viernes, 27 de enero de 2023

EN UN RESTAURANTE DE HUÉTOR TÁJAR

Hay hechos que calificamos como sorprendentes, situaciones que difícilmente aceptamos su plena realidad, salvo en las pantallas cinematográficas, en las páginas de los libros de ficción o en los escenarios de los espectáculos teatrales. Y sin embargo aparecen en la proximidad de nuestras vidas, vinculados a la legítima privacidad de sus protagonistas. Estas vivencias, aun ciertas, nos siguen pareciendo increíbles, pero hay que asumirlas como respuestas que los seres humanos ofrecemos en la lúdica dialéctica entre la libertad de nuestros comportamientos y el incierto destino. Con estas breves premisas, comienza nuestra curiosa e interesante historia de este viernes.

Un comercial, representante de artículos de mercería, llamado Agustín Carrizo Peral viajaba en su vehículo de empresa, marca Citröen C4, hacia la capital granadina, procedente de Málaga, la ciudad en la que reside con su familia desde hace más de veinticinco años. Su mujer Aurora, al despedirlo en su partida esta mañana de lunes, le ha pedido que a su vuelta no olvide comprar unas “afamadas” magdalenas, cuando pase por la localidad en que nació: el histórico y bello municipio granadino de Loja. Agustín tiene en la actualidad 49 años y lleva casi tres lustros trabajando para la firma catalana Ferrán Hnos. como delegado de la marca para toda Andalucía, empresa que tiene su sede central en la ciudad de Sabadell y que está especializada en numerosos artículos de mercería, comercializados en las distintas comunidades autónomas del Estado: carretes de hilos y ovillos de lanas, sedas, cremalleras, velcros, forros, agujas de coser y de tricotar, dedales, tijeras, alfileres, imperdibles, cintas de todos los tipos, colores y tamaños, añadiendo a toda esta oferta un muestrario muy amplio, en calidades, formas y colores de botonadura, todo lo cual hace que este tradicional negocio sea de los más prestigiosos del país, en su específico sector textil de producción. Este viaje profesional Agustín lo había previsto para tres días de duración, para lo que reservó dos noches en el hotel San Antón, junto al Genil, a su paso por la ciudad de la Alhambra, desde donde también habría de desplazarse a la vecina capital de Jaén, a fin de negociar y concretar diversos pedidos, en numerosas tiendas y centros comerciales de ambas ciudades de Andalucía.

Un problema imprevisto en su vehículo, a no muchos minutos de iniciar el viaje, le hizo tener que detenerse en un taller mecánico de la localidad de Casabermeja, problema que quedó subsanado tras unos 75 minutos de trabajo, tras la sustitución de una bujía y el propio alternador que no lograba cargar de manera adecuada la batería eléctrica del ya vetusto vehículo empresarial. Siempre que pasaba por la ciudad de Loja, su localidad natal, recordaba con entrañable emoción aquellos primeros seis años de su infancia, hasta que a su padre lo trasladaron al palacio de Justicia de Málaga, como juez de 1ª instancia, posteriormente magistrado de lo penal, teniendo su corta familia que cambiar de residencia (fue hijo único), a esta ciudad hermana bañada por el mediterráneo y en la que conoció, con el paso de los años, a la mujer que se convertiría en su esposa. En realidad, se siente más malagueño que lojeño o granadino, pues en Málaga contrajo matrimonio, nacieron sus dos hijos y lleva más de cuarenta años residiendo.

Una vez que había superado en su conducción la bella panorámica de su localidad natal, tomó conciencia de que el reloj pasaba de las doce y media y aun le quedaban unos cincuenta km de recorrido, hasta alcanzar la capital en donde iba a “instalar” su punto central de trabajo, para resolver las visitas de representación, tanto en Granada como en Jaén. Con todo el trajín organizativo, más el inoportuno problema de la avería, felizmente resuelta, se le había abierto el apetito, por lo que decidió hacer una parada en un restaurante que ya conocía en otros viajes, El Mirador, próximo a la autovía, ubicado en el término municipal de Huétor Tájar, establecimiento que disponía de un excelente servicio, a fin de pedir un menú para el almuerzo y así dedicar la mayor parte de la tarde a instalarse en el hotel, descansar una media hora e iniciar las visitas por los centros comerciales y tiendas que llevaba en el listado de su agenda. El estado del tiempo en aquellos días era soleado, aunque bastante frío, pues el calendario marcaba un mes de enero, intensamente invernal.

Tomó asiento en una mesa lo más alejada posible del “tronar” televisivo y cerca de los leños de la chimenea, que “humeaban” sobre el rojizo de la madera incandescente, aportando un calor muy agradable, con ese olor tan característico a la madera de olivo quemada.  Pidió, entre las ofertas del menú, un cuenco con sopa de cocido, un plato de habas con jamón, típico de la zona y para el postre un trozo de pudding con trocitos de fruta variada. El establecimiento tenía como detalle servir un café con leche a los clientes, sin coste. Aunque era usual en él tomar una cerveza 00 con las comidas, ese lunes de enero pidió una copa de vino tinto, pues la temperatura en la vega granadina no superaba los cuatro grados en esos momentos. A primera hora de la tarde ya había en el salón restaurante varios comensales, quienes por necesidad o hábito hacían el almuerzo en ese primer horario de la tarde. Entre bocado y bocado, ojeaba el buzón de su correo electrónico, dispuesto entre las aplicaciones de su teléfono móvil. Un niño pequeño algo rebelde, ante los requerimientos de sus progenitores para que se tomara las patatas fritas que había dejado en el plato, correteaba entre las mesas y la gran chimenea del salón comedor, con inocente y sencillo divertimento.

Por su parte, Agustín también disfrutaba saboreando las bien guisadas habitas con sabroso y bien curado jamón de Trevélez, segundo plato del menú. En ese preciso momento captó que otro solitario comensal, que ocupaba una mesa a escasos metros de la suya, lo miraba insistentemente, con una casi “impertinente” fijeza. Agustín entendía que a nuestro alrededor siempre hay personas “aburridas” o “mironas” que centran su mirada en algún detalle, sea personal o un objeto cualquiera del salón. Lo hacen tal vez porque les ha llamado la atención cualquier detalle de lo que tienen por delante de su visión, ya sea la forma como vistes, las gafas que usas, la clase de comida que has solicitado, un recuerdo más o menos concreto o alguna forma de tu comportamiento, etc.  Sin embargo, la mayoría de las personas suelen rectificar a tiempo en la imprudencia de su observación, cuando captan que están molestando con su actitud, ya que la persona afectada les devuelve su mirada con una actitud de patente enfado. El caso fue que este comensal “demasiado mirón”, al terminar de tomar su manzana de postre, se levantó de su asiento, acercándose con una cierta lentitud en su desplazamiento a la mesa ocupada por Agustín. Se trataba de un hombre con una edad no muy diferente a la del representante, vistiendo un jersey de cuello marrón oscuro, pantalones vaqueros y calzando unas botas deportivas, de las usadas por los senderistas. Resultaba curioso el parecido facial en ambos comensales (contextura de la cabeza, el mismo color celeste grisáceo en los ojos, añadiendo a este parecido físico la comisura entre labios, plana y alargada).

