viernes, 19 de abril de 2024

CREATIVIDAD EN TEMPORADA BAJA

Cuando pasamos por algunas localidades turísticas, de sol, playa y chiringuitos, en época de temporada baja, percibimos un duro impacto visual, al ver lo que en otros meses era todo bullicio, playas repletas de bañistas, alegre acústica vacacional de elementos lúdicos, transformado o convertido en un ambiente pleno de letargo, en el que los únicos viandantes que encontramos en nuestra andadura son algunos residentes que allí tienen su hogar. La tónica general es la de calles vacías de peatones, playas “desiertas”, decenas de establecimientos restauradores y de regalos con las persianas bajadas, aunque algunos de sus propietarios tienen el gesto amable de colocar un cartel indicador y esperanzador de CERRADO POR VACACIONES. VOLVEMOS EN MAYO. Es como decir, ¡no desesperen! ¡Cuando llegue el estío veraniego estaremos aquí!

Sin embargo, para nuestra suerte, algún bar o cafetería permanece abierto, “dormitando” para la llegada de meses mejores, en el que toman su café esa masa social de jubilados, con todo el tiempo de la rutina para ellos. Por lo demás, sentimos un vacío “agobiante” en las playas y calles, incluso en la plaza pública del Ayuntamiento, espacio donde se suele instalar la feria veraniega. Incluso podemos tener la suerte de escuchar el lánguido y espiritual toque de campanas de la torre eclesial, que van marcando las horas y la celebración de la misa diaria, para sosiego espiritual de los devotos del lugar. Todas esas puertas cerradas en los establecimientos de ocio y restauración nos entristecen y en nuestra mente se generan imágenes de alegría desbordante y vitalidad comercial, pensando en esos meses veraniegos en lo que todo cambia, todo se transforma para lo vital.

Esta situación, aquí brevemente detallada, la vivió el protagonista de nuestra historia. ADRIANO Vecilla Laserna , 46,  era diplomado en composición narrativa y formaba parte de un grupo literario de guionistas cinematográficos, denominado LUMEN, que preparaba temas argumentales para el trabajo de distintas productoras de cine. Natural de Madrid, Adri estuvo compartiendo convivencia durante siete años con LUCINDA Hernández, cuya profesión era de la actriz de reparto, tanto en cine, teatro y televisión.  La relación que mantenían era un tanto especial, porque ambos deseaban y aplicaban una gran libertad relacional a su “peculiar estado conyugal”: relaciones abiertas, ahora tan de moda entre las personas “modernas e innovadoras”. Desde un principio acordaron un único requisito para mantener esa especial unión y es que las relaciones externas, que uno y otro mantuviesen, las llevarían a cabo de manera sensatamente privada, sin humillar a la respectiva pareja y siempre con personas desconocidas para el otro. La situación al paso de los años había ido formalmente bien, ya que ambos cónyuges fueron espaciando sus salidas innovadoras (como así las solían llamar).

Pero un día de incómodas coincidencias, Adriano “pilló en la cama” a su compañera Lucinda con ¡Camilo! su propio hermano de sangre, el cual estaba casado y con dos niños pequeños. Esta relación “desafortunada” de la actriz, con su propio cuñado puso definitivamente fin a la relación, extraña por lo peculiar, que mantenía con Adriano. A partir de ese día, sus caminos se diversificaron maritalmente, pues ambos comprendieron y aceptaron que “lo suyo” no iba nada bien. Esta ruptura afectó profundamente y de manera psicológica al escritor, no sólo en el ámbito sentimental sino también en sus “fervor creativo”, concretado en una pérdida preocupante de su capacidad imaginativa. Fueron varias las semanas en que las cuartillas iniciadas y ninguna finalizada, dormitaban en la papelera instalada junto a su mesa de trabajo. El maná de las ideas parecía haberse secado, para la suerte de este ahora frustrado escritor. Para colmo, el bullicio, el estrés acústico y ambiental del del mundillo literario y cinematográfico madrileño se le hacía o provocaba una ansiedad irrespirable.

Tras reflexionar acerca de su confusa situación y condicionado por las exigencias creativas del afamado grupo laboral al que pertenecía, Lumen, tomó la acertada decisión (el director Prudencio de la Cava le aconsejó al respecto) de tomarse unas muy necesarias vacaciones, aprovechando las efemérides de la Semana Santa. Entre lo que había más apetecible y cercano, eligió algún punto de la costa almeriense, contratando ocho días de estancia, en el hotel Playasol, ubicado en una zona densificada de instalaciones hoteleras, en la punta geográfica de ROQUETAS DE MAR, localidad en donde había estado hacía unos años, pero en época plenamente estival. Para evitar una larga conducción y pensando que lo más importante era descansar, sustituyó el coche como desplazamiento, tomando un avión hasta Almería, para enlazar con un bus de línea que en pocos minutos lo llevó al destino previsto.

Tras cumplimentar el Checking de entrada y tomar posesión de la habitación, en la planta tercera del establecimiento, con excelentes vistas al agitado (esos días) mar, se dispuso da dar un buen paseo, en esa primera tarde de estancia. Era sábado, previo al domingo de Ramos, sin embargo, el ambiente “social” que se encontró cuando dejó la habitación del hotel fue claramente desalentador. “El alma se le cayó a los pies”. Esa alegría que él recordaba de antiguas estancias en la localidad turística brillaba por su ausencia. Las extensas playas estaban totalmente vacías de bañistas (situación favorecida por el fuerte y continuo viento que reinaba, a veces de levante y a veces soplaba de poniente). El fujo eólico era molesto, pues con su intensidad levantaba la arena de la playa inmediata y hacía materialmente imposible la estancia sobre la arena. Las partículas de arena volaban con gran velocidad, convirtiéndose en micro proyectiles ametralladores contra las epidermis de los inexistentes bañistas o simples paseantes, por el largo y bien adecentando paseo marítimo, a escasos metros del mar.

Tomó conciencia, a los pocos minutos, que la opción playas no era posible, con el muy intenso viento que soplaba. Entonces cambió de dirección hacia el interior de este barrio turístico, para entretenerse con las tiendas, bares y restaurantes que estuviesen abiertos a esa hora de la media tarde.  Para su desaliento, la mayoría de esos establecimientos de comidas, cafeterías o incluso tiendas, permanecían en su mayoría cerrados, con las persianas bajadas. En algún caso, el dueño o rentista había colocado un cartel, indicando de que volverían a comienzos de mayo / junio. La localidad se encontraba en plenos albores de una Semana Santa, fecha propicia para que los hoteles, calles y establecimientos adquieran ese tono alegre de las gentes y turistas que vienen a pasar unos días vacacionales. Pero el ambiente era claramente “desolador”.  Sólo se cruzaba con pequeños grupos familiares de personas mayores, paseando muy lentamente (el viento frio seguía golpeando incómodamente las curtidas epidermis) que sin duda pertenecían a los programas de turismo social del Imserso, personas que se encontraban en la cuarta fase de sus prolongadas existencias. Para colmo, estas personas, de economía mayoritariamente modesta, tenían asegurada la pensión completa en los hoteles donde se hospedaban. Como consecuencia, el consumo en los muy escasos establecimientos que permanecían abiertos era más que reducido.

Con este muy escueto panorama y sin un cine al que acudir, como no fuera tomando el bus que desplazara al usuario a la zona comercial en el centro de Roquetas, a unos cuantos km, Adriano continuó paseando en aquella tarde de sábado, No tenía rumbo fijo ni prisa, pues la cena buffet en el hotel no la abrían hasta las ocho de la tarde. Deambulando por entre calles casi vacías de público, llegó a un bonito parque, en donde se encontró una escultura de piedra blanca, representando a la Virgen, con el niño Jesús en sus brazos, con una serie de bancos de piedra blanca, de forma concéntrica, a modo de iglesia abierta. Era el muy moderno templo al aire libre dedicado a la Virgen de los Vientos. La fuerza eólica del aire no descansaba, en absoluto. En su caminar, divisó una tienda tradicional de regalos, que para su sorpresa ¡estaba abierta!, lo cual era una novedad,

La tienda tenía un gran rótulo indicador bajo el nombre de BAZAR JULIA. Arsenio se dijo a sí mismo: “estas tiendas siempre distraen. Se encuentran tan repletas de objeto para regalar, que puedo echar un buen rato para distraerme mirando. Así me libro también de este viento tan molesto que se ha levantado por toda la localidad. Es lo mejor que puedo hacer”. Penetró en el establecimiento comercial y quedó asombrado, más bien maravillado, de la gran riqueza expositiva, en la que se mezclaban miles y decenas de colores, de todas las tonalidades. Estanterías y expositores albergaban juguetes, piezas diversas, incluso tejidos… Tras el gran mostrador del cobro, permanecía de pie una joven que no pasaría de los treinta y tantos años. Tras unos minutos, supo que llamaba JULIA, como indicaba el rotulo de la fachada. ¿Cómo era Julia?  De contextura delgada, cabello castaño recogido en una bien organizada cola, expresión serena en su rostro, ojos de color azul claro, cubiertos con unas lentes de metal plateado con pocas dioptrías. Camisa, rebeca y ¡falda!, con unas deportivas azules. Arsenio agradeció la sencilla sonrisa que le regaló la propietaria del establecimiento.

