viernes, 31 de julio de 2020

RECUERDOS ENTRAÑABLES, EN LOS ARCHIVOS DE LA MEMORIA.

En el caminar por la vida, hay que saber aprovechar bien los presentes. Pero también hay que ir mirando y preparando ese después que llegará, avanzando siempre hacia adelante para evitar los tropiezos, a fin de hacer posible un futuro que se anhela mejor. Pero como en los tiempos verbales, procedemos de un pasado, más próximo o lejano, que nos ayuda a entender las raíces de todo aquello que nos rodea y del que somos protagonistas en la actualidad. En ese pretérito de las vivencias, permanecen no pocas imágenes, difícilmente olvidables y profundamente entrañables, que nos hablan de la infancia de cada cual en la peculiaridad de  su microcosmos.

La historia de este viernes se nuclea en torno a una persona, ubicada en la veteranía de su existencia, que recuerda con profundo afecto un conjunto de imágenes insertas en aquel pasado ya bastante lejano (años 50 y 60 de la anterior centuria) y bastante diferente del que en la actualidad los ciudadanos protagonizan. Marco acude cada una de las tardes a esa cafetería de un puerto marítimo remozado, en cuya terraza del establecimiento pasa un buen rato sin prestar demasiada atención al avance de los minutos. El estrés del tiempo y las obligaciones han dejado de tener sentido en su vida que, en muchos aspectos, se ha vuelto más placentera. En ocasiones comparte sus recuerdos con algún amigo que la ocasión del azar le ha deparado, más o menos perteneciente a su generación cronológica. Pero las más de las veces, ante su taza de cálida infusión, recrea en la soledad de su pequeño mundo aquello que fue y que ahora ya solo permanece en las hemerotecas, en los archivos fotográficos o en la potencialidad de la memoria que cada uno atesora.

Observando la densidad popular, comercial y hostelera, en el Puerto malacitano, rememora aquel otro que en la mayoría de las tardes permanecía prácticamente vacío de viandantes o trabajadores. Junto a las grandes y zancudas grúas, encastradas sus potentes ruedas en los recios viales, solía haber sobre el suelo adoquinado grandes acumulaciones de productos para la exportación, entre los que siempre destacaban los cereales, los toneles de aceites y vinos y los sacos de azúcar. Algunos pequeños barcos dedicados a la pesca atracaban en el muelle, no faltando nunca el imponente “Melillero” para la comunicación con la hermana ciudad española en el norte de África. Eran infrecuentes las embarcaciones deportivas o los yates de recreo, pero sí bastante usual la presencia de algunos pesqueros, además de grises navíos militares españoles o de países extranjeros que, normalmente los sábados tarde o domingos, autorizaban la subida a bordo a fin de ser visitados por decenas de malagueños ávidos de distracción y novedad.

Aparte de la “esbelta” Farola, símbolo indicador que aún permanece, resultaba emblemática la presencia del gran silo del puerto, donde se guardaba mucho cereal para su embarque y otros productos, generalmente de origen agrario. La gran terraza cenital de ese silo esa utilizada por muchas parejas de jóvenes enamorados, para intercambiar sus afectos y sentimientos, en esos atardeceres y anocheceres bajo la compresión y sonrisas de las estrellas, sobrevolando las aguas marítimas, casi siempre calmadas. La perspectiva visual desde el silo hacia el mar era espléndida. Hacer mención por supuesto a ese barquito, El Bahía de la Concha, que por muy escasas monedas, permitía dar un paseo por la bahía, para contemplar desde el mar la visión de una Málaga mucho más tranquila y mucho menos turística que la actual.  

Marco gusta rememorar distintos oficios que, en la actualidad, han ido cambiado en el desarrollo de su ejercicio o en la dinámica de sus imágenes. Piensa en el calor de las tardes veraniegas, cuando los mayores, pero también  la chiquillería del barrio, esperaban la llegada del regador de las calles con una larga manguera. Este trabajador municipal, siendo puntual en su horario vespertino, refrescaba el seco y ardiente  suelo adoquinado, cementado o incluso térreo de albero, para el refresco vecinal. El olor a tierra mojada, el juego de los niños en los charcos que se formaban, el griterío propio de los pequeños ante la llegada del agua esparcida  para evitar mojarse o darse una “ducha” improvisada” ante el enojo de los padres, alegraban esas horas de merienda y las posteriores, cuando la vecindad sacaba sus sillas a las puertas de las casas, para esos ratos de charla, ver pasar a la gente  o con el tiempo escuchar el transistor.

Generalmente por las mañanas, llegaba con periodicidad semanal el vendedor de la miel a domicilio, que transportaba la dulce melaza en unos cántaros de aluminio, como los utilizados para llevar la leche que también se vendía a granel. La miel que se compraba en las puertas de las casas, era dosificada con esas tapaderas de las cántaras que servían como medidor del suculento producto. Recordaba aquella miel más oscura y acaramelada, que “lustraba” tantas rebanadas de pan para el alimento de las meriendas infantiles. También a domicilio y en determinadas localidades, llegaba cada mañana el cabrero, acompañado de cuatro o cinco cabras, para vender la leche que ordeñaba delante de la clientela. Para todos, pero de manera especial para los niños que miraban, resultaba una bella imagen ver el diestro trabajo de las manos del cabrero, cuando ordeñaba las ubres de sus cabras. La presión de la leche al salir provocaba una plástica espuma blanca que asemejaba las olas rompiendo en la orilla de las playas. El sano y blanco líquido espumoso era recogido en los cacillos de aluminio que el cliente presentaba al ordeñador. La escena, como en la miel, se desarrollaba ante el portal de cada vivienda, normalmente casas de planta baja única.

