viernes, 29 de septiembre de 2023

ENTRE LA MEMORIA Y LA REALIDAD.

Solemos mantener, a lo largo de nuestras vidas, determinados y relevantes recuerdos que se hallan anclados en el pasado. Son lúcidas y positivas vivencias que, aun con el paso de los años, resultan imborrables en el acervo de nuestra memoria. En esas imágenes que hemos protagonizado en el tiempo pretérito, siempre hay alguna que adquiere un significado especial, por muy diversas circunstancias. Con el paso del tiempo esa imagen o vivencia la vamos mitificando e incluso exagerando. Cuando al fin tratamos de recuperarla o revivirla, nos encontramos de bruces con la cruda realidad de su imposibilidad. Y es que “el almanaque” impone su imperturbable y fría modulación, para nuestros ilusionados y probablemente desvirtuados deseos.  En este contexto nace la narrativa o relato de esta semana.

La tarde para VIDAL ALBERCA había resultado sorprendentemente instructiva y distraída. Había asistido a una conferencia, sobre un barrio ya casi desaparecido de Málaga, por la nueva urbanística de la zona en los terrenos del antiguo Perchel, nombre que aún se mantiene para ese espacio urbano. La amena exposición del investigador había estado sustentada con la proyección de numerosas fotografías históricas, tomadas en distintos momentos de lo que fue ese barrio señero para la identidad de la ciudad. La instructiva y atrayente actividad, desarrollada en el salón de actos del Rectorado de la UMA, sito en el paseo del Parque, había congregado a un numeroso público, especialmente a una masa social ya jubilada, como Vidal, personas mayores interesadas por conocer detalles acerca de las raíces históricas de la actual ciudad.

Sobre las nueva y treinta, tras subir al bus municipal número 11, llegó a su domicilio, ubicado en el barrio universitario de Teatinos. Esta acomodada vivienda de dos dormitorios, la heredó al fallecer su tía Herminia sin otros herederos directos. Vidal ha trabajado durante muchas décadas, casi cuatro, en la institución bancaria Unicaja, a pesar de que su titulación universitaria era licenciado en Filosofía y Letras, en la rama de Historia, cursada en la Universidad de Granada, con la oposición permanente de don Servando, su padre, letrado de la Audiencia malacitana. Cuando finalizó sus estudios y estar su hijo más un año “perdiendo el tiempo, este prestigioso abogado contactó con algunas amistades, a fin de que hicieran “un hueco” laboral a Vidal, en la muy consolidada y tradicional entidad financiera, para que tuviera un sueldo mensual con el que ganarse la vida. Trabajó en diversas oficinas, teniendo que esperar hasta una década posterior a su ingreso en la plantilla, para conseguir el puesto de interventor. No llego a conseguir el puesto de director de sucursal. Con la reestructuración bancaria en la que se embarcó la entidad para la que trabajaba, obtuvo una interesante “pre” jubilación, a la cómoda edad de 58 años.

Ya para entonces, su esposa RAFAELA, comercial de una importante agencia inmobiliaria, había buscado “otros horizontes” afectivos. Cuando se le preguntaba a esta activa mujer por la causa de su desvinculación afectiva, después de muchos años de matrimonio, ésta solía responder a sus amistades íntimas, con una cómica ironía: “de aburrimiento. Llegó un día en el que tomamos conciencia de que ya no nos quedaba nada por decirnos y lo mejor era que cada uno tomara su propia senda por los “venturosos o inciertos” caminos de la vida”. El matrimonio tuvo una doble descendencia: Amina, casada, con dos hijos y Hernando, que ya va por su tercera pareja, dado su voluble carácter.

Esa noche de viernes, Vidal se subió para la cena, desde un popular restaurante cercano, una ración de habitas con jamón y una ensalada de frutas, preparándose en la cocina para el postre una taza de chocolate caliente, dulce alimento del que se siente adicto. Pasaban unos minutos de las 22:30 cuando, de manera imprevista, sonó su muy apreciado móvil IPhone.  Al otro lado de la línea, una voz que le resultaba desconocida se presentó como DAMIÁN Luarca.

“Buenas noches, querido compañero Vidal. ¿Qué es de tu vida? Tengo tu teléfono, gracias a un directivo de Unicaja, Alfredo Llerena, vecino del bloque donde resido. Vi tu nombre en un listado del banco donde has trabajado y tu localización no ha sido difícil. Igual no te acuerdas de mí. En nuestros tiempos granadinos de facultad me llamaban cariñosamente Dami el “borrachuelo”, ya sabes, por mi afición al “mollate”, felizmente superada hace tiempo. El motivo de mi llamada es que este año, a finales de junio, celebramos las bodas de oro de nuestra promoción, 1968-73. Parece que fue ayer … ¿verdad? Yo estoy en la comisión organizadora de una agradable cena de hermandad que pretendemos celebrar en nuestra querida y nostálgica Granada, el sábado 24 de ese mes, en el prestigioso (lo hemos constatado) Mesón Los VERGELES, en la salida para la carretera de la sierra, perteneciente al municipio de Cenes de la Vega. Como esta llamada te habrá cogido por sorpresa, te lo piensas. Nos gustaría que asistiera la mayoría de la promoción, todos aquellos que todavía “podemos contarlo”, ya que el calendario, infortunadamente, se ha llevado a algunos de nosotros”.

Hemos echado manos al cuadro de los admirados profesores, pero, después de cinco décadas desde que finalizamos la carrera, todos menos dos (Arqueología y lengua árabe) ya no están entre nosotros. Hemos hablado estos dos muy veteranos profesores, pero justifican su inasistencia porque tienen diversos achaques, debido a su avanzada edad. Pero lo importante es que nos reencontremos los compañeros de clase y disfrutemos emocionalmente este momento tan excepcional y venturoso en nuestras vidas. ¡Anímate! Querido Vidal”.

Vidal, con muy buena memoria, agradeció a su compañero Dami, catedrático de Instituto jubilado, todo su esfuerzo y amabilidad para contactar con él. Como ya tenían los números telefónicos, quedaron en llamarse, aunque le aseguró que, en principio, le parecía una idea muy afortunada el fraternal y emocionante reencuentro. Haría todo lo posible por estar presente en la inolvidable ciudad nazarí.

Cuando la inesperada comunicación finalizó, Vidal abrió una maleta con muchos años de uso, utensilio que tenía guardado en el cuarto trastero. En su interior, guardaba recuerdos entrañables e importantes de su vida, que no quería tenerlos de por medio. Efectivamente, allí buscó y encontró la orla académica, con las fotografías de los profesores y compañeros de la promoción 1968-73. Las imágenes aparecían en blanco y negro, aunque ya con tonalidad algo amarillenta, debido al paso del tiempo. Repasaba, con indisimulable emoción, las fotos de los compañeros y profes, de la promoción de Historia, todos con 22-23 años y algunos esbozando una “pícara sonrisa”. La nostalgia que le embargaba era manifiesta. Algunos de estos jóvenes ilusionados, con toga y corbata, ya no estarían en este mundo. La vida de unos y otros daría para llenar las páginas de gruesos libros. Y miró a don Antonio, a don Miguel, a doña Lourdes, a don José, a don Alberto, a don Domingo, a don Juan, a don Joaquín, a doña Josefina … ¡Cuántos recuerdos se agolpaban en su mente! ¡qué rápido pasa ese medio siglo de nuestras vidas! Y allí, en una esquina de la gran cartulina estaba MARIA DE LOS ANGELES, compañera con la que estuvo saliendo durante los tres últimos años de licenciatura. Miró esa foto, ese rostro nunca olvidado y muy querido, una y otra vez. Los recuerdos se le agolparon, gozosa y dolorosamente en esos minutos silenciosos de la madrugada, protegida de estrellas.

Marian era una chica de carácter muy vital y emprendedora, perteneciente a una humilde familia jienense (su padre era de oficio zapatero remendón, muy trabajador pues supo sacar “a flote” a sus cuatro hijos, dándoles carrera para el día de mañana). Pensaba ¿cómo sería en la actualidad aquella esbelta y delgada figura, de mirada “angelical y bondadosa, semblante que mostraba, aún en los momentos más complicados que siempre acaecen para todas las personas. Recordaba con inolvidable sentimiento aquellos tan gratos paseos que juntos disfrutaban por las tardes, en los que alternaban tres bellas zonas del “paraíso” granadino: el Paseo del Violón, la subida al barrio empedrado del Albaycín o también, esa otra subida de la Cuesta de Gomérez, para pasear por al verde arbolado, misterioso y sublime, circundante a los Palacios de la Alhambra y los Jardines del Generalife.  Solían cenar juntos, los viernes y sábados, durante esas noches “interminables” y divertidas, con esa primera, segunda e incluso tercera suculentas tapas, bien regadas con cerveza o ese tinto embriagador para las risas, las ocurrencias y, siempre, las más sensibles confidencias. Cuando ya en horas de “brujas” y luceros adormilados volvían a sus respectivos colegios mayores (Montaigne y Santiago) sus piernas flaqueaban, debido a la intensa ingesta que habían tomado, deliciosa pero insana, en esos tiempos valientes de juventud, en el que casi todo se hace “posible”. ¿Qué habría sido de la muy querida y añorada Marian?

