viernes, 24 de junio de 2022

ILUSIONES COMPARTIDAS AL ATARDECER

Tres veteranos y antiguos amigos, Amancio, Bernabé y Onofre, sexagenarios avanzados, se reúnen la mayoría de las tardes, no más tarde de las seis, en la cafetería/bar La Almazara, popular establecimiento ubicado en la plaza principal de una localidad rural de Andalucía, cuya portada mira hacia el edificio del ayuntamiento. Durante un par de horas, minutos arriba/abajo, “eternizan” o apuran el consumo de esas tazas de café con leche que tanto les confortan, merienda de tarde que suelen acompañar con alguno de los apetitosos hojaldres, rellenos de cabello de ángel o crema pastelera, entre los afamados dulces que elabora la “señá” Mariana, cocinera, pastelera y esposa de Basilio, propietario del establecimiento.

Los tres jubilados esperan con disimulado interés ese momento diario del encuentro tertuliano, para compartir opiniones acerca de cualquier tema, cuestiones generalmente banales que les facilitan el entretenimiento, la discusión o el chascarrillo gracioso. Cuando sus tazas del café ya están vacías y aún quedan minutos para completar la tarde, piden a Basilio la cajita del dominó, a fin de jugar unas partidas con esas fichas que esperan vengan “bien dadas”. En esos casos, el perdedor de las cuatro o cinco rondas se tendrá que encargar de pagar la cuenta de lo consumido descontando el coste de los pasteles, que están siempre fuera de la competición en función de los gustos de cada cual. Pero ¿quiénes son estos tres sencillos personajes, que se conocen casi desde la infancia?

El más dicharachero de la tertulia suele ser el peluquero AMANCIO, que ha trabajado en la barbería de Heliodoro durante casi cuatro décadas. Por sus manos y tijeras han pasado a buen seguro las cabezas de todos los habitantes masculinos de Villanueva del Genil, 1276 habitantes, según el último censo. Este conocido vecino se encuentra en estado de viudez desde hace un lustro, soledad familiar que lleva relativamente bien y que a pesar de la insistencia de su hija Emelina, casada y con cuatri niños, sólo acepta ir a su casa para el almuerzo del mediodía. Tanto el desayuno como la cena sabe “agenciársela” (esa su expresión) sin la mayor dificultad. A pesar de su ideología izquierdista desde bien joven, se lleva bastante bien con sus dos íntimos amigos de reunión. Desde siempre ha tenido el sobrenombre o mote de El Navajero, por el arte con que manejaba ese instrumento cortante para rasurar y arreglar las barbas de sus convecinos. Ayuda a la muy modesta pensión que le ha quedado con lo que le reporta un cuarto de fanega de tierra que le dejó en herencia su padre y que está plantada de viejos olivos.

El menos expresivo de los tres amigos es BERNABÉ, quoen ejerció diversos oficios relacionados con el agro, pero que en los últimos veinticinco años de vida laboral ha sido el barrendero municipal, noble tarea a la que aportaba una paciencia y un esfuerzo encomiable. Todos los alcaldes de la villa le mantenían el contrato, pues se encontraban contentos con lo bien limpia que tenía la principal zona para el paseo y la relación vecinal, El Parque de Santa Benita, nombre de una monja clarisa, con fama de milagrera, que vivió en el convento de la localidad (hoy ya vacío de religiosas), entre el final del XIX y comienzos del siglo XX. Ha permanecido soltero durante toda su vida, viviendo junto a su madre ya fallecida.

Por último, está el “gordinflón” de ONOFRE que ha dedicado toda su vida laboral a servir mesas, en el ventorrillo de Las Cigüeñas, conocido lugar para la celebración de fiestas y celebraciones. También ha trabajado en la taberna del tío José, familiar del propietario del ventorrillo. Tanto su abuelo como su padre habían mantenido una ideología muy conservadora (su progenitor se ufanaba de haber vestido el uniforme falangista) por lo que Onofre siempre ha mantenido su fervor al régimen franquista. Sus discusiones con Amancio, en esas tardes de asueto, son vibrantes e incluso divertidas, con cruce de “dardos” de toda naturaleza, mediando la templanza bondadosa de Bernabé para sosegar la vibrante atmósfera dialéctica que tantas veces se crea. El ideologizado camarero está casado con Tomasa, quien hasta su jubilación ha llevado un taller de arreglos de ropa, ahora en manos de una de sus hijas.

Entre la camaradería vecinal, los tres amigos que se reúnen en La Almazara son denominados o conocidos como los “Tres en Raya” por la consolidada costumbre de que cuando paseaban por las empedradas calles del pueblo solían ir en paralelo, guardado muy bien la línea en su trayectoria de desplazamiento.

En ese ratito por las tardes hablan de todo, pero les gusta elegir algún tema especial que centre el mayor tiempo de la conversación, ya sea el fútbol, los toros, alguna decisión o inacción del alcalde, el estado del tiempo, una próxima boda o ese inicio tan recurrente de “me he enterado de que “fulanita…” Una tarde de julio, cuando el calor apretaba, a pesar de lo cual mantenían la costumbre de las tres tazas de café con leche, no tenían un tema concreto para iniciar “el palique” como ellos decían. Tampoco les apetecía recurrir a la tradicional partida de dominó. Estaban dejando pasar los minutos, un tanto callados y somnolientos, cuando pasó cerca de ellos un vecino del pueblo, Leocadio, acompañado de su chiquillo, para ocupar una mesa cercana en La Almazara. Entre el padre y el niño Crispín (no más de seis o siete años) se mantenía la típica conversación que se suele dar entre diferentes generaciones. En ese contexto, Leo preguntó a su hijo, mientras esperaban la llegada del camarero “¿Y qué te gustaría ser de mayor? El niño respondió, tras pensárselo unos segundos, enumerando una serie de actividades, de la más diversa naturaleza: “pues aviador, futbolista, constructor de casas, como hago con mi arquitectura, conductor de coches de carrera...”

Esta humana y simpática conversación, entre Leocadio y Crispín, llegó sin dificultad a los oídos de los tres amigos que ocupaban una mesa inmediata. Entonces fue Amancio, el antiguo peluquero, quien propuso a sus dos compañeros un juego simular al que mantenían el padre y el niño:

“Los tres hemos tenido una honrada profesión. Sin embargo, tal vez no haya sido el trabajo que hubiéramos querido desarrollar en nuestra vida activa. Seguro que cada uno de nosotros conserva en su mente esa profesión o destreza que le hubiera gustado desempeñar en su vida ¿Qué os parece si decimos nuestra deseada o frustrada profesión y explicamos el por qué precisamente nos hubiera gustado tener esa determinada actividad?”

Los dos amigos acogieron con agrado ese juego de “confesarse” públicamente ante ellos, exponiendo aquello que les hubiera gustado “haber sido”. Curiosamente fue BERNABÉ, el muy conocido y apreciado barrendero municipal quien primero quiso narrar la profesión deseada en su vida.

“He pasado gran parte de mi existencia limpiando lo que otros, con más o menos intencionalidad, ensuciaban. En mi trabajo diario, alguna vez os lo he comentado, me he ido encontrando, en las aceras, en los rincones más diversos, en los bancos del parque…. una gran cantidad de cosas variadas, que difícilmente os podéis imaginar. Pero esos objetos no eran míos. Yo no me los podía quedar (os aseguro que nunca se me pasó por la cabeza esa humana tentación). Cuando me encontraba con algo que podría tener algún valor, lo recogía y lo llevaba a la oficina municipal de objetos perdidos. Algunos de esos objetos eran reclamados y retirados. Otros, la mayoría, eran conservados durante algún tiempo y después donados al centro benéfico que lleva don PERPETUO, el cura del pueblo, para atender a la gente necesitada o de mucha edad.

Os aseguro que cuando recogía algún objeto de valor, en los basureros o en la calle, siempre me decía lo bien que me hubiera venido ir guardando estas cosas, para formar una gran colección de objetos curiosos y de un cierto valor. En realidad, es que siempre me han gustado las cosas antiguas. En conclusión, que me hubiera gustado ser un importante anticuario. Y recibir en mi tienda a numerosos coleccionistas de objetos con historia y de un cierto valor. También me hubiera gustado dirigir un museo, repleto de obras artísticas que la gente admirase. Pero ya veis, toda la vida con mi escoba y mi carrito para ir vaciando las papeleras”.