Aunque la panadería del barrio era un lugar muy concurrido, con ese rito diario, casi bíblico, de ir a por el pan, también al barrio donde Marco residía llegaba, a una hora sincronizada entre la mañana y un poco antes de las dos de la tarde, el panadero ambulante. Lo hacía montado sobre una voluminosa moto que tenía aplicado en el asiento trasero al motorista un amplio cajón de madera, en cuyo interior venían un par de sacos con diferentes tipos de panes para la venta. Siempre colocaba su motocicleta en el mismo lugar, al grito de “El Panadero”. Rápidamente acudían los vecinos o los niños encargados por sus madres, para comprar el pan todavía caliente del día, que emanaba un grato olor a horno o a saludable tahona. Generalmente eran de masa dura y de color amarillento/naranja, los típicos bollos catetos, llamados civiles, las roscas, los violines (especialmente para los niños) y por supuesto los panes redondos de a kilo. Ese tipo de masa era ideal para preparar determinadas comidas, como las migas y las sopas. Las rebanadas que se cortaban en casa, servían para la merienda, adjuntándoles una pastilla de chocolate o el chorreón de aceite o mermelada. La confitería industrial aún estaba en los inicios de su amplio desarrollo posterior.

Otra figura muy popular en su barrio y que ofertaba su mercancía a voces, desde el portal donde tenía instalado su pequeño negocio era “Paco”  el vendedor y pregonero de la prensa diaria y semanal. En el “puesto” del vecino Paco, no sólo se podían encontrar los periódicos del día (en aquella época había alguno que salía de las linotipias por la tarde) sino también las pequeñas novelas de la prolífica Corín Tellado y de otros populares autores, los tebeos que agradaban a la “parroquia infantil (el Capitán Trueno, el Jabato, Lily, Pulgarcito etc) y diversos elementos de papelería, como lápices, gomas, libretas y los míticos bolígrafos BIC. Recordaba como dentro del no muy amplio portal había un banco de madera alargado, a modo de biblioteca, donde los niños podían leer tebeos en régimen de modesto alquiler por una “perra gorda o perra chica”.

Otra figura que era muy conocida en las zonas peatonales más concurridas de la ciudad era la del charlatán, con su mesita instalada en la Plaza. Había varios que eran sobradamente conocidos. Normalmente se trataba de personas relativamente jóvenes, bien trajeados, que poseían una asombrosa capacidad de palabra. Ponían su pequeña mesa en lugares de gran concurrencia para el paso, reuniendo en torno a sí a muchos paseantes que en ocasiones se agolpaban en torno al vendedor. En general hacían demostraciones prácticas del producto que se esforzaban en vender: sorprendentes exprimidores de cítricos, útiles peladores de patatas, frutas o verduras, eficaces eliminadores de manchas en los tejidos,  etc, ofertados a un precio excepcional, coste que aumentaría cuando en fecha inmediata estuvieran disponibles en los comercios. Casi siempre solían tener algún “gancho” entre las personas del público, el cual era el primero que levantaba la mano con el billete correspondiente para comprar uno de los objetos que se ofrecían en venta. Marco recordaba los ratos que le agradaba pasar en estos corrillos, escuchando con deleite la firmeza y convicción mostrada por el muy locuaz vendedor.

Entre sorbo y sorbo del delicioso café que consumía, un nuevo personaje vino a la realidad de su memoria. Se trataba en este caso de los repartidores de prospectos cinematográficos. En estas hojillas de papel en cuyo anverso venían impresos, a todo color, los carteles de algunas películas que estaban actualmente siendo proyectadas en las pantallas de los cines locales, mientras en el reverso aparecían los datos del director, intérpretes, cine donde se exhibía, indicando además los horarios de las diferentes sesiones. Esos prospectos eran gratuitos y eran entregados en mano a las personas que transitaban por calles comerciales y peatonalizadas. Los coleccionistas de aquellas hojillas de cine acudían con avidez a los puntos usuales y estratégicos, en donde a las horas punta de la mañana solían colocarse los encargados del reparto. En su ciudad natal, había una calle emblemática de especial interés, para recoger esos atractivos folletos publicitarios: ese lugar era el inicio de la calle Nueva, entrando por Especerías, arteria viaria muy cercana a Larios, siempre muy transitada de peatones, debido a la intensa oferta comercial que incluso en la actualidad sigue manteniendo o incrementando.   

Y hablando de colecciones, recordar la ilusión que muchos tenían, especialmente los niños, para que sus padres compraran las famosas tabletas de chocolate Nestlé. Esta importantísima multinacional suiza, utilizaba en aquellos míticos 50 y 60 el señuelo publicitario de introducir dentro del envoltorio uno o dos cromos, cuyas estampas representaban generalmente fotos o dibujos de la naturaleza. La marca facilitaba unos álbumes, en cuyos recuadros había que pegar dichas láminas para ilustrar gráficamente el texto impreso. Todo era un proceso familiar, en el que los niños insistían a sus padres para que compraran tabletas de chocolate, pero “el de las estampas”. Además del incentivo coleccionista de las mismas, estaba el sabor y aroma tan agradable de tan nutritivo alimento. Entre la chiquillería, se fomentaba el intercambios de estampas, simpático proceso en el que los más inteligentes conseguían gran acopio de láminas repetidas, por aquella que al coleccionista le faltara. La emoción de abrir la tableta de chocolate, a fin de comprobar la estampa que traía en su interior era mágica y suculenta, por la naturaleza específica del producto. También hoy día, aunque lo han intentado otras marcas, ese simpático hábito ha decaído.  

Lo que en la actualidad se conoce como las telenovelas, tuvieron en  aquellos lejanos años de la infancia de Marco un especial protagonismo en las novelas radiadas y seriadas que se emitían normalmente por las tardes. A esa hora de la sobremesa o de la merienda, se reunían en torno al receptor de las ondas radiofónicas, voluminoso aparato de bujías, los mayores de las familias, especialmente las mujeres. Madre, hijas, abuelas, vecinas, mientras que los niños miraban los rostros de los mayores que tomaban “empatía” (como ahora se dice) metiéndose de lleno en las tramas argumentales, a través de la hábil dicción e interpretación de los locutores de las emisoras de radio. Algunos radioyentes lloraban, otros reían, otros suspiraban. Todos se distraían, esperando el comienzo de las novelas, entre las cuales tuvo millones de seguidores la popular Ama Rosa. Los mayores regañaban y advertían a los pequeños para que no hicieran ruido, mientras sintonizaban y escuchaban el esperado y emocionante capítulo del día.