Ambos compañeros de clase, en la antigua facultad de Letras de la calle Puentezuelas, pasaban también juntos las horas para el estudio en la académica y señorial biblioteca, con aquella pobre iluminación propiciatoria para dioptrías y miopías. Recordaba también aquel pequeño montacargas que transportaba los libros solicitados o devueltos, que subían y bajaban desde los “infiernos”, cómica expresión para referirse a los sótanos del palacio de las Columnas, en donde estaban organizados los importantes fondos bibliográficos. También compartían sus visitas al bar de la facultad, para esa merienda reparadora, servida por el “brujo” o “mago” del café, mágicas infusiones que costaban escasas pesetas y que sabían a gloria dinamizadora para la mente, por el contenido misterioso de la achicoria que contenían. Algunos compas, con ganas de choteo, las comparaban a la mítica “centramina”. El brujo Fernando, siempre abierto a la sonrisa, con su pequeño bigotito y su delantal de servicio, sabían comprender a esos jóvenes estudiantes que en tiempos de carencias difícilmente podían pagar el café de la tarde. Cuando no había “compas” que invitaran el brujo traía la pócima o mágica infusión, con esa frase consolatoria de “mañana me lo pagas”, un mañana que se eternizaba por virtud de la santa paciencia del servicial camarero.

Esa “nerviosa” noche Vidal durmió poco. Los recuerdos se le entremezclaban, destacando su permanente fijeza en la alegría, ternura, delicadeza que Marian le transmitía, con la que se sentía vitalizado cuando estaba junto a ella. Sus ojos celestes, su fina melena color castaño y esa su convincente sonrisa angelical que tanto apreciaba, por sus efectos terapéuticos para los momentos nublados del día.

Pero a mediados del último año de estudios, la situación entre ellos comenzó a “enfriarse”. Tal vez el estrés de un curso y carrera que finalizaba, con esos exámenes finales que tensionaban los esfuerzos de cada día, fue intensificando los siempre mal aconsejables egos y comportamientos infantiles, a pesar de la etapa juvenil que desarrollaban en sus respectivas existencias. Parece ser que la chica había entablado “vínculos afectivos”, durante el verano vacacional anterior, con un apuesto y joven concejal socialista, en la localidad natal y familiar de Marian, la bella localidad jienense de Baeza. Incluso en la espectacular fiesta final de curso y carrera, celebrada en los salones y jardines del Hotel Alhambra, junio de 1973, estuvo presente Feliciano, el concejal baezano que, evidentemente, ya estaba en “amores” con la ilusionada Marian. Para entonces, también Vidal pasaba largas horas con Rafi, también malagueña como él, que estudiaba Empresariales y Comercio, y a la que había conocido en un cumpleaños de un amigo y compañero del Colegio Mayor Santiago y con la que, cuatro años más tarde acabaría matrimoniando. Las ilusiones más intensas acaban modificándose, en ocasiones, de la forma más extraña o sorprendente.

La vida con Rafi dio de sí todo lo que el destino y sus voluntades pusieron en valor. En realidad, nunca olvidó la tierna mirada, la humanidad vital de Mª Ángeles, de la que nunca más había tenido noticias, desde aquel año en que uno y otro volvieron a sus respectivos lugares de residencia familiar. Esa noche de “dulce” insomnio, se preguntaba repetitivamente: ¿cómo sería la “angelical” Marian, cincuenta años más tarde? ¿por qué no tratar de localizarla, antes de acudir a la fiesta de aniversario en los Vergeles de Cenes de la Vega? Mirándose al espejo era obviamente consciente de que el tiempo había pasado por su cuerpo. Ahora ya no lucia su denso pelo castaño oscuro, que presumía en su época juvenil, sino una gran alopecia, con las zonas o “islas parietales” completamente blanqueadas por la edad. Su epidermis desde hacía años se había vuelto agrietada y rugosa. Su ágil delgadez había desaparecido, teniendo que usar ahora la talla 52/54 para los pantalones en su fusiforme u oronda figura, debido a su tendencia a las copiosas ingestas. Los arreglos en la dentadura habían mejorado y disimulado esas piezas perdidas, que afeaban la sonrisa. Dejó finalmente de mirarse en su realidad y se fue presto a Internet para intentar localizar al mito afectivo de su juventud: la nunca olvidada Marian.

Estuvo “navegando” por las redes hasta las cuatro de la madrugada, pero sin suerte. La localización de Mª Angeles Arania Percal se tornaba harto dificultosa. Cuando se despertó a la mañana siguiente, cayó en la cuenta de que el camino más fácil para llegar a su antiguo amor era preguntarle a su amigo “el borrachuelo”.

“Perdona Dami, que te llame a estas tempranas de la mañana. Ya sabes que sobrellevo el insomnio y tú eres una persona comprensiva. ¿Necesito preguntarte si has contactado con aquella compañera de ojos azules, muy buena estudiante, que se llamaba Marian Arania? Me gustaría hablar o saber algo de ella, Ya sabes que estuvimos saliendo durante tres años”.

“No importa la hora, Vidal. Efectivamente hablé con ella. Reside en tu misma provincia, concretamente en el pueblo de Mijas. Me comentó que, una vez separada y con los cuatro hijos criados, se trasladó a vivir a una zona tranquila, entre el mar y la montaña, en un acogedor apartamento, que sus padres le dejaron en herencia. Creo que ahora se dedica y entretiene con tareas artesanales, tejiendo muy bonitos paños de hilo, después de años de docencia en la secundaria. Te facilito su dirección exacta y el número de móvil. Pero tengo la impresión de que puedes equivocarte. Vidal, han pasado 50 años por nuestras vidas. Aunque los dos estéis separados, ten cuidado con lo que haces”.

Tras haber conseguido esos datos que tanto anhelaba, se sentía profundamente emocionado. Volver a contactar con el amor de su vida e incluso poder estar físicamente con ella, le hacía recuperar esa vitalidad y juventud perdida hacía ya muchas décadas en el almanaque de su existencia. Estaba convencido de que con Marian su vida habría sido más feliz que con Rafaela, cuya relación había acabado por aburrimiento recíproco. Recordaba repetidamente su mirada y tierna sonrisa. Su extremada y bella delgadez, que facilitaba su motivadora agilidad en los movimientos. El dulce timbre de su voz, en el que más que hablar susurraba, siempre procurando no herir incluso en las discrepancias. La fijación e idealización en su memoria era “obsesiva”, desde la afortunada llamada telefónica de Dami. ¡Cómo sería la naturaleza o calidad humana de aquel concejal, para haber conseguido que su añorada Marian, todo bondad, lo dejara!

Tras el frugal desayuno (la emoción le había reducido el apetito) marcó ese número que le había facilitado el “borrachuelo”. Al otro lado de la línea, respondió una voz ronca u austera, que él no recordaba, identificándose como Marian.

“Buenos días, Marian. Te extrañará esta llamada. Nos conocimos hace “medio siglo” ya que fuimos compañeros en la facultad de Filosofía y Letras de Granada, en la calle Puentezuelas, Acabamos nuestros estudios en 1973. Soy Vidal, Vidal Alberca. Estuvimos muy unidos en la amistad, durante años. Desde ese año emblemático en nuestras vidas, no hemos vuelto a tener contacto. ¿Vas recordando? Nos sentábamos juntos en las clases, en esa primera fila a la derecha, pues siempre tuve alguna dificultad de visión. Para mi fuiste más que una amiga, el gran amor de mi vida. Nunca te he olvidado. Ha sido Damián, el compañero al que llamábamos el”borrachuelo” quien me ha facilitado tu número, a consecuencia de la fiesta del cincuentenario en los Vergeles de Cenes”.

Le extrañaba el silencio que mostraba su interlocutora quien, después de la larga perorata explicativa que le había hecho, al fin habló, haciéndole una pregunta con un tono algo brusco y cortante:

“Pero ¿Vd. quién es?” “Pues tu compañero y antiguo novio Vidal…” “Yo a Vd. no le conozco. Me perdonará, pero es que ahora tengo la memoria algo frágil” “Seguro que cuando me veas, me reconocerás. Eso sí, con más años”

Le aportó otros detalles, para facilitarle el reconocimiento, indicándole incluso su posición en la orla académica. Hasta que finalmente la Sra. pronunció una expresión que le llegó al alma. “¡Ya caigo, tú eres Vidalito! ¡Claro que sí!

Quedaron en encontrarse, unos días días más tarde, en la localidad de Mijas donde ella residía, a donde Vidal se desplazaría, con la mayor ilusión, sin el menor problema. En la tarde del siguiente viernes, a las 18 horas, habían quedado citados en la plaza del Ayuntamiento. Ese día el pueblo de Mijas estaba muy densificado de visitantes turistas. Vidal dejó su vehículo en el parking municipal y salió a la gran plaza de la Virgen de la Peña, en donde veía a muchas personas con atuendo turístico. Miraba de aquí para allá y no reconocía a la actual Marian. Habían acordado que ella iba a ir vestida de color azul, mientras que él llevaría una gorra beige deportiva, también de color azul (con la que quería disimular su profunda alopecia. Sintió una mano sobre su hombro, se volvió y quedó impresionado: una señora, mayor como él, le sonreía. “Yo soy Marian. Tu eres Vidalito ¿verdad?”.