Los dos compañeros de mesa atendían con interés lo que les estaba contando Bernabé. Ambos quedaron agradablemente impresionados de que su amigo de la infancia, un buen, esforzado y paciente barrendero, añorase que el destino o la suerte no le hubiese colocado en el camino del tráfico de objetos suntuarios. Pidieron una nueva ronda de cafés fríos, porque el calor continuaba golpeando, con una contundente suavidad, estas tierras intra-béticas de Andalucía. La línea roja de un gran termómetro, instalado en la farmacia de don Tobías, iba ya superando la crítica marca de los 40 grados centígrados. Pidieron la nueva ronda de frescas infusiones. La tarde prometía ser interesante.   

ONOFRE, el camarero de ideología conservadora, se animó a intervenir en esa declaración pública de sus frustrados deseos juveniles.

“Bueno, ahora me toca contaros algo de mis deseos, ya frustrados, de adolescente. Conocéis mi dedicación de tantos años atendiendo a la clientela. El Cama, como muchos me llaman aún. Horas y horas de pie, llevando comidas y bebidas a las mesas ocupadas por los clientes, con sus caprichos y manías en el trato. Así es como me he ganado la vida. Pero tengo que deciros, tengo que confesaros, que me hubiera gustado estudiar y componer música. Mis padres no entendían de conservatorios… bueno aquí sigue sin haberlo. Estudiar el solfeo y esa música culta o clásica. ¡Cuánto me hubiera gustado dirigir una orquesta! Con todos los profesores controlando sus instrumentos bajo las órdenes de mi batuta y el movimiento de mis brazos para que la armonía orquestal no se rompiera.

Esto que os cuento es un pequeño secreto, pero en casa tengo discos, de los antiguos de vinilo, en los que están grabadas piezas de la mejor música clásica. Aunque no entiendo de notas musicales, me gusta mucho escucharlas y en algunos momentos hago como si yo dirigiera a esa gran orquesta que interpreta a los maestros compositores de la mejor música. También me gusta, siempre que puedo, poner la radio y escuchar Radio Nacional 3 de música clásica. Ahora tengo más tiempo, pero antes tenía que “bajarme de mi puesto de director” y volver a la dura realidad: servir miles de cafés, cervezas, platos de boquerones fritos, hamburguesas con patatas y kétchup. Así ha sido mi vida.

Quise que mi hijo estudiara algo de música, pero aquí en el pueblo no había posibilidades para recibir clases. Al igual que pasa en la actualidad. Algunas familias hacen el sacrificio de llevar a sus retoños a ese pueblo, cabeza comarcal, en donde hay incluso conservatorio. Pero son 40 kilómetros de carretera, ochenta con la vuelta, la distancia que hay que recorrer. Incluso el crío me dijo un día, cuando se lo comenté, que prefería ir de paseo con los amigos, antes de meterse en carretera para hacer esos dos viajes a la semana de las clases. En fin, ya conocéis mi afición frustrada, como le pasa a tanta gente”.

Amancio y Bernabé miraban con rostro de asombro a su compañero de mesa, al que nunca habrían calificado como una persona amante de la cultura. Un ejemplo más de esos secretos que llevamos celosamente ocultos en nuestra privacidad y que en algún momento nos decidimos a compartir con las personas más cercanas en la amistad.

Finalmente, le correspondía al peluquero AMANCIO tener que “mojarse” y descubrir su profesión deseada y no realizada. En realidad, era él quien había hecho la propuesta del juego para el entretenimiento y la sinceridad, en aquella tórrida tarde de julio por las tierras centrales de la región andaluza.

“El número de cabezas y barbas que he “cortado y rasurado” no puedo saberlo. Bueno, todos los hombres del pueblo han pasado por la peluquería del Anielo, para cortarse el pelo, al menos una vez al mes. Pero yo también tengo un pequeño secreto. Os explico que me hubiera gustado ser un escritor famoso. Mi Magdalena, que en gloria esté, sabéis que trabajaba por las tardes en la biblioteca pública del pueblo. De vez en cuando me traía a casa algún librito en préstamo, no muy “gordo” en páginas, para que me entretuviera, especialmente en los fines de semanas del otoño y el invierno. Confieso que, como vosotros, no pasé de estudiar los estudios primarios. Las cuatro reglas, y a no sacar muchas faltas en las planas de escritura. Creo que tenía unos doce años cuando mi padre, que era esquilador, me colocó de aprendiz en la peluquería del Anielo (ahora la lleva Cirilo, su hijo) en la que he estado toda mi vida trabajando con las tijeras, la brocha del jabón y las cuchillas de la faca.

Me asombraba que hubiera personas que pudieran escribir esos libros tan gruesos, con centenares de páginas y millones de letras. No lo oculto, me hubiera hecho feliz verme en el escaparate de la papelería de la Felisa, con algún libro que llevase mi nombre. O cómo vemos por la tele, a esos grandes maestros de la escritura, firmando y dedicando los libros que han escrito, echando mucha imaginación y tiempo al bolígrafo, a la máquina de escribir o a los ordenadores, que tan bien manejan los jóvenes. También admiro a los periodistas, que cuentan lo que pasa en el mundo, escribiendo cada día en los periódicos. Pero qué le vamos a hacer. Alguien tiene también que ocuparse en arreglar las cabezas y barbas de los demás. Y la vida puso en mis manos unas tijeras, las navajas y un peine, para poner guapos a los camaradas del pueblo, niños, jóvenes y mayores”.

El color de la tarde iba palideciendo, con ese maravilloso tono anaranjado que el sol nos regala cada uno de los días. En este momento de la tarde, el astro solar comprende que su generosa su tarea, de poner luz y aliento térmico para dibujar de vida la naturaleza y a las personas que comparten las vivencias, va finalizando. Con discreción y sutil delicadeza acude a otros espacios para realizar esa plástica, cromática, solidaria y milagrosa, para la vida.  Alrededor de una mesa esquinera de la Almazara no estaban sentados el prestigioso anticuario, ni el afamado compositor y director de orquesta, ni ese prolífico escritor de best sellers. Un trabajador de la limpieza, un peluquero y un camarero de restauración, modestos paisanos jubilados, acababan de compartir esos ilusionados deseos de sus vidas, objetivos que ninguno, por los azares de sus existencias, había podido realizar en las fechas propicias.

Superadas ya las ocho campanadas en los toques de la iglesia, decidieron que era ya la hora propicia para la vuelta a casa. Los tres veteranos amigos de siempre, con pasos ajenos al tiempo, caminaban en paralelo por las aceras solitarias, pero aún cálidas y pintadas por las pinceladas solares. Al igual que hicieron ayer. Al igual que también lo harán mañana. Entonces buscarán y encontrarán algún nuevo tema de conversación, para sustentar la merienda y rellenar de contenido esos minutos, lúcidos y hermanados, concedidos por la Providencia. Pero esta noche, negociando protagonismo con los insomnios y los desvelos, pensarán en tantos años de almanaques y rutinas. Y soñarán despiertos, al igual que hacía ese niño del bar que “pilotaba” aviones entre las nubes, en las páginas de los libros que se van rellenando con letras y palabras, en los instrumentos orquestales que suenan de maravilla tocados con manos y mentes expertas y en esas piezas suntuarias que encierras y transmiten informaciones relevantes de cómo fuimos, de cómo quisimos ser. Y un día más, el sol iluminará ese nuevo y cansino despertar que, acaso una tarde más, querrán narrar, dibujar y recordar.


 

ILUSIONES COMPARTIDAS

EN EL ATARDECER

 

 

 



José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

24 junio 2022


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Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/

 





 

viernes, 17 de junio de 2022

CORREOS CON FRANQUEO ORDINARIO

Hoy en día las comunicaciones entre las personas pueden realizarse utilizando medios informáticos, tan versátiles e inmediatos como el propio ordenador personal, el IPad o tableta, los móviles telefónicos con múltiples prestaciones, la universal aplicación de Whatsapp e incluso contando con los mensajes de voz o la ayuda mágica de SIRI en determinada telefonía. Ya no tienes ni que marcar el número con el que pretendes comunicar, sino utilizar la voz para ordenar al medio electrónico tu intención o necesidad. Es el adelanto infinito de la informática y la Revolución de Internet.