Las modestas y entrañables ferias de barrio han ido desapareciendo. Hoy día,  los esfuerzos municipales, económicos y de gestión festiva, se centran en la feria anual o en determinadas celebraciones patronales o conmemoraciones. Pero en aquellas recordadas décadas, era usual que en los barrios más populares se organizara pequeñas ferias, con algunos carricoches o tiovivos, caseta o pista de baile y otras pequeñas casetas o puestos de chucherías, no faltando casi nunca la caseta para el tiro al blanco. Se utilizaban para ello escopetas de perdigones de plomo, a fin de derribar bolas de azúcar y anís, tanto de color blanco o pintadas con colorines. Esas bolas estaban fijas o estaban colocadas en unos expositores rotatorios, a fin de hacer más complicado su derribo del soporte donde estaban ubicadas. El que conseguía derribar una bola, recibía como premio dicho caramelo, que a los pequeños les sabía a gloria. Pero había un truco que los más avezados en el disparo o juego conocían. Los cañones de las escopetas y el punto de mira estaban de forma trucada desviados, para no facilitar la consecución del premio. Con la repetición de los disparos los más veteranos en el juego lograban apuntar en la dirección correcta para que el impacto del perdigón fuera efectivo. Esas gruesas bolas de azúcar con sabor anisado resultaban deliciosas para el paladar de los niños y los mayores.

Quiso el azar que pasaran a un par de metros de la mesa que ocupaba Marco, un par de chicas, que iban montadas a gran velocidad en patinetes eléctricos.  Recordó aquellas otras patinetas de madera que usaba en la infancia, cuyo único impulso motriz procedía de una de las dos piernas que se apoyaba en el suelo. Y de este pensamiento vinieron otros, todos ellos en forma de juegos: eran muy comunes para el divertimento y el equilibrio aquellos aros de madera o latón, que se conducían rodando por el suelo con una varilla de madera o metal. Exigían una cierta habilidad para que el aro no dejara de rodar, cayéndose al suelo tras perder el equilibrio. Y también las horas de divertimento que proporcionaban el juego de las canicas: eran unas bolas de colores, con escaso grosor y hechas de cerámica o cristal. Se competía con otros amigos y vecinos, mostrando la habilidad al impulsarlas sólo con los dedos de las manos. Había que golpear, tras el lanzamiento, una bola de ese amigo con el que competías, o introducirla en un agujero hecho en la tierra, a modo del golf pero sin los palos usados en este deporte.  Otra práctica para el entretenimiento consistía en bailar los trompos”. No eran en absoluto tan sofisticados como los que aún se ven actualmente en las jugueterías, sino mucho más toscos y pequeños, construidos de madera. Era necesario usar una cuerda o cordel para, tras el impulso al lanzarlos, hacerlos bailar en el suelo y contar los minutos que se mantenían girando, ante el asombro de aquellos que miraban. El mejor suelo para el baile era aquellos pavimentos pulimentados, pues los rugosos o con acanaladuras frenaban la bolita o cabeza metálica que tenía el cuerpo cónico en su base.

Una vez ya dejada la cafetería, en donde había pasado un buen rato durante esa cálida tarde veraniega, caminaba por el borde del muelle y observó como un niño pequeño jugueteaba. El crío estaba metiendo sus pies con sandalias en un charco de agua que había junto a una embarcación de recreo allí atracada. Entonces vino a su mente aquellas botas de agua, que casi todos los niños (también los mayores) usaban. Eran botas de goma, de media caña, normalmente de color negro, que se usaban en los días de lluvia, a fin de no estropear los zapatos de piel cuando se pisaban charcos de agua o se mojaban con la lluvia. Cómo no acordarse de los famosos  y muy recios zapatos colegiales, de la marca Gorila, cuyo par traía de regalo una apreciada pequeña pelota de goma verde, utilizada para el juego diario. Aunque aún hoy se venden botas de goma para el agua, el nivel de vida hace que la mayoría de las personas sigan usando sus zapatos de diario, aunque las nubes estén descargando ríos de lluvia.

Estas y otras muchas imágenes, recordadas por Marco durante esa cálida y veraniega tarde de Julio, permanecen en muchas de nuestras memorias. Con nostalgia admitimos que, al menos en su formato original, difícilmente volverán a nuestras vidas. Están incardinadas en otras épocas ya pretéritas, en la que no había televisión, ni ordenadores o telefonía móvil 5G. Tampoco existía Internet, ese “divino” invento” de la ciencia electrónica. Pero aquellos niños de los cincuenta o los sesenta usaban de su imaginación para el divertimento diario, aplicando la híper-valoración a los recursos modestos que tenían a su alcance, para el entretenimiento y la alegría de los juegos, compartiendo solidariamente sus ilusiones, voluntades y realidades. 



RECUERDOS ENTRAÑABLES,
EN LOS ARCHIVOS DE LA MEMORIA



José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
31 Julio 2020
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           


jueves, 23 de julio de 2020

LA MAESTRÍA DE UN ANTIGUO CARTELISTA DEL CINE.

En la actualidad, la publicidad cinematográfica se sustenta fundamentalmente a través de las plataformas de Internet, la prensa escrita, la televisión, las revistas especializadas en el “séptimo arte”, algunos programas radiofónicos y en los escaparates y fachadas de las propios establecimientos dedicados a la proyección de las películas. Los carteles anunciadores de los más importantes films son expuestos también en determinados puntos urbanos, especialmente aquellos que tienen un mayor tránsito de personas para la difusión del próximo estreno. Estos carteles están impresos en papel y diseñados a todo color y tipografía mediante la aplicación de avanzados programas informáticos.

El antiguo oficio de cartelista, aquel artista (en justicia, se le debe dar este calificativo) que dibujaba pacientemente, sobre un gigantesco lienzo de lona, el rostro del gran protagonista de la película, con los datos básicos de la misma, para colgarlo en la fachada principal del establecimiento cinematográfico, hoy prácticamente ha desaparecido. Tal vez en las grandes capitales del mundo aún se coloquen esos enormes cartelones, pero los mismos no están dibujados y pintados a brocha, sino diseñados e impresos a través de grandes máquinas informáticas.

Por este motivo, nos tendríamos que retrotraer a mediados del siglo pasado, a fin de descubrir el admirable trabajo que hacían estos artistas de los carboncillos, los pinceles y las brochas, mezclando los colores de sus paletas llenas de pinturas con una habilidosa destreza. Elaboraban asombrosos y gigantescos dibujos caracterizados por la perfección en el retrato. Representaban en esos lienzos a los grandes actores y actrices que interpretaban las películas exhibidas en las pantallas de los cines. Esa maravillosa destreza en el dibujo hoy es privativa de las salas expositivas de pintura y en los museos, salvo el curioso trabajo artesanal que realizan los caricaturistas ambulantes o los retratistas que instalan su “estudio” al aire libre, aprovechando los jardines y paseos públicos de las ciudades.

