viernes, 17 de septiembre de 2021

CARMINA, LA TAQUILLERA DEL CINE IMPERIAL.

La historia se desarrolla a finales de la década de los años cincuenta, correspondiente al siglo precedente, en una localidad importante de la Andalucía subbética. Los hermanos Cabrillana, Papu y Héctor, son los propietarios del único cine existente en el pueblo, una amplia y popular sala de proyección, denominada EL IMPERIAL, con capacidad para 180 butacas. Ambos jóvenes empresarios heredaron la dirección de esta bien cuidada instalación para el espectáculo, cuando su padre decidió jubilarse, cediéndoles el testigo de la propiedad, tras desarrollar una eficaz gestión a lo largo de casi tres décadas de su ejemplar existencia.

En estos años, previos al desarrollismo de los sesenta (turismo, control sindical y emigración), la televisión apenas estaba comenzando a llegar a muy escasas e importantes capitales españolas y sólo para emisiones en período de pruebas. La inmensa mayoría de los hogares carecían de aparatos monitores de televisión y sólo algunos establecimientos de restauración, bares y cafeterías, adquirían e instalaban aquellos primeros y aparatosos televisores, que causaban impacto en un público asombrado, que iba tomando conciencia de que podía ver cine fuera de los cines.

Asistir a una sala de exhibición cinematográfica (o a los grandes estadios de fútbol) continuaba siendo la distracción básica para una amplia mayoría de españoles, que también endulzaban el letargo de las tardes y los fines de semana sentados junto a la radio y las horas de bar compartidas con familiares y amigos. Atendiendo a una lógica empresarial, aunque este pueblo andaluz era de los importantes en cuando a nivel demográfico, las proyecciones de cine sólo se hacían de viernes a domingos, días festivos y durante las jornadas vacacionales de la Navidad.

Además de los propietarios, el personal encargado del funcionamiento de la muy popular sala estaba formado por Fabio, el técnico maquinista de proyección, Manuelo, un antiguo leñador quien cumplidos los cincuenta ejercía de portero, acomodador y vendedor de chucherías y refrescos en el ambigú (ayudado, en los días de mucha asistencia de público, por su hijo Serafín) y, finalmente, Carmina, la taquillera del cine, quien también echaba una mano para la necesaria limpieza del salón y demás dependencias durante las mañanas. El propio Fabio se encargaba de ir a la empresa de transporte La Gaviota, para recoger la gran bolsa o saco de estopa que contenía los rollos enlatados de las películas y devolver a la distribuidora las cintas ya proyectadas en pantalla. Según los hábitos de la zona y la época que sustenta la narrativa, las sesiones solían ser de programas dobles, que comenzaban a las cinco de la tarde, “poniéndose” la última película a las 11 de noche. El precio de la entrada era de 3 pesetas, salvo los domingos, cuando el tícket de entrada elevaba su precio hasta las cuatro pesetas.

Carmina Alaria, una agradable señora muy próxima al medio siglo de vida, llevaba vinculada a la empresa del Imperial desde muy jovencita, cuando aún peinaba unas largas y bellas trenzas, como ella jocosamente manifestaba. Primero, con el padre de los Cabrillana, don Cástulo (curiosamente un buen actor de teatro, en sus años mozos) y después con sus hijos y herederos, Papu y Héctor, quienes además regentaban una conocida cafetería, LOS CANDILES, situada en la muy visitada plaza principal del pueblo, especialmente atractiva por su valiosa riqueza monumental  (iglesia de arquitectura barroca, con una rica imaginería y pintura de este realista y emotivo estilo artístico, la sede del ayuntamiento y el gran Palacio de los Condes de Navas). Estos jóvenes empresarios tenían depositada una amplia confianza en las tres personas que llevaban a buen término el rentable funcionamiento del cine.

La activa taquillera no se había casado. Su apuesto novio de juventud, temporero agrícola, se “embriagó de amores” con una pícara cupletista, con muchos años a sus espaldas, que vino un verano a cantar en las fiestas de San Marcial. Acabó marchándose con la habilidosa y sensual señora, como un fiel y servicial “gígolo”, abandonando en el desconsuelo las ilusiones de su prometida, que supo hacer frente a las habladurías populares, ayudada por la compañía y los consejos de su madre, viuda de guerra. Doña Marcela y su hija vivían unidas en afectiva y cariñosa armonía, hasta que la buena señora emprendió ese postrero viaje que carece de billete de vuelta.

