetro de costa es muy largo y ofrece otros excelentes espacios donde pasear. Pero también, cada uno de esos días, me propongo volver a ese chiringuito varado en la arena, donde creí encontrar un trocito de amistad, junto a la desagradable inquietud de la duda. Tendría que preguntarle al camarero más datos sobre la advertencia que se esforzó en confiarme. Antes de hacerlo, temo romper esa imagen tan elogiosa que me he creado de un buen hombre, ejemplar en su esfuerzo, afanado en hacer más agradable el paseo de sus semejantes sobre una arena limpia, donde rompen y susurran las olas.-


José L. Casado Toro (viernes 26 octubre, 2012)
Profesor

viernes, 19 de octubre de 2012

LA DINÁMICA Y MÁGICA OPERATIVIDAD DE LO ESCÉNICO.


Estaba recordando aquella simpática conversación que mantenía un cualificado profesional de la banca, ante un grupo de amigos y compañeros, tras una densa reunión de trabajo en la tarde. En la familiaridad de ese necesario tiempo, quinta o sexta hora, para tomar un café o  té, hermanado a ese par de pastas “que, por supuesto, no engordan”, nuestro elegante y comunicativo director regional se lamentaba, con una convincente sinceridad y paciencia, de la maniática actitud que llevaba a cabo su joven esposa, con respecto a la decoración del amplio piso donde residían. Venía a contarnos, este buen hombre que, dado el generoso tiempo libre de que disponía su señora, sin hijos a los que cuidar y educar, junto a la carencia de un trabajo regular que desarrollar, pues que centraba su distracción y esfuerzo no sólo en el cambio frecuente de mobiliario (por más que éste estuviera en buen uso) sino que también se entretenía en modificar la estructura organizativa de las habitaciones que constituían aquella bien situada vivienda, en la planimetría noble de la ciudad.

Efectivamente, a Lucy se le había despertado la ilusión, desde casi recién casada, por renovar, cambiar y redecorar cada uno de los rincones que constituían su preciosa vivienda. Espacio dotado de muchos metros cuadrados para el disfrute de tan escasos inquilinos. Tal era el tiempo libre de que disponía (junto a una suculenta tarjeta bancaria) que, con una frecuencia exagerada, lindando en lo convulsivo o patológico, se iba a las tiendas de muebles, electrodomésticos y objetos decorativos para el hogar, encargando la sustitución del mobiliario de las diferentes y amplias habitaciones con que contaba su piso. Los elementos modulares, su ubicación y los colores de las habitaciones eran  renovados con tan exagerada frecuencia que, no pocas veces, su marido padecía la sensación o suplicio de estar permanentemente trasladándose de vivienda, aunque la dirección postal de su domicilio no lo hacía. Los datos de identificación siempre eran los mismos, para los dos únicos propietarios que la habitaban: sólo él y su mujer. Comentaba, entre la exageración de la broma, que una noche, sintiéndose mal por una glotona digestión, trató de llegar con presteza a uno de sus cuartos de baño, perdiéndose por entre la oscuridad blanqueada de los rayos de luna. Llegó a dudar, con ese entresueño de las primeras horas,  si estaba en su casa o en uno de esos hoteles de diseño donde puedes darte el tropezón si no tienes la precaución de pulsar a tiempo el interruptor de la luz. Juan Fernando tuvo la delicadeza de obviar si alcanzó, a tiempo necesario, el inodoro correspondiente para su más que perentoria o urgente necesidad fisiológica. 
 