¿Cómo trabajaban aquellos profesionales del cartelismo, durante las décadas centrales del siglo XX? Reutilizaban los grandes lienzos apaisados o cuadrados de otras películas ya dibujadas y exhibidas en pantalla. Para ello “limpiaban” el cartelón de lona ya dibujado con abundante agua, aguarrás y otros disolventes, lo que conllevaba esfuerzo y una gran paciencia. Estas cualidades eran representativas de estos habilidosos artistas, si querían llegar con éxito a un buen resultado en la composición final. Una vez “desfigurado” y secado el antiguo cartel, trazaban sobre el mismo un sistema de cuadrícula, bien medida en su proporcionalidad, aplicando unos cuerdas elásticas tintadas que dejaban esas líneas cruzadas que serían necesarias para mantener la aludida proporcionalidad en las medidas del dibujo.

Este sistema de cuadrícula sobre el lienzo copiaba exactamente el que se había trazado previamente sobre un par de cartogramas con escenas de la película, generalmente con primeros planos de los intérpretes protagonistas. Las escalas del cartograma y del gran lienzo se debían lógicamente de mantener y corresponder, a fin de conseguir la necesaria y exacta proporcionalidad.

A partir de ahí, el cartelista iba trazando los rasgos esquemáticos y líneas básicas de los retratos, dibujando con un carboncillo sobre la cuadrícula trazada en el gran lienzo. Para ello era imprescindible aplicar buen pulso, visión “fotográfica”, exactitud en la silueta, perfección en los rasgos físicos distintivos –ojos, boca, longitudes corporales y, por supuesto, cuidando esa parte de la vestimenta que aparecía en el encuadre del fotograma. A continuación tenían que utilizar el recurso de los pinceles y las brochas, instrumentos con diferentes formatos y texturas, que difundían los pigmentos y colores de la imagen. Primero aplicaban los colores básicos, sobre los que posteriormente se iban añadiendo las diferentes tonalidades. Aunque el film estuviera grabado o rodado en blanco y negro, los retratos del cartel iban con generoso color, de ahí la habilidad e imaginación del profesional que los dibujaba. Los últimos retoques estaban dedicados a esos detalles y correcciones que siempre resultaban necesarios y eran descubiertos cuando el cartelón se observaba desde lejos.

Junto al gran rostro o rostros del reclamo “publicitario”, sobre el fondo cromático se añadían los textos informativos necesarios: Título de la película, nombres de los principales protagonistas, alguna breve frase motivadora para los futuros espectadores, nombre de la sala cinematográfica y en algún rincón del lienzo (normalmente inferior derecha) la firma del pintor.

Estos artistas del dibujo trabajaban generalmente de cara al público, peatones que, al pasar por delante del gran portalón o local donde se hermanaban el pintor y su lienzo, se detenían durante largos minutos y desde la acera de la calle admiraban la destreza y esfuerzo del dibujante. Los niños “mirones” también tenían su protagonismo observador, dedicando el tiempo necesario para la distracción y el disfrute, mientras el gran dibujo iba tomando forma y avanzaba en su concreción. Muchos de estos críos, mientras observaban, iban tomando la merienda de la tarde que sus madres les habían preparado. Desde luego que el espectáculo que generaba el artista pintor a su alrededor duraba varios días, para la elaboración de cada gran cartelón, era bastante intenso en lo popular y agradecida (normalmente dedicaban una semana de trabajo a cada cartel, anticipándose a la fecha del próximo estreno).

Uno de estos preclaros artesanos del dibujo era Feliciano (Felices) Garcés Lerio. Había nacido en 1930 por tierras de la Serranía rondeña y estaba afincado en Málaga desde la infancia, pues sus padres habían conseguido alojamiento y subsiguiente trabajo en la portería de una casa señorial no lejos de la Alameda, arteria viaria pronto denominada del Generalísimo Franco. No tuvo hermanos y su infancia estuvo marcada por las vicisitudes de la Guerra Civil y esa década “oscura” de los cuarenta, llena de carencias para los más humildes que habían sobrevivido del cruento enfrentamiento patrio. Precisamente esos años cuarenta vieron como el mundo se enfrentaba bélicamente en el desastre de la 2ª Guerra Mundial. En definitiva, una infancia muy difícil y limitada en lo material. También en lo anímico.

Este niño mostraba desde pequeño una verdadera pasión y asombrosas cualidades estéticas para el dibujo. Era algo innato que le distraía y satisfacía, en la búsqueda de motivos para el gozoso entretenimiento. Pintaba sus propios tebeos y aprovechaba cualquier hoja de papel usado para aplicar sus lápices de colores y trazar originales diseños de todo lo que veía o imaginaba. En las demás materias escolares no destacaba, sino todo lo contrario. Sus boletines de notas sólo mostraban el 5  en dibujo (durante aquellos lejanos años, en muchos centros escolares se calificaba del 0 al 5), mientras que abundaban los números bajos en el resto de las ciencias y las humanidades. A los doce años terminó sus estudios de Primaria con gran dificultad, por lo que su madre, viendo que no servía para los estudios, logró “colocarlo” como aprendiz en una sastrería. Aquella actividad “no era lo suyo”, aunque utilizaba pícaramente los jaboncillos que sobraban en el taller para llevárselos a casa y dibujar en las paredes oscuras, en algunas solerías y en los restos de las lozas encontradas por las obras, esos dibujos que tan bien le salían.