Desde luego, los kilos acumulados habían traicionado la muy lejana esbeltez de dos cuerpos, que no se veían desde hacía medio siglo. Marian lucía el color celeste de sus ojos. La permanente que llevaba y el teñido violeta que se había puesto, disimulaba, sin duda, el cabello cano de su cabeza. En realidad, se había colocado un aplique o peluca, para compensar lo ralo o difuso del cabello propio. También ella “sufría” ese agrietado de la piel, que traicionaba la finura rosácea de aquella joven de 20-22 años. Marian se apoyaba en un elegante bastón, justificándose por unos problemas de lumbalgia que le aquejaban con frecuencia. Vidal se fijó en la actual robustez e hinchazón de sus piernas.  De su voz celestial y dulce nada quedaba pues, aunque lo había dejado hacía unos diez años, el tabaco había hecho mella en su garganta.

Sentados en una cafetería de la gran plaza, se observaban una y otra vez, intercambiando sonrisas y palabras de cortesía.

“A mi marido Feliciano lo pasaporté, porque el muy fulano me la pegaba con una funcionaria de la delegación de Hacienda, que lo traía loco, como a un perrito faldero. Ahora empleo mi abundante tiempo libre con los cuatro hijos que tuve, entreteniéndome muchos días visitando a mis nietos. Hago labores de artesanía con hilos, tejiendo paños y otros elementos para la decoración del hogar. También estoy algo enganchada al bingo, como distracción, por supuesto,”

Vidal también le contó cómo había sido su vida, en esas cinco décadas de tiempo transcurrido. El antiguo trabajador de Unicaja sentía, por momentos, una gran decepción. Se decía a sí mismo ¡Qué duro es el paso del tiempo! Permanecieron juntos casi dos horas, recordando anécdotas de aquellos felices y juveniles años de universidad. Pidieron al camarero que les hicieran unas fotos, para recordar el feliz reencuentro. En un momento concreto, Marian le confesó que no pensaba asistir a la cena del cincuentenario. Pondría alguna excusa amable, para no quedar mal. Le deprimían estas fiestas o encuentros sociales, en los que sólo veía decrepitud física y anímica. Quedaron en mantener periódicos contactos, para mantener el vínculo de la amistad.

Cuando Vidal volvía para Málaga, había tomado ya misma decisión. Se decía en el pensamiento “mejor dejar los recuerdos en su tiempo y lugar. Es un error intentar revivir el pasado. El tiempo pretérito permanece mejor en la memoria, con más dignidad y vitalidad”.

 


ENTRE LA MEMORIA

Y LA REALIDAD

 

 




 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 29 septiembre 2023

                                                                                           Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es    

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viernes, 22 de septiembre de 2023

LA LIMPIEZA COMPULSIVA COMO OBSESIÓN.

Son muchas las ocasiones en que solemos preguntarnos la causa o el motivo de que acciones fáciles, positivas y necesarias no lleguen a efectuarse. Le “echamos la culpa” a la desidia, los egos, la falta de impulso para iniciarlas o porque “somos así”, aplicando comportamientos absurdos, ilógicos o de difícil explicación. Desde luego que estamos convencidos de la existencia de numerosos “héroes anónimos”. Tal vez ese punto de heroísmo o generosidad, que anida en nuestras voluntades, no lo hagamos explícito sin saber exactamente el por qué, con el perjuicio subsiguiente de “tantas cosas” que habría que resolver y, por supuesto, mejorar. Sin embargo, los caracteres se imponen al raciocinio y nuestra voluntad queda como bloqueada, en estado de parálisis, impidiendo ese fructífero protagonismo para las buenas acciones, que harían más gozoso nuestro tránsito por este mundo. El único que, realmente, conocemos. En este contexto se inserta nuestra historia o relato de esta semana.

Entre los hábitos y acciones repetitivas, de naturaleza compulsiva, que desde hace décadas sufre BALBINO GARCERÁN TIROL destaca su preocupación y obsesión por la limpieza. No sólo con respecto a su cuerpo u hogar familiar, sino también sobre el entorno local en donde reside, trabaja o transita. Ha ejercido, durante la mayor parte de su vida laboral como celador o ayudante del Hospital Clínico Universitario malacitano. En este entorno sanitario era conocido, cariñosamente, con el apodo de Balbi “el limpio”, aunque los más “cachondos” lo llamaban “fray Escobón” (en recuerdo de Fray Escoba) o también como Balbi “el bayeta”. Era más que frecuente que se le viera con la escoba, el recogedor, quitando del suelo ese papel o residuo que sobraba, también de las sillas, las mesas o las estanterías del complejo hospitalario. En ocasiones cambiaba la escoba por la bayeta “alcoholizada” para “limpiar” los microbios nocivos para los visitantes o personal laboral. Le daba verdadero “horror” ver suciedad a su alrededor. A título personal, era del grupo de los asiduos asistentes al lavabo, para enjabonarse una y otra vez las manos, cuando era consciente de que había tocado cualquier objeto que pudiera no estar lo suficientemente limpio o desinfectado.

Su esposa, LEONORA ya lo había dejado por imposible, por su extremo comportamiento, mientras que sus hijas, CARLA y BEATRIZ, no tenía por qué preocuparse cuando llegaba el santo o el “cumple” de su padre, para buscarle el regalo apropiado: los botes de colonia, las cajas de aromáticos jabones, los diferentes dosificadores de alcohol o agua oxigenada y las cajas de pañuelos, eran alegremente aceptado por un padre que priorizaba destacadamente el valor de la limpieza.

Mientras estuvo en activo, sus afanes limpiadores los centraba en las dependencias del hospital. No sólo en los quirófanos, salas de rayo, las UVI o salas de reanimación o de espera, sino también en las salas de consulta, en los laboratorios y, por supuesto, en los despachos de los galenos. Tampoco quedaban al margen de sus preocupaciones, las taquillas del personal laboral. Conociéndolo bien, Leonora se esforzaba en tener la casa bien aseada, probablemente la más limpia de la barriada de El Ejido, en donde residían desde aquellos ya lejanos días de la boda, por los años 80 del siglo precedente.

Pero el problema compulsivo se agudizó desde el momento en que Balbino accedió a la jubilación o prejubilación pues, por un problema de asma bronquial aleatoria (había sido un gran fumador durante su juventud) sus compañeros doctores decidieron concederle la baja temporal ampliada, que a sus sesenta y un años era prácticamente la baja total y definitiva. Entonces, este profesional jubilado, que se encontraba realmente en buenas condiciones físicas y sin especiales diversiones o aficiones, como no fuera la televisión, las películas o montar un poco en bicicleta para ir a respirar “aire puro en las afueras” no era el mejor compañero para tenerlo en casa muchas horas. Así que Leonora le encargaba ir a comprar, dosificando los “mandados” para tenerlo bien entretenido durante las semanas y los días. Cuando ya no había mandado que hacer, él lo resolvía yéndose a pasear, principalmente por las mañanas. Pensaba, con sensatez, que el caminar le vendría muy bien para evitar el sobrepeso, más que yendo una y otra vez al frigorífico o a la alacena para “picotear” lo que fuera.

Además de su acción compulsiva por la limpieza, era persona que tenía buenas convicciones para ayudar en el su entorno social. Y en esta colaboración solidaria entraba ¡cómo no! el hábito de mantener limpio no solo el lugar donde había trabajado, sino también los espacios propios de reunión y esparcimiento social, de manera especial los jardines públicos para el descanso y la relación ciudadana, además del juego de los más pequeños de las familias. Se repetía con frecuencia este sensato propósito:

“Los jardines han de estar limpios y aseados. Ahora que tengo todo el tiempo libre que quiera, me voy a ocupar de que esta necesidad se cumpla, aunque sea yo quien tenga que limpiarlos con mis propias manos”.

Así se lo contaba una noche a Leonora, quien lo escuchaba con infinita paciencia, mientras continuaba limpiando o “expurgando” las lentejas que iba a echar en remojo para el potaje del día próximo, vieja costumbre que mantenía, aprendida de su abuela y de su propia madre. La televisión emitía el First dates o primeras citas, en la cadena 4, para la distracción de los dos cónyuges que llevaban casados más de treinta años.

En la mañana del día siguiente, lunes, Balbino quería empezar bien la semana. Tras el completo desayuno que solía tomar (dos tostadas con aceite de oliva virgen, más una laza de leche con Cola Cao, pues el café le estaba provocando cierto insomnio durante el descanso nocturno) metió en su mochila dos grandes bolsas de rafia plástica que tenía en casa y que había utilizado para traer unos materiales de obra comprados en los grandes almacenes Leroy Merlín. A continuación, se encaminó, vistiendo atuendo deportivo, hacia el gran Parque de Málaga, en donde pensaba que habría muchas zonas para limpiar dada su gran extensión.