Pero no arrojemos a la “infantil” Lucy (francamente, una escultural mujer, parece que salida de una máquina de diseño para la belleza) a la pira inmisericorde del criticismo. En realidad, lo que ella deseaba, era evitar la monótona visión de ver y compartir, un día tras otro, el mismo panorama, desde los traviesos iris que centraban sus lindos ojos color turquesa. No sabemos, con certeza, si también incluía entre esas visiones rutinarias e insoportables, la impactante realidad corporal e intelectual del que era su cónyuge. Sencillamente, le aburría o hastiaba ver todos los días la plástica de ese cuadro hogareño, idéntico al de ayer y también al que amanecerá mañana. Cuando cambiaba los muebles o las tapicerías de los mullidos tresillos en el salón, sentía y agradecía la renovación visual de su casa. Y así ocurría con la cocina, los dormitorios (tenían dos preparados, para familiares o amistades a las que atender) e incluso ese espacio habilitado para lavar y secar la ropa, cuyos artilugios mecánicos ella nunca había intentado manejar. Para esa dura e “ingrata” labor, en lo literal de sus palabras, estaba encargada una de las dos asistentas o empleadas de hogar, contratadas a tiempo parcial por su solícito esposo. Por cierto, el actualizado muestrario de Porcerlanosa era bibliografía de consulta preferente para el atrezo acogedor de los cambiantes cuartos de baño y solerías. Era una edición de lujo, para clientes V.I.P. que ocupaba lugar preferente, en el mueble biblioteca por elementos del salón (en este momento, decorado con una tenue o suave tonalidad fucsia) junto a las obras completas de Dostoyevsky, Fyodor. Del prolífico y gran escritor ruso eran los seis tomos, guarnecidos y encuadernados en piel labrada con letras doradas, que los dueños de la casa nunca habían tenido la valiente intención u osadía de abrir (y menos de leer). Había sido el regalo de boda de un primo de Juan, profesor titular de literatura, ya por su segundo divorcio, caracterizado por no disimular sus comportamientos histriónicos para el desequilibrio. 

En realidad todos tenemos un poco de esa psicología abierta hacia el cambio que, en Lucy, alcanzaba niveles extremos para la inconsciencia. Como el mobiliario de nuestras viviendas suele poseer la magnitud de la permanencia en el tiempo, solemos buscar otros acomodos para llevar a cabo funciones, intelectuales o lúdicas que, con los cambios escénicos, adquieren nuevas dimensiones para incentivar nuestro espíritu. No, no piensen en actividades que siembren de ilusión el panorama, idealizado o material, de la privacidad onírica o sensual. Simplemente me estoy refiriendo a sencillas actividades que, con el cambio de marco, pueden resultar más confortables, sugerentes o agradables para su realización, por la motivación ambiental que añade la nueva decoración a nuestro estado ánimico. Veamos algunos ejemplos, para la mejor clarificación de este planteamiento.

Estudiar o leer siempre en el mismo lugar, a pesar de las cualificadas y sesudas opiniones procedentes del ámbito de la psicología, puede resultar atrozmente monótono para muchas personas. Repetir, una y otra vez, la hermandad de ese microespacio que acompaña la concentración al estudio, desincentiva y aburre. Es interesante cambiar de ubicación en la biblioteca pública. O en otro lugar adaptado para ese fin, dentro de tu propio domicilio. Y ¿por qué no hacerlo, cuando el tiempo meteorológico acompaña, en un entorno agradable, sea un parque, una plaza, o cobijado bajo un árbol en plena naturaleza? Sea el estudio de un tema escolar, la lectura del último libro que tenemos la ilusión de leer o ese informe que debemos analizar para nuestro trabajo. En la necesaria rutina de corregir cientos de folios de exámenes, en las evaluaciones trimestrales o parciales, fui modificando, periódicamente, el lugar donde hacerlo, llevando conmigo los folios escritos, una buena carpeta como soporte y unos bolígrafos de diferentes colores). Los resultados, para la eficacia correctora, fueron muy positivos. Esas horas tranquilas, por el andén semivacío de una estación de ferrocarril, las recuerdo con simpatía, debido a su eficacia en ayudarme a leer, una y otra vez, cientos de folios cargados de conceptos e ideas. Por supuesto, con crípticas caligrafías diferentes, en cada uno de sus jóvenes autores. Cuando viajo a la capital del Estado, observo como muchos viajeros se trasladan en el metro con un libro en la mano. Aprovechan, los más o menos minutos del trayecto, para ir leyendo ese capítulo o historia que enriquece su imaginación y memoria. Se les ve perfectamente concentrados, entre los vaivenes inevitables de las ruedas deslizándose por las férreos y brillantes raíles. El tiempo de espera, en las aburridas consultas de atención médica, también puede aprovecharse para repasar ese capítulo o tema del que te vas a examinar la semana próxima. Esas dos horas y media del viaje desde Málaga a Madrid, en el AVE, te están pidiendo que hagas algo más que dormir o mirar la fugacidad de los paisajes. Leer, estudiar e incluso “dibujar” creativamente párrafos e ideras, en tu ordenador o modesta libreta cuadriculada. Reitero que el marco y la forma es muy importante a fin de no desincentivarse para la concentración necesaria. Cuando una escenografía se halla demasiado trabajada e integrada, habrá que buscar, imperativamente, otra, que dinamice nuestro ánimo. Y todas ellas podemos intercambiarlas, cíclicamente, jugando con la oportunidad de los tiempos. Sin llegar a posicionamientos extremos, por supuesto.

