viernes, 29 de mayo de 2020

UNA VALIENTE OPORTUNIDAD, PARA EL FUTURO DE ADELIA.

Existen frases, dichos y proverbios que siempre atesoran una parte o toda la verdad en su contenido, utilidad que todos deberíamos saber aprovechar aplicándola a la privacidad de nuestros comportamientos. Para el fundamento de este relato vamos a recordar aquella expresión que dice: “No dejes de subir a ese tren que pasa por tu estación. Puede ser que no tengas otra oportunidad para montarte en uno de sus vagones”. Aunque lógicamente su redacción sea variable, según épocas y contextos, la idea nuclear que manifiesta es suficientemente comprensible. Una opción, que parece ser la acertada, no siempre llega a repetirse. Si se deja pasar, puede que no vuelva. Al menos en esas positivas condiciones. El problema de las oportunidades en el recorrido vital es acertar. Saber tomarlas, en tiempo y lugar. Si te equivocas, es posible que ya no tengas la suerte de poder rectificar una errónea decisión.  

La acción transcurre en un nublado sábado otoñal. Un nutrido grupo de excursionistas, pertenecientes a la tercera edad y vinculados a la Peña recreativa La Buena Sombra, se disponía a volver a Málaga, su ciudad de origen. Entre jueves y sábado, ese colectivo había visitado diversas localidades extremeñas, entre ellas sus dos monumentales ciudades, Cáceres y Badajoz. La salida desde la capital pacense quedó anunciada para las 18 horas, algo tarde en opinión de muchos asociados, pero así decidido por la junta directiva en función de un último museo por ver, cuyas puertas no abrían hasta las cuatro de la tarde. Cuando llegó el momento de la partida, para sorpresa de los 42 viajeros que ya ocupaban sus respectivos asientos en el autocar, el motor del vehículo no arrancaba, a pesar de los repetidos intentos realizados por Sebastián, su diestro conductor. A esa hora de un sábado no resultaba fácil encontrar un taller mecánico que estuviera disponible para superar técnicamente el imprevisto. Con esfuerzo localizaron a un profesional de la automoción que se prestó a desplazarse al lugar donde estaba aparcado el vehículo, a pesar de que el buen hombre se estaba preparando para asistir como invitado al banquete de boda de una sobrina suya, evento que comenzaría a las nueve de la noche. Tras casi una hora de trabajo, el motor comenzó a “rugir” para alivio de lodos los viajeros, aunque con la preocupación de que ya faltaban pocos minutos para las 20 horas. Era inevitable que se llegaría a Málaga bien entrada la madrugada.

El tiempo amenazaba lluvia, precipitaciones intensas que comenzaron a caer a pocos kilómetros de iniciar la marcha. El aguacero tormentoso incrementaba su potencia, lo que dificultaba la visión del conductor, ya que los lavaparabrisas apenas podían cumplir su función debido a la “manta de agua” que estaba cayendo. Además la velocidad del autocar era cada vez más lenta (40, 50 kms /h) por el efecto del aquaplaning sobre la calzada que levantaba verdaderos oleajes al paso de las ruedas. Habiéndose superado ya las 22 horas por las manecillas del reloj, los directivos de la asociación indicaron a Sebastián que detuviera la marcha en la primera localidad que encontrase, pues lo que parecía más sensato era tratar de pasar esa noche tan intempestiva en un lugar seguro, dado el número de viajeros que se transportaba y la elevada edad de la mayoría. No era esa la única causa de la urgencia en la parada, sino que también Sebastián advertía que el motor no carburaba bien y en cualquier momento podía dejar de funcionar. Al menos la suerte decidió que el grupo viajero se encontrase con una pequeña localidad, de esas que en muchos mapas apenas son tenidas en cuenta, punto topográfico que al entrar ilustraba su nombre a través de un poste indicador: Villaluenga del Palmar.

Después de dar algunas vueltas por las estrechas y empinadas calles de ese conjunto de viviendas, gracias a la pericia con el volante del conductor avistaron, en lo que parecía ser la plaza de la villa, un establecimiento con algunas luces adormiladas, rotulado bajo el nombre de Mesón el Lugareño. No era un local excesivamente espacioso, pero sí acogedor, que seguramente ofrecía comidas y descanso a los camioneros que tomaban esa ruta entre la Andalucía occidental y Extremadura. Atendidos con solicitud por el “tío Dimas” junto a su mujer Fernanda y su hija Adelia, el amplio local quedó densificado de aturdidos viajeros, que se agolparon junto al hogar o chimenea, espacio que pronto se vio incrementado con nuevos leños de madera de olivo que calentaban y secaban muchos de los cuerpos humedecidos. El propietario de esta venta caminera aclaró que en este pequeño núcleo de viviendas, no estaban censadas más de 300 personas y que la subsistencia del local estaba en los camiones de mercancías que con frecuencia paraban, para descansar y degustar las comidas e infusiones que aligeraban la pesadez del camino.

Dada la hora del día, muy cerca de las once de la noche, Dimas y Fernanda comenzaron a improvisar algo para “echar” al cuerpo. Con gran profesionalidad elaboraron bocadillos de pan de molde y cateto, rellenos de queso, jamón, morcilla o chorizo, delicias para el gusto que pronto fueron “devoradas” por los treinta y ocho hambrientos pasajeros, quienes también alabaron ese buen café con leche que tenían en sus manos y los deliciosos vasos de vino tinto que “entonaban” los ánimos y cuerpos cansados por las inclemencias meteorológicas. Un enorme bizcocho cubierto de almíbar de naranja con almendras, partido en trocitos y que trajo Fernanda de la cocina, duró escasos minutos sobre la bandeja. Todo sabía a “gloria bendita”.

Un socio peñista de los que integraban el grupo viajero era Herminio Lavajos. Había ejercido durante más de tres décadas y media, como maestro de educación primaria y desde hacía dos años había iniciado su merecida jubilación. Él y su mujer, Esperanza, pertenecían a la asociación recreativa desde hacia tiempo, pero en esta ocasión el profesor había tenido que viajar solo porque su cónyuge ya había cubierto los días de asuntos propios y no podía abandonar sus obligaciones en el aula, ya que aún le faltaban dos años para llegar a la jubilación. Con su taza de café en la mano y sentado en los escalones que llevaban a las habitaciones privadas de la familia propietaria de la venta, se entretenía jugando con un programa de agilización mental en su tablet. Cansado ya del juego, sacó de su mochila ese bloc que siempre llevaba consigo para ponerse a escribir unas notas de lo que podría ser su próxima historia o relato. Entre otras actividades para el tiempo libre, escribir era un ejercicio que profundamente le vitalizaba. En definitiva era más que evidente que todos iban a pasar allí la noche, resguardados de la fuerte lluvia que seguía cayendo y del progresivo  frío reinante en el exterior del establecimiento. Cada viajero buscó el lugar más apropiado para el descanso. Tres amplios butacones pronto encontraron usuarios para el acomodo. Fernanda trajo también unas tumbonas plegables, que se cedieron a personas mayores con problemas de espalda. Unas colchonetas deportivas fueron utilizadas por el personal viajero más joven, para echar un rato de sueño. Pero el antiguo maestro, muy concentrado, seguía con su paciente labor, escribiendo con el bolígrafo en el bloc de las historias.