Pero había otros tiempos, no tan remotos o lejanos, en que esa comunicación no era tan fácil o al menos tan inmediata. Nos referimos a los años cuarenta, cincuenta o sesenta del siglo pasado. Por supuesto que se disponía del teléfono, pero no existían los móviles, la informática era una “revolucionaria posibilidad” más bien inserta en la ciencia ficción o en estructuras secretas de algunos poderosos gobiernos. La ciudadanía común utilizaba con profusión el correo ordinario, con esas cartas manuscritas que hoy apenas se redactan. Precisamente ese correo ha quedado hoy prácticamente reducido para la propaganda comercial o de información bancaria. Pero no podemos olvidar aquellas “míticas” bellas y literarias cartas personales, a las que se aplicaba una cuidada caligrafía, se franqueaban y se introducían en los buzones de correo, sobres que “viajaban” durante algunos días hasta que el repartidor o cartero los llevaba al domicilio del destinatario, el cual los abría y extraía la misiva interior con interés, alegría, emoción, duda, ilusión o preocupación. Algunas de esas cartas no llegaban a su destino, generalmente por error en los datos anotados en los sobres correspondientes. Esta es la atmósfera temática, en la que está inserto el presente relato.

Se habían conocido durante una tarde de guateque y pick up dominguero, en la década de los años sesenta, cuando ambos estudiaban sus respectivas licenciaturas universitarias en la ciudad nazarí de Granada. Ninguno de los dos jóvenes era natural de esa mágica y romántica localidad de la Alhambra. Él procedía de la capital malagueña, mientras que ella tenía su residencia familiar en Murcia, dos ciudades vecinas de aquella provincia que habían elegido para estudiar sus respectivas carreras universitarias, un par de años antes. CLAUDIO estaba matriculado en 2º curso de comunes, pues quería hacer la especialidad de Filología Románica, en la facultad de Filosofía y Letras de la calle Puentezuelas. DORA estudiaba también 2º curso de Farmacia, en las instalaciones docentes de la calle rector López Argueta, en la céntrica zona de San Jerónimo.

Desde el primer instante de la presentación, los dos estudiantes tuvieron la impresión de estar iniciando una buena amistad. Disfrutaron esa lúdica tarde con la música, los bailes, los refrescos, además de intercambiar anécdotas acerca de sus respectivos colegios mayores donde residían. En el caso de la chica, el C.M. Jesús y María, en el Polígono de Cartuja, mientras que el de Claudio era el C.M. Albayzin.

Quiso el destino o el azar que ambos jóvenes volvieran a coincidir en diversas oportunidades festivas o simplemente callejeras, por lo que la sencilla amistad inicial se fue cimentando con más confianza diálogo e intimidad. Con periodicidad quedaban para ir a las proyecciones de arte y ensayo en el cine Príncipe, películas que analizaban posteriormente en algunas de las buenas tascas que pueblan el plano urbano de Granada. También acordaban estudiar juntos, de manera especial en época de exámenes. Elegían normalmente la biblioteca de la Facultad de Letras, muy céntrica y de ambiente agradable, en cuyo edificio neoclásico (Palacio de los condes de Luque o de las Columnas) habían habilitado un espacio para el estudio, denominado popularmente “la ligoteca” pero en el que estaba autorizado poder hablar y compartir la realización de trabajos. Junto a ese punto de encuentro y diálogo se había instalado un pequeño bar, en donde podían adquirirse unos sabrosos cafés preparados por un simpático camarero al que privadamente se le conocía como “el brujo, por la eficacia que sus infusiones generaban en la memoria y concentración de los abrumados estudiantes. Claudio y Dora disfrutaban degustando tan sorprendente pócima. Por supuesto que algunos viernes eran dedicados para hacer la ruta de las cervezas, a fin de recibir con buen talante el fin de semana, recorriendo numerosas tascas y ambientes estudiantiles, en los que la bebida estaba acompañada por unas suculentas tapas con las que prácticamente se podía cenar y bien alegrar el ánimo personal.

Claudio no estaba vinculado a pareja estable, le gustaba poder disfrutar de la libertad que daba su espléndida juventud, pero Dora si tenía pareja “formal” desde hacía tiempo en su Murcia natal. Sin embargo, consideraba a Claudio como su mejor amigo, para intercambiar en confianza las alegrías y los problemas. Compartían también numerosas actividades culturales y recreativas, como exposiciones, teatro experimental, tesis doctorales, conferencias, cine fórum, subida a la Alhambra y el Generalife, presentaciones de libros y todo aquello que sustentase ese buen ambiente universitario de que siempre ha gozado la ciudad de los cármenes. Ella nunca ocultó a Claudio que tenía novio formal en su ciudad de procedencia. Se llamaba ELADIO, era cinco años mayor que Dora y ya había finalizado su carrera de medicina, teniendo como proyecto la preparación del MIR en Ginecología. Era una persona seria de carácter, muy responsable de sus obligaciones y obsesivamente centrado en los estudios. Desde luego que carecía de las ocurrencias vivenciales y literarias del malagueño Claudio.

Precisamente a Dora le divertía y enriquecía la poderosa capacidad imaginativa, lúdica y traviesa de este compañero de Letras, cuya amistad equilibraba el austero mundo de formulaciones químicas y numerosas horas de laboratorio que su especialidad demandaba. Cuando estaba aturdida por el estudio de apuntes, libros y la realización de trabajos, donde predominaba la seria responsabilidad, llegaba la complicidad de su amigo Claudio, con sus poemas, relatos, proyectos y aventuras escenográficas y esa lúdica forma de ver al mundo que la enriquecía y sosegaba con irrenunciable necesidad. Era una sana amistad que nada pedía, pero que regalaba sonrisas, naturaleza, nubes y estrellas, percibiendo en casi todos los momentos el lado bueno, positivo, lúdico y cromático de la existencia.

Una noche de sábado, Claudio invitó a su amiga a subir al barrio del Albayzín. Iban a recorrer el denso tejido de arterias empedradas, oscuras, misteriosas y mágicas, en un barrio que “rezuma” encanto y estimula la ensoñación y la leyenda. Todo ello ayudado por ese acústico toque de guitarra que acompaña el sentimiento emocional de los cantares populares que hablan del amor y el dolor, protagonizado por la gente sencilla. Pero Claudio deseaba mostrar a su amiga una sensación nueva para motivar sus latidos vitales. Tras recorrer numerosas y angostas callejuelas y recovecos, acabaron en una coqueta placita, no lejos de San Nicolás. En el centro de la misma, dormitaba una antigua fuente de piedra, con tres caños, de los que manaban finos chorros de agua que, con el paso del tiempo, habían provocado suaves depresiones cónicas en el fondo del gran vaso receptor que parecía de mármol.

En un momento concreto, Claudio miró con sumo afecto a Dora diciéndole: “entorna los ojos y piensa en el azul del firmamento y el fulgor brillante y alegre de las estrellas. Escucha el sonido del agua percutiendo sobre el mármol mojado en el fondo de la fuente”. Así lo hizo su joven amiga, permaneciendo ambos en silencio durante unos largos minutos. La acústica orquestal protagonizada por el agua, junto a la suave brisa nocturna que traía el dulce aroma de algún Carmen cercano, regalaba un bello concierto en un lugar inigualable para la sensibilidad y el sentimiento. “Esta noche hemos asistido a un sensible y emocionante espectáculo, que lo guardarás y recordarás con cariño en el patrimonio de tus recuerdos”. Así era Claudio.  Aquella noche del fin de semana la completaron en el ventorrillo El Candil, tomando unos tintos de barrica, acompañados de tapas de papas bravas, con chorizo alpujarreño.