Recuerdo la imagen, jocosamente escénica, de un peculiar compañero de colegio mayor universitario. Tras haber probado diferentes estrategias escénicas, para la necesaria concentración en el estudio, preparaba sus exámenes (eran de…. procesal o, tal vez, derecho administrativo) sentado en una tosca silla con asiento de anea, la cual estaba colocada encima de una mesa redonda, hecha también de madera clara de pino. En la pequeñez de su “celda” o habitación residencial, era todo un monumento a la voluntad verle allá arriba, encaramado junto al libro con los apuntes y cercano a la bombilla del techo. Se guarnecía del frío invernal con una capa de las usadas por los tunos universitarios, con la cabeza cubierta con una toalla a modo de turbante. Nada más entrar en su cuarto, te topabas en la pared con un pequeño monumento que el simpático compa había levantado en honor de una caja de “centramina”. Pero ésta es otra sugerente historia, de aquellos inolvidables años setenta, ornados de sentimientos y vivencias por tierras nazaríes.

Los comportamientos y actitudes repetitivas llegan a cansar o, al menos, debilitan el interés y la concentración acerca de lo que se está realizando. También, ver siempre las mismas formas, colores y organización estructural, produce ese efecto de la desmotivación hasta provocar la nebulosa del aburrimiento. Sin llegar a respuestas, calificadas en el diagnóstico de la patología, como las que nos ofrecía Lucy en la inestabilidad de su domicilio, es bien cierto que los cambios y las modificaciones poseen ese valor, psicológico o visual, que nos incentiva para sentirnos más a gusto y mejorar, en lo posible, nuestro rendimiento ante las horas y los días. Sea como fuere, hoy me pide el cuerpo cambiar mi ubicación en la biblioteca, por otro espacio para el estudio. Mi lectura o trabajo intelectual para hoy no va a estar rodeada de estanterías repletas de libros y silencios. Sino en un ambiente diferente, de árboles y flores, con la acústica del tráfico rodado y peatonal. Puede que algo nublado, o con el brillo confortable de la luz solar.-

José L. Casado Toro (viernes 19 octubre, 2012)
Profesor
jlcasadot@yahoo.es

viernes, 12 de octubre de 2012

ÁLVARO Y NELA.


Álvaro no tiene por costumbre consumir palomitas de maíz, cuando acude a una sala de cine. De hecho, carece de interés hacia ese maíz transformado, por efecto del calor, en esas caprichosas formas del cereal blanqueado. Sin embargo, durante esta tarde del martes, se dirige hacia el ambigú de la sala de cine y le pide, a la única persona encargada de la sección, una bolsa de palomitas. Se trata de una empresa cinematográfica cuyas dos únicas salas de proyección no suelen tener demasiados espectadores, aunque los viernes y sábados va más público a ver las películas, Nela, la única encargada de ese puesto de venta, no tiene excesivo trabajo al que atender. Se pasa las horas, desde las cuatro y media hasta más allá de las diez, sentada y aburrida tras su mostrador. Salvo cuando ha de preparar el maíz y el resto de chucherías que se expenden desde su sección, ubicada en un edificio antiguo y destartalado por el antiguo laberinto urbano de la ciudad. Es decir, un cine tradicional. De aquéllos que van resistiendo, a duras penas. Las contabilidades imposibles, en el corazón de nuestras viejas urbes y localidades para la memoria.