“Le ruego me disculpe, si le he podido incomodar con mi fijeza en la mirada. Estaba almorzando en esa mesa cercana y desde que le vi entrar percibí que tal vez lo conocía “de algo” inconcreto. Parece evidente de que tenemos algunos rasgos físicos parecidos: forma de la cabeza, color de los ojos, estructura externa de la boca… Bueno, ante todo, debo presentarme. Mi nombre es Ramón Algarra Cerdán”.

Dicho lo cual, el muy sociable personaje extendió su mano hacia la del cada vez más asombrado y extrañado Agustín, aunque al paso de los segundos, se sentía bastante distraído con tan singular escena. Con educada cordialidad devolvió el saludo, invitando al desconocido personaje a que se sentara en la su mesa. “Nada, hombre, un amigo. Confío me acepte invitarle a un café o alguna copa, que nos ayudará a compensar el frío que hace ahí afuera. Corre un buen “relente” de la sierra. Así podremos echar un ratito de conversación”. El visiblemente agradecido Ramón, se sintió también obligado a completar algunos datos acerca de sí, ya que en definitiva era quien había provocado el curioso encuentro.

“Le comentaré algunos datos personales, amigo. Resido en un pueblo muy cercano de este lugar, a sólo unos 10 km desde donde estamos, término municipal de Huétor Tájar. Soy de Loja. Allí vivo desde hace cuarenta y seis años, mi edad actual. Trabajo en una cooperativa aceitera, en la que hago un poco de todo: administración, contabilidad, organización de las descargas de oliva… incluso cuando hay necesidad ayudo en la molienda y el prensado de la pasta para el aceite. Tengo que viajar con frecuencia, para asuntos de pagos y contratos con los proveedores y cooperativistas”.

Agustín le interrumpió con una sonrisa. Deseaba “darle un poco de oxígeno anímico”, a ese extraño y abierto interlocutor que inesperadamente se había cruzado en su vida.

“Precisamente en ese bello pueblo de Loja también nací yo. Aunque antes de cumplir los seis años mi familia se tuvo que trasladar a Málaga, en donde arraigué, me casé y tengo mi domicilio familiar, mujer y dos hijos. También he de que viajar mucho como Vd. Ramón, pues soy representante del sector textil. Creo que nos podemos tutear, ¿verdad? Curiosamente, siempre que paso por Loja detengo mi vehículo, para llevar a mi mujer las famosas magdalenas que primorosamente elaboran. Son dulces que le encantan. Conservo algún pariente lejano en esta localidad, pero el trato está muy distanciado”.

“¡Vaya, otro dato que nos identifica! Los dos somos lojeños”.

La conversación iba entrando, por interés recíproco, en una atmósfera de franca, cálida y amable cordialidad. El camarero sirvió a ambos contertulios sendos cafés solos, añadiendo unas galletas pequeñas, otra gentileza del proverbial restaurante. A partir de ahí, los datos fueron fluyendo por parte de Agustín y Ramón, tejiéndose entre ellos una interesante y curiosa “tela de araña relacional”.

“Mi padre, Florencio Carrizo era abogado, aquí en Loja, donde yo nací. Mis abuelos eran malagueños, por lo que su hijo, cuando ganó unas oposiciones a la judicatura, eligió el destino de Málaga, para estar más cerca de sus padres, dejando el buen bufete que tenía en Loja, lo que nos obligó a “emigrar” de esta entrañable localidad, cuando yo estaba muy cerca de cumplir los seis años (ahora tengo 49). En la Audiencia de Málaga mi padre desarrolló toda su carrera judicial, como magistrado juez de lo penal. Hace cinco años enviudó y dos años más tarde accedió a la jubilación. Ahora está muy mayor y con severas limitaciones físicas y psíquicas. Él hubiera querido que yo también hubiera seguido la carrera jurídica, pero nunca fui un buen estudiante, por lo que hice formación profesional en comercio. Después de pasar por un par de empresas, conseguí una importante representación en una empresa catalana de productos de mercería, vínculo laboral en el que ya sumo quince años. Aunque tengo que hacer muchos km por las carreteras andaluzas, estoy satisfecho con mi profesión, actividad que me permite vivir dignamente”.

Ramón escuchaba con atención, esperando la oportunidad para ampliar datos de su vida. A medida que pasaban los minutos tenía conciencia de que las casualidades o caprichos del destino le había proporcionado la posibilidad de conocer a Agustín, una persona con la que además del parecido físico percibía tener algún “extraño” vínculo, que no sabría concretar, aparte del hecho coincidente de haber nacido los dos en la misma localidad. 

 

“Es curioso, amigo Agustín. Entre nosotros hay escasos años de diferencia. Hemos nacido en el mismo pueblo, aunque tu marcha de Loja, con apenas seis años, ha imposibilitado que nos conociéramos antes. Lo de hoy ha sido una casualidad, por supuesto. Pero además del hecho de parecernos físicamente, hay algún otro dato que me gustaría comentarte, si tienes aún minutos para dedicarme. La realidad es que yo no he conocido a mi padre. Soy un hijo natural. Es un problema que, con la madurez, lógicamente ya he superado. De hecho, mis apellidos son los de mi madre, Leonor Algarra Cerdán, ya fallecida. Por su especial carácter, nunca quiso darme pista alguna de quien era mi padre. Posiblemente … un amor secreto. Un amor “imposible”. Ella trabajaba de administrativa en el Ayuntamiento y supo sacarme adelante. Supongo tendría alguna relación “complicada” con alguien, se quedó embarazada y aquí estoy yo. Por alguna razón, que se llevó a la tumba, siempre que yo intenté sacar el tema, ella con firmeza lo cortaba. No tengo nada que reprocharle en mi conciencia. Todo lo contrario. Me entregó todo su amor y toda su dedicación como madre y padre a la vez. Siempre he sospechado que mi padre, quien quiera que fuese, nunca ha llegado a saber que procreó a un hijo. Pienso así porque no sería normal que a lo largo de tantos años no haya hecho intento alguno por conocer a un hijo de su sangre”.