Fue recorriendo los diferentes parterres y zonas ajardinadas, tomando conciencia visual del evidente incivismo ciudadano. No sólo en los asientos de piedra o madera y sus aledaños, sino también dentro en las zonas acotadas para los árboles y las flores plantadas. El comportamiento ciudadano, sumado a la fuerza del viento para el inevitable esparcimiento, había ensuciado el suelo terrizo, con todo tipo de residuos. La relación de estos restos o basuras sería interminable: bolsas vacías de chucherías, cajetillas de tabaco, colillas de los cigarros fumados, botellines de plástico vacíos de agua mineral, restos de hamburguesas y trozos de pizzas,  papeles de toda naturaleza, chicles pegados en los lugares más variados, cáscaras de pipas de girasol, entradas utilizadas de cine y otros espectáculos, compresas y pañales infantiles usados, palillos de los chupa chups, preservativos, “cacas” de perros, propagandas de diversos centros comerciales, periódicos de distribución gratuita, etc, etc. El panorama, era verdaderamente desolador. Había que emprender una eficaz labor para ir mejorando ese grato lugar con el que todas las localidades se adornan. Su propósito era dejar reluciente y aseado tan apreciado y emblemático espacio vegetal de la ciudad.

Tomó una de las bolsas que llevaba y usando unos guantes de nitrilo para proteger sus manos fue recogiendo con minucioso cuidado todos esos residuos procedentes de la dejadez ciudadana. Una parte ineducada de la ciudadanía, lógicamente, pues también fue comprobando que había papeleras repartidas por la zona, llena de esa basura bien tirada por las personas que saben comportarse de manera adecuada. A su alrededor pasaban numerosos transeúntes que apenas le hacían el menor caso al trabajo que estaba esforzadamente realizando. Supuestamente pensarían de que se trataría de algún miembro de los servicios municipales de limpieza, que estaba cumpliendo con las obligaciones propias de su trabajo. Hacía calor en Málaga, ese lunes de septiembre. Pero el elevado nivel térmico de la atmósfera no impedía el afán de limpieza del antiguo celador sanitario.

En un momento concreto, se le acercaron, sin que él apenas se diera cuenta por estar muy afanado y centrado en su labor, dos operarios de Parques y Jardines, vinculados laboralmente a la concejalía correspondiente municipal. Ambos vestían el uniforme reglamentario. Le veían observando desde lejos, con expresión de extrañeza en sus rostros. De inmediato, uno de estos operarios tomó la palabra:

“Buenos días “abuelo” ¿Qué está Vd. haciendo?” Todo ufano, Balbino se incorporó, interrumpiendo la recogida de residuos, respondiéndole con la franqueza que le caracterizaba.

“También buenos días. Pues como pueden ver, Sres. operarios municipales, estoy cumpliendo con mi obligación cívica. Muchos ciudadanos, junto a la fuerza del viento, han dejado y esparcido, muchos y variados residuos para la basura. Con la incuria que desarrollan, han esparcido suciedad por las diversas y hermosas zonas ajardinadas, repartidas y vinculadas en el gran Parque de la ciudad. En definitiva, estoy simplemente cumpliendo con mi obligación. Recojo y limpio los jardines de la suciedad que otros han ido dejando, degradando estos bellos parajes”.

Los dos trabajadores municipales se miraron extrañados. Pronto, uno de ellos reaccionó con “enérgica” educación.

“¿Pero a Vd. quién le ha mandado hacer esta labor, incluso penetrando o invadiendo las zonas no acotadas para el paso del público, pisando el resto de la vegetación? Debe saber que el trabajo que realiza es nuestra labor y sabemos cómo hacerla. Si dejáramos que cualquier persona hiciera nuestro trabajo, estaríamos poniendo en peligro el sueldo que nos pagan. Ya lo que faltara es que Vd. viniera mañana a plantar margaritas o zanahorias ¡Hasta ahí podríamos llegar! Abuelo, deje Vd. que cada trabajador cumpla con su misión y no se meta en donde no le han llamado.”

A Balbino se le “encendió” el rostro. Profundamente indignado por la recriminación que había recibido, siguió recogiendo los restos que abundaban en la zona acotada y prohibida al paso donde se encontraba, no sin antes responderles, a viva voz y con toda la energía que acumulaba.

Aún no me lo creo, ¿me van Vds. a impedir que retire la basura acumulada en los jardines públicos? ¡Hasta ahí podríamos llegar! Lo que tienen que hacer es afanarse en el cumplimiento de sus obligaciones. Para eso les pagan. Debían de estar agradecidos a la eficaz y generosa labor que estoy haciendo.”

Los dos operarios viendo el cariz que tomaba el asunto, se retiraron prudentemente. Pasaron abundantes minutos y cuando Balbino ya se encontraba por la zona central del Parque vio acercarse a los dos jardineros, pero esta vez acompañados por dos miembros de la policía local. Uno de los dos agentes de la seguridad, tras el saludo protocolario, se dirigió a Balbino con autoritaria energía:

“Los dos operarios de jardinería, pertenecientes a la plantilla del municipio, han denunciado que está Vd. haciendo una labor que no le corresponde.  Incluso, como ahora, pisando una zona no autorizada al tránsito del público, incumpliendo una norma expresada en ese cartel que tiene a su espalda. Tenemos que levantar acta de la infracción. Le pido que nos entregue su DNI para identificarle. Los servicios jurídicos del Ayuntamiento le comunicarán, en su momento t tras estudiar su comportamiento, la sanción a la que se ha hecho merecedor”.

Desconcertado, enfadado y un tanto humillado por la situación que protagonizaba, el antiguo celador finalmente se identificó correctamente. Los policías anotaron sus datos. A continuación, recogió sus bártulos y se marchó pensativo, con la primera gran bolsa que había utilizado que estaba ya medio llena de residuos, sin decir palabra alguna. La reacción de su familia, ante este curioso episodio que él había protagonizado, fue un tanto dispar. Tuvo que soportar con paciente aturdimiento una “gran bronca, procedente de su mujer Leonora, por “meterse” en donde no le habían llamado, mientras sus hijas Carla y Beatriz tomaron “a choteo” el comportamiento de su padre, al que bien conocían por sus afanes cívicos de limpieza, incluso con respecto al propio portal y escaleras del inmueble en donde la familia residía.

En los próximos días Balbino, contumaz en sus ideas, cambió de ubicación, dada la dura experiencia que había tenido en el vergel vegetal del Parque malacitano. Eligió jardines públicos de otras barriadas. Zonas en donde los servicios operativos municipales ya no estaban tan presentes a diario. En estos modestos jardines de barrio, su labor incluso fue reconocida por algunos vecinos que no dudaban en elogiar el esfuerzo que el “extraño personaje” mostraba, recogiendo las colillas, los envases vacíos, las botellas de plástico e incluso las “cacas” de los perros, que unos y otros convecinos habían ido dejando, para ensuciar el descuidado paisaje vegetal.

Esta historia sencilla y real nos hace tomar conciencia de una triste realidad: en muchas ocasiones, a pesar de la actitud exagerada de este personaje, la buena voluntad ciudadana se ve coartada o limitada por intereses, normas o decisiones estrictas y un tanto absurdas, establecidas por la maquinaria administrativa institucional.

Balbino recurrió la sanción de 100 euros que le había sido impuesta, aunque pasaron unas semanas sin que recibiera respuesta a su reclamación. El silencio administrativo parece que podría favorecerle, aunque temía que después tuviera que pagar la multa con el correspondiente recargo.

Una mañana de noviembre, cuando aún no había terminado de tomar el desayuno, su móvil anunciaba una llamada desde número desconocido. Normalmente Balbino era reacio a responder a números que no tenía en sus contactos. Pero al ver que el número que aparecía en pantalla tenía más cifras de lo habitual, entendió que podría tratarse de una llamada realizada desde una centralita oficial. Así que atendió al remitente. Al otro lado de la línea escuchó una voz que le resultaba absolutamente desconocida, pero de talante muy educado y cordial.  

“Buenos días, Sr. Garcerán. Mi nombre es CIPRIANO Baltanás. Ejerzo en estos momentos como concejal de Parques, jardines y fiestas, en el ayuntamiento de la ciudad. Un tanto tardíamente, por distintas circunstancias, he tenido conocimiento de los hechos que sucedieron hace casi dos meses y en los que Vd. se vio lamentablemente implicado. Tras conocer bien los detalles de lo sucedido, tengo la absoluta convicción de que su indudable buena voluntad, por mantener limpio nuestro apreciado y querido Parque, no fue adecuadamente tratado por los funcionarios municipales que intervinieron en los hechos.