“Es que “eres” el primer cliente que ha entrado en la tienda en todo el día. Al menos puedo ya decir que la jornada no ha sido perdida. Ahora no hay un gran turismo y los viajeros de los grupos Imserso sólo entran para elegir algún regalo el día de su vuelta al hogar. Además, con esta fuerte ventolera que tenemos desde hace días, la gente apetece quedarse en casa o en las dependencias de los hoteles que permanecen abiertos. Con que hayas entrado en el bazar, ya me has salvado este aburrido día, aunque lo he aprovechado para leer y ordenar algunos estantes. Con este viento, el polvo entra por cualquier rendija”.

Adriano quedó agradado de la franqueza y limpia familiaridad de la joven Julia. “Te voy a ser sincero. Soy escritor y estoy de vacaciones. Afuera hace mucho viento, un tanto insoportable para pasear. Por supuesto que en la playa no se puede estar, dada la ventolera que levanta verdaderas oleadas de arena. Hay escasos establecimientos abiertos. Necesitaba un poco de distracción. Si me das permiso, voy a ir mirando la cantidad de cosas bonitas que tienes en la tienda. Me distrae mucho mirar observar todos los cachivaches que pueblan las estanterías de tu bien organizado y alegre comercio. Te prometo que cuando termine mi entretenimiento por la tienda, elijo algún regalo, aunque te pediré consejo para no equivocarme en la elección. (Tras unos segundos de silencio) En confianza, estoy pasando una mala racha, familiar y profesional. Me he venido a Roquetas a tratar de recuperar un poco la calma en un ánimo trastocado”.

Julia, sonriendo y captando perfectamente la situación de su interlocutor y cliente, no sólo autorizó que Adriano mirara y “remirara” las decenas de objetos expuestos (veía en este único cliente del día a una persona que lo estaba pasando realmente mal) sino que también ella misma se prestó a acompañarlo y explicarle los incentivos de los regalos expuestos, en loza, cristal, plástico, algodón, y fibra, además de dulces y muchos juegos de mesa, etc. Antes las preguntas que el ya distraído cliente planteaba, la amable “dependienta” le fue explicando la historia de este antiguo bazar, heredado de su abuelo Matías, ya fallecido.

“Mi padre Rubén era marino, Por decirlo de alguna forma, tenía una novia en cada puerto. Yo no he llegado a conocer a mi madre. Nunca he sabido quien pudo ser, Me criaron los abuelos, Matías y la tata Elvira, que fueron quienes “crearon” esta bonita tienda, dedicada a los regalos, pensando en los numerosos turistas que acuden a disfrutar de las amplias playas que tiene la zona. Además de criarme con dulzura, amor, cariño y responsabilidad, legaron en mi persona la propiedad de este establecimiento, pensando en mi futuro. El abuelo ya está en el cielo, mientras que la tata, muy mayor y con deficiencias mentales, en una residencia. Yo quería ser maestra, pero, por respeto a los abuelos, decidí seguir con el negocio, que me da para vivir, sobre todo en épocas vacacionales, especialmente durante el verano. El local es de mi propiedad, pues el abuelo lo compró a buen precio, con lo que no tengo que soportar las cargas de un alquiler.

Paso aquí muchas de las horas del día, aunque durante el verano suelo contratar a alguna amiga, para poder “respirar” un poco y disfrutar de la vida. Me gusta aconsejar a esos clientes que entran sin saber qué tipo de regalo llevar a su vuelta a casa. Las horas “vacías”, como hoy con este fuerte viento, me traigo lectura para pasar el tiempo con lo que escriben los escritores como tú”.

Adriano estaba maravillado de la franqueza, llaneza y dulzura de esta joven comercial. Así fueron transcurriendo los minutos. Tan distraído estaba que no reparó en la hora que era. Había llegado la hora del cierre, las 20:30. “Te voy a comprar el regalo que tú me aconsejes. Seguro que será algo bonito y que me ayudará a recordar esta estupenda tarde que has sabido regalarme”. “Voy a sugerirte esta linda bola de cristal, que simula la nieve cuando cae sobre la tierra, con solo agitarla. Además, tiene un sencillo mecanismo que hace sonar algunas lindas melodías, notas musicales que nos alegran el alma. Te hará ilusión conservarla, como recuerdo de este día, en que tratabas de protegerte del viento, buscando alguna distracción. Esta ilusión solo te costará 9 euros, un estupendo precio”.

Tras abonar su precio, Adriano quiso compensar toda la generosidad y amistad con que había sido tratado. “¿Qué te parece si compartimos una cena y seguimos manteniendo este interesante diálogo que tanto nos agrada? Mi estancia conlleva las comidas en el hotel, pero confieso que prefiero tu linda compañía”. La respuesta afirmativa de Julia no se hizo esperar, lo que entusiasmó a un escritor en horas bajas, que de una forma totalmente inesperada estaba recuperando esa ilusión y confianza perdida.

Los dos amigos, un tanto coquetos, se prepararon para estar “bien presentables” en cuestión de minutos. Adriano, en la habitación de su hotel, situado a no muchos metros del bazar. Julia sólo tuvo que subir una escalera interior, ya que tenía su vivienda en el primer piso del establecimiento comercial. Una vez arreglados con “juvenil” elegancia, se dirigieron por consejo de Julia a un confortable restaurante con amplias cristaleras al mar, desde donde disfrutaron de una amena y suculenta cena. El viento, permanente en la zona, provocaba elevadas olas de gran belleza, cuya brillantez espumosa reflejaba la luz de la luna, a modo de espejo fiel para divertimento de las estrellas. Adriano se sintió inspirado en compartir algunos retazos interesantes de sus 48 años de existencia. Su atenta interlocutora, ocho años más joven, también le narró las luces y sombras de esa sosegada vida que protagonizaba, rodeada de centenares de cromáticos objetos para regalar y motivar las sonrisas, todo ello salpicado de anécdotas curiosas por parte de ambos comensales.

Los siguientes días vacacionales de Adriano, en una Roquetas de Mar durante la temporada baja turística, sirvieron para que la imaginación y creatividad volvieran a tener protagonismo en las muchas horas que pasaba ante el teclado de su portátil, ocupando una de las mesas del gran salón para residentes junto al bar del complejo hotelero. Pero cada tarde, cuando se acercaba la hora del cierre comercial, se acercaba al bazar de Julia, para invitarla a dar románticas caminatas por el largo y bien conservado paseo marítimo de la localidad. Después compartían una agradable cena en algunos de los restaurantes que permanecían abiertos, en esos días de la Semana Santa primaveral. Entre ellos se iba gestando una proximidad ilusionada, de dos almas “solitarias” que se necesitaban con mágica reciprocidad. El destino había querido y acertado, en sus juegos inesperados, que uno y otro valoraran la sencillez y grandeza de la amistad, que se iba tornando en afecto cariñoso, cada vez más intenso y esperanzador, que les llegaba con agraciada oportunidad.

Ambos corazones solitarios sufrieron con intensidad la llegada del día y hora de la despedida. Él tenía que volver a su estrés madrileño profesional, mientras que ella permanecería en su tienda de regalos para los demás. No les resultaba fácil asimilar la pérdida de esa hora de las 20:30 diaria, en la que cada tarde Adriano aparecía por la puerta del bazar, con esa sonrisa de niño enamorado ante una nueva noche de amistad, mientras ella tenía preparada alguna anécdota simpática, con que alegrar el nuevo encuentro diario para pasear, cenar, mirarse y “soñar”.  