La conversación se había extendido en el tiempo, pues el reloj marcaba ya las 14:15. Agustín tenía que poner fin a la interesante conversación con Ramón, el dinámico trabajador de la Cooperativa Aceitera LAUXA. Como preveía tener una tener una tarde muy densa en su trabajo representativo de productos de mercería, agradeció a Ramón su generosa franqueza, confianza y amistad. Se intercambiaron las direcciones de los correos electrónicos, así como sus teléfonos. Prometieron que seguirían en contacto y que al pasar por la ciudad o localidad donde nació, Agustín dedicaría unos minutos para saludar a este buen amigo, inesperado, singular y parecido a él físicamente, que el destino había querido situarle en su trayectoria vital.

Durante esa tarde y en los dos días siguientes, Agustín desarrolló con profesionalidad y eficacia, las funciones propias de su trabajo representativo, acabando cada tarde y noche bastante cansado con el trajín de desplazamientos y conversaciones en muy diversos y “elegidos” establecimientos. Sin embargo, cuando por las noches se iba a la cama, en esa séptima planta del céntrico Hotel San Antón, con extraordinarias y bellas vistas de Granada, especialmente del Albayzin, Sacromonte, Alhambra y la carrera del Genil, una vez tras otra volvía a rememorar el encuentro con el amigo Ramón, singular personaje en el que se mezclaba su proverbial amabilidad, franqueza y camaradería, junto a ese pasado ignoto con respecto a su genética paternal. Pero, sobre todo, resultaban curiosas esas identidades de ser ambos de Loja y las características físicas que les hacía parecerse, aunque hasta ese lunes de enero no habían tenido, en sus vidas de “cuarentones”, el más mínimo contacto. Cosas o casualidades del destino, se repetía, tratando de conseguir ese sueño liberador, que le facilitaría el necesario descanso para llevar a cabo la intensa actividad prevista para el día siguiente.

El miércoles por la tarde emprendió el viaje de vuelta para Málaga, conduciendo su Citröen C4. Por supuesto, no se le olvidó parar unos minutos al paso por el pueblo de Loja, acudiendo a una confitería /pastelería de garantía muy contrastada, por otras visitas que había realizado en viajes anteriores, llamada La Hornada, en donde tenía la seguridad de encontrar las mejores magdalenas elaboradas en toda la localidad. Tras el mostrador siempre le atendía, con la amabilidad y simpatía habitual, la señora Laura. Esta “rolliza” pastelera solía regalarle algún detalle, como un bollito de pan, un par de roscos de Loja o incluso alguno de los dulces Piononos que también elaboraba. Era una sabía forma de fidelizar a los mejores clientes que acudían a su establecimiento. Agustín le compró dos cajas de doce magdalenas cada una. “Su señora se va a sentir feliz cuando se las entregue. Le aseguro que las he sacado del horno esta mañana”. Al llegar a su destino, en la cena de aquella noche, le comentó a Aurora el curioso episodio que había mantenido con ese vecino de Loja, de tan notable parecido con su persona.

Pasaron los días y dos sábados más tarde, mientras ordenaba su entretenida colección de sellos de correo, recibió en su móvil una “esperada” y grata llamada: era de Ramón, el nuevo y extraño amigo de Loja, personaje que una y otra vez aparecía en su pensamiento, como un “tema no resuelto” para el sosiego de su conciencia. La voz de su interlocutor, que no había escuchado desde su afectiva despedida en el Mirador de Huétor, sonaba en esta ocasión condicionada por un evidente nerviosismo.

“Buenas tardes, mi buen amigo Agustín. Ante todo, deseo que te encuentres bien. Te llamo porque desde nuestro casual encuentro en el restaurante, hace casi tres semanas, me embarga una fuerte preocupación acerca de nuestras respectivas vidas. Me explico. Aunque en los pocos años en que coincidimos en Loja, siendo muy pequeños, no tuvimos oportunidad de conocernos, debido a que os tuvisteis que trasladar a Málaga, este encuentro fortuito que se ha producido cuatro décadas más tarde me ha producido un fuerte impacto, porque … algo me dice que hay datos que nos relacionan y no sólo en el físico de nuestros cuerpos. Tengo la sensación de que “algo”, que no sé lo que es, nos une o vincula. Algo que el destino ha querido “regalarnos” o decirnos, para que sepamos más de nosotros mismos. Y ahora te voy a contar un descubrimiento importante que he realizado, a ver si tú me puedes ayudar a desentrañar o aconsejar sobre este posible “misterio” que aparece sobre mi pasado.

Ocupo, por herencia, la vivienda que tenía mi madre Leonor. En ella, mi mujer Margara y yo tenemos nuestra residencia. En más de una ocasión he rebuscado entre las pertenencias de mi madre, pero nunca he hallado elemento alguno que me diese una pista de quien habría sido mi progenitor. Ella quiso mantener ese secreto para siempre. Lo haría por alguna razón. Sin embargo, hace un par de días, la cinta de la persiana del dormitorio que ella ocupaba se partió, dejando la habitación a oscuras, pues la persiana cayó completamente tapando la ventana. Llamamos al persianero que la arregló sin problemas. Al ir a pagarle, el profesional me entregó un pequeño paquete que había encontrado dentro del tambucho, envuelto en papel de estraza y atado con un cordel que nada más intentar abrirlo se partió en varios pedazos. Dentro del envoltorio había un bloque de unas veinte fotos, en blanco y negro, pero muy amarillentas por el paso del tiempo. Mi madre, por alguna “secreta” razón, las había guardado en ese “secreto” lugar que sólo ella conocía. En ellas aparece mi madre de joven, mis abuelos y una tía carnal, la única hermana que tuvo. Pero hay dos fotos, en las que está ella junto a un hombre, vestido con elegancia, tomadas en el parque, posiblemente por algún fotógrafo que retrataba a las parejas, a cambio de unas pesetillas. La emoción que me aturdió fue síncope, aún no me he repuesto realmente. Ese señor … pudo ser mi padre. Pero lo más intrigante del caso es que este hombre tenía la línea de labios y boca que yo he “heredado” y que también tú la tienes en el rostro. Te voy a enviar por whatsapp copia de estas dos fotos, a ver qué opinión te parece todo esto que te he contado”.