Carmina vendía los tíckets en la taquilla, además de gestionar con eficacia la contabilidad de gastos e ingresos que la sala proporcionaba. Los días de proyección era muy puntual en la cita con su puesto de trabajo, llegando al pequeño habitáculo para la venta de entradas no más tarde de las 16:15. Una vez allí, preparaba bien el cambio de moneda, pues los espectadores no siempre iban con el dinero exacto. Muchas de las mañanas solía pasarse por la Caja de Ahorros, a fin de tener cambio suficiente, además de ingresar en la cuenta de la entidad la recaudación de la tarde anterior. Solía acompañarse en sus horas de taquillaje de un viejo y apreciado transistor, para escuchar las novelas radiadas y los discos dedicados. Permanecía en su puesto de trabajo hasta cerca de las 11 de la noche, por si algún espectador se animaba a ver el último pase de la película proyectada. En ese caso vendía “la butaca” cobrando sólo una peseta, reducción lógica pues el cliente solo asistía a una de las dos películas del programa doble ordinario.

La eficaz taquillera gustaba narrar, a sus compañeros del cine y a esas amigas con las que se reunía en sus horas libres de cafés y meriendas, abundante anécdotas presenciadas y vividas desde su privilegiada y peculiar atalaya de trabajo, en el muy conocido y visitado Imperial. Solía decir, con un coqueto y simpático orgullo “tendría tantas cosas que contar, que podría escribir hasta un libro, de esos que publican los autores famosos”. Una de esas sabrosas vivencias, que solía detallar y repetir con todo lujo de detalles a las amigas más próximas, era la siguiente:

“Una sofocante, por el calor de bochorno que hacía, noche de junio, cuando ya me disponía a cerrar la taquilla, pues iba a dar comienzo el pase de la última película, para mi sorpresa veo que se aproximaba al cine don Liborio, el cura. Venía enfundado en su muy gastada, pero todavía elegante sotana negra, con la tirilla blanca correspondiente, bien apretada en su grueso cuello, mostrando su bien cuidada tonsura en la coronilla. A pesar de su rectitud y seriedad, pude arrancarle una sonrisa, cuando le dije de manera espontánea y socarrona “Pero don Liborio, con el calor tan pastoso que estamos soportando, más de cuarenta en el termómetro ¿no puede Vd. quitarse la sotana y la tirilla del cuello, cambiándolas por una camisa fresquita de manga corta?” Un poco azorado, tanto por la temperatura como por mi desenfadada locuacidad, me respondió “Hija mía, he de mantener el decoro en cualquier estación del año, sea invierno o verano ¡Qué dirían de mi y dónde se hundiría mi autoridad, si me vieran vestido como esa juventud alocada, que va mostrando con lascivia todos esos cuerpos dispuestos para el pecado! 

Cada vez más nervioso y dubitativo, al fin se decidió explicar su presencia en el Imperial. Me dijo, bajando el usual volumen de su voz, que le cobrara una entrada, para asistir a esa “diabólica” película que estáis poniendo y de la que todos hablan, en la plaza, en el bar, en la cafetería, en el colmado y, cerrando los ojos, “hasta en el confesionario”. La película que en muy escasos minutos iba a dar comienzo, en el pase de las once de la noche, era EL ÚLTIMO CUPLÉ, (1957, de Juan de Orduña, interpretada por Sarita Montiel y Armando Calvo), copia que por la suerte o los azares del destino venía sin cortes, con todas esas “ligeras” escenas que verdaderamente eran la comidilla del pueblo. Me puso delante un billete de cinco pesetas, para que le cobrara la localidad, devolviéndole el cambio.

Casualmente salió de la sala Héctor, uno de mis jefes, quien imaginando el trasfondo de la escena me hizo una señal para que no cortara el boleto o ticket de la entrada. Se acercó a la taquilla y saludó con una leve inclinación de su cabeza y torso al obeso cura parroquial. “Don Liborio, es un placer verle, está Vd. en su casa. Permítame que bese su mano. En modo alguno tiene que pagar entrada. La empresa tiene el gusto de invitarle. Siempre que lo desee, su presencia nos es bienvenida”. Cada vez más azorado por la situación, el respetado y a la vez temido sacerdote, quiso explicar brevemente el motivo de su insólita presencia en el Imperial.