Creo sinceramente que fue un error el trato que se vio obligado a soportar. En base a ello, quiero comunicarle que la sanción que le fue impuesta ha quedado anulada. De esta forma le estoy respondiendo a la reclamación que, en tiempo y forma, Vd. un ciudadano cabal, tuvo a bien presentar. También tengo conocimiento de que está Vd. jubilado y desea dedicar parte de su amplio tiempo libre para mantener decorosamente limpia esta bella ciudad, Por este plausible motivo, en fecha próxima recibirá por correo certificado un carnet expedido a su nombre, en el que se le nombra COLABORADOR HONORARIO DEL ÁREA DE PARQUES Y JARDINES. Con esta acreditación, puede actuar con el sentido común de su conciencia, para mantener más limpia la ciudad y, de manera especial, sus necesarios y gratos jardines para la vecindad. Esta acreditación no conlleva aporte material económico, pero si posee el valor del reconocimiento acerca de cómo deben comportarse los buenos ciudadanos.

Le expreso, finalmente, mi sincero agradecimiento y espero tener la agradable oportunidad de poder estrechar su mano lo más pronto posible o en cualquier oportunidad que me necesite. Quiero felicitarle y trasmitirle un afectivo abrazo.”

El antiguo celador del Hospital Clínico Universitario nunca olvidaría este afortunado día, en el que el destino quiso ser justo con una persona, cuyo principal valor era la limpieza, desde luego que un tanto exagerada en su aplicación, aunque digna o merecedora de elogio por el civismo aplicado a la mejor conservación de la ciudad. -

 

 

LA LIMPIEZA COMPULSIVA

COMO OBSESIÓN

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 22 septiembre 2023

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viernes, 15 de septiembre de 2023

MI OTRO YO

 

En los listados telefónicos, en las bases de datos empresariales, en el INE (Instituto Nacional de Estadística) y en el Registro Civil aparecen, lógica y necesariamente, millones de ciudadanos, con sus nombres correspondientes. En tan amplia densidad nominal, el azar, la casualidad, la intencionalidad, provoca que muchos de esos nombres sean coincidentes. No sólo el nombre de “pila” y el primer apellido. También ocurre con el segundo apellido o last name, es decir, el nombre completo. Estos curiosos casos de coincidencia se dan en espacios geográficos muy diversos en la distancia. ¿Quién no se ha preguntado alguna vez, esa frase de “me gustaría conocer a una persona que llevara mi propio nombre completo”? Tal vez estas curiosas coincidencia sean más frecuentes en nombres y apellidos “comunes”, mientras que en aquellas nomenclaturas “más raras o infrecuentes” las coincidencias son normalmente menores.

ÁLVARO CALELLA FROILÁN era un jubilado de 67, que se esforzaba cada día en llenar su abundante tiempo libre con actividades e incentivos diversos, que le permitieran distraerse y alejaran la pesarosa rutina que siempre aturde y aburre por lo igual. Este rondeño, afincado en Málaga desde su adolescencia, había ejercido durante toda su vida laboral como dependiente de un conocido comercio de telas, ubicado en el núcleo urbano de Atarazanas / Guadalmedina. Su imagen era la de un singular trabajador ejemplar, luciendo siempre su bien aseada bata beige, con tres grandes bolsillos, en los que guardaba dos pares de tijeras, jaboncillo de color blanco para señalar y enarbolaba en su mano derecha, a modo de “lanza castrense” un metro de madera barnizada y muy gastada, para las mediciones de los trozos de tela que los clientes (generalmente señoras) deseaban comprar. Aunque no era muy dado al uso de las novedades tecnológicas, en uno de esos grandes bolsillos de su elegante bata de trabajo, también guardaba un móvil telefónico, que la insistencia de su única hija AIDA le aconsejó adquirir, ante la necesidad de estar bien comunicado, preferentemente para el ámbito familiar.

Este veterano dependiente, especialista en todo tipo de tejidos para el mejor consejo a las clientas visitantes del establecimiento, estaba casado con JULIANA, una “rechoncha” y bondadosa ama de su casa, que sabía llevar muy bien a su marido y a su querida hija, ocupándose del mejor funcionamiento del hogar. No sólo trabajaba en las diversas tareas de la casa, sino que también dedicaba las tardes para atender a una fiel clientela que le llevaban ropa nueva para que cosiera, reparara o arreglara, con proverbial maestría, esos inesperados agujeros, quemaduras, “sietes” y desgarros, que por mil motivos hacían inservibles muchos trajes, faldas, camisas y pantalones, que se querían volver a utilizar. Esa rara habilidad para disimular los deterioros en la ropa, Juliana la había aprendido de su ya fallecida abuela Palmira, viuda desde la guerra, que siempre había destacado en la artesana labor de arreglar las prendas estropeadas, ”quemando” sus ojos con admirable esfuerzo y encalleciendo sus manos, a cambio de unas pesetillas con las que se ganaba la vida en épocas “oscuras” de dura carestía y necesidad. El sueldo de Álvaro nunca había sido elevado y más ahora, con la jubilación, hacía necesaria esa entrada económica que aportaba su mujer, para atender los gastos familiares y los estudios del gran tesoro conyugal, su preciosa hija Aida.

La boda de Álvaro y Juliana la celebraron algo tarde en sus edades respectivas, pues él ya alcanzaba los 45, mientras que su esposa llegó al altar con los 39 avanzados. Se trataba de un matrimonio modesto, normal, aceptando lo que el destino les había deparado y como muchos dirían, felices con sus carencias, que bien asumidas y aceptadas estaban integradas con normalidad en sus sencillas existencias. Eran conocidos y buenos vecinos residentes en uno de los veteranos bloques “colmena” de la Carretera de Cádiz, construido en los años 60, que alcanzaba catorce plantas de altura. Habitaban un pequeño pero acogedor piso en régimen de alquiler, en la planta tercera letra B. Los 60 metros cuadrados de superficie útil eran más que suficientes para las necesidades de los tres miembros de esta modesta y unida familia.

Mientras su mujer atendía a casi todos los detalles del hogar, Álvaro solía entretenerse los fines de semana (mientras permanecía en activo) “montando” con largas pinzas, preciosos y pequeños barcos dentro de botellas con el gollete ancho, habilidosa costumbre para esas largas horas de los sábados por las tardes y también no pocas horas domingueras para el asueto.

La especialista informática de la familia Calella-Naguía era la joven Aida, quien se sintió muy feliz cuando, cursando el bachillerato, sus padres le trajeron, en la mágica Noche de los Magos, un ordenador MAC. La máquina informática era de segunda mano, pero estaba muy bien conservada y con grandes prestaciones. Don Ezequiel, el propietario de la tienda LAS MIL TELAS, al fin había sustituido el veterano ordenador por un nuevo y último modelo, a fin de llevar mejor las cuentas o contabilidad, las ventas de telas y retales realizadas y el listado de proveedores del establecimiento. Conociendo el hecho, Alvaro estuvo bien presto para la oportunidad, hablando con su jefe en los siguientes términos:

“Don Ezequiel, le voy a ocupar unos minutos, con su permiso. Mi hija Aida, que ya cursa el bachillerato con muy buenas notas, me anda pidiendo que le compre un ordenador, una buena computadora que necesita para seguir mejorando en sus estudios. Es muy aplicada y me dice que me tengo que apuntar entonces a Internet, que es como una gran biblioteca gigante. Ya sabe que yo sólo entiendo de tejidos. El caso es que mi sueldo y lo que consigue la pobre Juliana con sus arreglos de ropa, no me llega para comprar ese aparato. Vd ha sustituido el ordenador que tenía en su oficina por uno nuevo y sin duda mejor. Yo querría pedirle, abusando de la generosidad que siempre me ha demostrado, si quisiera venderme el viejo ordenador. Yo pagaría, lo que quisiera cobrarme, si me descontara cada mes un poquito de mi sueldo. Le estaría agradecido de todo corazón. De todas formas, respetaré lo que Vd. tenga a bien decidir”.

Don Ezequien Torabia, el dueño de LAS MIL TELAS, un hombre de gran corazón, muy paternal con sus empleados, valoraba en mucho la fidelidad de tantos años demostrada por Álvaro, ese servicial dependiente que, con su larga bata, siempre limpia, era el que más vendía entre los tres empleados que atendían al público. Miró con firmeza a su interlocutor y poniéndole su mano derecha sobre el hombro le dijo con una sincera sonrisa.

“Mire, amigo Calella, este fin de semana voy a hacer unos arreglos y limpieza en el disco duro del antiguo Mac. El lunes, cuando cierres la tienda, te lo llevas a casa, en una de esas grandes bolsas donde nos envían el popelín. En cuanto a lo que te voy a cobrar, no te preocupes. Ya hablaremos más tranquilos del asunto. Lo importante es que tu hija Aida se vea ayudada y avance en sus estudios”.

El paternal empresario nunca le pidió peseta alguna a Álvaro por ese buen regalo. El lunes por la noche, víspera de Reyes, entró en el domicilio de Aida, el primer ordenador personal tan anhelado y necesitado por la prometedora chica, que daba “saltos de alegría” por tan estupenda novedad. Al día siguiente, su padre se acercó a una tienda de Movistar y encargó la correspondiente conexión a Internet. Una vez más don Ezequiel había dado muestras de su comprensión, dándole permiso para que realizara esa útil gestión informática para su hija.