En un momento concreto, se le acercó Adelia, la hija del propietario ventero Dimas. La chica, como después le confesó, tenía diecinueve años. Era delgada de cuerpo, su cabello castaño claro lo recogía en una simpática coleta. La inocencia de su mirada, con unos ojos color entre verdoso y celeste, reflejaba bondad y curiosidad al tiempo. La agilidad de sus movimientos mostraba también la juventud que atesoraba. Desde luego una joven muy bien parecida que protegía su cuerpo con un jersey fucsia de cuello alto,  unos blue jeans bien ceñidos, calzando unas deportivas azules “cuneras” tipo Converse. Con franca jovialidad, Delia se sentó junto al veterano profesor y comenzó a expresarle lo que pensaba:

“Mientras los demás viajeros dormitan, beben o conversan, “tú” eres el único que escribes. Pienso si le estás escribiendo a una persona que quieres o si se trata de algún cuento que después le leerás a alguien que necesite distracción. Yo he ido a la escuela hasta los doce años. Un bus recogía a los niños repartidos por toda la zona en el amanecer y nos llevaba al colegio de una ciudad a medio camino de la capital. Por las tardes, sobre las dos y media,  nos devolvía a nuestras casas para el almuerzo. Pero mis padres necesitaban que yo les ayudase y a mi tampoco es que gustaran muchos los libros. Porque mi ilusión siempre ha sido y es llegar a ser una actriz, como las que salen en televisión y en las películas. Creo que tengo un buen cuerpo, una imagen agradable para ponerme enfrente de una cámara. Pero mi padre no quiere saber nada del asunto, cuando se lo pido. Me dice que tengo muchos “pájaros” metidos dentro de mi cabeza y cambia de conversación. Tú que pareces que eres persona de cultura ¿me podrías aconsejar y ayudar? Porque … yo no sé que tendría que hacer para prepararme si quiero llegar a ser una buena  actriz. Vivo aquí, “encerrada” en este pueblo tan pequeñito, sin apenas salir de él. Así un año tras el otro”.  

Los sentimientos de Herminio afloraron, a ver la limpia ingenuidad de una chica que le estaba pidiendo ayuda para trazar un camino “vocacional”, o tal vez caprichoso, en el discurrir de su vida. Con una amistosa sonrisa le respondió que pensaría sobre los deseos que le había manifestado. Le prometió que aquella misma noche hablaría con su padre, a ver qué se podría hacer. Adelia respondió mostrando en su rostro una expresión alegre y agradecida. Antes de tomar decisión alguna y con buen criterio, el antiguo educador entendía fundamental conocer el punto de vista de Dimas con respecto a los deseos de su hija. Así que, al paso de unos minutos aprovechó una oportunidad para acercarse al dueño del Mesón el Lugareño y rogarle si le podía dedicar unos minutos.  

La postura del padre de la chica como respuesta era a todas luces tozuda e intransigente. Comentaba al profesor que su hija tenía “muchos sueños en la cabeza” y que ya había intentado algo parecido en alguna otra ocasión con algún viajero que había visitado el establecimiento. Que su puesto estaba allí, ayudándole a él y a su madre a fin de sacar adelante el negocio. A pesar de todos los hábiles esfuerzos de Herminio, la posición de Dimas era no dar su brazo a torcer.

“¿Pero no comprende que su hija Adelia ya es mayor de edad y tiene razonable derecho a elegir su propio destino en la vida? Se lo digo con mi experiencia de educador. Delia merece una oportunidad para labrarse el destino que ella prefiera. En caso contrario, algún día ella puede reprocharle su actitud, que me temo es algo o mucho egoísta, con respecto a los intereses comerciales de Vd. y la ilusión artística de su hija”.

En la mañana siguiente, aunque el tiempo seguía entoldado, había dejado de llover. Desde el amanecer Sebastián el conductor había localizado, con la ayuda de Dimas, a un adiestrado mecánico que aunque trabajaba en un taller de una localidad cercana residía en Villaluenga. Narciso, recompuso un tanto los problemas del “cansado” motor, a fin de que el mecanismo respondiera para devolver a la peña excursionista a su lugar de origen. Salieron finalmente hacia Málaga sobre las 9:30, un tanto cansados en sus cuerpos por aquella peculiar noche en un mesón “reconvertido” en hotel o refugio. Dimas había hecho un buen negocio, con el consumo efectuado por el elevado número de clientes. Herminio compensó la tristeza inicial de Adelia (conocedora de la frustrada gestión del profesor) entregándole una tarjeta con  sus datos personales, prometiéndole que si iba por Málaga él se prestaría ayudarla, hablando con las personas adecuadas. “Lucha por tu vocación. No marchites tu legítima ilusión”. La joven le despidió con una agradecida sonrisa.

Los acontecimientos se precipitaron, tres semanas más tarde, en forma parecida a la de un guión cinematográfico. Serían poco más de las nueve de la mañana cuando sonó el timbre de la puerta en casa del maestro. Al abrir se encontró con la abrigada figura de Adelia, provista de una modesta mochila. La joven había negociado con un camionero que hacia rutas semanales hacia Málaga, dejándole una carta explicativa a su padre en la mesilla de noche antes de su marcha. Atendieron a la chica, que se encontraba desconcertada y abrumada ante el paso que había dado. De inmediato Herminio localizó por teléfono a su padre, para explicarle el hecho. Pero Dimas se mostraba muy enfadado y sin querer saber nada de su “irresponsable” hija. Aun así Herminio le aseguró que él su mujer cuidarían de Delía, el tiempo que fuese necesario, tratando de buscar las soluciones más adecuadas para la seguridad de la chica. Con fortuna tenían un cuarto libre que había dejado su hijo hacía años, al contraer matrimonio. Tras darle de desayunar y medios para que se aseara, fue con ella a dos destinos. En primer lugar visitaron una institución religiosa, regida por monjas, que daban cobijo a mujeres con problemas, ayudándolas para que encontraran una ayuda laboral en el ámbito del servicio doméstico. Consiguió que en poco más de una semana tendrían plaza libre para Delia. Esa misma mañana acudieron a los servicios administrativos de la Consejería de Educación, a fin de dialogar con un inspector amigo de Herminio, a quien expuso la situación de la joven pidiéndole si le podía prestar alguna ayuda para sus objetivos formativos.