Este joven podía haber pedido algún otro producto, de entre los ofertados a los espectadores que acceden a las salas. Caramelos, chocolate, agua o almendras…. Pero, en su afán por intercambiar unas palabras con esa chica, también muy joven, probablemente no haya cumplido las dos décadas en su vida, decide comprar esa bolsa cuyo producto tanto identifica al espectador de una sala cinematográfica. Palomitas, de las que sólo consumirá apenas unas cuantas, Pero, al menos, ha conseguido unos minutos de conversación con una jovencita de ojos azulados, cabello castaño claro, sonrisa permanente y un cuerpo muy delgado y agradable para su corta estatura. Se le ha ocurrido preguntarle si tiene buena referencia de la película que se proyecta en la sala uno, para la que ha sacado la entrada correspondiente. Es la sesión de las ocho y Nela, que lleva ya más de tres horas sin apenas haber entablado conversación, agradece la oportunidad para intercambiar algunas palabras con este simpático muchacho, al que ya ha reconocido como frecuente espectador del cine donde se encuentra empleada.

Esta chica dedica sus mañanas a estudiar en la Facultad de Ciencias de la Educación. Ha terminado el segundo año para el grado de Maestra infantil. Hace unos meses que encontró este empleo, con el que ayuda económicamente a las necesidades de casa. Vive con su madre, a la que quedó una modesta pensión de su marido, trabajador de la construcción, que no pudo superar su dependencia a esos cigarrillos, silenciosos, embriagadores, pero letales. Es la única hija de este matrimonio que cambió su plácida residencia rural por el estrés de lo urbano, en los no lejanos años del ladrillo enloquecedor, con las muy duras consecuencias que ahora padecemos a causa del descontrol político y la desenfrenada ambición bancaria. Tiene un carácter alegre y abierto a la ensoñación para lo imaginativo, aunque hay momentos en que le vence una prudencia revestida de timidez. Le gusta vestir de una forma deportiva y desenfadada, con la tolerancia que encuentra por parte del propietario del cine. Son muchas las horas en que ha de permanecer “enclaustrada” atendiendo la venta de esas golosinas y palomitas, así una tarde tras otra, tras ese mostrador pleno de colores e  incentivos suculentos. Suele combatir su aburrimiento con alguna lectura, los apuntes de clase y la observación de los clientes, más o menos asiduos para las películas.

Nela sufre, con paciencia, la monotonía de las horas, soledad que sólo se ve alterada cuando hay algo más de publico, los fines de semana. Mientras, mantiene ese sordo diálogo con los botellines de agua, los caramelos de limón para la garganta, los envoltorios rojos de las chocolatinas y ese olor, que familiariza la frialdad del vestíbulo, que dibuja de aceite caliente el estallido en flor del maíz secado para su disfrute gestual ante la pantalla. En esas horas, en que las chicas de su edad se acicalan y cuidan el qué ponerse, para lucir con orgullo la tersura de sus cuerpos, sea en plazas, parques, playas o lugares de copas, ella sigue allí, laboralmente encerrada, esperando la llegada de ese cliente que apenas se fijará en su persona y sonrisa generosa

Pero, hoy martes, todo ha sido diferente ¿verdad? Este joven, estudiante también, de un módulo superior de enfermería, ha forzado el intercambio de algunas palabras sobre la cinta que se proyecta en esa destartalada, y necesitada de reforma, sala uno. Parece simpático, y no está nada mal. Un poco larguilucho y con aire de intelectual despistado. Piensa que le debe gustar bastante el cine, como para asistir a una sesión a media tarde, un martes entre semana. Y va siempre solo. Recuerda que lo ha visto otras tardes, también, sin compañero o compañera para la amistad. Y ya, cuando termina la proyección, nueve y media pasadas, permanece atenta a la puerta de la sala. Salen dos parejas de personas mayores. Y algo más tarde, este chico de vaqueros y camiseta rotulada con un texto en inglés, que ella se esfuerza en traducir. Lleva playeras azules, bastante gastadas. Debe hacer mucho calor en la calle, es un julio de terral. La refrigeración del edificio está puesta a una elevada potencia. Incluso hace algo de frío, dentro y fuera de la sala de butacas.