“Hijos míos, he de velar por la salud espiritual de mi feligresía. Por eso he venido a ver y comprobar, con mis propios ojos, algunos comentarios sobre escabrosas escenas que me han ido llegando a los oídos, e incluso en el santo confesionario. Si lo que me cuentan es cierto, tendré que pediros e incluso mandaros, con la mayor fortaleza doctrinal y personal, que cortéis esos fotogramas lascivos y sensuales, que incitan al pecado de la carne y del alma. Ya he hablado con Valentín Pitán, el teniente de puesto de la Guardia Civil, que ha dejado el lamentable y peligroso asunto bajo mi sabio y prudente proceder. Actuará en consecuencia con lo que yo dictamine, basándome en la doctrina eclesiástica y en la moral de las buenas y acrisoladas costumbres”. 

Don Liborio no pudo “aguantar” toda la proyección. Se levantó de su asiento cuando aún restaban veinte de los 111 minutos del metraje de esa película. Cuando abandonó la sala, mostraba su cara sudorosa y desencajada, la papada le sobresalía de bruces por la estrecha tirilla del cuello, la tonsura brillaba por el sudor y su cuerpo tembloroso e inseguro parecía afectado por las explícitas escenas que había contemplado.  

En la siguiente mañana, el teniente Pitán y el sacerdote se presentaron juntos en el cine, exigiendo ver a Pupu y Héctor a la mayor urgencia. Tras una tensa discusión la atmósfera se fue calmando, después que Fabio se comprometiera a poner un cartón delante del objetivo de la cámara proyectora, en determinados momentos en que las escenas eran demasiado procaces en opinión de don Liborio, que actuaba de censor para las buenas costumbres. Durante esos seis minutos largos en que la pantalla quedaba oscurecida, sumando los diferentes cortes, el ambiente acústico en la sala resultaba de lo más divertido: gritos de tongo, trompetillas, pitos, pedorretas, palmoteos y zapatazos del respetable, que no quería verse privado de las relevantes escenas y fotogramas que alegraban y potenciaban sus sentimientos e imaginaciones eróticas.

En la homilía del siguiente domingo, don Liborio no dejó pasar el grave, en su opinión, asunto. Propuso organizar una pequeña romería a la Ermita de la Virgen de los Desamparados, como desagravio y compensación por los malos pensamientos y comportamientos que la “audaz y maligna” película había provocado a los espectadores que habían ido a contemplarla. Aunque la cinta fue relevada esa misma semana por otra más “piadosa” y concordante con la recta moral, el tema siguió dando que hablar durante muchos días”.

Carmina solía aprovechar la amabilidad de su compañero Manuelo, que se prestaba a sustituirla en taquilla, cuando ella deseaba entrar en la sala para visionar la película cuya temática argumental le interesaba. Como su visión, al paso de los años, no era muy buena y su coquetería la hacía retraerse de ponerse gafas, se acomodaba en las filas próximas a la gran pantalla, a fin de tener una mejor percepción de los detalles escénicos.

En cierta ocasión un vecino de asiento tuvo el atrevimiento de tomar su la mano derecha, durante el transcurso de la proyección. Lo hizo con dulzura y buenos modales, acariciándole con la yema de los dedos. La sorprendida taquillera, tras el “susto” inicial, se sintió halagada, pues una caricia siempre “sienta bien”. No sólo evitó zafarse del inhibido atrevimiento del compañero de localidad, sino que (sin despegar los ojos de la visión que le ofrecía la pantalla) también ella correspondió al gentil gesto tomando la mano que le acariciaba, haciendo lo mismo como connivente respuesta, Todos estos movimientos fueron desarrollado sin que Carmina mirara el rostro de quien tan amablemente le deparaba tan “sensuales” tocamientos. Ambos espectadores mantuvieron sus “atrevidos” juegos hasta el final de la proyección.

Durante casi una hora la solitaria taquillera se sintió feliz, imaginando (y no ser equivocaba) que el generoso compañero de butaca también agradecía los cariñosos gestos con los que ella respondía. Y todo ello sin mirar hacia su derecha, pues no quería romper o traicionar el divertido encanto generado por su feliz imaginación.