Con esa mezcla de voluntad en la decisión, suerte en la oportunidad y generosidad fraternal o social, el destino de Adelia Verania se ha ido reconformando en lo positivo. El inspector educativo le halló hueco en un ciclo formativo de grado medio titulado: Declamación y arte interpretativo, impartido en un instituto de F.P. al que asiste por las tardes, desde las 18 hasta las 21:OO horas, enseñanzas que hacen feliz a una ilusionada futura actriz para la escena. Durante las mañanas, la ilusionada chica ha encontrado trabajo en casa de una familia acomodada con hijos pequeños, ayudando en las diversas tareas de la casa. Su conocimiento de la cocina, adquirido desde pequeña en la venta mesón de su padre, le ha sido muy útil para ser valorada por esta estable familia en la que ambos cónyuges trabajan fuera del hogar. Aunque reside en la institución asistencial de las monjas, pagando una asequible cuota, los fines de semana los pasa en el domicilio de Herminio y Laura, quienes tratan a Delia con el amor y respeto que aplicarían a esa hija que no llegaron a tener en su matrimonio.

La rígida actitud de Dimas apenas ha cambiado con respecto a su hija. Herminio le mantiene constantemente informado acerca de los logros y comportamiento laboral y educativo de Adelia, gesto que el restaurador de Villaluenga apenas le ha agradecido. En realidad Herminio continúa ejerciendo una importante acción tutorial, ya no escolar por su jubilación, sino humana, sobre una joven que ha querido ejercer el necesario y justo protagonismo en el diseño de su propio futuro. Sobre todo está al tanto de las amistades que se relacionan con ella, para evitar, con prudente responsabilidad, cualquier perjuicio que pudiera sobrevenir a una joven que está “empezando” a vivir. En correspondencia, la actitud de ella es cariñosa y sincera con este matrimonio en el que encuentra cálida estabilidad y comprensión.  Esta bella historia muestra uno de los muchos errores que suelen cometer los progenitores, cuando piensan más en sí mismos que en el derecho y la libertad de las personas, especialmente cuando éstas son allegadas. Afortunadamente y en este caso, con esfuerzo y generosa voluntad, el error se pudo restañar.-  



UNA VALIENTE OPORTUNIDAD, PARA 
EL FUTURO DE ADELIA




José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
29 Mayo 2020
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           


viernes, 22 de mayo de 2020

AYER Y HOY, EN LA TEMPLANZA DE LA MEMORIA.

Cuando “devoramos” metros, calles y plazas, caminando a través de la ciudad, es inevitable y a la vez saludable que nos crucemos con decenas y decenas de personas de las que nada sabemos, tanto con respecto de su pasado como acerca de su situación actual. Sólo poseemos, para esa primera impresión visual, el dato nuclear de sus rostros y algún elemento más, por ejemplo, cómo visten o cómo se comportan. Para nosotros sólo son seres o ciudadanos  anónimos. Pero es obvio que todos ellos tienen tras de si una historia, un pasado que se une a ese presente cambiante al que condiciona e incluso determina. Nada sabemos sobre la profesión que han ejercido o todavía desempeñan. Tampoco podemos conformar un perfil sobre su formación, sus éxitos o fracasos. Lo único cierto es que, al margen de la edad que en la actualidad tengan, sus vidas han de estar repletas de acciones, experiencias y objetivos varios. Al paso de los segundos o minutos, esa masa ciudadana, al igual que nosotros mismos, continúa su camino hasta ese destino que se han fijado, hasta desaparecer de nuestra propia visión. Situémonos ya en un lugar concreto de esa estructura urbana.

Entre los numerosos visitantes de aquel parque público, había tres personas que eran asiduos al lugar. Efectivamente les tenía que agradar ese plácido entorno arbolado, en donde hallaban y gozaban del descanso mientras ocupaban algunos de los bancos de madera y también de obra, instalados en todo el entorno de ese espacio verde urbano. Eran dos hombres y una mujer quienes, tanto por su físico como por la actitud de su comportamiento, pertenecían al grupo sociológico de la tercera edad. La coincidencia repetitiva en las tardes por dicho entorno provocó que, tras unos días de recelo inicial, poco a poco se fueran abriendo al diálogo, hasta sustentar esa entrañable y educada amistad que protagonizan las personas jubiladas. Compartían algunas horas vespertinas que en invierno resultan más cortas, pero que en el verano se alargan con gozo debido a la gratitud solar.

Efrenio Bahía, maestro de profesión, había pasado más de las tres cuartas partes de su vida laboral alejado sin embargo de las aulas de clase y de la “tiza”. Su cargo de presidente provincial de la más importante organización sindical, repetidamente elegido por los votos de los militantes, llevaba aparejada la “liberación” de la actividad docente, a fin de centrar todos sus esfuerzos y su tiempo en la organización diaria de la acción sindicalista. Físicamente bien conservado, en la actualidad sumaba ya siete años de sosegada jubilación. Su matrimonio sólo duró una docena de anualidades. Sus tres hijos guardan distancia hoy con su persona. Vive solo en su domicilio de siempre, asistido por una señora que le ayuda en las tareas de la casa dos mañanas a la semana.

En Leopoldo Santidrián la influencia y tradición familiar le hizo abrazar el régimen castrense profesional. A pesar de todas sus ínfulas y peculiar trato, teñido de arrogancia y despotismo,  con sus subordinados en jerarquía, sólo pudo llegar al escalafón de capitán de infantería en el ejercito de tierra. Su “santa” mujer Marieli le dio hijo e hija en el matrimonio, a los que siempre trató con la dureza habitual en sus modales. Desde hace años sólo visitan el hogar de sus padres en fechas muy determinadas, aunque mantienen con su madre un frecuente contacto telefónico. Pasó a la reserva activa al cumplir los 55 años y hace siete que es pensionista de clases pasivas.