Adriano Vecilla volvió a su Madrid, muy recuperado anímica e imaginativamente, para reanudar su trabajo con el grupo de guionistas Lumen, compañeros que lo recibieron con gran satisfacción, pues comprobaron que de nuevo tenían en el equipo a un sagaz, inteligente y prestigioso creador de historias. Se entregó de lleno a su creativa labor, plenamente “transformado” con respecto a esas semanas previas a su marcha vacacional a tierras almerienses. Cada noche solía contactar telefónicamente con su buena amiga Julia, con quien hablaba contándole las aventuras y dificultades del día, confidencias que eran respondidas con afecto y cariño por parte de la propietaria del Bazar de regalos. Al paso de las semanas, esas llamadas fueron espaciándose, fundamentalmente por la tensión competitiva, laboral y creativa, del imaginativo escritor. Julia comprendió con realismo y cierta tristeza que Adri estaba vinculado a un mundo muy diferente al que ella podía ofrecerle, en la modesta sencillez de una localidad turística veraniega, que en la temporada baja quedaba aletargada y adormecida. Todo muy diferente del mundo que rodeaba al famoso guionista en la capital madrileña. Evitó contactar con él, pues deseaba evitar importunarle y condicionarle. Lo recordaba como una preciosa aventura, de ocho días en primavera, que conformaron un paréntesis, pleno de ilusiones, en la “grandeza” rutinaria de una localidad playera

Pero Adri, con problemas depresivos ante el estrés profesional, no era feliz. La eficacia de su trabajo era bien retribuida para su solvencia económica. Pero no se sentía bien. Pasó el verano y a la llegada del otoño sufría la vaciedad de la soledad y la densificación acelerada en lo laboral. Sabía que no se había comportado bien con una mujer que supo darle tranquilidad, confianza, sosiego e ilusión, también amor, cuando más lo necesitaba. Habló con sus compañeros de equipo y les explicó con franqueza su especial situación. Les aseguró que su colaboración sería permanente con ellos, pero que estaba dispuesto a poner distancia con respecto a la vorágine madrileña. Trabajaría con ellos aplicando la modalidad del teletrabajo on-line y cada tres semanas viajaría a la sede de su equipo, dedicando una jornada para analizar con ellos sus proyectos y realizaciones. Cerró su apartamento madrileño, llenó dos maletas con los materiales y enseres básicos y utilizando su coche puso dirección al sureste peninsular. En su ánimo estaba el propósito de enmendar un comportamiento que le avergonzaba. Julia era esa compañera, buena, cariñosa, sencilla y fraternal, que faltaba en su vida. Neciamente la había perdido y cada vez echaba más en falta su ausencia.

Previamente había alquilado un apartamento en Roquetas, no lejos del Bazar Julia. Cuando dejó su equipaje en el coqueto habitáculo, aún sin organizarlo, se dirigió de inmediato a una calle y establecimiento que bien conocía. ¿Cómo le recibiría esa buena persona a la que tanto necesitaba, a la que plenamente amaba? Su nerviosismo era patente, indisimulable, cardio sentimental. Compró un ramillete de flores con románticos aromas, en un “tenderete” callejero. Portando el delicado presente en una de sus manos, entró en el Bazar de Julia. Su joven propietaria atendía a una pareja de personas mayores. Cuando percibió la presencia de Adriano, Julia se quedó como inmovilizada, para sorpresa de los dos veteranos clientes orientales, por sus ojos “gatunos” achinados. Se fundieron, entre lágrimas sinceras, en un cariñoso y largo abrazo. Los dos clientes, como por instinto, iniciaron unos aplausos que se oían desde la calle. Ese doce de septiembre, el sol brillaba con más fuerza “que nunca” sobre la entrañable localidad costera. -  

 

CREATIVIDAD

EN TEMPORADA BAJA

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 19 abril 2024

                 Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

                 Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/



 

viernes, 12 de abril de 2024

EL UNGÜENTO DE LAS MARAVILLAS.

Es una simpática y cariñosa costumbre buscar y comprar algún significativo objeto típico del lugar, para llevarlo como regalo o recuerdo, a la vuelta del viaje que hayamos realizado por necesidad o placer. Este presente o “detalle” lo entregaremos al familiar, amigo o conocido, quien se sentirá feliz y agradecido por habernos acordado de él durante nuestra ausencia. Pero no siempre estamos acertados en la elección del regalo. Pueden ocurrir circunstancias o hechos que compliquen lo que es básicamente un gesto amable y cariñoso. En este contexto se inserta nuestra historia de esta semana.

Aquella mañana, en la que tendría que dejar la habitación del hotel antes de las 12, un profesor universitario de Historia, miembro de la Universidad de Granada, trataba de ordenar bien la maleta que contenía todos los enseres del viaje. Mientras guardaba la ropa, el neceser, los zapatos, etc. cayó en la cuenta de que no había comprado nada, para llevar a su madre como recuerdo de este desplazamiento a Valladolid. Lo había ido dejando para el final y por unas causas u otras, ahora se le echaba el tiempo encima. Como aún no eran las doce, ABRIL Llamas del Saz pensó que aún tenía tiempo para bajar a la zona de recepción del hotel, en la que había visto al pasar una tienda de regalos, como es habitual en casi todas las instalaciones hoteleras. Allí encontraría algo apropiado para llevar a su madre ENCARNACIÓN, sabiendo que le haría mucha ilusión que su hijo se hubiera acordado de ella, en ese viaje de trabajo que le había llevado a tierras castellanas. El profesor Abril participaba en un encuentro – coloquio, sobre “Los interrogantes del mundo actual, en el ámbito de la geopolítica”. Miró una vez más el reloj, cuyas manecillas marcaban las 10:55. Tenía tiempo suficiente, antes de abandonar la habitación con la maleta de viaje.

Efectivamente, entre las dependencias del gran hotel EL PISUERGA, había una tiendecita, denominada CRISOL, situada a unos metros del lateral del mostrador de recepción, bien y densamente repleta de coloridos y vistosos recuerdos o regalos “para llevar”. Se trataba de objetos que, en su gran mayoría, el “agradecido” receptor no va a saber después en dónde colocar o guardarlos en su domicilio. En la mayoría de los casos, la única utilidad que poseían era la de decorar estanterías, que ya suelen estar bien recargadas o repletas de cosas “innecesarias”.  El ya más tranquilo profesor entró en la tienda y quedó, verdaderamente abrumado ante la cantidad de “cosas” de todos los tamaños, colores y usos, que poblaban los estantes y mostradores del atractivo comercio. El olor a plástico se hacía omnipresente, pues era el material básico entre tanto trasto inútil, salvo para regalar …

En aquel momento de la mañana, sólo había unos tres o cuatro clientes, en el interior de la tienda, los cuales miraban, una y otra vez, buscando el objeto o la figurita más apropiada para la persona que lo iba a recibir ese día o en fechas inmediatas. El joven profesor Abril hizo un par de ágiles recorridos, buscando algo apropiado para doña Encarna, su madre, que superaba con generosidad los 60 años. Por fin “descubrió” una zona de “embriagadores” perfumes. Los estuvo repasando e incluso probó, con los dosificadores gratuitos, a echarse unas gotas en las manos, para mejor percibir su aroma, antes de tomar una decisión en cuanto a la posible compra. La verdad es que no le agradaba o nada le decía el aroma de esos muy intensos perfumes, que olían a muebles antiguos o a estancias “dudosas” de cabarets y salas de fiestas y copas. También le venían a su mente los aromas que podrían olerse en los “puti” clubs nocturnos de carretera.

Pasaban los minutos y no encontraba nada apropiado para el regalo que buscaba. Entonces adoptó la decisión más apropiada y sensata: consultar a la dependienta del negocio. Se trataba de una señora entrada en su avanzada cuarentena, que curiosamente tenía una plaquita en su suéter que ponía BENIGNA. Brevemente le expuso su deseo y las características básicas de la persona a quien se lo iba a regalar. La dependiente, muy atenta a lo que le contaba el cliente y sin hacer esfuerzo alguno por articular alguna mínima sonrisa, se mantuvo unos segundos más pensativa y al fin expresó su respuesta.

“Creo que tengo lo que Vd. necesita, para la persona de su señora madre. Le confieso que me quedan muy pocas unidades, porque “me las quitan de las manos” cuando las pongo en exposición. Le explico que es una, yo diría mágica, crema, denominada LA MILAGROSA, que yo elaboro y envaso, siguiendo la receta de mi difunta bisabuela NICOLASA. Era una ejemplar mujer de campo, quien además de cuidar de las ovejas, iba recogiendo matas y flores de la naturaleza, para después trabajarlas en casa, consiguiendo una melaza sorprendente para aliviar los dolores del ano y reducir la expulsión de incómodas flatulencias, a la que era muy propensa. Lo curioso del caso es que su hija, mi abuela HELIODORA un día enfermó de fiebres, saliéndole muchos sarpullidos en el rostro y en la zona glútea. A Nicolasa se le ocurrió untar esta crema, que elaboraba de manera continua, debido a la gran demanda que tenía entre las señoras del pueblo, desapareciendo a los pocos días los sarpullidos de las partes nobles del cuerpo. Yo también la uso para reducir el vello de mi cuerpo, que me afea y entristece. También la uso para reducir la picazón e irritación de las almorranas.