Cuando en segundos llegaron las dos fotografías enviadas por Ramón Algarra al móvil de Agustín Carrizo, el estado emocional del primero también se transmitió (y con más razón) al segundo. El hombre que posaba junto a Leonor en el parque central de Loja era su propio padre, Florencio, muy joven, sonriente y con el brazo sobre el hombro de la mujer a quien “secretamente” amaba. Al día siguiente fue a visitar a su padre, atendido en casa por dos cuidadoras.

“Papá ¿Conoces a estas personas de las fotos?” Pero las facultades mentales de don Florencio, 87 años, cada vez reaccionaban con más lentitud y dificultad, a fin de mantener la necesaria racionalidad en la respuesta. El padre de Agustín, tras observar las imágenes en la pantalla del móvil se limitó a sonreír. No pronunció palabra alguna. Cuando Agustín, al que le seguía temblándole el cuerpo, reflexionaba ante la respuesta aclaratoria que debía dar a Ramón, en los ojos de su padre, sentado en su sillita de ruedas, comenzaron a brotar unas lágrimas en continuo que Aimara, la cuidadora, se afanó en limpiárselas, diciéndole al tiempo unas palabras cariñosas. -  

 

 

EN UN RESTAURANTE DE

HUÉTOR TÁJAR

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

27 enero 2023

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viernes, 20 de enero de 2023

PROSPECTOS DE CINE, PARA EL BUEN RECUERDO.

Viajamos para conocer nuestra historia, este viernes de enero, en el lúdico tren de la memoria, que nos traslada a esas míticas décadas de la centuria anterior, en la España de los años 50 y 60. Los niños que nacieron en esas antiguas hojas de los almanaques suman hoy muchos años, siendo sexagenarios o septuagenarios. La infancia, durante esas etapas pretéritas de nuestra modesta historia, era notablemente diferente a la que hoy contemplamos en estos tiempos que avanzan por la tercera década del siglo XXI. Podemos trazar algunas pequeñas, pero significativas, pinceladas de la realidad que asumían los niños en aquellos años, que hoy recordamos con entrañable afecto.

Los niños jugaban, lógicamente, dentro de sus casas, pero lo hacían mucho más en las calles y plazas. No había llegado aún el recurso de la televisión, para la inmensa mayoría de los hogares. La revolución informática tardaría aún unos treinta años en aparecer. En los centros educativos no se aplicaba la coeducación, ubicando a los niños en unos colegios y las niñas en otros. Los críos carecían de la abundante juguetería de la que hoy pueden disfrutar y “aburrirse”.  El ropero de esa infancia era también muy limitado, salvo aquéllos que habían nacido en una familia bien acomodada económicamente. La religión católica dominaba la educación en nuestro país, de una forma muy intensa e imperativa. La radio era la diversión preferente en los hogares españoles. Y fuera de las viviendas, la asistencia al cine y al fútbol (los que podían pagar las entradas a las salas y a los estadios deportivos) el ocio preferente de los niños y los adultos españoles. La educación familiar y escolar que recibían los niños era muchísimo más severa que la actual. De forma casi absoluta era el padre quien detentaba todos los derechos, libertades y poderes en el seno del hogar familiar.

Javi era el hijo único del matrimonio eclesiástico (como la casi absoluta mayoría de los enlaces) formado por don Julián y Remedios. Tenía 9 años y asistía a las clases de primaria en un colegio privado de confesionalidad católica, pero muy alejado de la importancia social que detentaban los maristas, agustinos o jesuitas. Su padre trabajaba en los talleres de la Renfe, ubicados en la zona malacitana de los Prados, como carpintero y soldador, mientras que su madre ganaba unas pesetillas para la necesidad familiar cosiendo ropa, para lo que usaba, además de la aguja, los hilos y el dedal, una vieja máquina de coser Singer, a la que hacía funcionar girando con la mano derecha el manillar circular aplicado al cuerpo de máquina. Este modesto modelo, heredado de su abuela, carecía de pedales o electricidad que activara el mecanismo para la costura. Julián Martínez casi siempre iba vestido con el mono azul del trabajo, cumpliendo horarios demasiado extensos en los talleres de los Prados, horas de trabajo siempre aceptadas pacientemente por los operarios de la compañía nacional de ferrocarriles españoles. En sus ratos de ocio del fin de semana, a Julián le gustaba leer las “novelas por entregas” que sacaba en alquiler de un cercano puesto de periódicos, tebeos y chuches instalado en un portal y regentado por Ángel. Los lunes compraba el Marca, diario deportivo a través del cual conocía todos los datos futbolísticos de la jornada. Como tantos otros, su equipo favorito no era el C.D. Málaga, representante de la localidad, sino el Real Madrid. De tanto “abusar” de la lectura, o tal vez debido a una debilidad congénita, tenía la vista bastante cansada o castigada, teniendo que usar lentes que no disimulaban sus numerosas dioptrías. Con más o menos recato o disimulo, Julián mantenía una “querida” llamada Caritina, no muy costosa, dada las posibilidades económicas de este carpintero de la Renfe, para distraer sus horas de asueto, con el “aceptado aguante”, no menos sufrido, de su Reme, que se consolaba con las novelas radiadas, las obligaciones culinarias de la cocina, la limpieza diaria de la casa y la costura, con las exigencias de una clientela siempre abusiva y no muy buena pagadora. Para Reme, ese paseo liberador en su rutina diaria de la compra, que realizaba fundamentalmente en el monumental mercado municipal de la calle Atarazanas, suponía uno de los momentos más gratos de cada jornada. Por supuesto que su marido le regañaba con frecuencia pues en la opinión del jefe y señor de casa ella no sabía administrar bien el escaso dinero que le entregaba cada semana. Los ratos de iglesia y confesionario también suponían para esta dócil mujer un cierto consuelo.