El aprendizaje en la sastrería fue más bien breve, pues el maestro de las tijeras, las agujas y las telas se “cansó” de que los jaboncillos de los patrones desaparecieran como por arte de magia.  Ahora le tocó estar de aprendiz en un colmado de ultramarinos, actividad que le proporcionaba abundante papel de estraza (usado para envolver los alimentos) a fin de pintar en casa por las noches sus hábiles líneas, trazos y colores. En la tienda permaneció más tiempo, pues el dueño del establecimiento, don Hilario, lo puso de mozo repartidor de los encargos que recibía, lo que le permitía ir con carretilla llevando portes de un lugar para otro, liberándolo de estar detrás del mostrador durante muchas horas atendiendo a los clientes. Cierto día, de paso por la Plaza del Teatro, se detuvo delante de un amplio local, en cuyo interior un veterano maestro de los carteles dibujaba el correspondiente a una futura película de estreno en la ciudad. Felices quedó ensimismado y entusiasmado, maravillándose de la técnica que utilizaba el pintor en su trabajo. Volvió en diversas ocasiones a este lugar, trabando amistad con don Efraín, quien se mostró receptivo a las preguntas e intereses de aquel mozo de ultramarinos que sentía pasión por el dibujo. 

Efraín, a su mucha edad, no había podido olvidar a un hijo que había perdido hacía tiempo a causa de unas fiebres mal curadas a comienzos de los años treinta. La amistad entre el pintor de grandes carteles y Felices hizo que aquél se considerara como ese abuelo que trata de trasmitirle sus conocimientos y experiencias a ese joven “nieto” que el destino ha querido generosamente proporcionarle. Gracias a las amistades cultivadas por don Efraín, Felices inició su tercer doble aprendizaje: como maquinista proyeccionista en el cine Avenida, en donde comenzó a trabajar por las tardes y las noches, en la cabina dirigida por Damo (Damián) el maquinista titular. Éste había aprendido a “echar” películas en sus años de militancia en el  campamento del Tercio legionario, ubicado en Ceuta. Al igual que Efraín también tenía ya sus años y necesitaba un ayudante para trabajar con las bobinas de celuloide y las máquinas de proyección. Así que Felices compartía dos enseñanzas: durante las mañanas acompañaba a su maestro en el local de las pinturas, conociendo las mejores técnicas para llegar a ser un buen cartelista del cine. Y por las tardes, a partir de las cinco y hasta la 1 de la madrugada, proyectaba y veía decenas y decenas de películas, que enriquecían su ya portentosa imaginación estética.

Al volver del servicio militar, siguió acompañando por las mañanas al “abuelo” Efraín, que ya mostraba numerosos achaques físicos en su cansado cuerpo (en sus años jóvenes había trabajado en el campo y en la albañilería, antes de centrarse finalmente en la pintura) y colaborando con Damo por las tardes en el cine Avenida, como segundo proyeccionista. Una mañana se encontró con el local de la Plaza del Teatro, en donde trabajaba el pintor, completamente cerrado. Efraín estaba enfermo y había dejado sin terminar el gran cartelón de Sabrina, con los rostros famosos de Audrey Hepburn y Humphrey Bogart, que iba a ser estrenada en las pantallas del Cine Goya. Felices tomó los pinceles y en dos mañanas terminó el gran cartelón anunciador. No quiso cobrar peseta alguna por completar el trabajo, indicándole al gerente de esa cadena de cines que los emolumentos tenían que ir directamente a su amigo y veterano maestro. Su actitud agradó a los propietarios de este y otros cines, que le pidieron sustituyera a Efraín, pues el viejo maestro había tomado la decisión de jubilarse. Cartelista, por las mañanas, proyeccionista por las tardes y noches y, al poco tiempo, la boda con su novia de siempre Mariela, joven alegre y de una pícara belleza que había conocido en una mercería, cuando una mañana acompañaba a su madre que deseaba comprar la botonadura para un abrigo que estaba arreglando. Efraín se convirtió en un gran cartelista de cine, completando encargos para las dos cadenas cinematográficas más importantes de la capital malagueña en los años cincuenta: las empresa del Cine Albéniz y la del Cine Goya, aunque también otros salas importantes le hacían interesantes encargos que sabía realizar con pericia y proverbial rapidez.

La estable vida de Felices Garcés estaba de lleno vinculada, con amor profesional y vocacional, al mundo de la cinematografía. Por las mañanas, acudía puntual a ese céntrico y espacioso local, situado en la Plaza del Teatro, a escasos metros  cine Principal, taller que había comprado a su propietario, maestro y amigo Efraín, a fin de trabajar en la elaboración de nuevos y espectaculares cartelones, que le iban encargando las más importantes empresas de exhibición, tanto de Málaga capital como también de algunas localidades de la provincia. Y por la tarde, media hora antes del inicio de la primera sesión, ya se encontraba en la cabina de proyección del cine Avenida, junto al Puente de la Aurora y el popular barrio Trinitario,  a fin de preparar los rollos de celuloide con las películas que iban a exhibirse hasta aproximadamente la 1 de la madrugada. Aunque Damo y él se turnaban en la vigilancia de las máquinas proyectoras, todo ese tiempo encerrado en la cabina le permitía seguir practicando y haciendo diseños de retratos y otros motivos que algunas centros de exposiciones o clientes particulares le iban encargando.

Una nublada y a ratos lluviosa mañana de enero 1959, Felices trabajaba en el gran cartelón anunciador de la famosa película “La Violetera”, film que se iba a estrenar en Málaga una semana más tarde, en la gran sala del Albéniz. Como era usual, muchas de los peatones que pasaban por la Plaza del Teatro se detenían unos minutos ante ese local de puertas abiertas, para contemplar la destreza del joven pintor que en aquel momento completaba la imagen facial de una gran estrella de la pantalla y cantante: Sarita Montiel (Mª Antonia Abad Fernández. Campos de Criptana. Ciudad Real, 1928 – Madrid, 2013).  Al grupo de las personas que estaban detenidas ante el gran portalón, se incorporó una joven mujer, delgada en su esbelta figura, con el pelo recogido bajo un simpático gorrito de ante azul marino. Esta mujer enfundaba su cuerpo con una gabardina marrón oscura, protegiendo sus ojos con unas gafas de cristales levemente tintados. El corrillo de “mirones” iba cambiando sus integrantes, pero esa misteriosa joven permanecía allí, contemplando como el pintor completaba esos mágicos trazos que iban conformando en el lienzo cuadriculado el rostro de la ya muy famosa estrella de la pantalla. Cuando Felices se disponía a tomar unos minutos de descanso en su labor, la silenciosa mujer penetró en el local, dirigiéndose con voz melodiosa al artista de los pinceles y las brochas cromáticas:

“Sin duda Vd. es el Sr. Garcés, del que tan bien me han hablado. He tenido que desplazarme a su ciudad, porque mañana tarde he de asistir a una rueda de prensa a fin de presentar la película que estás plasmando en el lienzo y de la que soy protagonista. Me facilitaron las señas de su popular estudio y he querido visitarte y saludarte. Me comentan y puedo dar fe de lo justo de la valoración: eres un gran artista, un gran maestro del dibujo y los pinceles, a pesar de la espléndida juventud de tu persona. Resulta maravilloso comprobar lo bien que pintas y dibujas mi rostro, en ese gran cartelón o lienzo de lona. Me gustaría hacerme una foto contigo, si no tienes inconveniente, precisamente colocándonos delante del cartel anunciador. La mostraré a mis amigos y gentes del cine, para que conozcan como desarrollas tu pericia, en este modesto pero gran local dedicado a la pintura de los actores y actrices de la pantalla”.