La señora que completaba el trío de jubilados tenía por nombre Clara Maresca. Licenciada en Historia, completó estudios en dirección de empresas, formación académica que le permitió ingresar en el organigrama de la más importante industria editorial del país. En el seno empresarial fue escalando puestos de responsabilidad directiva, aplicando para ello no sólo su brillante currículo, sino también “acercamientos y adulaciones” oportunas en algunos casos y también “zancadillas y trampeos” en otras oportunidades, hasta conseguir con 45 años ser la directora de toda la zona sur, en la geoestrategia de la afamada editorial. Un caso típico de trepa profesional, ajena a básicos controles éticos. Ahora, con 66 años, lleva seis jubilada, manteniendo su soltería. Aunque tuvo algunas breves fases de relaciones sentimentales, nunca se decidió a pasar por la vicaría ni por el Registro Civil.

Estos tres ahora apacibles ciudadanos hicieron buenas “migas” ya que, aunque no lo reconociesen, muchas formas y comportamientos del pasado les identificaba o tal vez fue ese destino o casualidad quien les acercó en el conocimiento y en la amistad. Durante el ayer se les identificaba como personas poderosas y temidas, en el contexto de su actividad socioprofesional. Su patente energía física se mezclaba con una soberbia de carácter que les hacía ser observados, soportados y hasta cierto punto “admirados” por sus subalternos quienes, en modo alguno, osaban contradecir, enfrentarse o hacerles sombra, en su impetuoso, sibilino o despótico caminar.  Eran personas habituadas a dirigir, a ordenar y a amedrentar, si llegaba el caso. Ejercían la jefatura, en el sentido más estricto e imperativo de la palabra.

Pero el hoy les había cambiado en profundidad  todo ese “blindaje” personal que antes tan bien les protegía. Ahora eran ciudadanos que caminaban hacía la incierta y limitativa ancianidad. Los inesperados y variados en su modalidad achaques físicos iban minando esa poderosa estructura corporal de la que en otras épocas les permitía ufanarse. Ahora carecían de subordinados a su mando. Sus familiares “pasaban” de ellos o les devolvían sus desdenes de otras épocas. Y los más jóvenes no les hacían ni “puñetero” caso. Era toda una cura de humildad que les costó dios y gloria asumir y aceptar. Antes, ensalzados. Ahora, olvidados.

Así que en las tardes de sol y abanico o chamarra y paraguas los tres aparecían, más o menos coordinados en el tiempo (entre las 4 y las 5 en invierno, algo más tarde en el estío veraniego) sentándose en el banco largo de madera de roble, mobiliario urbano que preferían pues tenía un espaldar más adecuado para la fragilidad de sus trabajadas y dolidas espaldas. Clara siempre solía llevar en su bolsa, alguna tarea de punto para hacer, pues era mujer habilidosa para tejer las madejas de lana o ese hilo más fresco de algodón. Leopoldo se consideraba en esta fase de su vida el “rey de los sudokus” trabajándolos con notable pericia, para eso del entretenimiento y la agilidad mental. En cuanto a Efrenio, nunca le faltaba bajo el brazo, ese periódico gratuito que repartían por las mañanas en puntos estratégicos del tránsito urbano, hojas que releía una y otra vez, aunque la calidad de su visión estaba declinando, a pesar de usar gafas compensatorias para la miopía.

Cuando se reunían en “su banco” mezclaban largos minutos de silencios, junto a esas conversaciones sencillas sobre temas banales de actualidad. El más expresivo de los tres era el antiguo jefe sindicalista, Efrenio, mientras que la más callada era Clara, la que mejor sabía escuchar de los tres compañeros. Se distraían también contemplando el jugueteo continuado y las ocurrencias de los más pequeños, prudentemente vigilados por las madres u otros miembros de sus familias. Cierta tarde fue Leopoldo quien hizo una simpática e interesante propuesta a sus dos compañeros del parque.

“Vamos a ver, no sería mala idea que compartiéramos el almuerzo un día de la semana, que bien podría ser el sábado. Conozco una tabernita, que está situada en las calles de Teatinos, donde dan comida caliente, de tipo casero (un solo plato, con postre y bebida) por 5 €, un precio especial si se compran cuatro bonos sin fecha caducidad. Este compartir mesa los sábados nos permitiría acercarnos un poco más y conocernos mejor. Además para desplazarnos allí lo tenemos fácil, pues tomamos el bus, que no nos deja lejos de ese buen “chiringuito”.

La idea cayó perfecta entre sus interlocutores. Para ir los tres juntos, quedaron citados en la plaza de la Marina, a las 13 horas de dicho sábado. Ya en el restaurante El Paraninfo, tomaron una mesa en la terracita instalada fuera del popular recinto, pues el tiempo era en sumo agradable y el ambiente dentro del local un tanto estruendoso, pues había una gran cantidad de gente joven, estudiantes universitarios algo vociferantes. En la parte exterior estaban mucho más tranquilos para dialogar, sin ese fuerte sonido ambiente. Degustaron el agradable menú en un ambiente de gran camaradería y como postre los tres pidieron café con leche.

Pero estaban dispuestos a pasar juntos un buen trozo de la tarde. En un momento concreto de la charla, alguno de ellos propuso un simpático y reflexivo juego. La distraída idea consistía en que cada uno de los tres amigos explicara qué sería lo más importante que cambiaría de su vida pasada, si tuviese la oportunidad de recorrer de nuevo esas etapas pretéritas. Como el tema, que en principio parecía divertido, encerraba una gran sinceridad y valentía en la exposición, dejaron pasar unos minutos, mientras el militar se encargó de pedir otra ronda, en este caso tres tazas de chocolate con unas pastas. La primera que se atrevió a romper el hielo con valentía, fue Clara, la en otros tiempos poderosa ejecutiva editorial.

“Parece extraño o contradictorio que una persona como yo, que ha tenido un indudable éxito en su gestión empresarial, dirigiendo el movimiento comercial y de gestión de la más prestigiosa editorial en la zona sur de la Península Ibérica, no sea autora de publicación literaria alguna en su biografía. Además, en mi currículum hay suficientes “mimbres” para poder haberme puesto a escribir algo interesante. Sin embargo me he pasado la vida gestionando la creación literaria de decenas de escritores y no he encontrado tiempo, voluntad ni oportunidad para sentarme ante la máquina de escribir o el ordenador para escribir al menos un libro que publicar. Y a estas alturas de mi edad, ese objetivo lo veo ya inviable, pues las neuronas ya no son las mismas, han ido envejeciendo y en estas páginas de mi existencia ya no me siento con fuerzas para tamaña tarea. Eso en cuanto a una frustración en el proyecto de vida.