Cuando la película finalizó y se encendieron las luces de la sala, pudo contemplar con sorpresa y desconcierto el rostro de quien tan cariñosamente la había tratado y acompañado durante tan inolvidables y cálidos minutos. El sobresalto fue de “espanto”: a su lado, mirándola con una picarona sonrisa, se encontraba Amara, la partera comadrona del Hospital de la Encarnación, una “viril” vecina del pueblo, mucho más joven que ella, mujer de “armas tomar” que se había separado de su marido hacía años, tras unos tres meses de matrimonio, ruptura que dio bastante que hablar para ilustrar y distraer las aburridas tardes de café y pastas en los largos fines de semana. Sebastiano, su exmarido, pocero de ocupación, tomó la también muy comentada decisión que ingresar como hermano lego en el Monasterio de San Marcial, en donde fue admitido para trabajar en las necesarias tareas de cocina.

La infeliz Carmina, sintiéndose agredida, humillada y traicionada, pasó toda la noche sin dormir, haciendo infusiones de tila con agua de azahar. En el alba del día siguiente, no dejó pasar muchos minutos sin acudir al confesionario de don Liborio, para tranquilizar su desasosegada conciencia. Las escasas feligresas que en aquellas matinales horas habían acudido al templo parroquial, escuchaban asombradas y asustadas desde sus asientos y reclinatorios la acústica represora que inundaba el silencio eclesial, emitida por parte del severo párroco de la villa. Otra sustanciosa anécdota conservada en el morral de los recuerdos de esta conocida vecina del lugar.

La popular taquillera quiso permanecer en su trabajo hasta cumplir las siete décadas de vida. La llegada de la televisión y posteriormente la aparición de los video clubs hizo que el Imperial fuera reduciendo sus horas y días de exhibición, abriendo solamente sábados y domingos, en dos sesiones que comenzaban a las seis y ocho horas de la tarde. También los programas dobles fueron desapareciendo de la cartelera, proyectándose sólo una película. Posteriormente el antiguo y apreciado cine Imperial acabó siendo vendido a una empresa constructora, que edificó en su amplio solar un gran hostal restaurante, con algunos comercios adjuntos, bajo la misma denominación que el viejo cine, aceptando los nuevos propietarios la nostálgica y sentimental petición de los hermanos Cabrillana.

Pero los más viejos del lugar y también las nuevas generaciones comentan que, en las noches frías del otoño e invierno, muchos de los residentes en las habitaciones del elegante hospedaje, escuchan sonidos parecidos a la música introductoria de las películas producidas por la Metro Goldwyn Mayer, la Paramount, la Universal, la Twenty Century Fox, Cifesa  o Filmax, además de reconocerse las voces, a través de las paredes, de los míticos actores y actrices, como Clark Gable, Humphrey Bogart, Olivia de Havilland, Gary Cooper, Bárbara Stanwyck, Bette Davis, etc, distrayendo los sueños y delirios oníricos de las asombradas personas que allí se alojan. El HOTEL IMPERIAL está primorosamente decorado. Allí pueden verse las viejas máquinas proyectoras usadas en el añorado cine, una amplia infografía de fotogramas de las más afamadas películas del género clásico y en una esquina del gran salón recepción, se ha hecho una recreación exacta de la antigua taquilla, en cuya parte superior hay una placa grabada con un cariñoso texto: “Como homenaje y recuerdo a nuestra querida y apreciada Carmina”.

 

CARMINA, LA TAQUILLERA DEL

CINE IMPERIAL

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

17 septiembre 2021

                                                                               Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/

 

 
 

viernes, 10 de septiembre de 2021

EL LABORIOSO HOMBRE DE LOS RECORTABLES.

La vida es un continuo y desigualmente aprovechado aprendizaje. Desde la aparición del alba matinal, hasta el ocaso solar con el reino de las estrellas, vamos observando, conociendo y ampliando nuestros horizontes para el conocimiento. ¿Qué nos sugiere la presencia de una persona, que acumula muchos calendarios en su existencia, sentado en un banco del parque local o bajo el quicio de su modesta vivienda? Se le ve ajeno a los movimientos y a las palabras, aparentemente oteando la lejanía y tal vez apoyado en un bastón de recia madera o en esos carritos metálicos para agregar seguridad en sus inciertas pisadas. Acerca del mismo nos sobrevienen numerosas preguntas, más o menos curiosas, ante esa imagen cansada por el tiempo de una prolongada vivencia.