Felices se había quedado medio ensimismado, ya que la emoción desbordaba su natural equilibrio. Tenía a su lado, nada más y nada menos, que a la gran artista Sarita Montiel, a la que precisamente dibujaba para la película La Violetera. La protagonista del film se mostraba también muy feliz y divertida, al ver la expresión emocional del artista de los pinceles. Era curioso, pero ninguno de los espectadores que desde la acera miraban el gran cartelón, habían reparado en que la joven criptanense, que hablaba con el pintor, era la misma persona que éste estaba dibujando en la tosca y recia superficie del enorme lienzo anunciador. Recuperado del “susto” emocional, Felices agradeció expresivamente el gesto generoso de la gran actriz por acudir a visitarle. Un mecánico de motocicletas, que pasaba casualmente por ese lugar, enfundado en su mono azul de trabajo, se prestó a realizar unas tomas de la pareja. Resultó muy simpático el comentario que hizo el improvisado fotógrafo, tras las diferentes tomas fotográficas, entre las risas de los dos protagonistas de las mismas   “Señorita, la verdad es que Vd. se parece mucho a la Sarita Montiel. Se diría que es el modelo que está dibujando el maestro pintor en el telón anunciador. Podrían contratarla para que hiciera de  doble, en las películas que ella interpreta.”

Han pasado ya muchas décadas desde aquellos inolvidables, simpáticos y curiosos hechos. La vida, como es natural, ha ido cambiando muchos de los elementos de aquellos imborrables años cincuenta y sesenta correspondientes al siglo pasado. Aunque el cine Albéniz aún hoy permanece activo, convertido en multisalas para proyecciones en versión original, ha desaparecido el Goya y el propio cine Avenida, transformado ahora éste en un macro aparcamiento de vehículos. El local en donde dibujaba Felices y el propio Teatro/Cine Principal, situado a escasos metros, desaparecieron bajo la piqueta y en su espacio se construyó un gran bloque de pisos para viviendas, tiendas, consultas médicas y oficinas. Hoy ya no se hacen esos macro-cartelones de lona, anunciadores de películas, al menos de forma artesanal. La impresión digital en papel, cartulina o lona ha sustituido la destreza manual y el oficio de los antiguos cartelistas. Los maquinistas de las cabinas de proyección son, hoy en día, técnicos expertos en informática, que manejan poderosos cañones de videoproyección, conectados a discos duros con decenas de terabytes de capacidad, en donde se almacenan las películas digitalmente. Los míticos rollos de celuloide, con casi ciento cincuenta mil  fotogramas por película, pasaron ya a la historia. Felices conservó durante toda su vida el reloj que la inolvidable actriz Sara Montiel le había regalado, al despedirse de él, además de ese cartograma dedicado y firmado por la bella y muy popular estrella de la gran pantalla.-



LA MAESTRÍA DE UN ANTIGUO 
CARTELISTA DEL CINE



José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
24 Julio 2020
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           



sábado, 18 de julio de 2020

EL PROTAGONISMO MÁGICO DE LOS ÁRBOLES.


A través de las páginas de la literatura o en los tiempos oníricos para el sueño o la imaginación, nos hemos preguntado en repetidas ocasiones acerca del tipo o clase de vida que tienen aquellos seres de la naturaleza que no poseen el don de la humanidad. Los árboles o los animales ¿pueden hablar entre sí o establecen algún tipo de comunicación, por citar dos importantes ejemplos de esos elementos de la naturaleza que comparten nuestras vidas? Muchos piensan que, efectivamente, cuando ladran los perros, maúllan los gatos, rebuznan los burros, relinchan los caballos, pían o trinan los pájaros, croan las ranas, gruñen los cerdos, aúllan los lobos, silban las serpientes, balan las ovejas, mugen los toros y vacas, cantan los gallos y gallinas, rugen los leones y panteras y así otros muchos ejemplos, están comunicando con otros seres del entorno o manifestando su estado de alegría, tristeza, petición o necesidad. Igual podría ocurrir con las ramas y las hojas de los árboles, con los arbustos del campo o con las flores, aquéllas que espontáneamente nacen en la tierra o son plantadas por los humanos, ya sea en los jardines urbanos o en las terrazas de nuestras viviendas.

En el caso de los árboles, observamos el lento crecimiento de sus ramas, el acercamiento o separación de las mismas, el balanceo de ramas y hojas cuando a veces el fluir del viento o la brisa es imperceptible, su fortaleza o declive vegetativo, su generosidad o precariedad en el fruto o incluso esas “lagrimas” que nos muestran en sus epidermis a modo de savia o sangre que vitaliza todo el conjunto arbóreo. ¿Hablarán entre ellos? ¿Nos transmitirán algunos mensajes? ¿Sentirán la sed, la falta de alimento o esos sentimientos tan normales en los seres humanos, como el dolor, la alegría, la impaciencia, el rubor  o la placidez de la templanza?