Pero también cambiaría numerosas páginas “negras” grabadas en mi ambición profesional. He hecho bastante daño a muchas personas, compañeros y compañeras en la empresa, de la forma más sibilina, egoísta y caprichosa posible. Y todo por esa soberbia que prioriza absurdamente el yo sobre las oportunidades que también deben tener los demás. He llegado incluso también a realizar informes negativos y falsos sobre materiales entregados con toda ilusión en la editorial, perjudicando a sus creadores y “cortándoles” las alas que permiten volar en el éxito. Muchos de esos informes los he realizado sin haber leído más que unas pocas líneas de trabajos con cientos y cientos de páginas. Verdaderamente nuestra ambición y capricho llega como a desequilibrarnos. Estoy muy arrepentida de estos comportamientos. En estos momentos de mi vida, mi mayor ilusión sería rogarles el perdón a todas esas personas que tan neciamente perjudiqué, en sus legítimos derechos y méritos. De hecho, he localizado a algunas de estas personas para en las próximas semanas hablar con las mismas y tratar de explicarles determinados errores y faltas que contra ellos cometí. Necesito hacerlo, como expiación. Os aseguro que lo haré”.   

Los compañeros de Clara escucharon en silencio y con extremado respeto las sinceras y valientes palabras de una mujer, poderosa en su tiempo, pero que ahora, en ese tercer ciclo vital abierto a tantas reflexiones, reconocía graves errores en múltiples acciones del pasado. Comportamientos sustentados en un desafortunado egoísmo y soberbia que provocó, durante años, dolor y postergación en muchos de los que con ella se relacionaron, trabajaron o  compitieron. Esa su última y positiva propuesta de tratar de restañar, en esta etapa postrera de su vida algunas de las heridas infringidas, era un primer camino para la reflexión y el perdón.

Como quería armarse de valor, a fin de expresar lo que tenía en mente, Leopoldo pidió una copa de brandy. Tras disfrutar, con los ojos cerrados, de su primer sorbo, se vistió “imaginativamente” con el uniforme que tantas años había llevado y “se lanzó a la batalla”.

“Compañeros, yo he sido, además de “putón” empedernido y una mala bestia, un cobarde. No tuve lo que los hombres deben tener, para enfrentarme a mi familia y decirles que, a pesar de todas sus presiones y tradiciones, yo no quería ser un militar. Fundamentalmente, porque carecía de la necesaria vocación para desempeñar este exigente ejercicio profesional. Por muchos militares que hubiera en mi árbol genealógico (bisabuelos, abuelos, tíos, también mi padre…) yo he sido un miembro del ejército por … (no quiero expresar una palabra soez, ya que tengo una señora delante) familiar. Esta es la explicación para ese carácter que aplicaba a mis subalternos, a los que les hice una putada tras otra. Pero yo estaba por encima de ellos en el escalafón y tenían que aguantarse y “joderse”. Era el resabio de estar trabajando en algo que no era lo mío. Así que a humillar y a ofender en el sufrimiento a los demás. (Nuevo y lento trago del brandy, saboreándolo con los ojos entornados)

Posiblemente, lo único honesto que he hecho en mi vida ha sido (tratándose de mi es de extrañar) respetar la voluntad de mis hijos para que eligieran los estudios que más les apetecieran. El mayor hizo veterinaria, y tiene montada una pequeña clínica, para atender a los animales. Le va bastante bien y es feliz. La niña, le dio por la peluquería, y trabaja en un centro estético, siendo su labor muy valorada por los propietarios. Eso es lo único que he sabido hacer bien, Lo demás, mejor borrarlo. Porque a mi lo que me hubiera gustado ser era panadero o mejor confitero ¿No os lo esperabais, verdad? Cuando era pequeño, había un obrador cerca de casa, y me hice amigo de su propietario. Una excelente persona que me dejaba pasar al “sagrario de la harina” como él llamaba al espacio donde elaboraba los dulces. Me deleitaba ver como trabajaba la masa, el almíbar, el chocolate… Un verdadero maestro, aquel don Ezequiel. No tenía hijos y me trató como un padre. Pero ya se nos fue (emocionado, volvió a su brandy y ya no pudo o quiso seguir hablando).

Las manecillas del reloj pasaban unos minutos sobre las 17:30. El Paraninfo continuaba lleno de un alegre ambiente, con sedienta gente joven, consumiendo sus tapas e intercambiando las palabras. Los tres jubilados seguían ocupando esa mesita en el lateral derecho de la portada, plácidamente acomodados y disfrutando de una tarde agradable. Aunque comenzó a llegar ese nublado travieso de junio, que trae sus aguaceros, la temperatura era elevada, potenciando el ambiente de aroma floral difundido por los grandes macetones  que Toribio, el “teatral” dueño del establecimiento, había instalado estratégicamente en la terraza de  la portada.

Los autores de esas sentidas confidencias, ya expresadas, miraron con sosiego y respeto el rostro de Efrenio, quien se sintió señalado para ser el que protagonizara la tercera intervención reflexiva de la tarde.

“Quiero agradeceros vuestra sinceridad y confianza. Es admirable tener amigos de vuestra calidad humana. En mi caso, al igual que Leo, mi vocación docente era más que liviana. No es que rechazara la tarea de enseñar, pero el trajín de manejar a los pequeñuelos que siempre me correspondían, me extenuaba física y anímicamente. Por este motivo, a las primeras que pude, jugué con la opción sindical. Allí hice, como vosotros, todo lo que pude para que nadie me hiciera sombra. Cuando conseguí la jefatura del sindicato (buenas artimañas tuve que aplicar) me prometí no dejar ese “reino” ni por nada ni por nadie. La alternativa era volver a la tiza y al griterío ensordecedor de los niños.

Ya en el cargo, siempre se me valoraba porque en los convenios colectivos conseguía llegar hasta lo que era impensable, dada la cerrazón de los empresarios en la negociación. Los compañeros obreros me adoraban, pues me llamaban “el milagrero” por los beneficios que conseguía para ellos. Las “artes” que tuve que utilizar para esos resultados sólo yo y los “señoritos” que tuvieron que soportarlas las conocen. Yo trabajaba muy bien las fuentes de información. Incluso tuve que pagar buena pasta, para llegar a ese conocimiento que después me resultaba muy útil, para ablandar la muralla empresarial. Y es que si se conociera la vida privada de muchos “santones” de comunión diaria, se derrumbarían algunos que otros imperios. A muchos se les caería la careta de la hipocresía y el cinismo más teatrero que aplican. Pero conmigo no podían. Y si me ponían zancadillas, yo les enseñaba pruebas de lo que sabía y podía airear en los sitios oportunos. Alguna vez me sentí como un mafioso y esas páginas hoy no las volvería hoy a releer ni a protagonizar. 

