Estaba
recordando aquella simpática conversación que mantenía un cualificado
profesional de la banca, ante un grupo de amigos y compañeros, tras una densa
reunión de trabajo en la tarde. En la familiaridad de ese necesario tiempo,
quinta o sexta hora, para tomar un café o té, hermanado a ese par de pastas “que, por
supuesto, no engordan”, nuestro elegante y comunicativo director regional se lamentaba, con una convincente sinceridad y paciencia, de
la maniática actitud que llevaba a cabo su joven esposa, con respecto a la
decoración del amplio piso donde residían. Venía a contarnos, este buen
hombre que, dado el generoso tiempo libre de que disponía su señora, sin hijos
a los que cuidar y educar, junto a la carencia de un trabajo regular que
desarrollar, pues que centraba su distracción y esfuerzo no sólo en el cambio
frecuente de mobiliario (por más que éste estuviera en buen uso) sino que
también se entretenía en modificar la estructura organizativa de las
habitaciones que constituían aquella bien situada vivienda, en la planimetría
noble de la ciudad.
Efectivamente,
a Lucy se le había despertado la ilusión, desde
casi recién casada, por renovar, cambiar y redecorar cada uno de los rincones
que constituían su preciosa vivienda. Espacio dotado de muchos metros cuadrados
para el disfrute de tan escasos inquilinos. Tal era el tiempo libre de que
disponía (junto a una suculenta tarjeta bancaria) que, con una frecuencia
exagerada, lindando en lo convulsivo o patológico, se iba a las tiendas de
muebles, electrodomésticos y objetos decorativos para el hogar, encargando la
sustitución del mobiliario de las diferentes y amplias habitaciones con que
contaba su piso. Los elementos modulares, su ubicación y los colores de las
habitaciones eran renovados con tan
exagerada frecuencia que, no pocas veces, su marido padecía la sensación o
suplicio de estar permanentemente trasladándose de vivienda, aunque la
dirección postal de su domicilio no lo hacía. Los datos de identificación
siempre eran los mismos, para los dos únicos propietarios que la habitaban:
sólo él y su mujer. Comentaba, entre la exageración de la broma, que una noche,
sintiéndose mal por una glotona digestión, trató de llegar con presteza a uno
de sus cuartos de baño, perdiéndose por entre la oscuridad blanqueada de los
rayos de luna. Llegó a dudar, con ese entresueño de las primeras horas, si estaba en su casa o en uno de esos hoteles
de diseño donde puedes darte el tropezón si no tienes la precaución de pulsar a
tiempo el interruptor de la luz. Juan Fernando
tuvo la delicadeza de obviar si alcanzó, a tiempo necesario, el inodoro
correspondiente para su más que perentoria o urgente necesidad
fisiológica.
Pero
no arrojemos a la “infantil” Lucy (francamente, una escultural mujer, parece
que salida de una máquina de diseño para la belleza) a la pira inmisericorde
del criticismo. En realidad, lo que ella deseaba, era evitar la monótona visión
de ver y compartir, un día tras otro, el mismo panorama, desde los traviesos
iris que centraban sus lindos ojos color turquesa. No sabemos, con certeza, si
también incluía entre esas visiones rutinarias e insoportables, la impactante
realidad corporal e intelectual del que era su cónyuge. Sencillamente, le aburría o hastiaba ver todos los días la plástica de
ese cuadro hogareño, idéntico al de ayer y también al que amanecerá mañana.
Cuando cambiaba los muebles o las tapicerías de los mullidos tresillos en el
salón, sentía y agradecía la renovación visual de su casa. Y así ocurría con la
cocina, los dormitorios (tenían dos preparados, para familiares o amistades a
las que atender) e incluso ese espacio habilitado para lavar y secar la ropa,
cuyos artilugios mecánicos ella nunca había intentado manejar. Para esa dura e
“ingrata” labor, en lo literal de sus palabras, estaba encargada una de las dos
asistentas o empleadas de hogar, contratadas a tiempo parcial por su solícito
esposo. Por cierto, el actualizado muestrario de Porcerlanosa era bibliografía
de consulta preferente para el atrezo acogedor de los cambiantes cuartos de
baño y solerías. Era una edición de lujo, para clientes V.I.P. que ocupaba
lugar preferente, en el mueble biblioteca por elementos del salón (en este
momento, decorado con una tenue o suave tonalidad fucsia) junto a las obras
completas de Dostoyevsky, Fyodor. Del prolífico y gran escritor ruso eran los seis
tomos, guarnecidos y encuadernados en piel labrada con letras doradas, que los
dueños de la casa nunca habían tenido la valiente intención u osadía de abrir
(y menos de leer). Había sido el regalo de boda de un primo de Juan, profesor
titular de literatura, ya por su segundo divorcio, caracterizado por no
disimular sus comportamientos histriónicos para el desequilibrio.
En
realidad todos tenemos un poco de esa psicología abierta hacia el cambio que,
en Lucy, alcanzaba niveles extremos para la inconsciencia. Como el mobiliario
de nuestras viviendas suele poseer la magnitud de la permanencia en el tiempo, solemos buscar otros acomodos para llevar a cabo funciones,
intelectuales o lúdicas que, con los cambios escénicos, adquieren nuevas
dimensiones para incentivar nuestro espíritu. No, no piensen en
actividades que siembren de ilusión el panorama, idealizado o material, de la
privacidad onírica o sensual. Simplemente me estoy refiriendo a sencillas
actividades que, con el cambio de marco, pueden resultar más confortables,
sugerentes o agradables para su realización, por la motivación ambiental que
añade la nueva decoración a nuestro estado ánimico. Veamos algunos ejemplos,
para la mejor clarificación de este planteamiento.