Como la mayoría de los niños de aquella época, Javi aplicaba su ágil ingenio infantil a fin de distraer su tiempo libre fuera de la escuela con diferentes aficiones, cuya actividad no fuese en absoluto costosa. Tal vez aquella participación que más le socializaba era la de jugar a la pelota, generalmente con pequeños balones de goma, pues los de piel de badana sólo eran accesibles para los niños de familias “bien”. Los grupos de niños que integraban los equipos del balompié utilizaban las calles, plazas y especialmente los portales de los edificios, éstos para simular las porterías de los “campos de futbol”, en donde había que introducir el balón para los goles. Cuando podía, en función de sus “ahorros” o la benevolencia de Reme, su madre, su segunda (o primera gran afición) era asistir a los programas dobles de los “cines de barrio”, ya fuera el Capitol, el Avenida, el Duque o incluso a veces el Málaga Cinema. Ese cine dominguero le hacía plenamente feliz. Con el alquiler de tebeos, a “perra gorda”: 10 céntimos de peseta, a “perra chica” 5 céntimos de peseta o a “un real”: 25 céntimos de peseta, repetía la afición de su padre, quien alquilaba también en el puesto de Ángel Jiménez, sus pequeñas novelas para el ocio. Tenía que buscar algún compañero amigo, para divertir el tiempo en casa con la caja mágica que contenía los numerosos Juegos Reunidos. Con esos amigos del colegio o de la vecindad callejera, también sacaba su Fuerte de madera, con las numerosas figuritas de goma pintada de soldados, indios y vaqueros, para simular los ataques y combates entre esos protagonistas enfrentados en el viejo oeste americano. El juego de las canicas (de cristal o de barro cocido y pintado) era básicamente callejero, buscando suelos con pequeñas oquedades o hendiduras en donde poder introducir las bolas. Diestro en el dibujo, este niño de los cincuenta gustaba “construir” sus propios tebeos, dibujando “a su manera” personajes que enlazaban sencillas historias. Un seis de enero, Javi recibió el regalo más anhelado que podía desear, un Cine NIC, para proyectar en la pared películas con dibujos impresos en papel encerado, narrando breves historia infantiles, que permitían un cierto movimiento de las figura, al ritmo de la correspondiente manivela.

Pero entre todas estas aficiones, destacaba una que cultivaba con gran ilusión y tesón. Aceptemos que la práctica del coleccionismo es atrayente e incluso adictiva para las diferentes edades de la existencia. El coleccionista nunca se encuentra satisfecho de lo que tiene acumulado, porque es consciente de que su “tesoro” lo puede aumentar y completar. Además, aparece en estos aficionados el incentivo de la competitividad, mantenida con otros coleccionistas amigos o conocidos, mezclándose entre ellos tiempos de alegría, por lo conseguido, y sentimientos de frustración, por el fracaso ante los objetivos previstos.

¿Qué coleccionaban los niños como Javi, el protagonista de nuestra historia? La lista de esos pequeños objetos acumulados es notable y variada. Anotemos algunos de esos elementos atesorados, con el gran esfuerzo de la paciencia.

Provocaba un gran interés coleccionar las estampas culturales que se colocaban entre el papel externo y el de aluminio interno que envolvía las tabletas del atrayente chocolate Nestlé. Al incentivo de las estampas de colores se unía el placer de degustar ese rico manjar de cacao, generalmente con leche, disfrutado preferentemente en las meriendas, junto a una rebanada de pan. Entre los niños, estaba muy arraigado reunir fotos de los futbolistas españoles, vinculados a los equipos de la 1ª división de fútbol. Por la forma con que eran presentados esos ases del balompié, se les solían llamar los “cabezones”, por el tamaño de esta parte del cuerpo con relación al resto de la anatomía corporal. La afición de comprar sobres con las estampas o cromos correspondientes estaba muy arraigada, siempre en función de la precaria economía de que gozaban la mayoría de los chavales de la época. Tenía también bastante éxito la venta de sobres con estampas de automóviles de la época, especialmente, los coches de carrera en la alta competición de velocidad. En tiempos arraigados del nacional catolicismo, que casi todo lo impregnaba o dominaba, había que completar los álbumes dedicados a películas famosas, siempre con temática religiosa. Dos de estas películas destacaban sobre otras: Marcelino pan y vino y los Diez Mandamientos.

Sin embargo, Javi acumulaba una colección especial, sin tener que comprar los sobres de cromos, en cuyo contenido siempre aparecían tantas estampas repetidas. Su gran tesoro era esa caja de cartón, en donde habían venido los zapatos gorila (con la pelota verde de goma). Allí guardaba las estampas o prospectos de las películas proyectadas en las salas de estreno malacitanas: Cines Goya, Echegaray, Albéniz, Victoria, Andalucía, Málaga Cinema, Alcázar, Excelsior, Alameda y Astoria (estos dos últimos ya en la década de los sesenta).

¿Qué eran los prospectos de cine? Tenían el formato de un cuarto de folio, en cuyo anverso venía impreso el fotograma o cartel publicitario a todo color de una película de estreno, mientras en el reverso aparecían los datos técnicos de la cinta, además del horario y dirección del cine donde se estaba proyectando. Se añadían algunas líneas en las que se resumía algo del argumento o sinopsis de la película.

¿Cómo se conseguían estos prospectos, cuya entrega era gratuita? Se repartían en mano por las calles céntricas de la ciudad. La persona que los entregaba se ganaba unas pesetillas con este sencillo trabajo. Había determinados puntos en los que cada mañana se colocaba el repartidor de propaganda cinematográfica. Esos lugares para el reparto eran zonas de notable tráfico viandante, generalmente calles peatonales, en donde casi a diario había un repartidor de prospectos. La más conocida y populosa era la calle Nueva, paralela a Larios. Esta calle era una de las más antiguas de la ciudad. Los datos nos indican que fue inaugurada en 1491, en tiempos de la conquista de Málaga por las tropas de los Reyes Católicos. En 1891, con motivo del ensanche del centro malacitano, se convirtió en la calle comercial por excelencia de la ciudad. En su origen, facilitaba el tránsito de mercancías entre el Puerto y la Puerta de Antequera, situada al NW de la zona amurallada, por la que entraban los productos agrícolas de las huertas del interior y alrededor de la cual se ubicaban numerosos almacenes. La longitud de esta comercial arteria viaria es de 190 metros y en su mediación hay una iglesia dedicada a la Concepción de la Virgen. Al comienzo de esta calle, colindante con Especerías, se colocaba el facilitador de propaganda cinematográfica.

Para recoger los prospectos había que ir bien temprano, porque el repartidor se colocaba allí sobre las diez de la mañana y permanecía en su puesto hasta acabar de entregar su valiosa y cinematográfica publicidad. Cuando a Javi lo acompañaba su madre, se separaban para poder recibir un prospecto cada uno de ellos. El crío también recogía aquellos que estaban en el suelo, cuyos propietarios los habían dejado caer incívicamente después de ojearlos.