Y podemos plantearnos variadas y curiosas preguntas. ¿Qué pensarán los árboles con respecto a esos enamorados que se besan junto a ellos, sentados en la base del fuste arbóreo o en algún banco jardinero próximo? ¿O de esos mendigos que se resguardan por las noches bajo su espejo ramaje para recuperar su necesario descanso?¿O de ese ser que se les acerca sigilosamente para arrebatarles el fruto que tan esforzada y pacientemente han ido criando? ¿O de esos niños traviesos que se agarran a las ramas bajas para cortarlas, como instrumental de juegos y pasatiempos? ¿O de esos operarios que van a realizarles drásticos trabajos de “peluquería” o “cirugía” provocando unas podas “salvajes” que los dejan tan esqueléticos? ¿O de esos fanáticos del fuego que gozan en su maldad viéndolos arder, llamas que probablemente acabarán con la placidez y realidad de su existencia? ¿O de esos otros compañeros gigantes y egoístas, que no les importa en su ambición arrebatarles ese trocito de sol y luz que necesitan, para generar el alimento y savia que circula vitalizando ramas, hojas y frutos? ¿O de aquellos jóvenes enamorados que “hieren” su epidermis y cortezas, grabando en las mismas nombres, fechas, palabras y corazones, grietas que difícilmente pueden sanar, huellas que permanecerán allí, aunque su autores ya no se quieran o amen? ¿O de esos bichos e insectos que parasitan sin pedir permiso entre sus hojas y frutos, infectándoles y provocándoles enfermedades que pueden resultar fatales para su permanencia en el medio natural? ¿O de esas máquinas manejadas por los humanos, que los arrancan de cuajo separándolos del suelo, en cuya tierra encuentran el alimento, imprescindible para continuar su existencia? ¿O de esos obreros que necesitan de sus cuerpos , fustes y ramas engrosados durante años y que se convertirán en sillas, mesas, puertas, baldas y ventanas, para el servicio de los humanos? Etc. Hay que repetirlo ¿sentirán el dolor, el goce o placer de la utilidad, el incivismo de la incultura o maldad, la necesidad vital de la comunicación?

Pensemos, de una forma “imaginativa”, que sería mucho lo que tendrían que decir y comentar estos elementos o seres de la naturaleza terrenal. Desde luego, otros seres que pueblan el planeta, pero de naturaleza humana, tienen mucho que agradecer a los árboles porque, si analizamos su significación y utilidad, sólo nos reportan beneficios, exigiendo únicamente un poco de agua para subsistir y un suelo térreo en donde poder encontrar el necesario alimento. Por supuesto, respetando su crecimiento, desarrollo y modesto mantenimiento. Resumiendo ese cúmulo de beneficios que nos ofrecen, estableceremos una relación de los mismos sin orden de prioridad  o primacía:

·      Oxigenan nuestras contaminadas ciudades o áreas más urbanizadas.
·      Alimentan naturalmente nuestras necesidades de sustento o ingesta.
·      Facilitan esa madera que es necesaria para nuestros muebles, construcción y equipamientos.
·      La navegación, hasta descubrir otros materiales, usaba la madera para las vascas y navíos.
·      Para esos materiales de uso ciudadano, no olvidemos los juguetes para los niños.
·      Ofrecen esa sombra y cobijo tan necesario en las horas de sol o nocturnas.
·      Alegran y embellecen la percepción visual de nuestros campos y ciudades.
·      Inspiran la imaginación y sensibilidad literaria de los escritores.
·      Protegen contra la erosión de las escorrentías y tempestades hídricas.
·      Su follaje y ramaje permite cobijar a las aves que pueblan la naturaleza.
·      De su savia puede obtenerse esa goma tan necesaria para objetos de uso cotidiano.
·      El corcho de su epidermis es un importante material de uso diversificado.

Siempre hay historias interesantes que narrar, relacionadas con la naturaleza y, de manera específica, con ese importante don que ésta nos ofrece en forma de árboles.

Eran dos parejas que vivían unidas, respectivamente, en el trauma del desamor. Situemos básicamente la situación de una y otra, además de la forma en que resultaron vinculadas. Harmonio Reales, treinta y cinco años de edad, ejercía la profesión de carpintero. No había destacado en sus estudios, infantiles y juveniles, pero si demostró por el contrario, ya en plena adolescencia, su patente capacidad y entrega para ser un excelente profesional en el trabajo y artesanía de la madera. Hace unos cinco años, asistió a la boda con posterior celebración de un compañero de trabajo, experiencia que le permitió entablar conocimiento y amistad con otros muchos participantes en el festivo evento. Aquellos esponsales, que finalizaron bien avanzada la madrugada de un sábado/domingo de Agosto, posibilitaron el consumo de mucha comida y, sobre todo, muy abundante bebida. La fiesta no acabó precisamente en ese afamado Cortijo “Los lebreros” especializado en este tipo de eventos, sino que a la finalización del convite se formaron parejas y grupos de conocidos y recién conocidos, a fin de continuar la celebración en una noche intensamente alocada, desmadrada y orgiástica. Harmonio, como otros y otras, se vieron sumidos en esa emoción desenfrenada del sexo y el alcohol que puso a prueba muchas resistencias y voluntades.

Unas cuantas semanas más tarde, Cuando Harmonio salía de su trabajo, una empresa o nave de carpintería denominada Maderomar y ubicada en un polígono industrial de la capital malacitana, le estaba esperando en la puerta la joven Eulalia, veintiocho años de edad y auxiliar administrativa de profesión en una gestoría. Era precisamente la compañera que tuvo aquella noche de juerga y desenfreno colectivo, en la fiesta de los esponsales a la que tantos asistieron. La chica, visiblemente nerviosa y con los ojos enrojecidos, quería hablar con él, a fin de exponerle la grave situación en la que se encontraba. Un embarazo no deseado del que señalaba, con documentos acreditativos y fotos “intencionadas” (le habían asesorado convenientemente) como coautor al interlocutor que tenía ante ella, con un rostro de evidente pesar y desconcierto.

Aquella inesperada situación, con muchas idas y venidas para la negociación (intervino una empresa de detectives, contratada por la familia de la joven) llevó a la infortunada pareja a una boda ante el Registro Civil, a la que asistieron muy escasos invitados. Cuatro meses después, a consecuencia de esa gestación, vino al mundo una niña a la que sus padres decidieron registrar con el nombre de Malenia.

Lo forzado del enlace matrimonial hacía prever que los vínculos afectivos, bien artificiosos, entre ambos contrayentes, carecían de un sólido fundamente para una gozosa y feliz convivencia. Y así penosamente resultó. Mientras que el carpintero era una persona normalmente apacible, sosegada y entregada a su creativo trabajo, Eulalia era una joven un tanto inmadura, excesivamente caprichosa, pues la educación que había recibido hasta el momento, en una familia profundamente desestructurada, no era la más adecuada para esa madurez siempre necesaria en el quehacer diario. Habituada a participar en las fiestas y a cultivar el trato frecuente con las amigas, su labor como madre y esposa provocaba la preocupación en su marido, quien mezclaba la paciencia con momentos de enfado y discusiones no especialmente agradables. 