Durante los veranos, cuando volvían a sus raíces familiares, intercambiaban algunas cartas para mantener la comunicación amistosa, aunque uno y otro sabían que la presencia de Eladio en la vida de Dora había que respetarla. El novio médico, futuro profesional de la ginecología, era muy apreciado en el entorno familiar de la joven. La joven pareja se conocía desde los años de la adolescencia y la fidelidad entre ellos era respetuosamente mantenida. Todo ello suponía una “gran muralla” para los sentimientos de Claudio, que no veía posibilidad alguna de romper esa bien trabada urdimbre socio afectiva, con el escénico y único bagaje de sus poemas y relatos, sus inesperadas y divertidas ocurrencias y la alegre lírica de sus palabras, miradas y sonrisas.

En el verano del 69 llegó a los dos universitarios el esperado y grato momento de la graduación, en sus respectivas licenciaturas. Claudio y Dora prometieron mantener la amistad en la distancia, aunque uno y otro sabían que eran más los buenos deseos que la lógica de una tozuda realidad. Apenas hubo unas líneas y poco más, en el discurrir de los meses. De hecho, en la primavera del 70, Claudio recibió un sobre con el remite de Dora. Lo abrió con esa mezcla de alegría, intriga y nerviosismo infantil, que se convirtió pronto en un profundo silencio embargado de realidad: en el interior del sobre había una tarjeta de invitación a la boda de Eladio y Dora, enlace que iba a celebrarse a comienzos de mayo. Sólo una dedicatoria, en el anverso de la invitación, amable, correcta, tal vez afectuosa, pero fría en su lirismo y poesía: “Bueno, compa. Como ves, ya me toca formar una familia. Nos alegraría contar con tu presencia. Un beso. Dora”. La decisión de Claudio fue difícil, pero valiente. Se excusó con cortesía, no sin antes encargar en Interflora el envío de un gran ramo de flores, para ese sábado, alegre y nostálgico de la primavera. “Queridos amigos Dora y Eladio. Os deseo una inmensa felicidad. Besos, Claudio”.

El paso del tiempo continuó impulsando la marcha inexorable del almanaque. Las vidas de Claudio y Dora no volvieron a cruzarse. El silencio comunicativo entre los dos antiguos e íntimos amigos se mantuvo durante décadas. El intercambio de palabras y confidencias había desaparecido entre ellos, por la lógica y ociosidad del destino.

A comienzos del nuevo siglo, Claudio, ya jubilado como profesor de lengua y literatura hispánica en secundaria, ordenaba unas antiguas carpetas de fotos, textos, cartas y recuerdos de tiempos pretéritos. Entre el material revisado, encontró un viejo sobre con numerosas fotos de su ya lejana estancia en Granada, durante la etapa estudiantil. Entre esas fotografías, no faltaban algunas en las que aparecía junto a Dora. Motivado por los recuerdos, estuvo navegando por Internet, buscando información sobre su antigua e íntima amiga. ¿Qué habría sido de ella? No le fue difícil obtener información para responder a sus interrogantes. Su amiga había sido propietaria de una farmacia, instalada en la localidad de Cartagena. Se animó a enviar una carta franqueada a la dirección de ese establecimiento, con el ánimo de poder contactar con Dora. Era una carta manuscrita, respetando y añorando esos otros tiempos en los que no existía el correo electrónico. La misiva estaba presidida por un contenido cordial y afectivo, aunque comprendía que habían transcurrido más de tres décadas de silencio entre ellos. Se presentaba como el viejo amigo de los estudios en Granada. Le preguntaba cómo se encontraba y le expresaba su interés con mantener alguna comunicación, que recordase aquellos entrañables y fugaces años de la juventud universitaria.

Manteniendo el ritual de los viejos tiempos, franqueó el sobre y lo echó a un buzón de correos. Para su racional desaliento, pasaron los días y los meses sin que le llegase respuesta alguna a su envío. Comprendía que tantos años en la distancia, habrían borrado los recuerdos o el interés por mantener un contacto que, en los momentos actuales, carecía de una lógica o interesante motivación. Olvidó el asunto sin más. Se dijo a si mismo que el tiempo pasado es, obviamente, imposible de recuperar. Lo mejor es preparar de forma adecuada el que ha de sobrevenir.

Hasta tres años transcurrieron desde esta “infantil” historia de su carta al pasado infinito. Pero el destino es travieso, absurdo, caprichoso y “milagroso” en ocasiones. Un nuevo mancebo, en la antigua farmacia comprada a Dora Valiana, limpiaba unos altillos y detrás de unos anaqueles expositores, descubrió una vieja bolsa. En ella había antiguas facturas, algunos botes de medicinas caducadas y un bloque de cartas, atadas con una gomilla, que se deshizo nada más tocarla. Entre las cartas (la mayoría eran de ofertas publicitarias y algunas bancarias) estaba la que envió Claudio a Dora tres años atrás. El prudente mancebo evitó abrirla por respeto y en su lugar hizo lo posible para que llegara a manos de su destinataria, ciertamente con un notable retraso…

Cuando la farmacéutica jubilada leyó la misiva de Claudio, le dio un vuelco el corazón. Se decía “tanto tiempo, tanto tiempo y aún se acuerda”. Respondió de inmediato al remitente con otra carta franqueada, mostrándole la alegría por saber de él, después de tres décadas largas de silencio y manifestándole su ilusión para que se produjera un reencuentro, aunque fuese breve, pero desde luego emotivo y profundamente sentimental. Le enviaba su actual correo electrónico y el número de teléfono de su móvil. Así todo transcurrió mucho más rápido, que utilizando el viejo y entrañable correo.

¿Dónde quedaron en verse para ese feliz e inesperado reencuentro? No podía ser en otro lugar mejor que en la romántica ciudad nazarí de la Alhambra, en donde ambos pasaron una etapa muy importante de su juventud. ¿Y cuál sería el punto urbano que los iba a unir de nuevo, casi cuatro décadas después?  Internet y Siri les confirmó que aún existía el ventorrillo El Candi, ahora regentado por los nietos del buen Aurelio Palanca. Y tenía que ser un sábado, ¿cómo no? “Por cierto, Dora, no podemos dejar de pasar por la fuente de los Tres Caños, porque tienes que cerrar de nuevo tus lindos ojos, para soñar y bailar imaginativamente, con la percusión hídrica del chorro de agua sobre el mármol”

Y ese sábado de junio, 2010 al bueno de Claudio le temblaban las piernas cuando tomó el microbús en la Gran Vía, para subir al Albayzin. La hora fijada para el ansiado reencuentro sería a las 8 de la tarde. Al aproximarse a la puerta de El Candil, dos almas muy veteranas se miraban y dudaban. El paso del tiempo es cruel para la apariencia corporal. Pero el alma y los sentimientos resisten mejor el envejecimiento material. Desde aquel feliz día de la graduación, en el 69, había pasado por sus cuerpos un espacio temporal de 41 años. Ambos protagonistas dieron un paso adelante y se abrazaron emocionados. La buena señora no podía reprimir las lágrimas. Claudio también lo hacía. Y unos centímetros más atrás, permanecía un hombre de facies seria, traje elegante y de modales extremadamente educado, que los miraba con gran comprensión y respeto.

“Encantado de conocerle, amigo Claudio. Mi nombre es Eladio Pomares. Creo, honestamente, que he sido un buen esposo para nuestra querida Dora. Pero nunca he dudado que a ella siempre le faltó ese algo maravilloso y lírico que yo nunca pude o supe darle y que ella bien gozó durante sus años de facultad. Dora ha mantenido en su corazón esa feliz y gozosa etapa universitaria, desarrollada en esta tierra maravillosa de atardeceres, sultanes, sonidos del agua, zambras y cantos en la madrugada ¡Cuántas veces me lo ha repetido con sus palabras y con sus silencios! Y todo ello gracias a ti, respetado Claudio. Por eso me vais a perdonar que me ausente durante unas horas. Esta cálida noche del pre-verano, bajo el embrujo y el encanto granadino es vuestra. Absolutamente, vuestra. A eso de las doce, volveré al Candil. Para daros un fuerte y cariñoso abrazo a los dos. Tenéis mucho de que hablar. ¡Cuántas vivencias tendréis que contaros! Hasta luego, tortolitos ¡Portaos bien!”.