Esta crema o pomada que le ofrezco, siguiendo la fórmula secreta de mis antepasados, le he puesto el nombre de BENIGFAC (por mi nombre y porque hace -face efectos prodigiosos). No la comercializo, aunque han llegado a ofrecerme sumas importantes por la fórmula que es secreta y que desde hace tiempo tengo registrada ante notario. Sólo le diré que la base son productos naturales, una serie de hierbas que crecen por estas tierras castellanas, que son recias y saludables. Trabajo la fórmula en las noches de luna llena, por la influencia que el efecto lunar ejerce sobre la melaza, machacada, filtrada y elaborada. Sólo la ofrezco y vendo a clientes distinguidos, por su presencia, trato y formación. Vd. Sr. Abril, es uno de ellos. Y le ruego que no me insista, pues sólo puedo venderle una cajita de 80 gramos”.

Abril estaba asombrado y divertido con toda esta historia y la personalidad un tanto extraña de la dependienta (tal vez propietaria de la tienda) Benigna. En realidad, él no le había pedido bote alguno de la misteriosa crema, pero dejó seguir el juego, a ver lo que pasaba. La señora entró en la trastienda y sacó de la misma una caja de cartón, de no mucho volumen, que contenía unos frasquitos de cristal llenos de “Milagrosa”, esa crema para los “dolores del ano, los sarpullidos y las incómodas flatulencias”. El precio de cada frasco era elevado: 65 euros. Aceptó comprar uno de esos frascos (después de toda la propaganda que le había hecho la buena señora no se podía negar a la compra). Benigna envolvió la compra, metiendo como regalo en el pequeño paquete una espátula de madera, muy útil y necesaria para extender el mágico ungüento.

Profundamente convencido y asombrado del producto “milagroso” que había adquirido, extraído de las raíces étnicas de la planicie castellana, dio las gracias a la extraña o curiosa dependienta, quien lo saludó con una leve inclinación de cabeza. Durante los más de 20 minutos de diálogo, Benigna fue incapaz de expresar la más leve sonrisa. Antes de salir del pequeño establecimiento observó una gran lámina pintada con la firma de Benigna, cuya temática mostraba un gran gato de color rubio anaranjado intenso, con los ojos achinados de una “sangrienta” tonalidad roja, bajo el cual había un rótulo escrito con las siguientes palabras: “Gato, gato, colorado, maúlla y mueve el rabo, que pronto llegará el pescado”. La experiencia en el Crisol había sido del todo muy instructiva, eficaz y con la inquietud o el clímax de lo misterioso.

Cuando Abril llegó a Granada, ya anochecía. Aun así, fue a visitar a su madre doña Encarna. La buena señora quedó encantada de ver a su hijo, que siempre volvía de sus viajes con algún regalo o presente, detalle y gesto que halagaba y vitalizaba a esta madre casi septuagenaria. Su hijo le explicó o resumió las propiedades “maravillosas” del versátil ungüento.

“Madre, esta crema mágica la ha elaborado una señora que tiene una tienda en el hotel donde me he hospedado. Es una persona que goza de unos conocimientos importantes en herboristería, basados en la tradición familiar. Esta valiosa pomada obra milagros en esas partes íntimas de nuestro organismo, que tantos dolores y molestias nos dan”.

Cenó en casa de su madre y se despidió de ella con el afecto cariñoso de un buen hijo. Al día siguiente tenía que seguir con sus clases en el polígono de Cartuja, impartiendo y explicando las claves identificativas del mundo contemporáneo. Abril vivía sólo, después de la diversificación de caminos que habían acordado, entre la que había sido su compañera durante seis años, LAURA, profesa titular del área de Historia Antigua y Arqueología, y su propia persona, Su expareja se había enamorado perdidamente de un bello y apuesto joven investigador griego, llamado Nicéforo Pretaulus, con el que ansiaba mantener una relación sexual irrefrenable, a fin de tratar de recuperar esa juventud que gradual e inevitablemente veía escapársele. Nicéforo era nueve años menor que ella, que ya avanzaba por la cuarta década existencial. 

Un par de días más tarde, sobre las tres de la madrugada, sonó en el dormitorio el timbre del móvil, sonido que despertó con gran inquietud al somnoliento profesor Abril. Era la voz de doña Encarna, lo que incrementó el sobresalto de su hijo, por la extraña hora para efectuar la llamada.

“¡Ay, hijo mío! Perdona que te llame a estas horas de la madrugada. Pero es que me encuentro muy dolorida y preocupada. Desde hace algún tiempo tengo dos “golondrinos” uno en cada nalga. Me molestaban bastante, especialmente al sentarme, de manera especial en los asientos menos blandos. Pensando en las propiedades milagrosas del ungüento que me trajiste de Valladolid, me di en las dos últimas noches sendas friegas y masajes, con esa crema pegajosa que huele como a vino tinto retestinado. Para mi sorpresa, los efectos han sido bastante negativos. Las dos nalgas se me han puesto profundamente enrojecidas, con picores constantes, como si una culebrina estuviera recorriendo mis posaderas, sin sosiego alguno. Además del intenso picor y dolor, se me han presentado una colitis cuando he masajeado con esta pegajosa crema las almorranas. Desde luego el olor que echa el ungüento es nauseabundo. Voy a dejar de usarlo y mañana pediré cita y ayuda médica”.

En la mañana siguiente, Abril llevó a su madre a los servicios de urgencia del ambulatorio, que la derivaron con presteza al departamento de dermatología del Hospital Clínico Universitario. Allí detectaron en la señora una gran inflamación en gran parte de la zona anal y en los glúteos de sus piernas. Le recetaron unos potentes antiinflamatorios y un adecuado antibiótico. Posteriormente, tras dejarla en su domicilio, Abril llevó el ungüento de las Maravillas al departamento universitario de bioquímica, a fin de que fuera analizado. Al día siguiente le comunicaron que su contenido era una mezcla de hierba mejorana, guindilla picante, azafrán y zumo de enebro. El material aglutinador era grasa de cerdo de pata negra, todo ello regado con vino tinto de Toro.

Afortunadamente con el paso de los días, doña Encarna ha mejorado gracias al tratamiento médico reparador. Abril se ha prometido no volver a pasar, por ahora, por la recia y bella ciudad castellana, porque si se encuentra a la Sra. Benigna no tiene seguridad de controlar ante ella su profunda y justa indignación. También tiene el firme propósito de elegir, en la medida de lo posible, regalos de naturaleza textil o alimenticia, cuando vuelva de futuros viajes profesionales o de placer. La pomada “maravillosa” o milagrosa resultó que era uno de todos esos engaños que diariamente se ciernen sobre nuestros deseos o necesidades. Y no sólo por los 65 euros que confiadamente se prestó a pagar, sino también y sobre todo por los efectos incontrolados que muchos de esos productos generan de manera negativa y con riesgo para nuestra salud.

Semanas después de estos hechos, se animó una a llamar al hotel El Pisuerga, solicitando hablar con el director del establecimiento hotelero. En un par de minutos tenía al otro lado de la línea al señor Valeriano Valenzuela, quien escuchó con atención y paciencia la narración que Abril le ofrecía acerca de su experiencia con la señora de la tienda El Crisol, instalada en las propias dependencias del hotel. El profesional hotelero no tardó en darle una explicativa respuesta.

“Verdaderamente Sr. Abril, lamento profundamente su negativa experiencia con esta tienda de regalos. Especialmente por los desagradables efectos que ha tenido que padecer su señora madre. No es la primera queja que recibimos de las personas que con la mejor intención se han dejado convencer acerca de las propiedades beneficiosas del producto Maravilla. También debo significarle, como paradoja, que otros clientes han agradecido la compra efectuada, porque a ellos si les ha resultado positiva la experiencia, con esa artesana crema. Le confieso que hemos intentado anular la concesión comercial con esta señora, pero tiene firmado un contrato antiguo, que implicaría una elevada indemnización para la sociedad que represento. Ese producto ella no lo tiene expuesto al público, ofertándolo de una manera absolutamente privada. Seguro que a Vd. tampoco le dio factura de la compra. Hay que tener mucho cuidado a la hora de elegir aquellos productos que nos ofrecen, particularmente, para su venta”.