Surgen numerosos interrogantes en nuestra mente. ¿Qué pensamientos estarán “viajando”en este momento por su mente? ¿Habrán cambiado mucho aquéllas de sus ilusiones en el ayer? ¿Cómo acepta y negocia con ese su cuerpo curtido, ajado y predispuesto a los fallos cada vez más frecuentes en el funcionamiento? ¿Qué le hubiera gustado llegar a ser en las páginas de su biografía? ¿Tiene muchas imágenes indeseadas que le apetecería borrar de su memoria? ¿De qué se siente más orgulloso, a estas alturas de su andadura? ¿Mantiene en su memoria alguna página o comportamiento “desafortunado” que, en este periplo de su viaje, anhelaría poder borrar para nunca más recordar? ¿Cómo percibe a esos jóvenes que pasan a su lado, rebosantes de optimismo y vitalidad? ¿Cuál es su nivel de incredulidad al escuchar las “retocadas” e increíbles palabras de los políticos en el poder? ¿Tras su difusa mirada, mantendrá algunos importantes secretos, celosamente ocultos para la necesaria prudencia de su privacidad? ¿Cómo será el trato que recibe desde sus más directos familiares y allegados? ¿Le apetecerá que me acerque e intercambie algunas palabras con él o con ella, favoreciendo su lógica necesidad de comunicación? ¿En qué habrá trabajado durante su etapa activa profesional? ¿Cómo interpreta cada uno de esos amaneceres, que cada una de las mañanas el destino y la vida aún le conceden? ¿Cuántas anécdotas interesantes podría contar y también callar?

Era domingo en una nueva primavera, con un cielo algo nublado y templanza plomiza, aunque finalmente sin riesgo para esa siempre benefactora lluvia que calma la sequedad terrenal. No tenía la posibilidad de ese concierto matinal, interpretado por la banda municipal de música, que alegra el sosiego dominical de la ciudadanía. Tampoco correspondía, en su variada programación anual, aquel otro concierto de cámara que nos regalan las manos expertas de unos buenos músicos, piezas generalmente clásicas interpretadas en el marco emblemático de los salones o en el gran patio central del monumental Museo de Málaga. Descartada también la opción senderista a través de la naturaleza, inicié un largo paseo que, tras recorrer el remozado recinto portuario, desembocó en la zona de la Farola y la longitudinal perspectiva del pétreo morro de levante, en la sosegada bahía marítima malacitana. Tras gozar con la visión cromática de las serenas aguas mediterráneas, entremezclado con los colores celestiales de una bóveda en donde “luchaban” abundantes nubes con los pequeños resquicios dejados a los rayos del sol, pude observar a un hombre mayor, que estaba sentado en un banco de madera a las espaldas de la Comandancia Militar de Marina. Se le veía muy afanado en el ejercicio de alguna curiosa actividad. 

Este señor vestía un muy usado, pero confortable, jersey de tricotar casero, que dejaba ver el cuello y las mangas de una camisa de franela a cuadros marrones, un pantalón de pana beige oscura y calzaba unas playeras deportivas azules, también muy “ajadas” y pulidas en sus bordes de goma, por su muy frecuente utilización. La limpieza, corporal y de abrigo, no era la cualificación más destacada en el habilidoso personaje, quien portaba en su mano diestra unas tijeras, de esas que usan los alumnos en los centros escolares para realizar sus trabajos manuales. Con ese simple instrumental, se entretenía recortando las páginas de unos periódicos y revistas que llevaba en una bolsa troquelada con el logotipo de una popular cadena de supermercados. Me había sentado en el extremo del alargado banco de láminas de madera, que el veterano personaje ocupaba, pues me sentía algo cansado tras una larga caminata por los aledaños portuarios, sin realizar parada compensatoria para el descanso. Necesitaba recuperar algo de las fuerzas perdidas.

