viernes, 26 de octubre de 2012

AQUEL HOMBRE, SOLIDARIO EN LA PLAYA.


Resulta grato y saludable pasear junto a la orilla del mar, caminando, a ser posible descalzo, por la arena de la playa. Especialmente, en esos días en los que el verano ya se ha despedido y son escasas las personas que también comparten ese deambular cotidiano junto a las olas, el olor a marisma y la placidez de un sol que tonifica y reconforta. Sea primavera, otoño o incluso invierno. Hay ciudades a las que el destino ha querido regalar esa mirada al mar, sintiéndose aduladas por una situación latitudinal u orográfica de verdadero privilegio, al margen de cualquier estación en el tiempo atmosférico. Sus amaneceres o atardeceres, templados y plenos de luminosidad, invitan a disfrutar de la naturaleza,  gozando por esos caminos que te hacen pensar, sentir y vibrar, con esos latidos que sólo tú percibes desde un ánimo agradecido y halagado. Y así, un día tras otro, desde muy temprano o sonriendo ante la puesta del sol.

Decía que son escasas las personas que, a esas horas tempraneras, también hacen ese plácido ejercicio de dejar huellas traviesas por la arena. Algunas incluso se atreven a dar un valiente chapuzón en un agua ya térmicamente fresca para el equilibrio corporal. A pesar de que caminas un tanto ensimismado, por la composición del paisaje teñido de belleza, se te van haciendo familiares determinadas personas que, desde su anonimato, te acompañan en ese disfrute del paseo matinal. No suele haber niños. Son horas para las obligaciones escolares. Te encuentras con aquella señora que parece extranjera, siempre con su bolsa de plástico donde guarda las conchitas o piedrecitas, bruñidas por la fuerza del agua, que recoge con primorosa atención e ilusión. O ese par de mujeres, en la medianía de la edad, que se afanan por broncear sus cuerpos, ya bien tostados, tendidas sobre toallas azul y fucsia, siempre del mismo color, Suelen ubicarse muy próximas a la gran chimenea o torre mastodóntica que, con humilde arrogancia, sabe mezclar la historia y el amor. Y también una caña varada, con su mano abierta al mar. Cerca de la misma, una sillita de pescador sostiene a un hombre descalzo, de gorra y gafas oscuras, camiseta blanca y pantalón raído hasta las rodillas, que espera lo que sólo él puede o sabe imaginar.  Son esos gestos y miradas silenciosas que te acompañan cada mañana, a veces cada tarde, en el disfrute de tu intimidad. 

Lo veía, un día tras otro, en la alternancia de mis paseos, con la fácil identidad de su modesto chaleco de tela vaquera, pantalón corto del mismo tejido deportivo, guante de bricolaje en la mano derecha y una gorrilla celeste, que me impedía conocer el nivel de su evidente alopecia. Se agachaba, una y otra vez, pero no recogía esos caracolillos o conchitas en las que se afanan los coleccionistas o los artesanos de figuras con restos marinos. No, lo que iba echando, en una gran bolsa que llevaba colgada en su hombro izquierdo, eran restos de alimentos, papeles, plásticos, latas vacías, cajetillas de tabaco, colillas, hojas de periódicos, envoltorios, incluso compresas y similares que el oleaje había depositado junto a la orilla de la playa. Recorría, caminando despacio y dibujando zig-zags en sus pisadas, todo el lineal de ese trozo de costa occidental, llenando su bolsa de aquellos restos indeseados para la contaminación y suciedad del lugar. Discretamente lo fui siguiendo, desde la lejanía, y pude comprobar que ese equipaje residual, medianamente repleto de la recogida de basura, era atado y cerrado, dejándolo en uno de los contenedores habilitados en la zona para depositar los restos ya utilizados por sus propietarios. Después, sacó otra de esas grandes bolsas de plástico y continuó con su esforzada, pero benefactora, labor para proteger este trocito de naturaleza, maltratado por el descuido y la incultura cívica  de tantos jóvenes, chicos y mayores.

“Buenos días, perdóneme que le interrumpa en su trabajo. Llevo varios días observándole y admiro el esfuerzo que lleva a cabo todas las mañanas. Incluso me he preguntado si esta encomiable labor la realiza por decisión propia o pertenece a alguna sociedad u organismo que le encomienda la limpieza de la playa. Desde luego, gracias a Vd. esta playa del oeste está mucho más limpia y aseada para los que se bañan o simplemente vienen a pasear o descansar, tomando el sol, sobre la arena ¡Qué bueno sería, si todos cuidáramos un poco más de aquellos lugares públicos que visitamos! Bueno, mi nombre es….”

Me encuentro ante una persona fuerte, sobrado de peso y con la piel curtida por la abundante exposición al sol. Se me queda observando unos segundos, dubitativo, pero pronto reacciona y se esfuerza en mostrar su amabilidad. ¿Le apetece que compartamos un café? Sentados ya en un chiringuito cercano, con muy escasa clientela a esas horas tempranas de la mañana, se muestra receptivo a mi curiosidad. Apenas pronuncia sus primeras palabras, en un forzado castellano, compruebo su evidente origen extranjero.  Efectivamente nació y se crió en Irlanda. Me habla de unos estudios o especialidad que posee en prospección de hidrocarburos, lo que le llevó a viajar por medio mundo, investigando y trabajando en el entorno del preciado combustible fósil. “Oro negro” ha sido llamado, origen de tantas realidades, beneficios y ambiciones. Ya entrado en la cincuentena, tuvo un desafortunado accidente en una plataforma petrolífera, anclada por el Mar del Norte, que le provocó su jubilación y una cojera que, fuera de la arena en la playa, se hace más perceptible. Sus palabras, viradas o amoldadas bajo la influencia británica, las pronuncia con un ritmo cómodamente pausado, como disfrutando de un tiempo para el que no existe la urgencia o prisas del segundero. Aprovecho el momento en que toma un sorbo de su café, sólo y sin apenas azúcar, para comentarle brevemente la dedicación profesional que he ejercicio en mis años de actividad laboral. Aunque su vista la centra en la taza que ha dejado sobre la mesa, percibo que está muy atento a la información que le transmito. Aclaro que pronto surge entre ambos el tuteo andaluz, aunque en principio tuve que esforzarme pues, aunque en pocos años, creo que me aventaja en la edad.