Hay algo que nunca me he sabido explicar. A mi siempre me hubiera gustado ser el propietario de una mercería. No sé por qué. Son cosas misteriosas, que sólo el gran Freud podría resolver. A mí, eso de los encajes siempre me ha encantado. No, no me miréis con esas traviesas sonrisas. Que yo no soy maricón.”

Los latidos de la tarde iban sumando minutos, por lo que de común acuerdo acordaron poner fin a este almuerzo de amistad, reunión que les había permitido pasar juntos unas horas agradables y poner las bases para conocerse un poquito mejor. Contentos de la experiencia, decidieron repetir los almuerzos. En principio lo harían en sábados alternos. El lugar elegido recomendado por Leo, El Paraninfo, les había gustado, tanto por la calidad del servicio, como por el precio del menú básico, además del alegre ambiente reinante en el establecimiento, aunque ellos eligieran una zona más tranquila fuera del local. De esta forma cada uno de los tres amigos compraron la tarjeta con los cuatro menús. Ese sábado habían consumido el primer ticket. Volvieron en el bus municipal de la línea 11 y se despidieron con afecto en la Plaza de la Marina.

Camino de casa, los tres amigos jubilados iban pensando tanto en los comentarios de los otros dos compañeros, como en el contenido que ellos habían querido narrar acerca de sus vidas. La conclusión de unos y otros era obvia. Durante los mejores años de sus vidas, los tres habían sido personas importantes en sus respectivos campos de actividad. Reconocían lo injustos que, en general, habían sido con las personas que tenían bajo su autoridad o responsabilidad. Asumían aquel error de soberbia o arrogancia y se sentían arrepentidos de su proceder. También reflexionaban sobre la naturaleza de ese poderío fugaz, que en otro momento detentaron.  Ahora sólo les quedaba el resquemor familiar, su asiento preferido en el parque, y esa amistad inesperada entre tres personas mayores para negociar con la soledad. Y también, la contrastada alternancia de luces y sombras que dan los alegres amaneceres y el sosiego silencioso del anaranjado atardecer.-


AYER Y HOY, EN LA TEMPLANZA
DE LA MEMORIA




José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
22 Mayo 2020
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           


viernes, 15 de mayo de 2020

AQUEL HOMBRE DEL SOMBRERO GRIS, EN UNA TARDE DE INTRIGA.


La capacidad imaginativa en las personas difícilmente puede ser objeto de crítica o polémica. Aunque en ocasiones aqu ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ue la practican ocial, sino tambiente es mayoritariamente aplacasiónéllos que la practican pueden “pasarse de frenada” y cometer incómodos errores, en general ese valor de la mente es mayoritariamente aplaudido y considerado. no sólo en el entorno social, sino también en el ámbito laboral, familiar y en el escolar. Hay profesionales que han de hacer un constante uso de esa potencialidad de su inteligencia, en el ejercicio diario de su actividad. Es el caso de los escritores de libros o artículos en los medios de comunicación. También aplican la fuerza de su imaginación aquéllos que elaboran guiones cinematográficos o teatrales. Piénsese en los arquitectos de edificios y estructuras urbanas, en los decoradores de viviendas y comercios, en los políticos que han de optimizar los recursos disponibles entre todas las necesidades, en los escultores y pintores que esculpen o dibujan obras artísticas, en los creadores de nuevos diseños para la ropa o los zapatos o aquéllos que trazan nuevos y atrevidos modelos para la línea automovilística. Y así un largo etc. Todo ello refleja la utilidad de esta importante facultad intelectual para construir un mundo mejor y más diferente en su funcionalidad. Y cómo olvidarnos de esas madres o de esos padres que, en cada una de las noches, elaboran y narran uno y mil cuentos, agradables y divertidos, para facilitar el sueño placentero de sus retoños. La imaginación es un valor gratamente imprescindible en lo universal.

Delio Alberca, treinta y nueve años de edad, trabaja como P.A.S. (Personal de Administración y Servicios) en una de las facultades que pueblan el entorno universitario del barrio de Teatinos en Málaga. Preferentemente tiene asignado un horario laboral que se inicia a las 8 de la mañana y finaliza a las 15 horas, entre lunes y viernes. Lleva bien su soltería, pues aunque muchos días suele ir a almorzar a casa de su madre, desde hace años tiene fijada su residencia en un piso con dos dormitorios que adquirió de segunda mano, situado no lejos de esa importante zona claustral, para el estudio y la investigación. Las tardes suele dedicarlas al paseo cotidiano o a visitar las salas cinematográficas, aunque también le agrada asistir a conferencias, exposiciones y algún espectáculo musical. No era mal alumno, en sus tiempos de estudiante, pero al finalizar el bachillerato conoció una convocatoria de plazas en la Universidad, a las que se animó a presentarse, con obvia fortuna, pues ahora posee un puesto consolidado de trabajo en la institución, en la que presta servicios auxiliares. Es persona sin grandes núcleos de amigos y algo introvertido o misterioso, pero ello no obstaculiza su constante trasiego cultural y deportivo (durante las tardes y fines de semana) llevándose socialmente con aceptable normalidad con respecto a sus compañeros de trabajo.

Era una luminosa tarde de jueves, presidida con cierta intensidad térmica, en la Primavera avanzada del calendario. Además del calor reinante, correspondía ese día de la semana con la proyección de cine clásico, encomiable tarea que llevaba a efecto uno de los pocas salas que ya van quedando en el entorno antiguo de la ciudad. La película se proyectaba en dos sesiones, a las 18 y a las 20 horas, por lo que Delio eligió la primera opción, pues así le quedaba un excelente tiempo a la salida para darse un buen paseo cerca del mar. Ello le permitiría disfrutar con una de esas puestas de sol que tanto vitalizan nuestro organismo, por el cromatismo y matices de su luminosidad anaranjada, mezclada con las aguas azuladas del mar.