¿Qué se hacía con esos prospectos de cine? Una vez guardados y clasificados en la “valiosa caja de los Tesoros” o del cine, el hijo de Julián y Reme en los ratos de ocio jugaba con ellos, incluso recortando algunas figuras y jugando imaginativamente con estos recortables. Los ordenaba una y otra vez, clasificando las películas en diferentes e importantes géneros cinematográficos: guerra, oeste, risa, policiacas, infantiles, cómicas, comedias, dramas, amores, películas españolas y extranjeras. Los prospectos repetidos eran muy útiles para intercambiar con otros niños del populoso vecindario que habitaba en la zona. Solía aplicarse la regla infantil del dos o tres por uno.  También servían para formar esas figuras, con almohadillas llenas de palabras, a modo de diálogos, con las que después poder generar o construir divertidas historias e imaginativos juegos. Tal era la capacidad de fabulación de ese niño de tan sólo nueve años.

Ese método del repartidor de prospectos en la calle no desapareció, aunque sí fue decayendo pues las técnicas publicitarias fueron enriqueciéndose con otras formas que daban buenos resultados. En las cuñas de anuncios radiofónicos fue entrando también el anuncio de películas “que se proyectaban en tal o cual cine” incluso con el horario correspondiente. Esas cuñas o inserciones publicitarias, entre los programas diarios (especialmente, con los discos dedicados), se repetían una y otra vez. Se fue arbitrando la fórmula de colocar carteles rectangulares de un cierto tamaño, con el fotograma “oficial” de las películas de estreno, en las farolas de las calles o vías céntrica y en los laterales de los puestos de prensa o de venta de chucherías. Obviamente las películas también se anunciaban en las páginas de los periódicos del día que, con el tiempo, fueron aplicando en sus rotativas el color, a fin de mejorar las técnicas de impresión. Otra fórmula para el reparto de esa publicidad era entregarla en las taquillas de las salas de proyección, siempre a los espectadores que sacaban su entrada para ver una película. Aún hoy, cuando asistimos a los cines, nos encontramos en algunos zonas o expositores de las salas (como el ambigú para comprar refrescos, palomitas de maíz u otras chucherías) esas pequeñas láminas estampadas en papel o prospectos, con información de las películas en cartel o aquellas otras que serán proyectadas en las semanas próximas. Resulta muy útil su consulta pues así tenemos un básico pero útil conocimiento de los datos técnicos y del breve resumen argumental.

Javi fue creciendo a la vida, con otras muchas aficiones e intereses, aunque siempre conservó su ilusión y “amor” a todo lo relacionado con la magia del cine. Cuando sus padres cambiaros de piso, en el trasiego del traslado fueron eliminando mucho material obsoleto, ese que se va almacenando en los pisos “por si alguna vez es necesario”, aunque pasan las décadas y no vuelve a necesitarse, ocupando diversos espacios que en absoluto sobran (todo lo contrario) en los escasos metros cuadrados de las actuales viviendas. Entre ese material, que se fue depositado en las cubetas municipales de residuos, “viajó” la valiosa caja de zapatos (o de los tesoros) de Javi, conteniendo las admirada y querida colección de los prospectos del cine. En su mente y actitud cinéfila, ese niño de nueve años, ya convertido en un joven o adulto ciudadano, nunca desapareció la añoranza por aquella caja que sustentó su gran afición coleccionista, con todas esas historias y juegos caseros desarrollados en las tardes de unas décadas pretéritas, en las que no existía ni la televisión, ni había nacido la gran revolución informática de Internet. Sólo los cines, la radio y los libros/tebeos alimentaban la imaginación de las personas, niños y mayores.

Cuando el niño Javier, ya en la madurez de su existencia, alcanzó el premio legítimo de su jubilación, recibió un preciado regalo de sus compañeros y amigos, que bien conocían de su irrenunciable vocación por el mundo del cine, que tanto había significado en las diferentes etapas de su vida. Ese valioso presente consistió en una gran lámina, bien enmarcada en cristalería, que había sido impresa digitalmente, con numerosas fotos de prospectos cinematográficos, como los que él recogía de niño en la entrada de la calle Nueva malacitana, anunciando aquellas míticas películas, hoy del mejor cine clásico, de los años 40, 50 y 60. Ese cariñoso y muy valorado regalo, cuelga hoy de la pared en el salón de su domicilio, encima precisamente del aparato de televisión, utilizado básicamente para el disfrute de cada día con el visionado de esas otras vidas que se comparten en pantalla. –

 

PROSPECTOS DE CINE

PARA EL BUEN RECUERDO

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

20 enero 2023

                                                                                   Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

                 Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/



 

viernes, 13 de enero de 2023

HIGINIO, UN BARDO CANTOR EN LA GRAN CIUDAD,

Difícilmente habría suficientes páginas en los libros, para anotar y explicar las diferentes formas y actividades realizadas por los seres humanos a fin de conseguir el sustento imprescindible de cada día. Para ese “ganarse la vida”, en la expresión popular, el ingenio aplicado a la necesidad va generando comportamientos muy variados, a través de los cuales sus respectivos autores van obteniendo las indispensables compensaciones económicas para la subsistencia y el humano sosiego.

En la actividad laboral podemos observar trabajos de tipo tradicional y aquellos otros derivados de los nuevos oficios, relacionados durante las últimas décadas a los sorprendentes avances en el campo de la informática y la electrónica, junto a los logros extraordinarios generados por la investigación científica, vinculada a la medicina, a la física, a la química y a la biología. Sin embargo, antes y ahora van apareciendo nuevas formas, un tanto atípicas y ocasionales, que nos dejan asombrados por su ingenio, desinhibición y admirable constancia para su puesta en práctica, tanto en la vía pública, como en los espacios más proclives para conseguir los objetivos que resuelvan la extrema necesidad de sus autores o protagonistas. En este contexto se desarrolla la temática de nuestra historia.

La familia Lazos Negrilla, integrada por don Raimundo y doña Deseada se encontraba almorzando en su céntrico domicilio malacitano un lunes de enero, matrimonio al que acompañaban sus hijos Cosme y Mariana. El plato principal que degustaban aquel día era una cazuela de arroz mariscado que había salido un tanto, bastante “pasado”, debido a la imprudencia de Deseada que no controló bien el tiempo dedicado a parlotear con sus vecinas más allegadas. Ciertamente había un quinto componente, en la buena armonía familiar, que con su constante verborrea animaba el fraternal ambiente del comedor, ayudando la ingestión de esta sencilla familia de clase media. Ese “quinto comensal”, que por sus caracteres electrónicos sólo consumía energía eléctrica, era el televisor, de pantalla extraplana de plasma, un Smart de especial inteligencia, que hacía posible inteligentes prestaciones para sustentar el gozo de sus propietarios. El aparato televisivo emitía, mientras los demás desatendían, pensaban en sus cosas y por supuesto … comían.