Lo previsible se lleva a efecto. Álvaro repite sus visitas a este cine, incluso repitiendo alguna cinta ya visionada. Uno de esos días, la conversación que ambos mantienen hace que el chico se olvide que ha pagado una entrada con derecho a cine. La protagonista de su película, y quiere que sea también de su vida, es una joven humilde, alegre y cariñosa, a la que brillan los ojos cuando ve aparecer a su amorcito, por el que está profundamente “colada”. Son muchas las madrugadas, tras el cierre de taquilla, en las que él la espera pacientemente en la puerta, a fin de acompañarla a una calle lateral donde aguarda una moto de escasa cilindrada. Será un ratito más de tiempo para el diálogo, antes de que ella se monte en su ciclomotor para dirigirse a un barrio en el norte de la ciudad, donde tiene su casa. Hay palabras, miradas, sonrisas y alguna puntual discusión….. cosas de enamorados. Esas manos entrelazadas, esos besos que se tornan tiernos y dulces bajo la protección de las estrellas, esas anécdotas de las rutinas en el día, ese dibujar juntos los minutos y segundos, en los que Nela descansa de su trabajo, para aprovechar mejor la cercanía del afecto y la atracción del amor……  son muestras de algo tan antiguo y tan nuevo, en la vida, como el que dos jóvenes personas se conozcan, se necesiten y se quieran.

Aquel jueves, de un septiembre aún en verano, paseaban de la mano por entre los jardines del Parque, camino del Paseo Marítimo y la zona comercial del remozado Puerto de Málaga. Sin razón alguna que lo justificase, nota de pronto a su compañero algo nervioso y con las señas propias de una repentina inquietud. Tras preguntarle el motivo de ese cambio drástico en el ánimo, Álvaro le explica, con torpeza, algunas improvisadas excusas, carentes de fuerza para la convicción. Descansan en uno de los bares del Puerto pero, aunque el joven se esfuerza, no sabe ni logra recuperar el equilibrio de su sosiego. Nela entiende que un mal momento lo tiene cualquiera y trata, por ello, de disimular, con su sonrisa de ángel y la tibieza térmica con la que adorna el afecto de sus palabras. Pero percibe, con esa mágica intuición de una mujer, que la mirada de su amor está divisando otro paisaje más alejado o diferente del que dibujan los veleros que bailan compases ondulados en el atraque del muelle. Al fin, ella también calla. Los silencios se hacen dueños de esa limitada atmósfera, psicológica y física, que media entre sus personas.

Son varios los días en que Álvaro no acude a esperarla. Tampoco responde a las llamadas de su móvil. Cae en la cuenta de que siempre ha eludido indicarle el lugar exacto en donde él vive (sólo en una ocasión le comentó que su casa está por una barriada tradicional y muy densamente poblada, en el oeste urbano malagueño).  Pero ¿qué es lo que ha pasado? ¿Qué hacer? ¿Por quién preguntar? ¿A dónde acudir….? Y así pasan las horas y los días, entre una marejada  de nervios, desánimos e inquietud.
Finales de septiembre. Aquella noche del veinticuatro, en un sábado nublado para la entrada otoñal, Álvaro la espera, junto a la puerta del cine. El reloj marca ya las once. Cuando Nela lo ve, rompe a llorar, profundamente desconsolada. Ninguno de los dos saben lo que decir. Y allá, en un banco solitario de un jardincillo cercano, bajo el manto de humedad que riegan esas nubes bajas, Álvaro comienza a hablarle, muy despacio y con  una dulzura premeditada a fin de no ahondar más en las heridas y sufrimientos de una buena mujer, de una chica estupenda que tantas esperanzas abrió para su vida.