Un día después de esta “frustrante” comunicación telefónica, Abril recibió, por correo electrónico, una invitación del hotel, para ofrecerle una estancia de una noche para dos personas, con desayuno, de coste totalmente gratuito, salvo consumiciones del servicio de habitaciones. –

 

EL UNGÜENTO DE

LAS MARAVILLAS

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 12 abril 2024

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viernes, 5 de abril de 2024

REALIDADES DETRÁS DEL ESPEJO

No es fácil, sino todo lo contrario, conocer bien a las personas. En muchos de los casos, ni ellas mismas llegan a tener una visión correcta o en profundidad de sí mismas, a lo largo de sus más o menos largas existencias. Un familiar, muy mayor, al que llegué a conocer, decía algo así como “Para llegar a conocer bien a alguien, haría falta gastar un gran saco de sal. Y a veces, ni después de ese exagerado consumo”. Las apariencias y los sucesivos comportamientos de las personas que están cerca de nuestras vidas ayudan, no cabe duda, pero el interior de lo humano es tan complejo e intrincado, que desbrozar esa “gran selva” de las intimidades humanas, incluso después de largos años de convivencia, es tarea poco menos de imposible. En este psicológico contexto se inserta nuestra historia semanal, ambientada en los años sesenta del siglo XX.  

SANTOS Arias Diana, 26, era un joven segoviano que, hasta esa edad, no había tenido suerte en los contactos afectivos. Este muchacho, que podía “catalogarse” en lo físico como una persona normal, gozaba de una notable capacidad para el trabajo o esfuerzo en el estudio. Esta constante y ejemplar dedicación a los libros le había permitido ganar plaza en unas oposiciones para administrativo en los juzgados de la región de Castilla y León, siendo destinado a la administración de justicia de la capital leonesa, un muy buen y apetecible destino, dado el excelente número que había conseguido en el listado de opositores aprobados.

Pertenecía a una modesta familia, todos ellos naturales de la provincia segoviana. Su padre FLORENCIO ejercía de transportista, alquilando su vetusta y gran camioneta, para trasladar mercancías de todo género por los municipios del histórico Reino de Castilla y León (Castilla La Vieja), aunque esos desplazamientos superaban en ocasiones los límites de tan monumental y extensa región. Su madre ALFONSA, además de atender a las labores del hogar, trabajaba con manifiesto y laborioso acierto el arte de la costura, atendiendo en su propio domicilio a numerosos encargos, cosiendo prendas tanto femeninas como masculinas. Estos humildes pero responsables progenitores no cabían en gozo, ante sus vecinos y amigos, mostrando su legítimo orgullo por ver a su único hijo convertido en funcionario administrativo de la justicia, un buen hombre de provecho, pero “sin suerte” en las cuestiones de amores. Florencio y Alfonsa tenían la percepción de tener un excelente hijo, aunque era algo tímido en sus relaciones sociales. Su padre, un hombre un tanto primario pero muy buena persona, le repetía en esas ocasiones de la sobremesa, esas sabias pero varoniles palabras: “En este mundo, chico, hay que tener con las personas un poco de más arrojo y echar los genitales “palante”.

Santos encontró, gracias a las amistades y relaciones de su padre, un aceptable acomodo para residir cuando tuvo que incorporarse a su puesto de trabajo en la provincia leonesa: una habitación en un piso compartido, no lejos del “barrio húmedo” de la ciudad. Esa habitación/dormitorio no era muy espaciosa, pero estaba limpia y ordenada, con ventana a un ojo de patio. Cama, mesilla de noche, mesa camilla redonda, que le podía servir como escritorio o para tomar algún alimento. Lógicamente, podía usar el WC colectivo, con plato de ducha, que estaba en el pasillo intercomunicador. No tenía “prohibido entrar en la cocina y hacer uso de los enseres que allí se encontraban, pero doña ANSELMA, tenía su carácter. Esta señora, viuda de guerra, era la casera y propietaria del piso (que le había dejado en herencia su difunto marido, cabo de artillería vinculado al bando Nacional, muerto en campaña en la sangrienta batalla del Ebro) daba diariamente a sus inquilinos un plato de comida al mediodía, además de un plato fiambrero para la cena, todos ellos con postre (generalmente fruta) y un buen vaso de tinto. Habitación y comida a buen precio, al menos soportable dada las carencias y carestía de la época. Además de Santos, estaban alquilados, ocupando los correspondientes dormitorios, una madre soltera, ENGRACIA, junto a su hijo pequeño Serafín, don TOMÁS, un hombre viudo de mediana edad, que trabajaba como dependiente en una mercería cercana a la Plaza de la Catedral. El 4º dormitorio, cuyo balcón daba a la calle, lo ocupaba la propietaria del inmueble, doña Anselma.

¿Cómo era un día cualquiera, en la vida de este tímido, pero tenaz y voluntarioso, joven funcionario en las oficinas de los juzgados de León?

Durante la semana, entre lunes y viernes, su horario laboral era de 8 de la mañana a tres de la tarde, aunque podía disponer de unos minutos para tomar un café o similar a media mañana. Dos sábados al mes tenía que asistir también a su puesto de trabajo, pero sólo de 9 a 14 horas. Pasaba largas horas “encerrado” en su negociado, con las paredes cubiertas hasta el techo de severos estantes de madera, repletos de legajos, con mil y un expedientes, que contenían las causas penales y administrativas correspondientes.

Tenía, como compañero de trabajo a un hombre mayor, paternal y buena persona, que “andaría” por los cincuenta y tantos, llamado don CRISTIÁN, que era un tanto fanático o goloso de las barritas de chocolate con leche y almendras, que solía comprar en el mercado de estraperlo, donde se vendía a un precio más barato que en las tiendas, pero no de tan buena calidad (el chocolate contenía mucha algarroba) como el Nestlé, que compraban los señoritos de la “camisa azul” y la gente bien situada.

Cuando terminaba su jornada laboral, usaba una bien “reparada” bicicleta de tercera o cuarta mano que se había comprado a fin de llegar a tiempo a la casa pensión, antes de que doña Anselma cerrara la cocina. Tomaba con apetito el sabroso potaje leonés que le servía la casera, con un buen “cacho” de pan, que alimentaba hasta los ángeles del cielo. De postre, casi era usual, una manzana, naranja en época de los cítricos o plátano canario.

Tras el almuerzo, se echaba un ratito en la cama, para compensar los madrugones diarios que tenía que afrontar, con ese frio gélido que provenía de los montes de León que, junto al viento del Cantábrico, congelaba los huesos y “hasta el espíritu”.

A las cinco de la tarde ya estaba de pie. Bien abrigado con su bufanda tricotada por su madre y abrigado con un grueso gabán de lana, a cuadros de mezclilla con tonalidades marrones y grises que su padre le había traído de un viaje que hizo a los Pirineos y que lo habían entregado como pago en especie por su servicio de transporte. Entonces comenzaba a pasear, sin rumbo fijo, por las estrechas calles leonesas, acabando su paseo como destino en el rio Bernesga, importante afluente del Esla, que atravesaba la histórica ciudad de norte a sur.

Y así un día tras otro. Todos los días se parecían al de ayer y al de mañana. Carecía de amigos de su edad, ya que vivía en una ciudad que no era la suya natal. Sólo intimaba en la   conversación con don Cristian, en el trabajo (bondadoso y receptivo en la conversación, que no se atrevía a “salir del armario” dado la mentalidad de la época (mediados años 60) y también con su compañero en la pensión, don Tomás, que era una persona más seria y taciturna a consecuencia de su viudez,  Los fines de semana los reservaba para ver alguna película, pasando la mayor parte de la tarde disfrutando de algún programa doble en los cines baratos que más frecuentaba, el CAPITOLIO o el ODEÓN, salas que le cogían más cerca de su pensión para el desplazamiento.

Una mañana reparó en una propaganda de mano, folleto que alguien, con las prisas propias de las gestiones, se había dejado olvidada en la ventanilla en donde él atendía al público. La propaganda hacía alusión al SALÓN MERCEDES, nombre de la propietaria de un salón de baile y alterne, montado para personas de todas las edades. Este salón de encuentro estaba instalado en la Avda. del Generalísimo Franco, aunque desde antiguo se conocía a esta arteria viaria como la Calle Ancha. Era y es una de las calles principales de la capital leonesa, no muy distanciada del Barrio Húmedo. Entonces, ese sábado de noviembre, con un frío que calaba hasta los huesos, decidió posponer o cambiar la tradicional película del fin de semana, por la asistencia a una sesión de baile. El prospecto indicaba que habría personas en la sala, que ayudarían a los clientes que no supieran bailar. En realidad, Santos pretendía, básicamente, hacer algunas amistades que compensaran la soledad tan incómoda que tanto le afectaba. Lo del baile sería una excusa para hacer algo de “ligue” con alguna chica que estuviera bien.