Raimundo, 53 años, trabaja desde los 27 en las oficinas del Catastro Provincial, como oficial administrativo. Es persona recta y austera en su comportamiento, muy amante de la vida familiar. Entre sus aficiones, destaca por el coleccionismo de sellos de correo y todo lo relativo al mundo del balompié, deporte que practicaba en su infancia y adolescencia, jugando con los amigos en los rincones callejeros y en la parcela arbolada de eucaliptos en Martiricos, junto al cauce del Guadalmedina. Deseada, cuatro años menor que su marido, atiende “desde siempre” a las tareas del hogar, aunque por las tardes suele reunirse con sus amigas del colegio (Presentación) colaborando, entre merienda y merienda, con la sociedad benéfica EL ROPERO SOCIAL, para la ayuda a las familias modestas y necesitadas. Cosme (Cosmín, en el apelativo familiar) hace su segundo curso de medicina, aunque los dos últimos veranos, con gran disgusto y oposición de sus padres) ha trabajado para GLOVO, trasladando pequeña paquetería, montado en su antigua bicicleta, por las calles del perímetro urbano malacitano. Explica que lo hace como experiencia, a fin de conocer un poco mejor el mundo en que vive y también para ganar unos euros que invierte en su gran afición coleccionista: zapatillas deportivas de marca. En cuanto a Mariana, después de mucho dudar, se ha matriculado en Ciencias de la Información. Sin gran vocación por el mundo mediático, sin embargo es en esta facultad donde trabaja como profesor ayudante su gran amor, Silverio, un hábil trilero y mujeriego agnóstico, once años mayor que ella, pero al que la ilusionada joven sigue con fervor incondicional.

El programa de Tele 5, usualmente sintonizado por Deseada, seguía regalando su emisión, siempre ruidosa y a ratos divertida, cómica o “vergonzante”, aunque por fortuna tres de los cuatro comensales “pasaban” de sus insustanciales contenidos, pues se esforzaban, con plausible esfuerzo, en “sacar partido” de la pasta de arroz pasado y engominado que tenían sobre sus platos, aunque por respeto a “la mama” evitaban comentarios acerca del tan dudoso ágape. Raimundo jugueteaba con el tenedor ensartando un mejillón que pensaba degustarlo antes de que Mariana retirara los platos, para lo que ya estaba dispuesta, pensando que le dejaría un buen sabor de boca ante la parte del engrudo que con santa paciencia había tenido que llevarse a la boca. Para sorpresa de todos, un grato y melodioso sonido exterior se entremezcló con la cantinela repetitiva de la 5ª cadena. Una potente voz entonaba, desde el distribuidor de la 6ª planta, la muy conocida canción de Julio Iglesias Me va, me va. La verdad es que lo hacía con una gran destreza y profesionalidad. Sin más acompañamiento musical que unos cómicos Tururú, tururú, con la percusión propia de unos golpes con los nudillos de las manos en la puerta de la vivienda, ayudados por sonoros talonazos en las losetas del suelo, para implementar los bajos del tambor de una imaginaria batería orquestal.

Raimundo hizo una indicación a Cosmín para que bajara el volumen del televisor, pues la entonación de ese cantor urbano era verdaderamente notable para la buena escucha, lo que provocó que los cuatro comensales ralentizaran el ritmo de sus cucharas, a fin de prestar toda la atención al “bardo” de las escaleras. Éste continuó cantando una canción de Raphael, con gran perfección y digna de aplausos. Pero al escuchar la tercera pieza, “Suspiros de España”, don Raimundo, profundamente conmovido y enternecido se levantó de la mesa y se dirigió a la puerta del piso, acompañado de los tres miembros familiares, con la intención de saludar al improvisado artista que se había ganado el reconocimiento y el afecto de estos vecinos del 6ª A.

Ya en el descansillo de la planta, se encontraron a un hombre de no elevada estatura, que no cumpliría los 50, avanzada alopecia en su cabeza ciclotímica, ojos redondos y cejudos, nariz aplanada y el mentón poblado de una corta pelusa ya canosa, como el escaso cabello superior. Su cuerpo era más bien delgado, enfundado en una muy usada chaqueta estampada de cuadros pequeños, color marrón, con pantalones anchos de pana beige. Calzaba unos zapatos negros desteñidos, de exagerada punta fina, con los talones laterales muy gastados debido a la peculiar forma de caminar. Sostenía en su mano, en ese momento, medio pan cateto que doña Julia, la vecina del 6º B, se había prestado a regalarle y que desde su puerta no dejaba de repetir ¡pobre hombre, que bien canta las canciones populares que tanto me gustan! Raimundo no se lo pensó dos veces y con gesto perentorio, no exento de bondad caritativa, le franqueó su puerta al inesperado y sorprendente buen cantor:

“Pase a casa, buen hombre, que le queremos invitar a un café calentito, pues hoy hace un día un tanto frío. También podrá completar la merienda con algunas mantecadas de las monjas carmelitas de Ronda, que me trajeron la semana pasada unas personas agradecidas por mi gestión en sus consultas catastrales”.

Higinio, ese era su nombre, entró con una amplia sonrisa en el hogar de los Lazos-Negrilla, con su bolsa de plástico en la mano, en la que llevaba el buen medio pan de la panadería Curruca de Coín, según explicación de doña Julia. El curioso cantor, un tanto abrumado por la deferencia de esta generosa familia, no dejaba de dar las gracias, sintiéndose el blanco de todas las miradas. Rápidamente Deseada preparó una “ardiente” taza de aromático café con leche, sirviendo al momento, en una bandeja imitación plata, las afamadas y “santificadas” (aplicando buen humor) mantecadas rondeñas, como acompañamiento para el alimento del esforzado y cualificado artista. El café, aun bien caliente, se lo bebió “de corrido” y no pudo reprimir la tentación de tomarse hasta dos pastas mantecadas conventuales. Tras saciar esa indisimulable hambre que su estómago reclamaba, se sintió obligado a explicar algo de su vida y circunstancias, a esa familia que tan atenta y respetuosamente le observaba.