“Nela, mi querida y admirada Nela. No te he respetado con la sinceridad y cariño que tu gran corazón merece. Pero te juro…. que he luchado con toda la fuerza que una persona es capaz de dar, ante el cariño inmenso que tu has sabido transmitirme. Lo he intentado, hasta la extenuación, con esa fuerza que tu sabes generar en mí. Pero….. aquél sábado, cuando paseábamos por entre el arbolado del Parque, la crueldad del destino, frustró y echó a pique la voluntad de mi esperanza. Me hizo volver a la realidad de mi naturaleza. Ese destino se cruzó, una vez más, por los senderos de mi existencia. He de aceptarlo. Pero lo lamento, profundamente, por ti. (…)”.

Fue, tal vez, una hora o algo más ¡Qué importa la dimensión del tiempo, cuando éste se fuga de las pautas de lo temporal! en que las palabras de  Álvaro sembraron, de lógica y desesperanza, las lágrimas que ambos compartían ante sus futuros imposibles para la unión. Durante gran parte de esas confidencias, Nela tomó fuerte, pero cariñosamente, entre en sus manos las de esa persona que tanta luz le había aportado, durante los dos últimos meses, en su vida. Quería darle fuerza, espiritual y física, para ayudarle en ese trance valiente o heroico en el que nos disponemos a desvelar nuestra íntima verdad. Y para que no faltara nada, en esa terrible noche para la cruel grandeza de la sinceridad, comenzó a caer una fina lluvia que estos dos chicos jóvenes apenas percibieron. ¿Dónde encontrar la esperanza, cuando la naturaleza se torna inflexible con la fría crudeza de la realidad?


José L. Casado Toro (viernes 12 octubre, 2012)
Profesor

viernes, 5 de octubre de 2012

EL ARTISTA Y SU MODELO, EN AQUEL VERANO DEL 43.


Asistir al visionado de una película, sabiendo que está rodada en blanco y negro, con unos medios económicos muy modestos, utilizando el idioma francés en los diálogos (subtitulados en castellano) de los protagonistas, narrada con un ritmo intencionalmente lento, desprovista de banda musical (salvo en un plano final) y con una base argumental, en principio, bastante simple, podría parecer una decisión dudosamente afortunada. Sin embargo, el buen aficionado al cine necesita, de manera periódica, asistir a ese tipo de proyecciones que le ponen en contacto con lo más puro y apetecible de esta peculiar y atrayente forma de crear una sugerente modalidad del arte. En medio de la cruel vorágine en que el mundo está hoy día inmerso, los 104 minutos de su metraje suponen una inteligente terapia anímica que nos fortalece para enfrentarnos, como respuesta, a ese estrés desosegado que con frecuencia padecemos, en un entorno que  aturde y desvitaliza.

EL ARTISTA Y LA MODELO. La acción transcurre durante el estío veraniego de 1943. En una localidad rural del sur francés, ocupada en aquel momento por las tropas alemanas, vive un anciano escultor, Marc (Jean Rochefort. París 1930) junto a su esposa Lea (Claudia Cardinale. La Goleta, Túnez. 1938) y un familiar, María (Chus lampreave. Madrid 1930), Aparece en sus vidas una joven española, Mercé (Aida Folch. Reus, Tarragona, 1986) que ha huido de un campo de refugiados. Recibe ayuda de esta familia y a cambio se presta a posar como modelo para la realización de esa última o postrera gran escultura, sublime objetivo que pretende realizar el veterano artista, ante de morir. Aunque aparecen en la trama otros personajes secundarios (el oficial nazi, un joven maquis, unos escolares, un clérigo, además de los amigos de Marc) la participación de todos ellos en la historia es temporalmente limitada. La cámara se centra, de forma, obsesiva en los dos protagonistas que llevan el peso de la historia. El escultor y su musa.  