Un taxi esperaba, situado a pocos metros, al viajero Eladio. En pocos segundos el vehículo desapareció por entre las angostas callejuelas de un barrio hecho para dibujar sentimientos y emociones, en donde ya sonaban las cuerdas de la guitarra y esos vibrantes cantos recitados que hablan del amor, los latidos del alma y las carencias de la necesidad.- 

 

CORREOS CON 

FRANQUEO

ORDINARIO

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

17 junio 2022

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jueves, 9 de junio de 2022

EL HABILIDOSO SEÑOR DE LAS ARENAS

Cuando nos cruzamos por las calles y plazas, en el discurrir del trasiego diario, con decenas y centenares de personas, no siempre somos conscientes de la calidad humana, capacidades y destrezas formativas o complejas problemáticas, de esos seres que comparten con nosotros los espacios públicos. Y es que la apariencia no siempre es el espejo del alma. Son muchas las veces en que podemos equivocarnos. Por esta elemental razón habría que actuar con prudencia y cautela, pues las personas atesoran patrimonios vitales, que asombrarían si nos fuera posible su conocimiento.   

El cambio climático que soportamos, con la notable subida de los termómetros en fechas impropias, favorece las visitas a las zonas playeras, cuando aún no ha llegado el verano meteorológico. Antes eran fechas reservadas para julio y agosto. Ahora, niños, jóvenes, adultos y veteranos en la edad, toman sus bártulos playeros cuando pueden y les apetece, gozando de las gratas zonas litorales incluso en días que no son del fin de semana.

Las localidades que están gozosamente bañadas por el agua del mar tienen el privilegio de ofrecernos arena, olas, olor a marisma, para el sano deleite de bañistas y tomadores de sol, todos ellos amantes de la vida placentera. Esa lúdica escenografía puede completarse con alguna cerveza bien fresca y un delicioso espeto de sardinas plateadas y asadas, innegociables placeres que la playa regala con alegría, además de los divertidos juegos con las olas y los saludables paseos descalzos por su fina arena cristalina.

En estas playas de aquí cerca, llámese el Palo, Pedregalejo, las Acacias, el Dedo, la Malagueta, San Andrés, Huelin, la Misericordia, la Térmica o Sacaba, destacaba, desde hacía unas semanas, una peculiar figura. Tenía por nombre ELIAN, aunque los habituales en la zona solían llamarle Eliano. Aparentaba haber cumplido con largueza el medio siglo de vida. Ofrecía una delgada figura de cuerpo, con el cabello castaño oscuro muy crecido y ya entrecano, manteniendo una poblada barba de muchos días sin rasurar. Ojos pequeños de color gris claro, fortaleza muscular en los brazos y piernas y sobre todo una tonalidad de piel bien curtida y agrietada, reflejo de haber estado sometida a una intensidad solar sin límites ni precauciones. Cuando desarrollaba su artística labor, solía cubrir su cabeza con un viejo sombrero de paja o una deportiva gorrilla azul, escasamente aseada. Completaba su “uniforme” con una camiseta de tonalidades claras o incluso blanca, unos raídos y gastados vaqueros bermudas azules y unas sandalias de goma blanca, tipo hawaianas. Desde luego que tal `personaje podría parecer un “ogro abismal”, pero los niños se reían cuando él hacía alguna chirigota, para motivar la desenfadada alegría de los pequeños.

Pero ¿en qué ocupaba su tiempo este asiduo y popular personaje a las playas malacitanas?

Llegaba cada mañana a la zona marítima, no más tarde de las nueve, portando en el hombro una manoseada mochila de piel de camello, que sería beige en su origen pero que ahora lustraba un cromatismo indefinible bastante oscurecido, posiblemente por sus muchos años de uso. En ella traía su modesto instrumental de trabajo (cucharillas viejas, un pequeño palustre de albañil, unas escobillas, un par de trozos de plástico rectangulares y un pequeño transistor, cuya sintonización con emisoras especialmente musicales le acompañaba en sus largas horas de laboriosidad. En su mano diestra portaba un cubo mediano de plástico celeste, en el que veía ensartada una paleta del mismo material y color, como ese cielo que acaricia y piropea de continuo al cálido y sosegado mar mediterráneo, de mil y una aventuras por los anales de la Historia.  

Trabajando con tan sencillo material y utilizando como materia prima el inmenso arenal traído por el cíclico y acústico oleaje, comenzaba a levantar una nueva arquitectura, tras destruir con elegancia la que había construido en la jornada precedente. Cuando esto hacía, sonaba un ooohhhh de amable decepción, ya que los bañistas y paseantes por la zona no entendían el por qué derribaba una obra de arena, tan bien hecha y con evidentes destellos de genialidad. Pero el artista siempre pensaba que era el dueño y autor de la obra realizada, por lo que podía hacer con ella lo que bien quisiera.

A continuación, Elian comenzaba a remover y renovar la arena playera, a la que iba humedeciendo con una “lluvia” de gotas de agua salada, hidratando no sólo la materia prima sino también el aire de levante que soplaba desde el rompeolas. Ya había encendido su entrañable transistor, sintonizando sólo cadenas que emitiesen música, en aquellas horas mañaneras. Con su paleta y palustre iba conformando una nueva arquitectura en miniatura, que a medida que pasaban los minutos reflejaba la valiente osadía artística de este gran constructor de la arena. Posteriormente iba añadiendo detalles, con sus cucharillas y piedras diversas que traía desde la orilla.

Trabajaba de manera casi continua, desde su llegada a la playa hasta las seis o siete de la tarde en que finalizaba. Aplicaba un intermedio temporal a su labor edificatoria, pues a eso de las 14 horas su estómago le pedía algo que alimentara y saciara la necesidad. Tras el trabajo a pleno sol, sólo protegido con su gorrilla o sombrero, interrumpía su realización, acercándose a algún chiringuito, en donde por escasas monedas le servían alguna ensalada o pescado sobrante de esas frituras que no han quedado bien preparadas o algo quemadas, por descuido del cocinero super ocupado. Siempre respetaba un buen rato de siesta, bajo la protección de alguna barca varada o en alguna esquina donde encontrara un poco de sombra, a fin de reponer fuerzas con tan intenso calor como el termómetro marcaba a esas horas centrales del día.

Entre las perfectas edificaciones que construía, destacaban los castillos o fortalezas. Con diestra habilidad artesana iba conformando las torres, los paños de muro con sus correspondientes almenas, no faltando tampoco las saeteras para que los defensores de esta tradicional arquitectura militar pudiesen defenderse de sus enemigos, disparando miles de flechas con sus arcos. En la zona privilegiada de la construcción se erigía la señorial y elevada torre del homenaje, para el ceremonial nobiliario. Las fosas y vados también estaban muy bien conseguidos. Su esfuerzo no solo se limitaba al gran castillo, sino que también conformaba el paisaje exterior, con sus montañas, valles, riachuelos y casitas esparcidas por la geografía del lugar.

Turistas, playeros, paseantes, todos ellos se detenían para contemplar con admiración el extraordinario trabajo de este “SEÑOR DE LAS ARENAS”, con esa pinta personal en la que había algo de hippy, juglar, mendigo, trilero, aventurero y viajero del mundo. Unos y otros llegaban a preguntarse “¿pero de dónde habrá salido este peculiar y habilidoso artista?” Algunos de esos distraídos “mirones” se sentían “obligados” por el hábito o el agradecimiento, a arrojar monedas al entorno de la fortaleza, contribución o generosidad económica que Elian no había pedido. De hecho, nunca puso platillo o gorrilla para recoger esas dádivas. Sin embargo, cuando algún espectador lanzaba su ayuda económica, el paciente y esforzado artista agradecía con una sonrisa y un amistoso saludo, realizado con sus nerviadas manos.