Mi compañero de asiento realizaba la habilidosa labor de ir recortando fotos, labor que realizaba con gran esmero y paciencia. Con el pequeño instrumental que utilizaba, iba marcando pacientemente el contorno de las figuras que elegía para su “divertida” labor. En principio pensé que este señor mayor, sin duda en su período de jubilación, tenía que estar muy aburrido para llevar a cabo un entretenimiento que lo devolvía a quehaceres propios de la infancia. Recordé como me distraía en la niñez, en la que también me agradaba ese divertido pasatiempo de jugar con los recortables, ya fueran con dibujos de animales, soldados, edificios o personas. Por unas escasas monedas (céntimos de peseta) podías comprar, en los puestos de periódicos y tebeos, también en las papelerías, hojas de recortables con los más diversos motivos impresos. Las más demandadas eran aquellas figuras a las que podías aplicar diversas vestimentas,’ que previamente habías recortado en otras hojas con el vestuario correspondiente.

El señor de los “recortes, lo hacía expresamente sobre figuras, no sobre el cuadrante de las fotos, siluetas que posteriormente iba guardando en un gran sobre blanco que tenía sobre esos periódicos y revistas semanales que, por su apariencia manoseada, habría recogido en algunas papeleras o en los contenedores de papel usado. En un momento concreto me sentí animado a intercambiar algunas palabras con el laborioso compañero de asiento, quien seguía recortando y recortando.

“Buenos días. Si me permite le diré que de pequeño yo también disfrutaba con ese paciente juego de los recortables. Lo hacía con láminas de coches, barcos, juguetes y dibujos de personas mayores y niños. Recuerdo que con las figuras que obtenía, inventaba juegos y diversas historias en las que intervenían dichos personajes y otros objetos de muy diferente naturaleza. A veces incluso me permitía, con esa habilidad infantil que todos hemos aplicado alguna vez, dibujar mis propios recortables. Desde luego que no eran tan perfectos como las hojas bien ilustradas que se compraban por aquellas “perras gordas” que difícilmente conseguíamos, siempre aplicando nuestro esfuerzo e imaginación”. 

Eladio, nombre que conocí en el contexto de la conversación, me miró con expresión divertida. Unos segundos más tarde, ya con una mayor seriedad en su rostro, me fue aclarando el sentido de aquello que realizaba con tan paciente laboriosidad.

“Agradezco su atención y le explico básicamente la razón de lo que estoy haciendo. Como puede ver, por el contenido de los recortes que guardo en el sobre, se trata de personajes importantes, protagonistas en diversos ámbitos de la sociedad, aunque predominan notoriamente aquellos profesionales de la actividad política. Me invento con estos recortes diversas situaciones que afectan lógicamente a los cargos u oficios que desempeñan. Voy pegando estas figuras de papel en un bloc, añadiéndoles en la parte superior unas nubecillas, en cuyo interior escribo lo que yo entiendo están pensando en ese momento de actividad pública o lo que están transmitiendo a la persona con la que hablan o al auditorio que tienen ante sí. En ocasiones pongo en sus bocas aquello que yo pienso deberían expresar, aplicando un sentido de racionalidad, honradez y buena voluntad a sus palabras. Le aclaro que tengo ya completados varios cuadernos de “estampas” pegadas, bien “rellenos” de personajes de toda índole y en distintas situaciones de sus respectivas profesiones en la sociedad. No sólo de la cronología actual, sino también de otras épocas, pues también recorto fotos de revistas y libros antiguos que recojo en los sitios más insospechados: contenedores de papel, libros y revistas regaladas en las bibliotecas, restos de las librerías de ocasión, papeleras en los jardines públicos, etc.”

Tras escucharle con la mayor atención y sin interrumpirle en la exposición o aclaración que amablemente me ofrecía, hice un comentario acerca de que su quehacer era una forma interesante y curiosa para llenar el amplio tiempo disponible para la distracción. En ese momento cambió la expresión de su rostro, tornándose mucho más austera, camino de la seriedad y la solemnidad.

“Es que he vivido mucho. Si le dijera la exactitud de mi edad igual no me creería. Aunque no los aparento, porque a Dios gracias me conservo relativamente bien, ya he superado mis ocho décadas de existencia. Amigo, trato de poner en boca de estas personas famosas e importantes, lo que yo hubiera dicho o hecho si me encontrara en esa situación que ellos están protagonizando. Sobre todo, a fin de evitar los numerosos errores que yo creo o considero están cometiendo, equivocándose lamentablemente, para el perjuicio, no sólo de sí mismos, sino para lo que es mucho más grave, el dolor y los problemas que provocan en los demás.