Por encargo de Omar, un argelino con muchos años y dinero, propietario de la empresa de carpintería en la que Harmonio trabajaba, tuvo que desplazarse una mañana al domicilio de su jefe, a fin de hacer unas reparaciones en las puertas de los dormitorios y renovar la instalación de nuevos muebles de la cocina,  adecuando además una biblioteca en un ángulo del salón. Allí conoció a Rania la joven y dulce esposa de un jefe de carácter autoritario, gritón e ineducado tanto en sus expresiones como en el trato diario. Se trataba de una mujer de suma belleza, con una voz melodiosa y unos ojos de color azabache, que hermanaban con la longitud y color de su cabello (en casa no lo llevaba recogido bajo el típico pañuelo largo). Pudo confirmar la dulzura y amabilidad que recibía por parte de esa afanosa ama de casa, ya que tuvo que repetir las visitas a la casa del jefe, para completar las numerosas reparaciones a efectuar en los muebles. Rania mostraba ser una persona bien educada, cariñosa y complaciente, compensando con generosidad un defecto que sufría en una pierna en la que mostraba una evidente cojera (según pudo conocer más adelante, dicho defecto derivaba de un accidente que la chica tuvo en su Marruecos natal, dejándole esa molesta secuela en su aparato locomotor). Cada tarde, cuando llegaba el trabajador enviado por su marido, tenía preparada esa taza de té con dulces morunos que tanto le agradaban, teniendo ambos el tiempo necesario para intercambiar las palabras y expresar algunos de sus sentimientos. El misterio de la atracción física y anímica entre Rania y Harmonio comenzó a generarse, incrementándose a lo largo de las repetidas visitas que éste tuvo que realizar al chalet del patrón.

Parecía que el destino había querido unir a dos seres profundamente infelices con sus respectivas parejas conyugales. Rania se sinceró, expresándole su profundo dolor acerca del trato  que recibía  del que oficialmente era su marido, con un comportamiento de violencia, mental y física, muy frecuente en el fornido y caprichoso Omar. Más que una pareja conyugal era la relación de amo y esclava. También Harmonio le narró su trauma: dos seres que habían llegado al matrimonio casi sin conocerse y por supuesto sin amarse. Trabajador y ama de casa decidieron compartir, con sinceridad y necesidad sus respectivas realidades.

Cuando ya los trabajos carpinteros habían llegado a su final, los dos nuevos enamorados acordaron un arriesgado pero inteligente plan para continuar viéndose. La urbanización en donde estaba el gran chalet de Omar estaba construida en una zona del Puerto de la Torre, en la Málaga norte, rodeada de una gran masa vegetal en la que no faltaba un denso arbolado. En pleno núcleo forestal había un par de grandes encinas que acumulaban muchos años en el grosor de su fuste arbóreo. Aprovechando las idas y venidas empresariales de Omar, Rania y Harmonio se veían, bajo el cobijo privativo de su ramaje, e incluso se dejaban mensajes escritos en una gran hendidura que uno de los árboles tenía en su tronco.

Aunque uno y otro amante tenían en mente la posibilidad de huir juntos a fin de poner distancia a sus respectivas y desgraciadas vivenciales conyugales, los acontecimientos se precipitaron cuando una nueva acción violenta de Omar dejó a Rania en un mar de lágrimas y llena de moratones. Aprovechando un desplazamiento que el empresario tenía que realizar a la ciudad de Murcia, Harmonio y Rania, acordaron, dejando sus respectivos mensajes en la hendidura del viejo nogal, iniciar juntos la huida hacia Algeciras, en donde tomarían uno de los ferrys que les llevarían hasta Ceuta y desde allí cruzarían la frontera marroquí, viajando después hasta Nouaceur, provincia vinculada a la Gran Casablanca, en donde residían los familiares de Rania. Allí estarían a salvo de las acciones persecutorias que pudiera perpetrar el violento Omar.

Un año después de estos acontecimientos, la situación ha evolucionado de la siguiente forma: Rania y Harmonio siguen conviviendo en pareja, esperando la situación administrativa de divorcio con respecto a Eulalia que Harmonio ha encargado a un prestigioso bufete de abogados. La familia de Rania se ha movido con fraternal eficacia, estableciendo un gran taller de carpintería en una zona industrial de Casablanca, establecimiento dirigido por Harmonio. Eulalia sigue residiendo en el piso que le ha cedido con todos sus derechos su ex, criando a la pequeña Malenia que ya tiene cuatro años. Tiene una nueva convivencia marital con un compañero de trabajo, recibiendo una pensión mensual de su ex marido para el cuidado y necesidades de la pequeña. En cuanto a Omar, a pesar de sentirse burlado por su “esposa” y subordinado, poco a podido hacer pues entre él y Rania sólo existía una mera convivencia. Ni estaban casados ni existían documentos que ataran a la chica con su persona. Ha jurado vengarse de Harmonio pero sabe que si pasa por Casablanca, los familiares de Rania no se van a quedar con los brazos cruzados.

¿Nos hemos olvidado de los dos nogales? En absoluto. Por supuesto que valoramos su protagonismo en la intensidad de esta romántica historia. Imaginemos que siguen hablando y comentando entre ellos acerca de esa simpática y, al tiempo dramática aventura de dos seres que se amaban y necesitaban, a fin de superar la infelicidad que hallaban en sus respectivas e inadecuadas parejas. Les enorgullece haber sido rígidos protectores, sagaces y comprensivos observadores, fieles guardianes de los mensajes escritos e intercambiados y comprensivos espectadores de las caricias, besos y palabras hermosas que los dos enamorados se regalaban. Todo ello bajo el acústico silencio de unas hojas y ramas que percutían y vibraban,  formando parte de esa sublime orquesta mágica que cada día actúa en la naturaleza.-


EL PROTAGONISMO MÁGICO DE
LOS ÁRBOLES  



José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
17 Julio 2020
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es