CONTRASTES DE NATURALEZAS. La historia nos expone y analiza la contraposición humana entre dos personas. La juventud ante la vejez. La ilusión frente al hastío. La vitalidad juvenil, con la decrepitud de la madurez. A pesar de esos contrastes entre Mercé y Mark, ambos se necesitan imperativamente. Aquélla, busca el cobijo, la protección, el calor de un hogar, en tiempos de guerra y desolación. El escultor ve en ella ese modelo o musa en el que se va a inspirar para culminar, al fin, la creatividad de toda una vida, con una obra que se inspira en la cultura clásica griega. Cuando la trabajada escultura, que recoge toda la belleza plástica de la juventud, ha terminado de esculpirse, esas dos naturalezas comprenden que han de separarse. La joven, recorriendo en su bicicleta los caminos de su memoria. Mark, diciendo adiós a esta vida que ya nada más puede ofrecerle.

EL LENGUAJE PLÁSTICO DE DOS MIRADAS. La interpretación de los actores nos ofrece otra forma de entender la narrativa argumental, más allá de los sonidos que revisten las palabras. La expresividad de Rochefort es excepcional. Tras esa rostro cansado y vapuleado por los sinsabores del tiempo, aparece esa mirada, a la vez serena pero exigente, que reclama y ofrece atención, serenidad e inspiración. Vemos en Marck unos ojos enturbiados, por la pesadumbre de los años, en los que no hay lugar para creencias. Aisa Folch nos transmite esa frescura, atractivo, transparencia y credibilidad expresiva que sus veinticinco años en la vida aún no han degradado. A pesar de los sinsabores, maldad y dolor que toda guerra provoca en todos aquellos que han de padecerla. Él y ella buscan algo de paz, a través de la belleza y la creatividad.

COLOR Y SONIDO PARA LA IMAGINACIÓN. La película nos ofrece sólo una escala de grises para la naturalidad conceptual de la fotografía. Al igual que en The Artist, ese sabor a un cine de épocas pasadas sobrevuela por los sencillos parajes rurales que sustentan la vida de estas personas. Seres que comparten la sencillez y naturalidad de unas vidas, en tiempos de ocupación, enfrentamiento y dolor. Sí, hay sonido. El que provocan las hojas de los árboles, cimbreadas por la brisa del aire. El de las palabras, que comunican y acercan unas vidas que el destino ha querido emparejar. El de los instrumentos que el artista necesita manejar para su modelado. Incluso el del simple carboncillo que dibuja los bocetos que servirán de base para conformar la escultura deseada. Esos sonidos forman también parte de la música, pero ésta no aparece hasta el plano final, cuando las despedidas se han consumado, a través de los caminos, las hojas de los árboles o el vuelo de los pájaros. Sonido y color que no debe eclipsar esa divina o angelical belleza, en Mercé, que el viejo Mark se esfuerza en representar.

OTRAS HISTORIAS COLATERALES. La amistad del escultor, con el oficial nazi, Werner ¿es estratégica, dada la situación de ocupación que sufre ese trozo de suelo francés, o está basa en la afinidad que ambos sienten hacia la cultura, en todas sus diversas manifestaciones que enriquecen el acervo intelectual? También hay que fijarse en esa otra amistad que mantiene Mercé, con el joven maquis, que lucha contra el nazismo, y al que ayuda a escapar camino de un destino mejor. Refleja, asimismo, la bondad y solidaria actitud que florece en el carácter de la chica. Percibimos la fría relación de Mark y Lea, dos personas curtidas por la experiencia de los años y a los que sólo queda ya esa unión que genera lealtad y respeto recíproco. Más frío y distante en el hombre, más cálido y sensible en la mujer.