Estudiar o leer siempre en el mismo lugar, a pesar de las
cualificadas y sesudas opiniones procedentes del ámbito de la psicología, puede
resultar atrozmente monótono para muchas personas. Repetir, una y otra
vez, la hermandad de ese microespacio que acompaña la concentración al estudio,
desincentiva y aburre. Es interesante cambiar de ubicación en la biblioteca
pública. O en otro lugar adaptado para ese fin, dentro de tu propio domicilio.
Y ¿por qué no hacerlo, cuando el tiempo meteorológico acompaña, en un entorno
agradable, sea un parque, una plaza, o cobijado bajo un árbol en plena naturaleza? Sea el estudio de un tema escolar, la
lectura del último libro que tenemos la ilusión de leer o ese informe que
debemos analizar para nuestro trabajo. En la necesaria rutina de corregir
cientos de folios de exámenes, en las evaluaciones trimestrales o parciales,
fui modificando, periódicamente, el lugar donde hacerlo, llevando conmigo los
folios escritos, una buena carpeta como soporte y unos bolígrafos de diferentes
colores). Los resultados, para la eficacia correctora, fueron muy positivos.
Esas horas tranquilas, por el andén semivacío
de una estación de ferrocarril, las recuerdo con simpatía, debido a su eficacia
en ayudarme a leer, una y otra vez, cientos de folios cargados de conceptos e
ideas. Por supuesto, con crípticas caligrafías diferentes, en cada uno de sus
jóvenes autores. Cuando viajo a la capital del Estado, observo como muchos viajeros
se trasladan en el metro con un libro en la
mano. Aprovechan, los más o menos minutos del trayecto, para ir leyendo ese
capítulo o historia que enriquece su imaginación y memoria. Se les ve
perfectamente concentrados, entre los vaivenes inevitables de las ruedas
deslizándose por las férreos y brillantes raíles. El tiempo de espera, en las
aburridas consultas de atención médica, también
puede aprovecharse para repasar ese capítulo o tema del que te vas a examinar
la semana próxima. Esas dos horas y media del viaje desde Málaga a Madrid, en
el AVE, te están pidiendo que hagas algo más
que dormir o mirar la fugacidad de los paisajes. Leer, estudiar e incluso “dibujar”
creativamente párrafos e ideras, en tu ordenador o modesta libreta
cuadriculada. Reitero que el marco y la forma es muy importante a fin de no
desincentivarse para la concentración necesaria. Cuando
una escenografía se halla demasiado trabajada e integrada, habrá que buscar,
imperativamente, otra, que dinamice nuestro ánimo. Y todas ellas podemos
intercambiarlas, cíclicamente, jugando con la oportunidad de los tiempos. Sin
llegar a posicionamientos extremos, por supuesto.
Recuerdo la imagen, jocosamente escénica, de un peculiar compañero de colegio mayor universitario.
Tras haber probado diferentes estrategias escénicas, para la necesaria
concentración en el estudio, preparaba sus exámenes (eran de…. procesal o, tal
vez, derecho administrativo) sentado en una tosca silla con asiento de anea, la
cual estaba colocada encima de una mesa redonda, hecha también de madera clara
de pino. En la pequeñez de su “celda” o habitación residencial, era todo un
monumento a la voluntad verle allá arriba, encaramado junto al libro con los
apuntes y cercano a la bombilla del techo. Se guarnecía del frío invernal con
una capa de las usadas por los tunos universitarios, con la cabeza cubierta con
una toalla a modo de turbante. Nada más entrar en su cuarto, te topabas en la
pared con un pequeño monumento que el simpático compa había levantado en honor
de una caja de “centramina”. Pero ésta es otra sugerente historia, de aquellos
inolvidables años setenta, ornados de sentimientos y vivencias por tierras
nazaríes.
Los
comportamientos y actitudes repetitivas llegan a cansar o, al menos, debilitan
el interés y la concentración acerca de lo que se está realizando. También, ver
siempre las mismas formas, colores y organización estructural, produce ese
efecto de la desmotivación hasta provocar la nebulosa del aburrimiento. Sin llegar
a respuestas, calificadas en el diagnóstico de la patología, como las que nos
ofrecía Lucy en la inestabilidad de su domicilio, es bien cierto que los cambios y las modificaciones poseen ese valor,
psicológico o visual, que nos incentiva para sentirnos más a gusto y mejorar,
en lo posible, nuestro rendimiento ante las horas y los días. Sea como fuere, hoy me pide el cuerpo
cambiar mi ubicación en la biblioteca, por otro espacio para el estudio. Mi
lectura o trabajo intelectual para hoy no va a estar rodeada de estanterías
repletas de libros y silencios. Sino en un ambiente diferente, de árboles y
flores, con la acústica del tráfico rodado y peatonal. Puede que algo nublado,
o con el brillo confortable de la luz solar.-
José L. Casado Toro (viernes 19 octubre, 2012)
Profesor
jlcasadot@yahoo.es
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