¿Por qué le agradaba tanto el visionado de películas vinculadas al aludido género clásico? En este tipo de cine, tanto él como otros muchos aficionados encuentran una serie de incentivos y valores, que motivan y justifican su preferencia. Aunque muchas de estas cintas están dotadas de un maravilloso technicolor, la mayoría de las películas correspondientes a la primera mitad del siglo XX fueron rodadas en una atrayente escala de grises o, dicho de forma coloquial, en blanco y negro. Los guionistas, directores y actores cuidaban mucho la explicación y convicción de las tramas argumentales. Abundaba en este género cinematográfico el típico Cine Negro, constituido por esos thrillers o películas de intriga, muy humanizadas y que te hacía tomar perfectamente empatía al espectador con la interpretación de los actores y actrices. En este género aparecían con frecuencia los policías y los delincuentes, el mundo de los gánsteres, aquellos hombres perversos junto a esa mujer fatal de ojos maravillosos. Eran temáticas en las que “los buenos” solían vencer a la maldad, siempre ayudados por esa paternal policía que siempre vigila la seguridad de las personas, persiguiendo las acciones y comportamientos delictivos. Y no siempre “los malos” lo eran tan realmente, pues muchos de los que con su rol interpretativo asumían esa forma de ser, acaban mostrando ese lado del buen corazón que permanecía aletargado en el torbellino de sus desordenadas existencias.  Era costumbre en la época al uso del sombrero en los hombres, como un signo de distinción, protección y elegancia. Por supuesto que dentro del cine clásico también aparecen los géneros del cine de aventuras, las comedias, los dramas, los romances y la vida familiar.
En las dos sesiones semanales de estas multisalas se utilizaba la ya trasnochada cámara de proyección, con los rollos de celuloide de 35 m/m y además se mantenía el audio en versión original subtitulado, con lo que el sonido de las voces de aquellos míticos interpretes añadía un mayor encanto a la vivencia cinematográfica. Ese sonido real se mezclaba, en la acústica de la oscurecida sala, con el derivado de la propia máquina proyectora, añadiendo verosimilitud psicológica a lo que contemplabas y disfrutaban en la gran “sabana blanca” de la pantalla.

Gratamente distraído e impresionado por la calidad, temática e interpretativa, de la película que había tenido la oportunidad de ver, abandonó el tradicional complejo cinematográfico, unos pocos minutos después de las 19:30. No había dado muchos pasos, en el inicio de su caminar hacia la vitalidad portuaria, cuando vio a un hombre de mediana edad que le llamó poderosamente la atención. Su rostro tenía un gran parecido al del actor protagonista de la película que acababa de visionar. Además, al igual que este intérprete, usaba un sombrero de color gris, lo que era de extrañar, pues la temperatura de la tarde invitaba a despojarse de cualquier ropa de abrigo. Vestía cazadora y pantalones vaqueros de color azul lavado, prendas con apariencia de soportar un muy repetitivo uso, calzando unas deportivas Converse, del mismo color de la ropa y que demostraban no haber sido lavadas a lo largo de los meses.

Profundamente motivado por la trama que había compartido en pantalla, decidió seguir a ese misterioso personaje quien, en su desbordada imaginación, podía ser uno de esos integrantes del hampa y que ahora se dirigía para cometer alguna fechoría o tal vez acudía a una cita concertada con alguna intrigante y cautivadora mujer. El supuesto delincuente caminaba de manera pausada, lo cual facilitaba su seguimiento a una prudencial distancia, a fin de no levantar sospechas que pudiesen poner en guardia a esa enigmática figura. El personaje no siguió el camino portuario, sino que de inmediato giró en su trayectoria hacia el norte de la ciudad, introduciéndose por un laberinto de callejuelas sinuosas, mal ventiladas (por la proximidad edificatoria dejada entre las opuestas fachadas) y con esa dejadez e incivismo ciudadano, al que tampoco ayuda los servicios de limpieza en el día tras día. Delio estaba plenamente convencido, cada minuto que pasaba, de estar siguiendo a un miembro del hampa. En coherencia con la actitud del policía que había desarrollado un gran papel en la película, ahora era a él a quien correspondía el deber “atrapar” al supuesto delincuente con las manos en la masa.

En un giro de la red viaria, el hombre del sombrero gris había sorpresivamente desaparecido de la calle. Un tanto desconcertado, Delio miró por aquí y por allá, sin saber exactamente a dónde dirigirse. Para su fortuna investigativa, casi se da de bruces con el misterioso personaje, quien abandonaba un estanco en donde habría entrado para comprar ese tabaco al que estaría vivencialmente “enganchado”. Efectivamente, se introdujo una cajetilla de esa “picadura venenosa” en el bolsillo de su cazadora, tras haber sacado previamente un cigarrillo de la misma. En esos movimientos, al sacar la mano del bolsillo, se llevó pegado un trozo de papel blanco que cayó pronto a las baldosas del suelo, sin que su poseedor se diera cuenta de la pérdida. Delio se apresuró a su recogida y no dejó tiempo alguno para su lectura. Muy escasas palabras escritas: Irma Vediana. 799 … número de un teléfono móvil y debajo, Tristán.

Aunque siguió, sin dudarlo, la trayectoria del intrigante personaje, su imaginación entraba en plena ebullición, tratando de dar sentido a esos nombres de mujer y hombre, que estarían vinculados al individuo del sombrero gris. ¿Podría tratarse de una trata de blancas? ¿O de alguna mujer de la vida? ¿Qué ocurriría si se atreviera a llamar a ese número telefónico? Perseguido y perseguidor llegaron a una zona de la más rancia antigüedad en la ciudad, relativamente cercana al punto nuclear urbano de la Plaza de la Constitución. En esa calle de la “vieja época”, prácticamente vacía de residentes y cuyas plantas bajas y portales (aquellos que no estaban tapiados o cerrado con toscos portalones) se habían transformado en tugurios de copas y bares para el alterne, en un ambiente bohemio y “contracultural”. En uno de esos locales entró el que sin duda tenía que ser un importante capo de la banda (en el pensamiento obsesivo de Delio).

Esperó a prudente distancia de ese local que tenía cuatro voluminosos toneles delante del portal, a modo de mesas, rodeados de altos taburetes de madera para el descanso de la clientela, mientras disfrutaban sus consumiciones y la fluidez de las palabras. El establecimiento llevaba por nombre “LA JERINGA” expresivo rótulo grabado al fuego, sobre un tosco trozo de madera barnizada de color beige intenso. Dándole vueltas al tema, como buen detective, reflexionó durante unos minutos y optó por llamar a ese número telefónico que venía escrito en el trozo de papel que había perdido el extraño personaje, con el ánimo de identificar a los nombres escritos. Después estaba dispuesto a entrar en el escasamente iluminado establecimiento, como un valiente policía. Se distanció unos metros para tomar asiento en uno de los altos escalones que daban entrada a uno de los tres templos más tradicionales de la ciudad. Ya estaba oscureciendo, pero la temperatura seguía siendo muy grata, viéndose por toda la zona un alegre ambiente de gente joven que iba ya poblando las meses de los muchos lugares atrayentes  para el tapeo y los deliciosos vasos de cervezas y vinos a granel. De inmediato marcó el número telefónico.