Empezaba a recoger sus bártulos e instrumental de trabajo a eso de las seis y media de la tarde y, antes de abandonar su obra en la arena, se daba una buena y fresca ducha, que su cuerpo agradecía por todo el sudor acumulado durante la jornada. Los pescadores y camareros de los chiringuitos cercanos bien que lo conocían, manteniendo con el curioso personaje esa amistad afectuosa que también les interesaba. Esas obras artísticas, construidas de arena y agua, atraían a muchos turistas y familias que acababan sentándose en los establecimientos restauradores, para consumir jarras de cerveza y ese pescadito asado que tanto apetece junto al mar. Por eso tenían con Elian un trato preferente. Era un personaje y reclamo turístico que en absoluto molestaba, sino que por el contrario atraía clientela hacia la zona de los merenderos. Con frecuencia le llevaban alguna jarrita de cerveza y algún sabroso “espetito” de sardinas que Elian agradecía y consumía con irrefrenable placer.

Un día de junio, sobre las doce horas del mediodía, el joven periodista LAURO PERIANA vinculado al periódico local MALAGA SIEMPRE, se acercó al lugar donde trabajaba en una nueva construcción el paciente “artista de la arena”. Aunque lógicamente traía referencias, quedó maravillado del nuevo castillo que construía el habilidoso Elian. Como siempre sucedía, se había formado un corrillo de personas alrededor del personaje, quienes observaban y comentaban la destreza imaginativa del genial “arquitecto” playero. Tras la presentación y saludos, le pidió que tuviera a bien concederle una entrevista, para darlo a conocer a los lectores del diario. No solo quería resaltar cómo dinamizaba con su labor la cultura de playa, sino que consideraba de especial interés dar a conocer el aspecto más humano y vivencial del personaje. Elían no se negó, sino que se prestó gustoso a colaborar con la importante labor informativa que realizaba el joven periodista.

Debido a que las manecillas del reloj superaban en algunos minutos las 13 horas, Lauro propuso que compartieran unas pizzas, con una buena jarra de cerveza, que sosegara el apetito y el intenso calor reinante, en un día en que el viento de levante había dejado de soplar. Como buen profesional de las linotipias, el periodista ya tenía una básica información del peculiar, artístico y desaliñado personaje, al que pensaba nombrar en el reportaje como el HABILIDOSO SEÑOR DE LAS ARENAS.  Ya sentados en uno de los chiringuitos, a escasos metros de la TORRE “MONICA”, Elián no pudo disimular el profundo apetito y la sed que tenía, sintiéndose animado para narrar todo lo que su interlocutor le preguntara.

Desde un principio, Lauro pudo comprobar que Elian no era un mendigo de la incultura, ni mucho menos. Por el contrario, a poco que lo escuchaba, percibía que era una persona de cultura y formación y que, de forma extraña, estaba ofertando una imagen de suciedad, desaliño, arte y comportamiento marginal, ante la sociedad en la que estaba inmerso. Las razones de este raro contraste solo estarían en la conciencia y la historia de este imaginativo trabajador de la arena. Disfrutaron de una nueva jarra de cerveza y se refrescaron con varias tajadas de roja y dulce sandía, antes de pasar a los cafés. Elian no puso objeción alguna en responder a todas las preguntas que le hacía el periodista, ante una grabadora que iba acumulando rica e interesante información acerca del arquitecto de la arena.

El admirado “constructor” era de origen napolitano, habiendo estudiado tres cursos de arquitectura, pero sin llegar a finalizar la carrera. Trabajaba en una importante empresa constructora, vinculado al departamento de diseños de grandes proyectos urbanísticos. Enamorado y casado con una muy bella mujer, IRIANA, de nacionalidad siria, administrativa en la misma empresa donde su marido diseñaba nuevas operaciones en estructuras urbanísticas, formaban un matrimonio en apariencia muy feliz. Tuvieron dos hijos varones, uno de ellos actor de telenovelas emitidas por la RAI en la actualidad y el otro restaurador de pinturas y objetos de arte suntuario. La relación de ambos con su padre es prácticamente nula en estos momentos. Después de 17 años de “feliz matrimonio” Iriana decidió un día buscar un nuevo sentido a su vida, marchándose, casi sin decir adiós, con un adinerado ejecutivo de un grupo financiero, parece que vinculado a la Camorra Italiana.

En un principio, Elian se sintió fuerte y pensó que superaría el amargo trance, pero al paso de los días y las semanas su equilibrio anímico se fue paulatinamente degradando. De esta manera fue tomando conciencia de lo importante que era Iriana en su vida, lo mucho que le aportaba y que él no suficientemente valoraba y correspondía. La sustitución afectiva no era en modo alguno fácil, porque su juventud ya había pasado, lo que conllevó que entrara en una terrible espiral de decadencia personal. No sólo fue la bebida, sino también su propia capacidad para seguir trabajando con el necesario acierto. Tuvo algún tratamiento psicológico, pero sin grandes resultados. Su voluntad era débil para atender con humildad y eficacia las indicaciones médicas. 

Con Iriana se le había ido también bastante de su propia identidad. En la evolución de los hechos, su propio equipo de trabajo tuvo que despedirle, pues estaba lastrando la eficacia organizativa empresarial. Las carencias económicas en las que fue entrando hicieron que comenzara a ir vendiendo su propio patrimonio, hasta comenzar a vagar por el desierto del anonimato y la necesidad. Su salud se fue resquebrajando, con diversos problemas orgánicos, decidiendo entonces abandonar definitivamente su vida anterior, comenzando la experimentar el contacto diario con la naturaleza y la generosidad popular.

Hacía unos meses en que había decidido venir a España, desplazamiento que hizo gracias a la ayuda que le prestó un conductor que transportaba mercancías en un tráiler con dirección a Andalucía. Aquí en Málaga recaló en un centro de acogida de titularidad municipal. Son muchos los días en que recibe una bolsa de alimentos que entrega una organización benéfica privada. En estos momentos sólo desea devolver a la sociedad esa ayuda que recibe para seguir subsistiendo.

Comentó también a Lauro que de pequeño le gustaba mucho jugar con la arena de las playas. De ahí ese trabajo que realiza casi a diario, de levantar construcciones de arena en las playas más concurridas. Con su labor ayuda a los centros de restauración playeros, distrae a jóvenes y mayores y pone una nota de color e ilusión en el ambiente, aplicando sus habilidades y conocimientos en algo tan sencillo y simple como es “jugar con la arena playera”. Ya se ha explicado que no pide limosnas, aunque recibe la generosidad de muchos viandantes y turistas que se detienen a fotografiar y admirar sus construcciones. Es todo un personaje de vida e indumentaria bohemia.

La publicación de este reportaje por parte de Lauro, en la edición dominical del diario, bien ilustrados con numerosas tomas fotográficas del personaje y sus construcciones, tuvo una importante repercusión y aceptación entre los lectores. El trabajo fue titulado como EL HABILIDOSO SEÑOR DE LAS ARENAS. De alguna forma este grato reportaje ha influido en que los servicios sociales del municipio hayan conocido el caso. Así han ofertado un útil acomodo colaborador para Elian: le han encargado la dedicación de algunas horas semanales para acompañar, distraer y ayudar a los ancianos acogidos en las residencias del municipio. Su capacidad imaginativa le permite ir recorriendo estos centros geriátricos, en los que promueve actividades muy diversas para ayudar a las personas de la tercera edad allí internados. La modelación con la plastilina y el barro, los dibujos con acuarelas, la papiroflexia y el cartonaje son actividades que distraen a los ancianos, pero sobre todo ello sobresale en importancia el diálogo, la compañía, el afecto y calor amistoso que Elian sabe perfectamente transmitir.

A sus 61 años (aparenta físicamente muchos más) el señor de las arenas se siente útil y necesitado en esta nueva vida u oportunidad que el destino, la suerte y su esfuerzo le han concedido. Especialmente en la temporada veraniega, Elian sigue desplazándose algunos días de la semana a las playas, en donde continúa levantando preciosas edificaciones (especialmente fortalezas y castillos) que provocan la admiración y el aplauso de los bañistas, turistas y demás transeúntes.

¿Quién podría imaginar que detrás de su actual imagen, extremadamente bohemia y desaliñada, habita una vida bien diferente que aquella que muestra hoy en el discurrir de su curiosa y artística existencia?

 


EL HABILIDOSO SEÑOR

DE LAS ARENAS

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

10 junio 2022

                                                               Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/







 

viernes, 3 de junio de 2022

EN AQUELLA SASTRERÍA DE DON JULIÁN.