Y le digo esto, porque yo he errado mucho en la vida. Sé y he soportado muchas de las consecuencias de dichas equivocaciones. Le contaré, siempre que tenga algo de tiempo para escucharme, algunas de esas páginas de las que en absoluto estoy satisfecho, sino todo lo contrario. Para empezar, fui un chico díscolo, malcriado, que di no pocos disgustos a mis padres. Llegó un momento que ya no sabían qué hacer conmigo. En la también mi alocada juventud, quise experimentar la vida muy rápido, conseguir objetivos absurdos, sin reparar en los medios que aplicaba para ello, reprobables en muchos de los casos. Ello me hizo tener que responder ante la justicia, asumiendo años de privación de libertad. ¿No te importa que te tutee? Te aseguro que la prisión, en la mayoría de los casos, sólo enseña a ser peor, pues te ves rodeado de personas que enseñan cómo delinquir y disimular esa delincuencia, para que “la bofia” no te atrape en tus pillerías.

Sobre todo, ahora que ya ha pasado mucho tiempo, destaco dos o más grandes defectos en mi persona. Uno de ellos es el uso de la mentira “compulsiva” como se dice ahora. Y, sobre todo, el no respetar a los demás. Ese pensar sólo en ti acaba por enloquecerte y en convertirte en un ser soberbio, engreído, egoísta, altanero, camorrista, indeseable y temido, ante los ojos de los demás. Llegas a creerte que eres capaz de todo y por tanto “pruebas de todo”. Creo que me entiendes bien lo que quiero decir ¿verdad? Ya te explicarás de que quise ganar dinero por la “vía rápida”, caminando en desvarío por ese tortuoso camino alejado de la necesaria y justa honradez.

Muchos son los “palos” que he soportado sobre mi cuerpo, todo por culpa de esa desordenada existencia que, de forma equivocada, tracé para mi vida. He de confesarte que traté con muchas mujeres. pero una tras otra me fueron dejando, alejándose en cuanto podían de mi persona, pues sólo las quería para satisfacer las necesidades del sexo, aplicando el más reprobable machismo. Sí, procreé a varios hijos, muchos tal vez, de los que he llegado a perder la cuenta. Cuando iban creciendo, también han puesto tierra de por medio, pues no querían saber nada de un padre cuyo comportamiento no respondía a la responsabilidad que asumes cuando traes un crio al mundo.

Pero también es verdad de que la vida te va enseñando el modelo de lo que debe ser una buena persona, ese buen ser que desde luego yo no he sido. Hoy, ya en la ancianidad, estoy recluido en una residencia asistencial, llevada por monjas de la Caridad que son extremadamente generosas y admirables en su proceder. Y ya ves, cubro muchas horas del día entreteniéndome con estos recortables, a los que les pongo voz, para “cambiar” el comportamiento de muy importantes personajes de la vida pública”.

Me impresionaba la franqueza de este pobre hombre, llamado Eladio Lloret Niño que, con sus 83 primaveras relativamente bien llevadas en lo físico, me había confiado la verdad de una azarosa y desordenada existencia, con muchos “nubarrones” en su conciencia. En la fase postrera de esa andadura, reconocía sus abundantes errores perpetrados contra los demás y también contra sí mismo. Viviendo actualmente, según manifestaba, de la caridad institucional o evangélica, llenaba su tiempo con una infantil terapia, ciertamente sugerente y, por qué no decirlo, teñida de sensata inteligencia: poner en boca de los demás esa cada vez más ausente racionalidad, sinceridad y bondad, precisamente valores que habían estado ausentes de su confusa e inestable biografía. Le rogué que me permitiera comprarle algunos de sus cuadernos ilustrados y “razonados”. Era una elegante forma de mostrarle mi admiración por su capacidad de rectificación hacia la sensatez y aplaudir el curioso trabajo que realizaba en el ámbito de la manualidad. Con este gesto también le facilitaba algún apoyo económico que bien le vendría pues, según percibía, su limitación económica era más que manifiesta. A este fin le entregué un pequeño adelanto económico que le vendría muy bien a cuenta de este cuaderno ilustrado que Eladio se comprometió a cederme. Quedamos en vernos, en ese mismo lugar portuario, la semana próxima, fijando el viernes para el nuevo reencuentro. Nos despedimos cordialmente, intercambiando las gracias, cada uno de nosotros por diferentes motivaciones. Me interesaba conocer el contenido de los “bocadillos” que Eladio ponía en boca de notables celebridades pertenecientes al ámbito de la política, la economía, la sociedad, el deporte, la cultura etc. láminas recortadas de las fotos impresas en la publicaciones mediáticas y pegadas con ánimo constructivo en la modestia de un sencillo bloc.