Tras pagar el correspondiente ticket de entrada, entró en el Salón Mercedes (había dos. El del sótano era bastante más umbrío y reservado para la privacidad. La primera impresión que extrajo de lo que veía era un ambiente muy festivo, con música que sonaba algo estridente, piezas musicales que eran intercaladas con otras más románticas, para bailar lento y “pegado”. Había personas de todas las edades, aunque predominaba la gente joven. Estaba un poco desconcertado, pero advirtió que una chica que estaba sentada, esperando a que la sacaran a bailar, se le quedó mirando con notoria fijeza. Entonces Santos, tratando de superar esa timidez que le afectaba desde siempre, se acercó a la muchacha, haciendo el ademán correspondiente de invitarla a bailar. LARA, ese era su nombre, accedió de inmediato, coincidiendo que sonaban dos piezas románticas para bailar pegado.  Comenzaron a intercambiar palabras, frases, comentarios simples, tratando de ir rompiendo el hielo inicial de dos personas que no se conocían hasta ese momento. Tras estos bailes, la invitó a la zona del bar para mantener una conversación algo más relajada.

Era una joven de aspecto normal (a él le pareció bellísima) largo su cabello negro en una melena muy bien cuidada. Vestía falda, botines y no llevaba colgantes encima, ni bisutería ni otro tipo de joyas. Era algo mayor que Santos, pues ya había cumplido los 31. También le comentó que “servía” en casa los señores de Monforte y que tenía libre los sábados por la tarde y el domingo. Así pasaron juntos toda la tarde. A la chica parecía haberle caído bien este joven, con cara de buena persona y un tanto “despistadillo”, tras haber abandonado su hábitat natural segoviano. En las siguientes semanas, el noviazgo entre los dos jóvenes se fue formalizando, para la ilusión “desbordante” de Santos, quien pensaba haber encontrado a una agradable, sencilla y muy humana compañera, con la que combatir mejor esa soledad que hasta ese encuentro con ella le perturbaba. Un fin de semana tras otro, los dos jóvenes enamorados compartían los paseos, el cine, las meriendas y las confidencias para irse conociendo un poco mejor. También durante los días intermedios, a los sábados y domingos, hacían lo posible por verse, cuando ella tenía que ir a comprar o a realizar algún recado que le mandaban los señores de la casa. Santos le acompañaba y así estaba con la persona que en ese momento estaba transformando positivamente su vida.

Lara le comentó que ella era hija de unos labradores del Bierzo, que trabajaban por cuenta ajena en las tierras de unos propietarios que habían hecho mucho dinero con la venta del cereal. Esta vida modesta, en el ambiente rural, la había movido a buscar mejor fortuna en la capital del Reino. Los gastos de las meriendas, el cine, los bailes, etc. todo salía del bolsillo del funcionario judicial, quien cada vez se sentía más animado y “acaramelado” en lo sentimental, con su nueva compañera. Santos vivía como en un sueño feliz, que había reconducido y cambiado la soledad de su vida.

Después de un par de meses, una tarde de domingo Lara le habló de un complejo asunto, totalmente inesperado, que sembró la inquietud en el corazón y equilibrio de Santos. Aquel día su compañera se mostraba inusualmente seria, cuando le planteaba algo que él nunca podía haberse podido imaginar. Básicamente, el turbio proyecto que le proponía consistía en que, conociendo la sirvienta cuando los señores no estaban en casa, su novio entrara en la casa, rompiendo unos cristales de la ventana y robara un importante cuadro de pintura barroca. Los señores, gente con mucho dinero que habían acumulado de su estancia en tierras americanas, eran muy aficionados al coleccionismo de obras de arte, especialmente pinturas. Ese cuadro, de un tamaño más bien pequeño, era una pintura atribuida a Rubens. Lara ya había contactado con un tratante, que se quedaría con la tela, a cambio de un buen montón de miles de pesetas. La entrada de Santos en la mansión debía producirse cuando ella hubiera salido, para hacer la compra en el colmado de la Plaza de la Platería.

Santos no daba crédito a lo que acababa de escuchar. Sin haber procesado totalmente la propuesta de su compañera y con el color del rostro transformado por el impacto de la situación, le preguntó a Lara el porqué de esta “terrible” propuesta, la joven le respondió que sus padres eran personas muy pobres. Y que la madre estaba enferma y también que su padre tenía deudas. Ante esta inesperada situación, el atribulado administrativo sólo acertó a responderle “Déjame que lo piense”.

Ya en casa, estuvo toda la noche dándole vueltas a este turbio asunto que su novia le había propuesto. Se despertó varias veces sobresaltado, pues lo delictivo de la acción era profundamente preocupante. ¡Como era posible que una chica tan buena y sencilla, le hubiera transmitido lo que aquella tarde había tenido que escuchar!

En la mañana del lunes, decidió pedir consejo al bueno de don Cristián. Tras escucharlo, este veterano escribiente judicial le respondió con ese afecto paternal que le caracterizaba.

“Amigo Santos, te voy a hablar como un padre lo haría con su propio hijo.  No te metas en esos negocios sucios. Son delictivos y te pueden llevar a prisión. Cuando la policía investigue, tirará del hilo y lo descubrirá todo. Yo de ti me alejaría de inmediato de esa chica que, a pesar de toda la alegría que te ha aportado hasta este momento, puede llevarte a la destrucción personal. Por lo que tú me has contado, nunca te habrías esperado que te propusiera cometer un delito de robo, con allanamiento de morada. Pero así es la vida. Debes buscar para tu vida otra persona, que no te lleve a la perdición.”

Tras pensarlo durante algunos días, tomó finalmente la decisión de dejar de ver a Lara. Su vida de nuevo daba un giro hacia atrás. Pero la racionalidad y el sentido común le aconsejaban, que el camino que con tanta ilusión había emprendido, lo iba a llevar a la destrucción personal. Lo que más le dolía y le inquietaba era cómo en una persona, como su ya exnovia Lara, tras ese rostro y comportamiento “angelical” podía esconderse una mentalidad tan enrevesada y delictiva. Era, sin duda, un muy duro golpe que sólo el tiempo y la suerte podría ir borrando de su corazón y conciencia. Así que su vida volvió al régimen antiguo de la soledad, con la rutina de sus paseos hasta el río, las películas del fin de semana y a esperar que el destino le deparara otra oportunidad para encontrar una compañera que tuviera un interior normalizado y legal.

En este caso, ese destino “juguetón” se mostró benévolo con la persona del pobre Santos. La habitación que ocupaban Engracia y su pequeño Serafín se quedó libre, pues esta madre soltera había decidido volver a casa de sus padres. La nueva inquilina de la habitación era una joven de 23 años, que tenía por nombre REGINA. Había estudiado magisterio y ahora estaba preparando unas oposiciones para maestra de Educación Primaria. A esta joven tampoco le agradaba la vida rural que sus padres habían sobrellevado a lo largo de sus vidas, por lo que había tomado la opción de preparar las oposiciones para la docencia y al tiempo trabajar como señorita de compañía de una anciana, bastante impedida para la movilidad. Regina no era tan bella como Lara, pero era una joven de aspecto normal y muy cariñosa y divertida. Los dos jóvenes Intimaron y ahora están saliendo juntos y viviendo una hermosa relación, gracias a que ambos son alquilados en casa de la señora Anselma. Los proyectos de estos dos enamorados, Santos y Regina, son formar juntos una familia lo antes posible, en función de las circunstancias económicas que hicieran posible tan esperanzadora unión.  

Apenas un mes después de estos acontecimientos, cuando una mañana Santos llegó al puesto de trabajo, su compañero don Cristián le tenía guardado un ejemplar del Diario de León, correspondiente al día anterior. “Mira en la página de sucesos. Te vas a llevar una gran sorpresa”. La información que el periódico ofrecía puso un nudo emocional en el corazón del asombrado escribiente. El artículo relataba acerca de la caída en manos de la policía de una red delictiva, que se dedicaba a robar objetos valiosos en domicilios pudientes. En la foto del reportaje aparecía el supuesto jefe de estos delitos, un personaje de origen turco llamado Omar L.F. Esta red delictiva se valía de la colaboración de varias mujeres, que se ponían a servir en domicilios de familias “bien”. Santos no ha vuelto a tener información alguna de aquella frágil y receptiva chica, que conoció una tarde de otoño en el Salón Mercedes. -

 

 

 

 REALIDADES

DETRÁS DEL ESPEJO

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 05 abril 2024

                                                                              Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

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viernes, 29 de marzo de 2024

EL PADRE ARTEMIO

 

Hay personas que, por su genética, educación recibida, ambiente familiar, carácter y otras circunstancias, mantienen un recorrido vital uniforme, en función de la actividad profesional que hayan elegido y para la que se han preparado. Sin embargo, también hay otras vidas que, por estos mismos factores cambian “drásticamente”, en un momento concreto, esa imagen estable que protagonizaban ante el entorno social. Supuestamente, no lo hacen sólo por gusto o capricho, sino por razones que su voluntad y racionalidad deciden, en función de una historia personal que pertenece a su legítima y absoluta privacidad.