Hay profesiones que, habiendo sido importantes, emblemáticas y sumamente útiles para la sociedad en otras etapas históricas, con el paso de los años y los nuevos hábitos y costumbres, además del avance acelerado de la tecnificación y la “hiper valoración” del reloj, han cambiado en su naturaleza de forma muy intensa. En la actualidad, su práctica tradicional ha ido prácticamente desapareciendo. Es preciso reconocer también que todavía hoy quedan “insólitos testigos” o islotes puntuales de aquellas actividades, pero envueltos en tales determinantes que su comparación con las antiguas formas parece ya muy lejana y casi irreconocible. Son residuos del pasado o “señas de identidad” de otras épocas, profundamente pretéritas.

Una de aquellas entrañables profesiones artesanales, es la de sastre o sastra. El sastre clásico tradicional, que hacía trajes mayoritariamente para los hombres, prácticamente ha desaparecido en los tiempos actuales. Su local de trabajo podía no estar a nivel de calle, pero desde su ventana o balcón se mostraba un amplio cartel en el que se podía leer la palabra SASTRERIA, en ocasiones acompañado en su rótulo con el nombre de su propietario o un dibujo de un señor elegante y bien trajeado. Ese cartel anunciador de la profesión ya no lo vemos en nuestras calles y fachadas, pues esa actividad testimonial sólo puede encontrarse en algunos grandes almacenes, ocupando una pequeña habitación de sastrería y tal vez en algunos comercios elegantes de ropa, en donde pueden encargarse trajes a medida para determinadas ceremonias sociales, especialmente bodas y fiestas selectas.

A nivel particular, hay señoras que montan su propio taller domiciliario, en el que ellas mismas y sus ayudantas cortan y cosen ropa para una clientela selecta. No suelen llamarse sastras, sino modistas y costureras. “Voy a casa de mi modista, pues quiero que me arregle este traje o aquella falda, o le llevaré tela para que me haga un vestido para estrenar en la boda o el bautizo de …” es una frase muy común en las conversaciones de señoras “bien” que quieren ponerse trajes originales, hechos a su medida. Pero en general, hoy la ropa, tanto masculina como femenina, se compra en los grandes almacenes o tiendas especializadas para vestir, con material ya elaborado industrialmente en los importantes centros de producción, muchos de ellos instalados en el continente asiático. Las distancias kilométricas y técnicas se han ido “desvaneciendo” por los efectos de la globalización.

Acerquémonos con interés a una de aquellas antiguas sastrerías del siglo precedente y conozcamos a los protagonistas de una sencilla historia, en su contexto social y técnico.  

Emilio, hijo único de un modesto matrimonio formado por Arturo y Deseada, acompañaba con frecuencia a su padre al TALLER DE SASTRERIA A SU MEDIDA propiedad de Don Julián Baena. Arturo ganaba difícilmente el sustento para su familia como cobrador de los clientes que acudían a solicitar los servicios de muy dicharachero sastre de trajes masculinos. Era una época, lejanos años 50 y 60 del siglo XX, en que las carencias socioeconómicas soportadas por miles de familias provocaban que la compra de un traje (chaqueta, chaleco y pantalones) tuviera que pagarse a plazos, durante un número elevado de meses. El cobrador del sastre don Julián, Arturo Chinchilla, sin oficio definido, encontró esa muy necesaria oportunidad laboral gracias a la acción de su mujer Deseada, quien iba a coser a casa de unos primos de don Julián. Estos señores hicieron las gestiones para que el marido de su costurera, fracasado en tantos intentos por encontrar trabajo, accediera a ese buen puesto de cobrador.  

Arturo se desplazaba, de un lugar a otro de la ciudad, montado en una vieja bicicleta de segunda mano que con mucho esfuerzo económico había comprado, llevando colgado en bandolera una gran cartera con los recibos o cartones pendientes de cobro. Acudía al domicilio de esos clientes, las veces que fuese necesario, con la intención de que le pagaran el “cartón” de la mensualidad correspondiente (generalmente, doce plazos) por el traje que le habían hecho en la sastrería. Don Julián retribuía a su cobrador con el 6% de aquellos cartones que hubiese cobrado, muy modesto rédito para el intenso esfuerzo desarrollado, pesetas que sumadas a las ganadas por Deseada con su costura particular permitía al matrimonio “ir tirando” y criando en la buena obligación a su pequeño Emilín. Hay que reiterar que el esfuerzo desarrollado por el modesto cobrador era manifiesto. Recorría de una punta a otra la ciudad pedaleando en su vieja bicicleta, recibiendo con frecuencia desaires, engaños, dilaciones y excusas de los clientes. Pero, si quería ganar algunas pesetas, tenía que esforzarse, volviendo una y otra vez a esos domicilios en los que no siempre se le abrían las puertas. Si el cliente no pagaba, él no cobraba. Así que tenía que aplicar infinita paciencia, insistencia, incluso ruegos con esta clientela para convencerla de que abonaran sus deudas. Técnicas que el voluntarioso Arturo aplicaba si quería que su familia y él mismo tuvieran cada día un plato de comida en la mesa.

Cuando Arturo iba a la sastrería a liquidar la cobranza, normalmente del 5 al 10 de cada mes, le agradaba que le acompañase su hijo Emilio. Pensaba que así el niño iría aprendiendo de D. Julián y sus ayudantes, acerca de cómo se trabajaba en un taller de prendas de vestir. En realidad, su gran ilusión era que algún día el patrón admitiese a su hijo en la empresa como aprendiz. Desde luego que al pequeño le gustaba entrar en ese “bosque” de piezas de telas, metros, tijeras, máquinas de coser, sin que faltara una gran planchadora. Le gustaba todo lo que veía. El corte de los paños para hacer chaquetas y pantalones, el continuo bregar de unos y otros con las agujas y los hilos en las manos, el buen olor a tela limpia y nueva. Pero, sobre todo, le sobrecogía la impresionante figura del dueño del taller, don Julián, enfundado en su largo batín de color gris verdoso, con dos enormes bolsillos a la altura de la cintura, en donde el maestro guardaba los jaboncillos de colores para señalizar el corte de los tejidos y esas pequeñas tijeras que cortaban con la precisión de un tiralíneas. En ocasiones lo veía bien serio, con su metro de madera en la mano diestra, como si fuera una lanza de combate, con la cinta métrica alrededor del cuello y los hombros, como una banda militar, es decir, todo un soldado bien dispuesto a disciplinar la insolencia de las telas o el mal trabajar y los errores de los aprendices y ayudantes.

El niño también se distraía contemplando los grandes estantes ubicados en un lateral del local, en los que reposaban los enormes rollos de tejidos, con distintos colores y calidades. Sus raros nombres también se le iban quedando en una memoria muy receptiva (paños, alpacas, algodón, muselina, sedas, panas, tergal, etc) Y también los cartones con la botonadura para los distintos tipos de trajes. Le divertía ver la toma de medidas o hechura a los diversos clientes que encargaban la prenda. Los datos del cuello, brazos, pecho, cintura, el largo y ancho de piernas… iban siendo anotados en una manoseada libreta taladrada, que don Julián siempre trataba con esmero. Los clientes recibían una lisonjeras y amables palabras, en las tomas de medidas y diversas pruebas: no se les decía que era un “barrigón” sino que estaba un poco relleno y al que era un “paticorto” se le comentaba que el largo de piernas era reducido, pero esbelto.

En ese “mágica fábrica” se hacían todo tipo de trajes para las distintas necesidades de uso o asistencia de quien encargaba la prenda: boda, comunión, bautizo, cumpleaños, fiesta, despacho, sepelio, aunque también se hacían trajes económicos para el trabajo manual, fuesen mecánicos, mayordomos, granjeros, servicio de casa, hospitales, milicia, baile, de domingo o semana. A ese niño, tan receptivo para todo lo que veía o escuchaba, se le quedaban grabadas algunas escenas que después su padre, ya en casa, se prestaba a explicarlas para su mentalidad infantil. No sólo cuando D. Julián regañaba acremente a sus ayudantes, sino también cuando algunos clientes, más modestos, rogaban y suplicaban con visible agobio al patrón de los trajes, paciencia para el cobro de los cartones, por sus carencias monetarias o cuando trataban de rebajar el coste de alguna camisa, chaqueta o pantalón.