De alguna forma, el buen dependiente se sentía feliz, no sólo por haber facilitado ese ilusionado deseo a su hija, sino también porque, según ella le iba explicando en el transcurso de los días, el ordenador tenía “miles” de prestaciones que podían ser muy interesantes para su propia vida. Entre ellas, el poder descargar películas, sin tener que pagar la correspondiente entrada en la taquilla, leer los periódicos del día, poder escribir cartas y enviarlas a través del correo electrónico y, sobre todo, acceder a todo tipo de información mediante el uso del buscador universal y gratuito, denominado Google. El domicilio de los Calella-Naguía se había “informatizado”.

Pasaron los años y la edad de Álvaro se acercaba a la fecha de su jubilación.  Aidita ya estudiaba los libros y apuntes de magisterio, en la facultad de Ciencias de la Educación de la UMA. Dominaba muy bien la informática y siempre estaba al tanto de prestar ayuda a su padre para resolver las lógicas dificultades de éste cuando navegaba a través de Internet.

Un sábado por la noche, cuando Aida se había ido a estudiar con su amiga Sara, Álvaro se encontraba bastante desvelado, ya que Juliana le había preparado un aromático y sabroso café para tomar después del postre, infusión que había salido demasiada cargada. Ya tenía bien dominados los manejos básicos de la “computadora” como él solía llamarla. Le gustaba entrar en algunas páginas deportivas y en otras que mostraban las técnicas para introducir barcos encriptados dentro de originales botellas, a fin de sacar modelos para sus habilidosas artesanías. No tenía nada de sueño, por lo que en un momento concreto se le ocurrió un simpático y original juego. Juliana se puso a arreglar un traje de boda masculino, chaqué que lucía un gran “siete” producido por un mal tornillo que tenía su dueño en el armario.  Entonces, el habilidoso “informático” se dijo a sí mismo


“¿Por qué no poner mi nombre completo en el Google y comprobar que por “esos mundos” de Dios hay alguien que tiene este nombre, con los mismos apellidos? ¿Quién no lo ha hecho alguna vez, por curiosidad, intriga, comparación, novedad, juego o incluso necesidad?”


Escribió su nombre completo: ALVARO CALELLA FROILÁN. En muy escasos segundos, apareció una lista de tres entradas, con esos términos exactos, más una larga relación de Froilanes, Calellas y, por supuesto, Álvaros. Empezó a bucear en el primero de ellos. Correspondía al que parecía un famoso personaje, que ejercía de actor “porno”. Este miembro del arte corporal, después de trabajar o ejercer durante un tiempo por tierras holandesas, había vuelto a la patria de sus padres, en la zona cántabra peninsular. Allí había montado una gran sala de espectáculos muy famosa y concurrida de clientes ávidos de la materia, establecimiento para espectáculos denominado EL TATUAJE. El curioso nombre derivaba de que todos aquellos que acudían a pasar una noche divertida, en la sala pornográfica, debían mostrar un tatuaje en alguna parte emblemática de su epidermis corporal. Lo más curioso del caso era que, según en qué parte del cuerpo aparecía el tatuaje, el pago por la entrada para el espectáculo era diferente. Se priorizaba, de manera especial, las zonas íntimas o erógenas. El divertimento del ya antiguo dependiente era manifiesto, pues el tal Álvaro, que en realidad era de nacionalidad argentina, tenía una peculiar figura intensamente afeminada y desde luego que no se parecía en nada a su persona. En la Sala El Tatuaje se exhibía, al comienzo del espectáculo, un gran desfile de los más afeminados participantes, con atrevidos y sensuales formas de baile y danza, música insinuante y de tonos eróticos, prosiguiendo la representación con el reparto a discreción y libre de coste, de mate y tequila. El número más importante de la noche era una sesión de un atrevido y desnudo integral del actor protagonista, el Álvaro argentino y dueño del establecimiento.

Cuando comprobó las características y naturaleza del primer personaje que llevaba su mismo nombre, decidió “pasó página” con rapidez, ya que, a pesar de respetar sus ideas, su forma de vida y sus comportamientos profesionales., no acababa de asimilar que llevara su idéntica nomenclatura. Era demasiado para su modesta, sencilla y “respetable” persona.

 

Dejó el siguiente nombre de la lista para el día siguiente. Con las andanzas del argentino, se le había ido la noche, pues el reloj marcaba ya el avance de la madrugada. El domingo, cuando por la tarde Aida había dejado el ordenador para salir con Laura, otra de sus amigas, pulsó de nuevo la tecla del encendido y localizó la página del Google. Puso su nombre y allí apareció el segundo personaje, con sus identificadores.  Este segundo Álvaro Calella estaba metido hasta los dientes en el ilegal mundo del narcotráfico, en tierras sudamericanas. Los textos de prensa que iba leyendo acerca del ínclito personaje hablaban de su relación con el mundo de la mafia y los procedimientos violentos, controlando, desde su cuartel colombiano, a una serie de sicarios que hacían su trabajo por mandato del gran jefe por gran parte del planeta. La última noticia acerca de este delincuente era que, tras ser capturado por un oportuno y vengativo chivatazo, logró escapar de la prisión, “untando” con buen dinero a los policías que lo controlaban. Este segundo “yo” tenía la peculiaridad de mostrar diversos rostros o apariencias, a consecuencia de algunos “arreglos” estéticos que se había hecho realizar en clínicas especializadas suizas. El implante capilar, con el que finalmente adornaba su “felina” cabeza provocaba en su imagen un cierto resquemor y profunda inquietud. Este líder del narcotráfico mundial era otra de las personas que llevaban el nombre completo del antiguo dependiente de tejidos.

 

Una vez realizadas las dos experiencias, el paciente y entretenido ex dependiente se sentía abrumado, asombrado, defraudado e incluso asustado, ante la naturaleza de sus otros tocayos nominales. Se tomó pausadamente el té de merienda, que solía prepararle su fiel Juliana, con esas pastas mantecadas que tan bien sabía cocinar la también hábil repostera. Para su sorpresa, el tercer personaje de la lista era un religioso, que vestía, lógicamente, hábitos eclesiásticos. Se trataba de un prestigioso intelectual que pertenecía a la comunidad benedictina de Silos, en la provincia castellana de Burgos. La edad del clérigo era bastante mayor que la suya, pues ya alcanzaba las 83 primaveras.  A tenor de las publicaciones y escritos que este investigador tenía publicados, demostraba ser un gran amante y especialista en el mundo natural. Un experto botánico y naturalista de pro. Continuó leyendo la copiosa información que el “el sabio buscador” le ofrecía. Sus cuidadosos estudios sobre las plantas medicinales eran verdaderamente impresionantes. De inmediato quiso pasar al apartado de las imágenes y ante él se presentaba un anciano venerable, obviamente con rasgos octogenarios y en sumo bondadosos. En los datos biográficos se aludía a su nacimiento en la histórica localidad de Miranda del Ebro. Influido por su padre, que era el muy respetado boticario de la ciudad, estudió biología y paralelamente también teología. El venerable monje tenía una dirección electrónica y a ella escribió Álvaro una educada y entrañable misiva que su propia hija corrigió, a fin de evitar errores gramaticales de una persona que no era versado en las letras. A casi vuelta de correo recibió una atenta y “cariñosa” comunicación del monasterio silense. En ella se le comunicaba que el siempre recordado Padre Álvaro había fallecido recientemente, viajando al cielo de las estrellas y los luceros y que ahora se encontraba, sin duda, estudiando las preciosas flores del Paraíso celestial. El abad de Silos, el Padre Eremián, conociendo el caso de este honrado dependiente malacitano, lo invitaba a visitar el histórico monasterio y le ofrecía orar ante la tumba de ese hermano tan querido a quien el destino le había puesto su mismo nombre y apellidos.

 

En el verano del 2022, la familia Calella - Naguía, integrada por el humilde dependiente de una tienda de tejidos, su buena y ejemplar esposa, con mágicas y laboriosas manos para arreglar esos tejidos rotos por la imprevisión y una hija estudiosa que había terminado sus estudios de magisterio, tomaron el tren AVE camino de las nobles y recias tierras castellanas. A su llegada al monasterio de Silos fueron recibidos con el afecto fraternal de la comunidad benedictina, en donde habían sido invitados a pasar una semana de convivencia, en la hospedería de la comunidad. Durante esas horas y días, fueron conociendo el hermoso tipo de vida, en el servicio a la divinidad, que los monjes habían elegido como profesión de fe, oración, trabajo y caridad. Esta unida familia no se perdió un solo día para la asistencia al tiempo del canto gregoriano, que en la iglesia monacal realizaban al mediodía los monjes, a modo de regalo, respeto y veneración a Dios. Como nota simpática, Juliana pasaba todas las mañanas un buen rato dialogando y aprendiendo con las buenas artes cocineras del Hermano Cleofás, el orondo cocinero de la comunidad. A buen seguro que el otro Álvaro, monje benedictino, desde los cielos de las estrellas, sonreía y bendecía a su “tocayo” y familia, que aprovechaban esos religiosos y vacacionales días para recorrer los recios parajes de la Castilla más sabía, bondadosa y profunda. Fue una excepcional experiencia que Álvaro nunca olvidaría para  el resto ignoto de su sencillo y entrañable recorrido terrenal. –

 

 

MI OTRO YO

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 15 septiembre 2023

                                                                                Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

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viernes, 8 de septiembre de 2023

EL SORPRENDENTE ESPOSO CAMBIANTE

Al margen de las 6/8 horas diarias que, por término medio, dedicamos al descanso, durante el resto del tiempo en el que ya estamos despiertos, son muchos los momentos o las oportunidades del día en las que decidimos guardar silencio. Y esta actitud puede responder a muy diversas motivaciones: prudencia, temor, apatía, desinterés, conveniencia …  En esas situaciones, a veces muy numerosas, nos acordamos y aplicamos ese consejo o frase de “es mejor estar callados” porque la postura contraria traería más inconvenientes que ventajas para nuestro interés.