LOS DESNUDOS DE AIDA FOLCH. Esta joven actriz goza de un cuerpo esculturalmente precioso. Muy atrayente. Posee un rostro admirablemente infantil, con unas formas corporales adecuadas para posar como modelo a esculpir o modelar. Verla completamente desnuda, en varias secuencias de la película, frente al profesional del arte que trata, con mimo y delicadeza, de copiar la pureza de su figura, no condiciona el prima sentimental y óptico de la sensualidad. En un plano profesional de colaboración estética, ayuda al artista a conformar lo que éste tiene en mente, mimetizando los contornos juveniles de una figura divinizada que sostiene su rostro con la fragilidad de su mano, en serena actitud pensativa. Frente a la frialdad profesional del escultor, contrasta la actitud de unos niños que se quedan prendados en la figura de Mercé, tanto cuando la observan vestida como en una ocasión en que a través de los cristales se divierten contemplando a esa chica que no lleva nada de ropa sobre el cuerpo.

PREMIO Y DEDICATORIA. Esta película ha recibido la Concha de plata, como premio al mejor director, Fernando (Rodríguez) Trueba (Madrid, 1955) en el reciente Festival de Cine Internacional de San Sebastián. Trueba le dedica este film a su hermano Máximo que falleció, en 1996 con cuarenta y dos años de edad, en un accidente de tráfico en Villanueva de la Cañada, Madrid. Precisamente. el hermano mayor de Fernando y David, ambos afamados directores de cine, era escultor de profesión.

VALORACIÓN. Viendo esta primorosa cinta, rodada con el cariño y esmero de un profesional que lleva el cine en la sangre, me he vuelto a reencontrar con esas películas que, con bajísimo costo, son pequeños tesoros para la imaginación y la estética. Realismo y belleza, en los cuerpos de dos personas separadas por cincuenta y seis años de edad. Respeto y afecto entre dos vidas, sabiendo cada una de ellas el papel relacional que deben adoptar ante lo que es una simple y grandiosa creatividad artística. Una bella y sensible historia, con una cuidada fotografía y un mejor sonido, el de la naturaleza. Todo ello ayuda al espectador para asumir y participar con empatía sobre aquello que le están contando. Con el protagonismo de la imaginación y la sensibilidad, tu también puedes formar parte de ese trozo de historia que estás compartiendo, a partir de lo generado en pantalla. A muchos puede cansar el ritmo pausado, intensamente lento, de la narración fílmica. Pero es que, entre estos dos personajes, la vida carecía, en aquellos momentos, de la premura acelerada del tiempo. Creo que la persona que ama el cine no debe dejar de ver esta joya de película.

IMAGINEMOS QUE LA HISTORIA CONTINÚA. Puede ocurrir que …… cuando Mercé conoce la triste noticia de que sus padres han perdido la vida, en la dureza trágica de la guerra, se traslada a París. Allí encuentra un sosegado trabajo como asistenta de una rica condesa polaca, exiliada y, ahora, impedida, en una silla de ruedas. Tras su experiencia artística con Marck, se inscribe en una escuela de arte, donde estudia, por las mañanas, diversas técnicas escultóricas. Una vez finalizado el terrible conflicto bélico, en 1945, durante unas semanas de vacaciones, viaja al hogar que le acogió en aquellos duros momentos del verano del 43. La vieja casa rural sigue prácticamente igual que cuando ella la abandonó. Lea y María le piden que se quede con ellas. La consideran como una hija. Mark, antes de morir, ha dejado escrita una carta en la que lega a Mercé todo el material artístico y técnico que tenía en su estudio y que ella tan bien ha sabido compartir. Un día, mientras trabaja en el modelado de una escultura, ve aproximarse a través del sendero una figura masculina, caminando hacia la casa. La neblina de la mañana no permite definir bien los rasgos de ese hombre que pronto atravesará el cobertizo. Mercé corre ilusionada hacia la puerta pues, al fin, ha reconocido a Emil, aquel joven luchador contra el nazismo al que ella ayudó a huir a través de las montañas. Ese romántico reencuentro conforma el plano final de la historia, mientras suena una sentimental melodía de Mahler. Tal vez, así sucedió.-

José L. Casado Toro (viernes 5 octubre, 2012)
Profesor