En el viernes siguiente, a la hora fijada, Eladio no apareció. Le esperé en vano durante muchos minutos. Me sentía un tanto extrañado y preocupado, pues temía que algo imprevisto en su salud pudiera estarle afectando. Aunque durante nuestra larga conversación de la semana anterior no había sido muy explícito acerca de sus datos de residencia, tenía dos opciones para tratar de localizarle. Investigar por Internet los centros asistenciales para personas mayores en la ciudad, a fin de realizar algunas llamadas telefónicas para interesarme por mi nuevo amigo “el señor de los recortables”. La otra opción que se me ocurrió era preguntar al manisero y vendedor de “chuches” de un pequeño tingladillo, instalado a pocos metros del lugar donde estuvimos sentados durante nuestra conversación. Fue lo que hice, dándole a este vendedor información física de Eladio, por si lo recordaba de haberlo visto otros días por allí. Sonriendo y con amabilidad me aclaró en algo los interrogantes que le planteaba.

“Creo que se refiere Vd. a un hombre mayor que se hace llamar Eladio. En realidad su verdadero nombre es Sinforoso (conocido popularmente por Sinfo). Mire, se trata de una persona muy imaginativa, con una capacidad para la invención verdaderamente asombrosa. Este hombre ha trabajado en el muelle, durante largo tiempo, como mozo de carga. Un día, cuando descargaba las mercancías de un barco, uno de los fardos le cayó encima , golpeándole en la cabeza. Salió de ese accidente con vida, aunque desde entonces tiene sus facultades mentales un tanto “averiadas”, no de manera continua pero si en distintas fases de los días. Suele venir, de vez en cuando, por esta zona portuaria, haciendo cosas más o menos extrañas. Últimamente recorta páginas de los periódicos y revistas, como si fuera un niño pequeño. Alguien me dijo que tiene una sobrina que lo cuida y que recibe una paga mensual por invalidez. En realidad hacer años que entró en la edad de su jubilación, pues debe andar por los setenta y tantos años de vida. No se fíe de todo lo que le haya contado, pues desde el golpe que sufrió atraviesa fases de una portentosa capacidad para la fabulación”. 

Abandoné aquella zona marítima de la ciudad algo desilusionado, por la información que me había ofrecido el manisero (igual de parlanchín que mi ausente “amigo”). Desde luego no percibí a Eladio o Sinfo como una persona con sus facultades mentales enfermas o deterioradas. Todo lo contrario, me pareció un hombre admirablemente lúcido, racional e imaginativo. De todas formas el planteamiento de su vida que me había ofrecido respondía, en su globalidad, a una dura pero sin embargo instructiva, curiosa y hermosa historia, por su capacidad humana para la sensata y correcta rectificación. 

Verdaderamente, de casi de todo se aprende. Y más, en estas muy veteranas personas quienes por su larga existencia tendrían muchas vivencias que narrarnos, a poco que nos acerquemos a sus vidas y compartamos esas miradas, esos silencios, mezclados de interesantes confidencias que, con paciencia y sabiduría, tan bien saben administrar.

Es preciso añadir que, muchas semanas después, en un catálogo publicitario de información teatral, creí reconocer, en una de las fotos, a un actor mayor que formaba parte del elenco de una agrupación escénica. El parecido con Eladio o Sinfo era asombroso, a pesar de unos arreglos de peluquería y vestuario. Cuando paseo por la zona portuario y veo el puesto del manisero he tenido en ocasiones intención de volver a preguntarle. Sin embargo he desistido de hacerlo, una y otra vez. Sería como desvirtuar el mágico contenido de lo que fue una extraña, pero interesante, bella historia-

 

EL LABORIOSO HOMBRE DE

LOS RECORTABLES

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

10 septiembre 2021

                                                                Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/