La convivencia entre dos personas no resulta fácil, en el tiempo que nos ha correspondido vivir. En épocas pasadas o pretéritas, esa convivencia se mantenía porque los matrimonios “aguantaban” las frecuentes y normales diferencias. Y ello era posible gracias a que uno de los cónyuges, aceptaba las imposiciones, caprichos o forma de ser del compañero o pareja. Casi siempre era el hombre quien establecía sus privilegios, mientras que la mujer soportaba, callaba o sufría el sometimiento que imponía “el cabeza de familia”. Las leyes sociales priorizaban el poder del esposo en la familia, mientras la mujer, a fin de evitar males mayores o por el desafortunado hábito de la costumbre, no se enfrentaba a los excesos y caprichos de su déspota marido, posible dialéctica en la que tenía todas las opciones de perder. Jurídicamente no existía la separación o el divorcio entre los cónyuges, en el que poder refugiarse, a fin de poner fin a un tormento más que a diario, cruel trato en el que había agresiones físicas y anímicas. La prepotencia egoísta masculina era soportada por la mujer con sumisión y oculto dolor.

Con el paso del tiempo y con muchos sacrificios en el camino, esta humillante desigualdad en la sociedad familiar se fue reduciendo, con un imprescindible cambio en la mentalización social. Cambio que se fue reflejando, de manera paulatina, en las leyes, con la consecución de la separación y el divorcio conyugal, en los casos de crisis manifiesta. De todas formas, penosamente aún hoy, los dramáticos episodios de la violencia de género tienen un claro protagonismo en la persona del hombre sobre o contra la mujer. El número de homicidios y asesinatos perpetrados sobre la mujer, por parte de sus parejas, es terriblemente cruel y desalentador, mientras que la opción contraria, apenas es mínimamente perceptible. Las cifras estadísticas son tozudamente contundentes, para indicar que todavía es largo el irrenunciable camino a recorrer para la igualdad.

Pero en la familia Alfaya-Sietevillas la relación conyugal era claramente opuesta al sentido general que observamos en el cuerpo social. Aquí la situación de prepotencia la enarbolaba la señora PASTORA Sietevillas, 46, sobre el carácter absurdamente paciente que arraigaba en su débil esposo.  CLEMENCIO Alfaya, 48, ejercía como revisor de contadores del gas ciudad, en la bella ciudad malacitana, desde hace muchos años. Gracias a este oficio y a la ayuda laboral que prestaba su mujer Pastora, cuidadora en un centro de mayores durante las mañanas, de 8 a 15 horas, habían logrado sacar adelante a su corta familia de dos hijos. Jennifer, 20, es estudiante de Fisioterapia, en la facultad de Ciencias de la Salud, mientras que Lorenzo, 18, se ha matriculado este año en 1º de Turismo. En esta familia, en pleno siglo XXI, ese sometimiento venía expresado por el carácter desigual de uno y otro miembro de la pareja.

Clemencio era un hombre de parca estatura, alopécico, luciendo un pequeño y ridículo bigote, que dibujaba un rostro no especialmente atractivo, intensificado por unos ojos algo saltones. Desde siempre había carecido de un fuerte carácter. Aceptaba la situación vital en la que estaba inmerso sin complacencia, pero sin el vigor necesario para el rechazo. Persona gris, apocada, aburrida, se refugiaba en la rutina diaria de su trabajo (control de contadores del gas, levantando las actas correspondientes de infracción o deterioro, echando además las horas que fueran necesarias en las oficinas de la compañía “para todo lo que hiciese falta”). Su único y gran desahogo o distracción la centraba en el fútbol, no como practicante, sino como pasivo espectador, a través de la radio, la televisión y la compra frecuente del diario Marca. Algunos domingos acudía al estadio de La Rosaleda, en la barriada de Martiricos, para ver de jugar a “su Málaga” F C. Siempre desde la grada de general de fondo, cuyas localidades eran algo más económicas para su limitado bolsillo.

¿Y cómo se gestó su matrimonio con Pastora? La historia comenzó en esa juventud ya alejada de los veinte años. Clemencio Estaba vinculado a un grupo de amigos, muy “lanzados” por la vida, que los findes de semana, especialmente los domingos, organizaban alegres y ruidosos “guateques” en un viejo local /almacén, perteneciente al padre de uno de estos chicos. Típicas fiestas domingueras, con música “enlatada” a generoso volumen, pues el local estaba en uno de los polígonos industriales malacitanos. Unos y otros asistentes llevaban lo que podían, a fin de hacer más placentera la merienda, subsiguiente a los esfuerzos de la danza amorosa. Ginebra de garrafa, refrescos, alguna botella “misteriosa” y sin etiqueta, que facilitaba la embriaguez afectiva de unos y otros. El local tenía algunas dependencias, antiguas oficinas, que los aviesos jóvenes utilizaban para sus naturales y fogosas intimidades, a fin de sosegar sus naturales potencialidades. Cuando los minutos avanzaban y el “desenfreno “o descontrol llegaba a cotas importantes, ya nadie conocía a nadie, buscándose esos rincones sentimentales mínimamente aptos para saciar la líbido juvenil, bien exaltada. Alguien puso sus ojos en un Clemencio de veinte años y completó generosamente su intencionalidad. La música seguía sonando a toda pastilla, para “endulzar” acústicamente la gozosa compenetración. Semanas después, la hábil manipuladora comunicó la infausta noticia a un sorprendido Clemencio: “estoy embarazada de ti”. Todo ello en función de esa libertad que el joven se había tomado con ella, sobre unos jergones, algunos sacos y unas mantas malolientes allí habilitadas para la “necesidad”. 

El apocado joven carecía de la fuerza mental o el equilibrio necesario para ver que había sido bien “cazado”, evitando discutir su posible paternidad. Aceptó, con esa sumisión que le caracterizaba, la complicada situación en la que se había metido, prometiéndose esa frase plena de incredulidad de que “el amor llegará, a través de una convivencia para “la felicidad”. Como él ya tenía trabajo, las familias prepararon de inmediato un enlace sin mucho amor como fundamento y con un hijo que viajaba hacia su nuevo hogar. Pastora, así se llamaba la aviesa chica, tenía buena relación con grupos parroquiales, por lo que don Salomón, el párroco de san Patricio. Le consiguió un acomodo laboral en LA BUENA ESPERANZA, una residencia para la tercera edad ubicada en las colinas próximas a la barriada de El Palo. Con ello se “oxigenaba” el cada vez más insuficiente sueldo de su esposo Clemencio, para atender a las necesidades económicas de ese nuevo hogar. Como ya sabemos, a Jennifer, la niña “supuestamente” gestada en el Polígono, le sucedió Lorenzo, con dos años de diferencia para la parejita de la felicidad.  

El carácter de Pastora dibujaba todo lo opuesto a su esposo. Era una persona “mandona”, quisquillosa, antojadiza, conflictiva y exageradamente egoísta. Muy obsesiva para con la compra de ropa con el que vestir su cuerpo, de notable humanidad en cuanto al peso, gustaba estar al día en todos los chismorreos de la prensa del corazón. Adquiría una releída revista todas las semanas, ya fuera el Lecturas, el Hola, el Semana, el Pronto o similar. Lo que más agradecía esta mujer era disfrutar con sus tardes parroquiales, merendando y comentando con sus amigas Cloti, Fina, Fernanda y Celia. Con respecto a su marido. literalmente “pasaba” de él, como no fuera para criticarle y, en las más de las veces, humillarle.