El Padre ARTEMIO Suárez Ledesma había sido ordenado sacerdote en 1954, después de prepararse durante muchos años, en el Seminario Conciliar de Málaga. Había nacido en 1930, en el pueblo de Casabermeja, situado hacia el norte de la capitalidad malacitana, en el seno de una modesta familia de panaderos y carecía de otros hermanos. Vivió en sus años de infancia el trágico episodio de la Guerra Civil, quedando anclados en sus infantiles recuerdos las “terribles” acciones violentas, el miedo y el rencor de unos contra otros, como hechos imborrables de una infancia desgraciada. Sus propios padres, Amaro y Fuensanta, eran personas de “izquierda” en sus ideologías, por lo que al final de la contienda, tras ser señalados y acusados por vecinos rencorosos, fueron detenidos y tuvieron que pasar unos años en prisión.

En estas duras circunstancias, la tía Herminia, hermana de su madre, se hizo cargo de su único sobrino. Esta señora, dedicada a la costura, permanecía soltera, siendo persona en extremo religiosa y muy de “derechas”. Trataba, de manera constante, de inducir en su pequeño sobrino la doctrina y los comportamientos propios del nacionalcatolicismo. Entendía esta “obsesiva” señora que para Artemi, como solía llamarle, la mejor educación que podría recibir, en esos primeros años cuarenta y como otros muchos niños de la época, era la que proporcionaba el SEMINARIO DIOCESANO, construido en los años 20, zona de los Almendrales, en la salida de Málaga por el camino de los Montes. Gracias a la influencia y contactos del Padre Doroteo, sacerdote párroco del municipio bermejo, a petición de la muy devota feligresa doña Herminia, este niño de la posguerra pudo ingresar como alumno en el malacitano y clerical centro formativo. Tenía entonces 11 años y era un chico muy obediente con respecto a ese único familiar que ejercía como tutora.

Tres años más tarde, Artemi fue integrado, a petición propia (con el criterio afirmativo de sus educadores) en el grupo escolar específico de los seminaristas. La disciplina del religioso centro educativo era austera y exigente con el comportamiento de los jóvenes que allí se formaban, pero esa dureza se toleraba gracias a la habilidad de los profesores, todos ellos vinculados al sacerdocio católico. Los sábados por la tarde, los grupos de seminaristas, vestidos con sus sotanas y llevando la beca blanca sobre sus hombros, bajaban caminando por la calle Cristo de la Epidemia, siguiendo hasta la Plaza de los Monos y desde allí por Victoria y calle Alcazabilla, llegaban al gran Parque de la ciudad, para disfrutar de ese grato ambiente forestal y seguir caminando, en sus disciplinados y ordenados grupos, por el paralelo “Paseo de los Curas” junto a las verjas del Puerto. Las personas que por allí paseaban comentaban sonrientes ¡Ya llegan los seminaristas!

A finales de los años 40, sus padres ya estaban liberados del régimen penitenciario. Comprendían, a pesar de sus intensas ideas socialistas, que la decisión de tía Herminia había estado en consonancia con la ideología triunfante en la contienda y que había tratado de hacer lo más conveniente para la mejor educación de su sobrino. Era una “oscura” época de intensas carestías materiales y potente ideologización en el nacional catolicismo para todos los ámbitos de la vida.

Para alegría de todos, el seminarista Artemio pudo ordenarse sacerdote y celebrar su primera misa (cantar misa) en 1954, cuando alcanzaba los 24 años. A partir de entonces, fue siendo destinado a diversas parroquias de la provincia malacitana, como sacerdote coadjutor, ayudante del párroco titular. La feligresía lo valoraba como un cura joven, que cumplía muy bien con sus obligaciones pastorales, para también satisfacción de su superior parroquial. Las dos obligaciones que más le agradaban e influían en su carácter, eran las clases de catequesis, que impartía dos veces a la semana a los niños del barrio parroquial. Disfrutaba mucho con la sana y bondadosa espontaneidad de los pequeños. La otra función a la que también se entregaba con gran dedicación, afectándole sentimental y psicológicamente era la hora y media diaria (a veces tenía que ampliar este horario) que pasaba sentado en el confesionario, escuchando y aconsejando sobre los pecados y faltas que los feligreses manifestaban con profunda humildad. Muchos de estos católicos practicantes eran bien explícitos en sus comportamientos y faltas a los diez mandamientos de la Ley de Dios, que confesaban al joven sacerdote. Algunos de esos feligreses repetían, semana tras semana, ese arrodillarse ante la rejilla o celosía del confesionario, o bien hacerlo (como los hombres) sin rejilla de por medio ante el sacerdote confesor. Todas estas horas de confesionario iba creando en la mentalidad de Artemio un denso cuerpo temático, acerca de la forma de comportarse las personas, tanto en lo privado como en el ámbito de la relación social. Al ir cambiando periódicamente de parroquia, esos feligreses, que de manera continua confesaban sus pecados, antes de ir a comulgar, también iban cambiando, exponiendo sus debilidades y miserias, como personas humanas y por consiguiente imperfectas.

Ya en 1962, con 32 años, el padre Artemio fue nombrado por el obispo de la diócesis párroco titular de la iglesia de Casarabonela. Sus funciones pastorales prácticamente no habían cambiado, aunque ahora las desempeñaba siendo el Sr. Cura del pueblo. Esas funciones eran la celebración de la misa diaria, las horas de catequesis semanales, la visita a los parroquianos enfermos y la celebración de los bautizos, bodas y sepelios, etc. Pero continuaba impactándole todo aquello que escuchaba a través de la celosía del confesionario, ese rígido, austero y gran mueble de madera pintada de oscuro, por parte de las mujeres y hombres que confesaban sus faltas, cumpliendo la penitencia impuesta para el perdón de esos pecados contra la Ley de Dios. Como ya se ha comentado, algunos feligreses extendían su confesión durante muchos minutos, pues además de narrar sus faltas, con todo lujo de detalles, rogaban al padre confesor que les diera consejos para sus debilidades, escuchando la palabra docta del Sr. Cura del pueblo. Algunos de esos feligreses ocupaban casi la media hora arrodillados ante el sacerdote confesor. Para una persona como él, que desde los doce años había crecido en el microcosmos de un seminario, en muchos aspectos ajeno a la vida real en la que estaba inmerso, esas confidencias que recibía a través de las confesiones le iba proporcionando la otra imagen de un mundo sufriente, de las grandes miserias y las rudas realidades para el sosiego espiritual.

Y así fueron transcurriendo los años, los meses y los días. Pero en los años 70, El padre Artemio comenzó a sentir inseguridad y desazón en la firmeza de su vocación. Se llegaba a preguntar si esa necesaria fe vocacional para el ministerio sacerdotal la estaba perdiendo o si alguna vez realmente la había tenido. Era un niño de la guerra que con apenas doce años ingresó en el seminario, condicionado por la influencia de su tía, quien consideraba que en este centro religioso recibiría la mejor educación posible, en esos áridos y carenciales momentos posteriores a una guerra fratricida en la que habían muerto y seguían muriendo cientos de miles españoles. Comenzó a rondarle por la cabeza la posibilidad o necesidad de iniciar una nueva vida. No era sólo por la opción de formar una familia, sino porque cuando predicaba y confesaba se sentía representando o teatralizando un papel o rol que su corazón y conciencia ya no asumían.

Fueron semanas y meses muy duros ante la crucial decisión que debería adoptar. Habló con algunos compañeros e incluso con la autoridad episcopal, El prelado de la diócesis le sugirió la posibilidad de enviarlo a “misiones” por tierras de Sudamérica o África, a fin de que recuperara el fervor vocacional sacerdotal. Muchos de sus compañeros pensaban y comentaban que tenía de haber una mujer en este delicado contexto, pero El P. Artemio aseguraba que el asunto de la sexualidad lo tenía bien controlado. Desde luego no lo descartaba si llegase el caso a producirse. Afirmaba que su problema era básicamente vocacional.