“Veo que eres un buen observador. Sí, yo también te llevo viendo caminar, por la arena de esta playa, muchas mañanas. Hay poca gente a estas horas y nos quedamos con las imágenes que se repiten ante nuestros ojos. Te voy a explicar el motivo de mi esfuerzo, aunque la verdad no es difícil entenderlo. Vivo bien, con la pensión que me ha quedado tras aquel accidente laboral. No muy lejos de donde estamos sentados. Mi casa está cerquita de la desembocadura del Guadalhorce, ese gran río de Málaga. ¡Vaya caudal que cogió el otro día! El calor del verano provoca estas cosas ahora en septiembre. La lluvia no conoce a nadie e hizo que el Guadalhorce arrasara algunas zonas construidas tan cerca de su cauce. Sí, creo que todos debemos ayudar a limpiar nuestra vida. Las playas, los jardines, las aceras o el interior de los ascensores. ¡También, nuestras conciencias! (adorna esta última frase con una educada carcajada).  Ya ves, hago ejercicio caminando desde mi casa hasta esta zona. Y, durante el recorrido, voy recogiendo muchas cosas, muchos residuos innecesarios que no deben estar dormitando sobre la arena. Muy cerca están los contenedores y cubos para la basura ¿Por qué seremos tan descuidados? ¿No es mejor andar sobre un suelo limpio? Si yo te contara lo que he llegado a recoger por estas playas, desde luego las mejores de Málaga……. No, nadie me obliga a hacerlo, pero yo así me siento bien y con la conciencia más alegre. Ensuciamos este bonito mar que nos da vida. Unos lo hacen más que otros, pero al fin, todos. Yo he vivido meses en esas plataformas marinas que extraen el petróleo de grandes bolsas yacentes bajo las aguas. Y sé cómo contaminamos. Los barcos, los emisarios de las ciudades, las personas, las fábricas…. Somos indolentes e irresponsables, innoblemente sucios, ante la gravedad de nuestro comportamiento con el ecosistema. Después no nos debemos extrañar de las duras respuestas con que nos castiga la atmósfera”.

Sin apenas darnos cuenta, han pasado los minutos y el sol ya calienta con fuerza. Miguel (Michael) guarda silencio, tras este largo monólogo explicativo. Educadamente, entiende que ahora debo ser yo quien le aporte mi opinión acerca de sus reflexiones y explicaciones. Seguro que también tiene interés en conocer algo de esa persona que comparte con él la atención y el diálogo. Tomo la palabra para elogiar, de una forma sincera, el ejemplo de su esfuerzo diario y la admirable base argumental en que lo sustenta. Mientras hablábamos, me fijé que el camarero que nos había atendido nos observaba desde la barra de una manera un tanto persistente. Creí ver que, en algunos momentos, este trabajador del chiringuito hacía como algún movimiento con su cabeza, expresando en su semblante una evidente desaprobación. No le di más importancia al hecho. Quise invitar a este nuevo amigo, pues era yo quien había roto los muros del anonimato y el silencio, acercándome a su admirable labor para el medio ambiente. Una vez que ya terminamos nuestra consumición y, a la vez, grato diálogo, pagué la nota y salimos hacia la calle. Miguel se me había adelantado unos metros pues, a pesar de su cojera, daba unos pasos con un gran angular de desplazamiento. Veo que el camarero se me acerca y, en voz baja, me dice la siguiente frase (más o menos textual). “¿Le ha contado la historia de su trabajo con las petroleras y toda esa letanía del ecosistema, que tan bien tiene aprendida?” Me regala una sonrisa que tenía más un sentido preventivo de apercibimiento. “Tenga cuidado, mucho cuidado, que a éste “pájaro” ya lo conocemos. Es un especialista en esto de liar a la gente. No es Vd. el primero”. Una chica joven, que está colocando vasos usados en el lavavajillas y nos escucha, asiente con un movimiento afirmativo de su cabeza, mirándome con firmeza a los ojos.

Pasaron los días y no volví a este lugar de la playa. El perímetro de costa es muy largo y ofrece otros excelentes espacios donde pasear. Pero también, cada uno de esos días, me propongo volver a ese chiringuito varado en la arena, donde creí encontrar un trocito de amistad, junto a la desagradable inquietud de la duda. Tendría que preguntarle al camarero más datos sobre la advertencia que se esforzó en confiarme. Antes de hacerlo, temo romper esa imagen tan elogiosa que me he creado de un buen hombre, ejemplar en su esfuerzo, afanado en hacer más agradable el paseo de sus semejantes sobre una arena limpia, donde rompen y susurran las olas.-


José L. Casado Toro (viernes 26 octubre, 2012)
Profesor

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