¿Y por qué este desigual matrimonio se mantenía, sin una crisis abierta de ruptura?  Obviamente por la actitud sumisa, complaciente y silenciosa de Clemencio, que trataba de evitar, hasta el límite del sometimiento, los motivos de enfrentamiento con su intransigente y “echada para delante” mujer. Si había que ir al cine, era Pastora quien todo lo decidía: película, sala, día y hora. Si algo faltaba en la cocina, era por culpa de su marido, a causa de no haberlo traído del súper. Si el suelo no estaba limpio, era Clemencio quien tenía que coger la fregona, mientras sus hijos y esposa disfrutaban con los programas televisivos. Pastora siempre estaba cansada, del esfuerzo laboral que decía desempeñaba en la Buena esperanza. Para ella, el trabajo de la revisión del gas era un siempre “entretenimiento” de un inútil marido. Por supuesto que era ella quien manejaba el dinero que entraba en casa. Clemencio era todo un “calzonazos”. Su pobre argumento o defensa para tan pobre actitud era de que en la mayoría de las ocasiones lo más conveniente era guardar silencio, para evitar escenas desagradables en la familia. Cuando Pastora gritaba y le acusaba de “todo”, el pusilánime esposo bajaba los ojos y aguardaba a que el chaparrón escampara. “Sí, Pastora” “lo que tú quieras” “me da igual” “me parece bien” “me voy a dar una vuelta. Cuando vuelva ya estarás más tranquila”. Era incluso frecuente que el “bueno” de Clemencio apareciera con algún pequeño regalo u obsequio para calmarla, después de alguna escenificada e ingrata trifulca.

Así llevaban años, más de dos décadas matrimoniales, de un intenso desamor unilateral. Algunos amigos y compañeros de trabajo se lo decían. “No puedes “tragar” con todo lo que se le ocurra e imponga tu mujer. Te tiene anulado. Has dejado toda tu voluntad en el bolsillo y hace contigo lo que quiere”. Pero Clemencio callaba y asentía. No se le pasaba por la cabeza levantar la voz o manifestar abiertamente su opinión o deseo. Había perdido literalmente los papeles, ante una mujer que no lo respetaba y unos hijos ante los que representaba ser un cero a la izquierda. Pastora era la reina y dueña total de la casa.

Pero un día todo comenzó a cambiar. Ese sábado por la mañana, fue aprovechado por Clemencio para hacer algo que mucho le agradaba: caminar por la ciudad, sin rumbo fijo. Apenas había recorrido unas calles, no especialmente limpias, de su barrio, cuando decidió entrar en la biblioteca pública, para ojear algún periódico del día. Vio que ofertaban como regalo una serie de DVDs (decenas de veces prestados) que contenían grandes películas de la historia del cine. Podía elegir la que deseara y llevársela a casa, para disfrutarla con su visionado, para después quedársela en propiedad. Eligió una que dudaba haberla visto, pero cuyo título y actores le atrajeron, repasando la carátula. Se trataba del film EL HOMBRE TRANQUILO (The quiet man), dirigida por John Ford en el año 1952 e interpretada en los papeles protagonistas por John Wayne y Maureen O´Hara. Un verdadero clásico en la historia del cine.

Aquella misma tarde, mientras Pastora estaba merendando con sus amigas parroquiales, Clemencio vio la película quedando gratamente impresionado de la trama argumental e interpretación de los grandes actores. Ambientada en los atrayentes y bellos paisajes rurales irlandeses, la historia narra como Sean Thort Thornton, que había salida de su país a los 12 años y que había sido boxeador en los Estados Unidos, vuelve a su país, cuando sumaba tres décadas en su edad. En esta vuelta a sus raíces, compra su casa natal y una serie de tierras vinculadas, enamorándose fuertemente de Mary Kate Danaher, una muy bella pelirroja, de carácter indómito e incluso dominante con los hombres. Sean tiene problemas con el ambicioso y rudo hermano de su prometida, quien pretende por todos los medios hacerse con la propiedad de las tierras pertenecientes ahora al antiguo boxeador irlandés. Al fin, el rudo Danaher acepta el matrimonio de su hermana, que se une a Sean bastante enamorada, pero dispuesta a dominarlo como mujer, aplicando su muy fuerte temperamento, ejerciendo ese mando autoritario, al que estaba bien habituada. Pero Sean sabe reaccionar a tiempo, aplicando todo su amor y virilidad irlandesa para “dominar” a su autoritaria esposa.

Tal fue la impresión que la película produjo en Clemencio que repitió su visionado varias veces, a lo largo de los días siguientes. Se sentía tan obsesionado por el mensaje que la película ofrecía, que comenzó a sopesar el aplicarlo a su propia persona. Era asombroso cómo esta historia fílmica podía provocar tal revulsivo en una persona tan apocada, pusilánime y sumisa como era el revisor del gas. Eclipsado como marido, padre y persona, ahora Clemencio comenzó a darle vueltas a la posibilidad de asumir un rol similar al del rudo y valiente exboxeador irlandés. Incluso “pasaba“ de los agresivos comentarios de su cónyuge, cuando ésta, tras verle tantas horas frente a la pantalla del televisor, le decía con descaro unas “afectivas” palabras “Parece que te has enamorado de la protagonista. A tus años te estás volviendo como un anciano picarón, Mírate al espejo, so viejales”.

Una tarde, el cada vez más renovado operario del gas ciudad, dirigió sus pasos hacia el pétreo y salino malecón del puerto de levante. Allí pasó largos minutos de reflexión, solo acompañado por el rompeolas de las aguas marinas sobre los recios y enormes bloques de ese camino rocoso en las entrañas hídricas de la bahía malacitana. Pensaba en los veintitantos años de sometimiento que habían degradado penosamente su imagen y su dignidad. “Esto tiene que acabar” se repetía una y otra vez. “Ahora o nunca”. De vuelta a su domicilio en la Barriada de la Paz. cuando ya atardecía camino de la noche, se detuvo unos minutos en la Casa de Guardia antes de tomar el bus de línea en la Alameda. En la tradicional bodega Garijo pidió una copa de aguardiente peleón, que bebió de un visceral respiro. Henchido de fuerza etílica, como un Asterix con su milagrosa y revulsiva pócima, abrió la puerta de su casa dispuesto, por una vez, a recomponer una humillante situación para su persona, en manos de una cruel Pastora.

“Otra vez te has ido a la calle sin fregar el suelo de la casa ¡Valiente bribón!  Mientras que no dejes el suelo reluciente, no pienso ponerte la comida en el plato, maldito truhan. Por ahí perdiendo miserablemente el tiempo, con los amiguetes de turno y la casa sin hacer. Eres un vividor, y encima apestas a aguardiente”.

En ese momento, extremando su seriedad, se puso delante de Pastora y mirándola con fijeza a los ojos, le dijo con voz atronadora:

“Mire Vd. señora. Esto va a cambiar, desde ahora mismo. Yo friego el suelo una vez. Y,la siguiente vez, lo vas a hacer tú. Te lo repito ¡Lo fregarás tú! Y la próxima vez que te atrevas a gritarme, yo lo haré más fuerte. Te digo y no me cansaré de repetírtelo, que estoy profundamente harto de ti, de tus caprichos, de tus insultos y ofensas hacia mi persona. Eso de tratarme como un “soplillo” ya se ha acabado, vieja gordinflona y picarona”.

Cuando la voluminosa y fogosa Pastora se abalanzó sobre Clemencio, con la intención de propinarle un contundente sopapo, su pequeño marido eludió con agilidad la embestida, empujando a ese “tanque” que iba arrollarle hacia el sofá, en donde la bien maciza cónyuge cayó rodando sobre los mullidos y escasamente limpios cojines. Tendida desde el sofá vociferaba y amenaza con el rostro desencajado y los ojos “salidos de órbita”. Nunca podía imaginarse (dos décadas en sus recuerdos) que el insignificante Clemencio se le enfrentara de tamaña forma. Escenas como la descrita se fueron repitiendo a lo largo de los días siguientes. Pastora no vio otra salida mejor que ir “plegando velas”. También Jennifer y Lorenzo, los dos hermanos, tomaron conciencia de que su padre había “sufrido” una transformación radical. La situación en el domicilio de la familia Alfaya Sietevillas estaba cambiando.

Ciertamente los caracteres personales no se transforman drásticamente, pero la persona de Clemencio avanzó sorprendentemente en el camino de la dignidad que, por su naturaleza especial, el revisor del gas había dejado que se degradara hasta límites verdaderamente penosos. Este hombre “cambiado” conserva desde entonces, como oro en paño, esa valiosa cinta de cine regalada por la Biblioteca pública, cuyo título El hombre tranquilo (1952) es un peculiar manual en el que el maestro John Ford (1894- 1973) supo plasmar esa fuerte virilidad masculina, en el mundo rural irlandés, cuando un antiguo boxeador templa los impulsos indómitos de una guapa chica a la que quiere y necesita, recuperando el amor que con fuerza los une. Entre Clemencio y Pastora, muy posiblemente el amor nunca existió, ya que su relación fue impuesta “desacertadamente” por una de las partes. Pero el revulsivo cinematográfico había obrado el milagro de que ya no habría más humillantes silencios por parte del revisor, esposo y padre. Y esa autoestima, casi siempre perdida, fue renaciendo en una persona gris, “opaca” y escasamente sugerente.

Los silencios pueden ser convenientes y necesarios a veces, pero siempre en el momento y en la oportunidad adecuada. Pero, sobre la falta temerosa de respuestas, la palabra debe prevalecer con la fuerza de su contenido y la racionalidad de su mensaje.

 

 

EL SORPRENDENTE

ESPOSO CAMBIANTE

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 08 septiembre 2023

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