Tras sonar en varias ocasiones, por fin al otro lado de la línea apareció una voz grave preguntando: “Aquí Acrisio. ¿Quién llama?” Entonces Delio, con una sangre fría admirable, puso su pañuelo sobre el móvil y respondió “Soy Tristán ¿Cómo va la tarde, Acrisio?”· Aunque su interlocutor dudó unos segundos, siguió con la conversación.

“Mira, Tristán. Es que no se te escucha muy bien, debe estar la línea “sucia” o sobrecargada. Esta mañana he estado hablando con la “mozuela” que me recomendaste. La verdad es que tiene buen cuerpo. Y parece suelta en el trato. En nuestro asunto, se necesitan chicas simpáticas y que sepan mover bien el culo, pues así el personal se anima y acaba pronto la jarra o el vaso, pidiendo que se lo llenen de nuevo. Le he dicho que se venga sobre las 20:30, pues tiene tarea por delante para atender las peticiones de la muchachada y los mayores. Es que esta noche cerramos ya de madrugada. Con este tiempo de terral y habiendo comenzado el finde, tenemos el tinglao abierto hasta la madrugá. Aquí hay buen asunto, hasta las cuatro o las cinco. Por eso le he dicho a la Irma que se me venga bien arregladita (tú ya sabes lo que quiero decir), porque después de la medianoche, vienen todos esos soñadores, hambrientos del cuerpo, que se beben lo que se les eche, con tal de ver el contoneo, los pantalones cortos ceñidos y esas risas de la chica, ante los piropos que le sueltan los mirones hartos de etílico hasta el gaznate. Lo dicho. Vente por aquí y nos tomamos unos vinos”.

Después de escuchar este significativo monólogo, Delio seguía aún sospechando que la Jeringa era en realidad un centro en donde el hampa se reunía para planificar sus fechorías. Y el tal Acrisio tenía que ser el individuo del sombrero gris que ciertamente tenía un lejano parecido, en sus rasgos faciales, con el ya desaparecido actor Edward G. Robinson (Bucarest 1893- Hollywood, California 1973) pero con una mayor estatura y más erguido de cuerpo. El reloj marcaba ya las nueve menos cuarto, por lo que comprendió que carecía de tiempo para ampliar las investigaciones. Así que dejó su proceso de acción policíaca para la tarde siguiente, viernes y no tendría que irse pronto a la cama pues el sábado no tendría que madrugar para dirigirse a la facultad universitaria donde trabajaba.

Aquella noche no dejó de darle vueltas a la cabeza acerca de quiénes serían, en la estructura orgánica de la delincuencia estos personajes. Desde luego, lo más prioritario era liberar a esa chica, llamada Irma, de las garras de esos dos contumaces hampones, aunque las bandas implicadas podrían estar integradas por muchas más personas fuera de la ley.

En la tarde/noche del día siguiente, provisto de gafas oscuras y cubriéndose con una gorrilla deportiva, se acercó a la calle donde estaba situada la Jeringa, junto a otros tugurios del mismo estilo. Ya había cenado, por que se acercó a esa zona de copas y ambiente juvenil a escasos minutos de las diez de la noche. Entró en el establecimiento que, en aquella hora “temprana” aún no estaba repleto de público. Sólo algunas parejas jóvenes conformaban la actual clientela. Para su sorpresa, se encontró con que detrás de la barra de servicio estaba el individuo al que había seguido en la tarde anterior. Reconoció perfectamente su rostro, aunque en ese momento no se cubría su oronda cabeza con con el sombrero gris. La alopecia en su cabeza era mayoritaria, sobre todo en la parte alta del cráneo. Una voz desde la cocina sonó a grito: ¡Acrisio, los dos campesinos con hamburguesas! Llamamiento que impulsó al hombre de la barra a entrar en la cocina y salir de inmediato con un plato en el que iban las dos hamburguesas, metidas en sendos bollitos de pan. El suculento manjar rebosaba una intensa mostaza amarillenta. El Acrisio de la banda era un modesto camarero, que atendía al servicio de mesas y de barricas en el exterior. Ya con una cerveza delante suya y sentado en un ángulo del local, Delio observó que desde dentro de la cocina salía una mujer joven,  con un delantal encima de la camiseta, vaqueros azules y sandalias planas de cuero, que llevaba en la mano un plato de patatas fritas. Desde la puerta Acrisio gritó: “Irma, las papas fritas son para el barril cuatro”. Aunque la chica era más bien delgada, su trasero era generosamente  desproporcionado con respecto al volumen global de su cuerpo.

Todo iba encajando, Se trataba de un bar de copas, en donde también se preparaba comida rápida, ese fast food muy apreciado entre la clientela que ocupaba el local a esas hora de la cena. Era lógico suponer que cuando avanzase el horario, en vez de perritos y hamburguesas, se servirían buenas copas de licor para sustentar la profundidad de la noche. El bueno de Acrisio, un esforzado ventero, sería el dueño o encargado de este garito que a tenor del público presente en aquella hora, podría ser un punto de reunión para la “progresía” y la contracultura. Irma ayudaba en la cocina (parecía que había una señora más en su interior) aunque también atendía el servicio de mesas. Delio terminó su consumición, y tras abonarla abandonó el local. La voz de Acrisio del pareció mucho más grave que cuando le escuchó por teléfono.

Caminaba para su casa, algo cabizbajo y desilusionado, porque allí no se había encontrado con el mundo del hampa, ni había salvado a la joven Irma de las garras de la mafia. Pero compensó un poco su ilusión recordando que esa tarde en casa se había bajado de Internet una película de cine clásico, en el género del más puro cine negro. Al no tener que levantarse temprano, pues sería sábado, la disfrutaría antes de irse a la cama. Intentaría, como en otras ocasiones, ponerse bajo la piel del actor protagonista de ese film quien era, nada más ni nada menos, el "inmortal" Humphrey Bogart (Nueva York 1899-Los Ángeles 1957).

La imaginación es un signo indudablemente positivo de vitalidad y creatividad. Pero, como en todos los campos de la vida, su exageración o la falta de mesura, en esas facultades de nuestro intelecto, puede derivar en comportamientos obsesivos, aunque posean cuotas de divertimento y comicidad. Delio había equivocado su profesión. Se tendría que haber preparado, en su vocación, para ejercer como un buen detective.-


AQUEL HOMBRE DEL SOMBRERO GRIS, 
EN UNA TARDE DE INTRIGA



José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
15 Mayo 2020
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es