PONCIANO Cabrales acudía cada tarde, entre lunes y sábados, a la parada del bus en carretera, procedente de Málaga y con destino final en la localidad de Ronda. Esa parada se hallaba situada a unos 150 metros del pequeño pueblo de la serranía rondeña, Olivar del Campo, 170 habitantes, lugar de residencia de este veterano lugareño. A veces bajaba del autobús algún vecino que se había desplazado ese mismo día u otro cualquiera a la capital provincial. También podría subir algún residente en el pueblo que tuviera la intención de acudir a Ronda, pero lo normal es que el autobús no se detuviera. Pero quien estaba casi siempre en la parada era Ponciano a quien todos conocían. En todo caso, viendo que en bus no se iba a parar, el lugareño hacía una señal al conductor para que siguiera su marcha.
A los pocos minutos en los que el bus de línea desaparecía, tras iniciar una curva, el extraño vecino daba media vuelta y con dudosos o lentos pasos (producto de los achaques de la edad) encaminaba su dirección al pueblo donde tenía su domicilio, pensando que en la tarde del siguiente día volvería a la parada del autobús.
A los dos conductores habituales, que hacían esta línea entre Ronda y Málaga, GERARDO, 50, y AMÉRICO, 37, les impresionaba la presencia de este hombre mayor, que cada día estaba en ese lugar, esperando que bajara del bus algún viajero concreto. Pero ¿quién era ese extraño lugareño, que cada tarde esperaba inútilmente en la parada?
Ponciano había ejercido en su juventud de panadero, aunque a los pocos años había conseguido una plaza de jardinero municipal, profesión que mantuvo hasta su jubilación. Fue precisamente al dejar su vida laboral, cuando cada tarde acudía a ese punto de la carretera, dando la impresión de su esperanza en que alguien, que bien conocía, bajase del autobús. Cierto día, cuando el bus llegó a esa parada en carretera, el conductor Gerardo observó que Ponciano no estaba solo, sino acompañado de un sacerdote que hablaba animosamente con el parroquiano. Sólo subió al autobús el cura, un hombre joven llamado DIAMANTINO, que tomó asiento paralelamente al conductor. Esta oportunidad quiso aprovecharla el veterano conductor, para inquirir información acerca de esa extraña persona que veía cada tarde junto a la parada. El sacerdote, sonriendo, se dispuso a ofrecerle información acerca de su feligrés.
“No tiene por qué preocuparse, amigo. Se trata de un buen hombre, llamado Ponciano Cabrales. Ha ejercido durante décadas como jardinero titular de este pequeño municipio. Parece ser que cuando tenía una media edad, tuvo una intensa amistad con la sacristana de la parroquia, CANDIDA, que también trabajaba como peluquera. Entre ellos había una notable diferencia de edad, unos catorce años. Este hombre había perdido a su madre con la que había vivido desde siempre. Entonces buscó el calor y afecto humano en esta mujer quien, conociendo la bondad y la soledad del jardinero, quiso ser amable y cariñosa con él. Ella había tenido un fracaso amoroso con su novio de juventud, por lo que no desechó dar algunos paseos y tomar algunas meriendas, por los jardines del pueblo y en la única cafetería abierta en el pequeño municipio. Especialmente durante los fines de semana, se los veía paseando en animada charla. Desde luego era él quien estaba cada día más encariñado con esta compañera en la amistad, con un amor “necesitado e incluso febril”. Pero la peluquera tenía otros objetivos para su futuro.
Cuando llegué destinado a la parroquia de este pequeño pero precioso pueblo, hace unos dos años, Ponciano ya había perdido a su compañera de los paseos. A Cándida, a través de una joven sobrina, le había salido un interesante puesto de trabajo en Málaga, una peluquería y salón de belleza, inserto en uno de los grandes centros comerciales de la capital. Lógicamente tenía que trasladar y fijar su residencia en Málaga. Me cuentan que la despedida de ambos fue muy “dolorosa” y emotiva para el jardinero. Viéndolo tan afligido, Cándida le prometió que “más adelante” volvería al pueblo y que entonces hablarían acerca de su futuro. Pero que en ese momento ella no podía dejar escapar una importante oportunidad laboral, en una localidad con tanto futuro como era la capital malagueña. Parece ser que la vida de Cándida, soltera y muy cualificada en su profesión, marchó por otros derroteros, alejados de la sencillez pueblerina de Olivar del Campo. Borró lo más aprisa que pudo a Ponciano de su vida. Sin embargo, el pobre jardinero mantenía y conservaba su ilusión como el primer día en que “intimó” con esa mujer. Ahora, jubilado y sin familia, desde que su madre falleció, viene aquí cada tarde esperando la llegada de ese amor que su imaginación y la necesidad han creado. Algunos vecinos opinan que “ha perdido la cabeza”. Tal vez este humilde buen hombre eche de menos la amistad y el cariño que su mente creó. La primera persona quien, después de su madre, le había hecho caso en la intimidad de su vida. Así somos. Desde luego es de admirar esa constancia y fe en un cariño que probablemente sólo está en su imaginación”.
Gerardo, el veterano conductor que había recorrido miles de km al volante de diversos vehículos, una muy buena persona, sentía el dolor, la ansiedad y la esperanza de ese pobre jardinero, que creía haber encontrado el cariño y la compañía en la obsesión de su mente, ya en una fase avanzada de su existencia. Este hombre creía firmemente en la vuelta de Cándida, a la que esperaba ver bajar una tarde del autobús procedente de Málaga capital.