 “Ande Vd. don Julián, si yo me conformo con alguna chaqueta y pantalón de cualquier tejido que tenga Vd. por ahí, o algún resto de tela que se le haya quedado y se pueda aprovechar, pues es que tengo la boda de la mozuela y no quiero que la niña me vea vestido de pobre”.

Mientras Emilín observaba todos los detalles del maravilloso para él “proceso fabril” su padre despachaba con el jefe, quien repasaba con minuciosidad los cartones con los recuadros taladrados que reflejaban los pagos quincenales o mensuales que aún quedaban por cobrar. Hacían números y, tras la comprobación del maestro sastre, Arturo ponía sobre la mesa las cantidades cobradas, algunas de las mismas siendo conseguidas aplicando paciencia infinita y repetición de las llamadas a esas puertas no gentiles con el esforzado cobrador. Los deudores morosos eran abundantes, en aquellos años de ocre y normalizada carestía. Pero ese día del cobro era feliz en casa, pues su mamá Deseada preparaba comida especial (algún dulce nunca faltaba) ya que su marido venía con esas pesetas tan necesarias conseguidas por los recibos o cartones que había podido cobrar. Había que llegar a final de mes y los meses para estos padres modestos se hacían extremadamente largos para atender sus básicas e ineludibles necesidades.

Don Julián después de repasar cansina y severamente las cuentas, solía tener algún amable gesto con el pequeño Emilio, entregándole normalmente un chupachup de los que tenía guardados en una caja de lata brillante color cobre, caramelos con el palito de madera que el sastre con frecuencia consumía, a fin de reducir el mantenimiento en los gruesos labios de su boca de esos puros cubanos ensalivados, cuyo grisáceo humo deleitaba y perjudicaba los castigados pulmones del orondo maestro de los tejidos para ropa. Sin embargo, el problema para este niño observador era cuando aparecía doña Susana Fonseca, la segunda mujer del sastre tras su viudez por unas “malas fiebres” de su primera esposa. La señora acumulaba un cuerpo de notable humanidad como su marido, y gustaba abrazar y besuquear a Emilín apretándolo de tal forma que parecía cortarle la respiración, dejándole algo de carmín y algo de saliva en el infantil y fresco cutis de un niño que apenas superaba los nueve años. El matrimonio de Julián y Susa tenían un único hijo, Eduardo, que ya trabajaba en el taller, soportando las directrices de su padre, aunque en voz baja y en la intimidad de la confidencia manifestaba con resignación que no le gustaba el oficio de sastre.  

En 1959, a los nueve años, Emilín iba a hacer su primera comunión. Arturo rogó a su jefe si podía hacerle un trajecito de marinero para para esa ceremonia que organizaba su colegio y la parroquia del barrio. 

“Sé que su buen corazón, don Julián me hará un precio muy especial por este trabajo. El pequeño le aprecia mucho y quiere ir bien vestidito a la ceremonia religiosa. Es también la ilusión de Deseada, ver a su hijo ir vestido con elegancia para ese día tan especial en su vida, junto a los otros amiguitos del barrio. A buen seguro que Vd. encontrará algún retal que pueda adaptarse a las medidas del pequeño, cuyo cuerpo es bastante pequeño. No empleará mucha tela al cortarlo”.

El sastre frunció el ceño y respondió con sequedad “ya veremos”. Pero una semana después Arturo llevó a su hijo al taller, porque le iban a tomar medidas. Fue una experiencia muy importante para el niño, ¡Le iban a tomar medidas de su cuerpo, como el taller hacía con los grandes e importantes señores que allí acudían como clientes! También ese día, don Julián le regaló otro chupachup sacado de la lata en donde eran guardados, mientras que él seguía saboreando uno de sus puros. Todo iba siendo feliz aquel día, hasta que apareció doña Susana, en el día de las pruebas, comenzando con sus besos y abrazos, “estrujando” cariñosamente el frágil cuerpo del niño.

Ya con los diez años cumplidos, cuando acompañaba a su padre a liquidar la cobranza, don Julián no estaba en la sastrería. Era su hijo Eduardo quien se encargaba del taller y quien hacía las cuentas con Arturo. La repetición de estas ausencias llevó a Emilín a preguntar a su padre las causas de las ausencias de quien le daba esos apetecidos chupachups.  Muy serio, su progenitor le contestó:

“Cuando seas mayor, ya te lo contaré. Todavía eres un niño y no entenderías de cosas que pertenecen a las personas mayores. Ahora dedícate a estudiar y a jugar.”

Al paso de los años la vida de los protagonistas de esta historia, vinculados a la SASTRERIA A SU MEDIDA, ha ido cambiando. Arturo dejó su oficio de cobrador, encontrando un plácido y cómodo trabajo como conserje en los juzgados de Málaga. La amistad que fue labrando con un juez decano, cliente de la sastrería, le facilitó ese puesto de auxiliar con el que alcanzó su jubilación anticipada, debido a un problema de cervicales, desde que un día de cobranza se cayó de la bicicleta. El frágil vehículo había derrapado a causa del aceite derramado por un coche que colisionó con otro transporte. También el taller de don Julián cesó en su actividad, pues Eduardo carecía de la constancia y habilidad de su padre para seguir manteniendo una actividad que nunca le había gustado. En realidad, este joven era un “tarambana” que terminó llevando algunas representaciones, entre otros productos, para mercerías (botones, velcros, cintas, bordados, productos para la costura…) Era un “culo de mal asiento” que no echaba raíces en las empresas que representaba.

Ya en su juventud, Emilio habló un día con su padre, preguntándole qué había pasado con el sastre con el que trabajo durante años.

“Hijo, don Julián era una persona humana, con sus cualidades y defectos. Supo montar y consolidar un afamado y visitado taller de sastrería, básicamente para hombres. Pero padecía de una debilidad, un gran defecto: el juego de naipes. El juego de cartas, al dinero. Acudía a esas timbas, del tabaco y el alcohol, en donde se apostaban grandes sumas de dinero. Puedes ganar y las más de las veces perder. Y cuando ves que te estás arruinando, pides préstamos, porque has descapitalizado la empresa. Y ese dinero que te prestan, lo tienes que devolver con un gran interés, porque es dinero negro, que está en manos de la mafia y la delincuencia. Tuvo hasta suerte, porque los prestamistas le podían haber hecho mucho daño. Pero lo que le llevó a prisión fue la quiebra a la que llevó su negocio de sastrería. Los empleados lo denunciaron, porque acumulaban meses sin recibir sus retribuciones. Al final, el TALLER DE TRAJES A SU MEDIDA tuvo que cerrar. La verdad es que no he vuelto a saber qué ha sido de su hijo Eduardo. La pobre señora, doña Susana, sí que lo habrá tenido que pasar mal”.  

Emilio conserva su traje de 1ªComunión, como grato recuerdo de aquellos inolvidables años de su infancia. Especialmente, cuando acompañaba a su padre a ese taller donde se cortaban y cosían tan bonitos y elegantes trajes. Es tal la influencia de aquellas imágenes que tanto marcaron en su vida que hoy, ante la carencia de estos talleres de ropa a la medida, cuando entra en unos grandes almacenes y observa que hay un pequeño local dedicado a la confección a medida de trajes para celebraciones y ceremonias, se acerca a ese profesional que suele tener una cinta métrica sobre sus hombros. Le felicita efusivamente, agradeciéndole mantener este artesanal oficio, hoy totalmente eclipsado por la maquinaria de la producción textil industrial, en un mercado globalizado, pero con importantes núcleos fabriles ubicados en el territorio asiático.

Emilio se ha dedicado profesionalmente a la actividad docente, como profesor de Química en la Facultad, aunque en la intimidad de las amistades ha comentado, en más de alguna ocasión, que su “entrañable” vocación ha sido, desde su infancia, la de ser un buen sastre y disponer de un taller parecido al de su admirado D. Julián. -

 


EN AQUELLA SASTRERÍA

DE DON JULIÁN.

 

 


 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

03 junio 2022

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