Tras sufrir graves problemas de insomnio y depresión, el 2 de enero de 1982. Presentó en las oficinas del Palacio Episcopal la documentación requerida para solicitar su pase al estado secular. Esta delicada secularización fue gestionada rápidamente, pues el sacerdote que la solicitaba era bien conocido no solo en su parroquia de Casarabonela, sino en otros municipios en los que había desarrollado su función sacerdotal. El tribunal canónico emitió la correspondiente resolución el 4 de febrero de ese mismo año. La noticia, entre los compañeros del clero, también generó reacciones diversas, Unos fueron más comprensivos, mientras que otros sacerdotes no lo fueron tanto. No volvió a entrevistarse con el Sr. Obispo, autoridad que trataba de pasar página a este incómodo y desagradable asunto lo más tapidamente posible.

En el aspecto laboral, tenía que buscar (ya lo tenía pensado) una salida que le permitiera ganarse el sustento diario. Sus padres, con muchos años a las espaldas, se encontraban ya en una residencia para mayores. La vivienda familiar de Casabermeja la puso en alquiler, con cuyos ingresos pudo a su vez alquilar un pequeño y modesto piso en la zona del centro antiguo malagueño, concretamente en el área de la Plaza de San Francisco, muy cerca del conservatorio María Cristina. Sus conocimientos de latín le fueron en sumo útiles para explicar en un colegio religioso, en donde, gracias a las gestiones de un compañero sacerdote, fue contratado. Cuando el director del centro conoció que también tenía conocimientos de inglés, le amplió su horario para que diera unas horas a los niños de primaria.

Se encontraba como “liberado” ahora en su nueva vida. Además de las horas dedicadas a la docencia, le agradaba pasear y recorrer los rincones de una ciudad que estaba en pleno crecimiento. Su salud era buena y con poco más de los cincuenta, pensaba que aún tenía muchos días para vivir en esa nueva experiencia de la secularización. Desde su etapa en el seminario, siempre le había gustado escribir. Ya como sacerdote, solía redactar por escrito sus homilías, lo que le ayudaba a predicar con más fuerza y perfección, ante los fieles que asistían devotamente a los oficios religiosos. Continuaba practicando el atractivo arte y creatividad de la escritura. Así que un día se animó en participar en un concurso de relatos, organizado por un diario local. Para su ilusión y sorpresa consiguió que su escrito mereciese por el jurado la concesión del 2º premio. Más que por la modesta cuantía del premio que se le otorgaba, se sentía feliz porque se le abría un camino, el de la composición escrita, que le enriquecía anímicamente, para ver con más optimismo ese futuro en la etapa de la madurez. Entendía que su imaginación se había visto potenciada por sus muchas y largas horas pasadas en los confesionarios. Ese escuchar, dialogar y aconsejar, le permitía conocer en mayor profundidad los comportamientos y los condicionantes de las personas en sus respuestas sociales y personales. Habían sido 18 años de sacerdocio. En ese importante periplo, con alzas y bajas en lo vocacional, había tenido la oportunidad de conocer y reflexionar acerca de decenas y decenas de problemáticas de los fieles creyentes. Laicos que, arrodillados tras la celosía del confesionario o en la expresividad directa, por parte de los hombres, se acercaban al confesionario, con plena humildad, para narrar y detallar sus faltas y pecados, rogando recibir esos consejos, más el perdón subsiguiente, a fin de dejar su alma en paz y acercarse limpios de faltas a la comunión fraternal.

La redacción del diario que le había concedido el premio le solicitó algunos de esos otros relatos que Artemio gustaba redactar en sus ratos libres, utilizando para ello su entrañable y eficaz máquina de escribir Olivetti, Lettera 36. Todavía, en aquellos inicios de los años 80 no se había desarrollado el gran fenómeno social de los ordenadores personales. El diario comenzó a publicar algunos de estos relatos en la edición dominical, a modo de historias, cuentos o narraciones, cuya extensión no podía superar, por necesidades de maquetación y montaje, las 1000 palabras. Sus contenidos estaban relacionados con el comportamiento y las respuestas de las personas a sus problemas, relacionales e íntimos, cotidianos.

Estas colaboraciones o escritos también le abrieron una interesante puerta en el ámbito de la radiodifusión. Una emisora local, vinculada a una cadena de ámbito nacional, le propuso dirigir y protagonizar un curioso espacio de madrugada, entre las 12 y las dos, atendiendo a las llamadas de los oyentes, comentando algún problema familiar o vivencia personal, solicitando el adecuado consejo de una persona que atesoraba una amplia trayectoria en el tratamiento de los problemas y comportamientos humanos. Obviamente la dirección de la emisora conocía el historial de este profesor y escritor y antiguo miembro del clero sacerdotal. Este distraído espacio en las ondas, dirigido de manera espacial a noctámbulos y a personas que utilizaban horas de la noche para el estudio o el trabajo, tenía por título CUÉNTAME TU PROBLEMA. Este programa, comandado por el AMIGO ARTEMIO, generó un elevado número de seguidores oyentes y participantes. Tanto sus colaboraciones en el diario local, como en las ondas radiofónicas, generó una simpática y lúdica popularidad que, obviamente, llegó a la comunidad eclesiástica, plenamente asombrada por las peripecias del “hermano” Artemio. Obviamente, muchos de sus antiguos feligreses reconocieron a la antigua persona con sotana que había detrás de las narraciones escritas y en el protagonismo de las ondas: el inolvidable P. Artemio Suárez.

El ya popular personaje permanecía soltero. Tuvo algunas relaciones afectivas con algunas señoras, pero el desarrollo temporal de estos vínculos nunca fue extenso. Artemio consideraba que eran mejores las amistades puntuales, que una relación estable matrimonial, como las que él tantas veces había bendecido desde el altar mayor de los templos en los que había estado, como coadjutor o párroco titular. Pero tampoco dudaba que, en algún momento de su ya madura existencia, pudiera acceder a una relación afectiva más estable, con la formación de una familia.  

Una mañana de mayo, cuando ya estaba finalizando el recorrido de su sexta década existencial, recibió una llamada en su número de móvil, que no había cambiado, de la última persona que pensaba podría estar al otro lado de la línea. Para su asombro, era del prelado de la diócesis, su antiguo y respetado jefe en la jerarquía sacerdotal. Tras los cordiales saludos por ambas partes, el Sr. Obispo le comentaba su interés en mantener una entrevista personal con él, quedando en verse en el despacho episcopal, dos días más tarde.

 

“Amigo y hermano Artemio. Valoro y me alegro de la importante imagen social que has conseguido, con limpio esfuerzo, en la actualidad. Obviamente, siempre he creído en los valores que te adornaban. Atrás quedan antiguas rencillas, decepciones y, tal vez, incomprensiones, porque no es fácil perder el sacerdocio de una persona tan cualificada, honesta y respetuosa con sus obligaciones pastorales. Hoy quiero pedirte algo muy necesario, para que lo medites, con el corazón abierto a la providencia divina, junto a la caridad humana. Cada vez tenemos menos vocaciones. Tú conoces esta, muy preocupante, realidad, que hace mucho más difícil nuestra labor pastoral. Esa petición consiste, pensando en tus hermanos necesitados, en que nos ayudes, con tus conocimientos y experiencias, como católico seglar, en una imprescindible y hermosa acción pastoral. Hemos pensado que podrías dedicar unas horas semanales, para llevar calor, amistad y el consuelo religioso, a esos hermanos mayores, que viven la postrera etapa de sus existencias, internados en las residencias para la tercera edad de nuestra provincia. Sería una hermosa, solidaria y cristiana labor que tu harías, con la responsabilidad y eficacia que siempre has demostrado. Te lo pedimos, con sencillez, humildad y amistad”.

 

Profundamente emocionado, Artemio se arrodilló ante el Sr. Obispo, en señal de respeto, sumisión y fraternidad. El prelado se levantó de su asiento e indicó al antiguo sacerdote que también lo hiciera y se abrazaron. Desde ese grato día, el sacerdote secularizado dedica los fines de semana para desplazarse a distintas residencias para mayores, a fin de llevar a las personas, que allí reposan sus vidas, amistad, el cariño, el dialogo y los valores más excelsos de los buenos cristianos. Esos hermanos mayores, que cada día se van despidiendo de su recorrido por estos sinuosos caminos de lo terrenal, agradecen con alegría y sencillez esa mano amiga que tanto bien y esperanza les reporta para el consuelo de sus vidas. -

   

  EL PADRE ARTEMIO

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 29 marzo 2024

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