Un día, cuando procedente de Málaga se dirigía hacia Ronda, al pasar por Olivar del Campo, Gerardo detuvo el autocar y abriendo la puerta pidió a Ponciano que subiera. “Vente conmigo a Ronda. Te das un paseo y te invito a cenar. En casa tengo sitio para que descanses. Mañana te dejo de nuevo aquí en la parada”. Gerardo quería conocer de primera mano más datos de esa historia que él entendía como de un amor imposible. Quería ampliar la información del cura Diamantino, escuchando al propio interesado. Ponciano se sintió animado para dar ese buen paseo a la localidad rondeña, agradeciendo al amable conductor su invitación.
Al llegar a la Estación de autobuses, bajaron del vehículo y emprendieron un largo paseo por la zona ajardinada del Camino de los ingleses y el Tajo, hasta llegar una buena tasca, La Longaniza, en donde servían menús económicos, pero de una apreciable calidad. Doña Palmira, la dueña del establecimiento ofrecía a sus clientes comida casera a muy buen precio. Un cuenco de caldo de cocido, ensalada de la casa y de postre fruta del tiempo o ese café con leche, bien cargado, que revitaliza dos cuerpos cansados. En todo este contexto relacional, la conversación entre los dos nuevos amigos era fluida y sincera. Lógicamente el tema de Casilda salió de inmediato.
“Amigo Gerardo, con mi actitud no hago mal a nadie. Así entretengo mis muchos minutos de tiempo libre. Cándida, con la que estuve saliendo y disfrutando de su compañía, me dijo antes de irse que volvería al pueblo, ante mi insistencia para no perder su amistad. Estoy seguro de que algún día lo hará. Siempre he aprendido que la esperanza es lo último que se pierde”. Poco a por, el generoso conductor iba dibujando en su mente la figura de esa mujer que tanta ilusión había generado en el corazón de un hombre mayor, afectado de cruel soledad. Incluso el ilusionado jardinero se prestó a darle la fotocopia de una foto que ambos se habían hecho hacía tiempo, años, paseando por el parque del pueblo. Dedujo que la mujer ahora estaría por la cincuentena avanzada.
En las semanas siguientes, cuando Gerardo llegaba a Málaga, hizo algunas gestiones por peluquerías de prestigio y centros de belleza, pero sus preguntas resultaron infructuosas. No había rastro de la tal Cándida Albaida. Probablemente esta mujer había encontrado pareja o habría cambiado de profesión. Era como buscar una aguja en un pajar. ¿Dónde estaría esta buena mujer?
Continuaba viendo a Ponciano por las tardes en la parada, cada vez más desmejorado. Lo saludaba y animaba a seguir esperando. Se preocupó bastante cuando en varias tardes, dejó de ver al jardinero en la parada de Olivar. Como tenía el teléfono de la parroquia de Diamantino le hizo una llamada interesándose por la salud del amigo Ponciano. El antiguo jardinero se encontraba enfermo de los pulmones, pues había sido un gran fumador durante toda su vida. Ahora tenía dificultades para el desplazamiento. Sufría mucho por no poder ir cada tarde a la parada del bus.
Entonces al imaginativo y generoso Gerardo se le ocurrió una “escénica” idea. Habló con una sobrina, que estudiaba arte dramático en Málaga, contándole la sorprendente y bella historia. Silvia, tras escuchar a su tío, se propuso ayudarle. En la Escuela de Artistas había algunas actrices veteranas. Una de ellas accedió a la insistente petición humanitaria que le planteaba la joven Silvia. Se ofreció a interpretar ese papel “para pocos espectadores”, asumiendo el rol de la tal Cándida. Sólo tenían esa fotocopia que Gerardo les había facilitado. Contactaron con el cura Diamantino. Entre todos prepararon una representación, a fin de proporcionar unas horas de ilusión a un hombre mayor y severamente enfermo, que había mantenido durante años una fe inquebrantable, en la vuelta de una amiga que por misericordia le había prometido, antes de subir al autobús, que un día volvería.
Un soleado viernes de junio, Ponciano había sido llevado a la parada, acompañado por el sacerdote del pueblo. Cuando Gerardo detuvo el autobús que conducía en la parada de Olivar del Campo, sólo bajo del vehículo una señora bien caracterizada, quien con su mano derecha hacía rodar un pequeño trolley, mientras en la izquierda portaba una bolsa, conteniendo una suculenta caja de pasteles, comprados en la Confitería Aparicio, obrador de gran prestigio en la capital malacitana.
Ponciano se emocionó al verla bajar, pues el pelo, la pintura de la cara, el vestido y los zapatos eran iguales que los usados por la verdadera Cándida en la foto. El pobre jardinero, con las lágrimas en su rostro, no cesaba de repetir: “¡Sabía que algún día volverías! Y no me importa de que puedas estar casada. ¡Yo siempre te querré y te amaré en la distancia!” Gerardo había pedido a su compañero Américo que lo acompañara para llevar el autobús a Ronda. Así que “Cándida”, Ponciano, Diamantino y Gerardo, compartieron una cena fraternal y cariñosa, todos haciendo la humanitaria interpretación para felicidad del pobre Ponciano que con la sonrisa en el rostro mostraba su felicidad por ver y estar, aunque fuera por última vez a su querida Cándida. Las campanas de la antigua iglesia de Olivar del Campo comenzaron a tocar a gloria aquella tarde feliz, en que el antiguo jardinero puso gozar durante unas horas de esa compañía que tanto buscó.
Diamantino y Gerardo nunca supieron si Ponciano también había aceptado, en las entrañas de su conciencia, interpretar el papel que le correspondía en esa humanitaria escenificación. Esa secreta respuesta se la llevó al paraíso celestial, pocas semanas después. -
UNA ESPERA
EN EL CAMINO
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
Viernes 04 julio 2025
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