“Son Vds. Señores, muy buena gente. No sé cómo agradecerles su generosa hospitalidad. Aunque mi vida, en la actualidad, está presidida por la necesidad, en lo material puedo asegurarles que durante mucho tiempo he vivido con normalidad. Sin excesos, pero disfrutando de lo necesario. He trabajado como charcutero durante muchos años en un gran colmado del Puerto de la Torre, en donde resido con mi mujer en un piso alquilado “en el que tienen Vds. su casa”.  Pero un triste día, hace año y medio, falleció don Florián, que en buena gloria esté, propietario y fundador del popular del negocio. Y entonces comenzaron todas mis desgracias. Sus hijos, gente joven y aventurera, carentes del necesario equilibrio, quisieron renovar el negocio. A dos dependientes, de los tres que allí trabajábamos, nos pusieron en la calle, pues querían un personal más joven. Nos decían que esta imagen veterana que ofrecíamos “no vendía”, que la clientela deseaba ser atendida por la juventud. El desempleo me duró un año. Busqué y busqué, un nuevo puesto de trabajo, pero ya saben, la edad es un factor que te abre y cierra puertas. A mis 57 años es muy difícil … yo lo que sé es atender tras el mostrador las peticiones de charcutería que me hacen los clientes.  Amparo, mi mujer se puso a coser y a echar horas de plancha y limpieza en casa de “señores bien”, paro la suya es una entrada muy inestable que, eso sí, nos ha sacado de mil apuros, especialmente con el alimento.

Le explico, don Raimundo, que siempre me ha gustado la copla popular española: Lola Flores, doña Concha Piquer, Paquita Rico, Rocío Jurado, Carmen Sevilla, la Paquera de Jerez, Manolo Escobar, Rafael Farina, Juanito Valderrama, Antonio Molina y ya han escuchado a Julio Iglesias y a Raphael, entre los “modernos” etc. de los que me deleito cada día con sus canciones, en decenas de cintas que tengo en casa. De joven yo cantaba y parece que no lo hacía mal. Así que, en estos tiempos de carencia, pensé en sacar unas pesetillas o euros, haciendo mis pequeñas actuaciones por la calle, a pesar de que pasaba mucha vergüenza cuando me veían gente conocida. En dos ocasiones, los guardias me regañaron con severidad, advirtiéndome de que no molestara la placidez de los transeúntes. Así que ideé “regalar” mi canto por las escaleras de los pisos, como las suyas, a las que tengo el honor de visitar. Siempre hay almas caritativas, mejorando lo presente, que ofrecen un trozo de pan, algún bote de garbanzos, ese bocadillo que templa el estómago o algunas monedas, que nos ayudan a sobrevivir. La extrema bondad de que Vds. gozan me ha permitido entrar en su domicilio, para saciar esa hambre que tanto duele. Si lo desean, yo les canto lo que gusten mandar. No sé de instrumentos musicales, así que la música de fondo yo simplemente la entono, con el ton, ton, ton, el tararí y el “poropompero”, añadiendo la percusión con los nudillos de las manos en las puertas de los domicilios, o los talones en el pavimento, aunque en alguna ocasión he tenido que salir corriendo por piernas, ante el enfado de los residentes, que incluso me han echado los perros”.

Raimundo y Deseada se mostraban con los sentimientos a flor de piel, profundamente conmovidos. Cosmin y Mariana, jóvenes con una visión diferente a la de sus padres, apenas podían aguantar y disimular la risa, al escuchar lo del poromponpero y la batería de percusión que improvisaba el singular cantor de las escaleras con los nudillos de las manos en las puertas vecinales. La “merienda finalizaba e Higinio se puso de pie para improvisar una educada despedida.

Déjeme un teléfono de contacto, en donde le pueda localizar, por si encuentro alguna cosa que le ayude laboralmente para los apuros que padece, amigo Higinio. Yo trabajo en el catastro y debo relacionarme con muchas personas a lo largo del día. Puedo preguntar si conocen algún “hueco” en donde Vd. pudiera echar algunas horas de trabajo, para obtener un sustento económico, sin tener que depender de la reacción pública a ese su buen hacer artístico, cantando por las escaleras de las viviendas”.

Dicho lo cual, Raimundo extrajo un billete de 20 euros, poniéndoselo en las manos al agradecido y emocionado “artista de la copla”. Deseada había ido a la cocina, en la que había llenado un táper o fiambrera con las albóndigas guisadas en salsa al vino Moriles que habían sobrado de la cena del día anterior, comida casera que entregó en una bolsa de plástico al necesitado ciudadano. La despedida fue muy cordial en plácemes y agradecimientos por parte de todos.

El resto de la tarde Raimundo estuvo dándole vueltas al asunto o curiosa experiencia que habían vivido durante el almuerzo del día. Mientras ojeaba el diario Marca, le vino a la mente una idea que podía ser interesante, para la ayuda a ese pobre hombre que tanto necesitaba en sus carencias.

“Desi, voy a hablar con Valeriano, el vecino del 3º B, que ya sabes salió de presidente de la Comunidad en la reunión que tuvimos hace dos semanas. Se me ha ocurrido una posibilidad que puede ser interesante. Eladio, el conserje de los dos bloques, es persona mayor. Creo que tiene sesenta y tantos. En alguna ocasión me ha dicho que estaba pensando en jubilarse, incluso el tema salió en la reunión de Comunidad. Voy a proponer al presidente que hable con Higinio, pues pienso que este buen hombre podría ser un adecuado conserje para sustituir a Eladio, a quien veo ya muy mayor y con achaques, por lo que necesita una buena jubilación”.

Efectivamente y al paso de un par de meses, el antiguo y eficaz charcutero está ejerciendo su nueva actividad, como conserje de los dos bloques de pisos en la zona de Teatinos, inmuebles no alejados de los centros universitarios. Aparte de la siempre importante labor de vigilancia que ha de desempeñar, se ocupa de repartir el correo por los buzones, atender a los deterioros y problemas constructivos de las zonas comunes, siempre en contacto con la oficina administradora de los bloques. Tiene además una pequeña gratificación por recoger cada tarde las bolsas de residuos y llevarlas al contenedor más próximo. También se presta en la ayuda a los vecinos, cuando vienen del supermercado cargados con los carritos de las compras, de vigilar el funcionamiento del cuarto de motores, antena colectiva, cuarto de contadores, etc. todo ello en contacto también con las empresas de mantenimiento. Higinio se muestra feliz de tener un trabajo estable, en esta última fase de su vida laboral. El agradecimiento que siempre manifiesta a la familia Lazos Negrilla, especialmente a doña Deseada y a don Raimundo, es esencial para él, pues sabe que han sido sus valedores para gozar de este buen trabajo. Son muchos los vecinos que cuando salen de los ascensores, se encuentran con una persona diligente, amable y veterana en la experiencia vital, que aprovecha muchas oportunidades parea “canturrear” esas hermosas melodías que enriquecen de colorido y sentimientos el bello cancionero de la copla española. -

 

 

 

HIGINIO, UN BARDO CANTOR

EN LA GRAN CIUDAD

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

13 enero 2023

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viernes, 6 de enero de 2023

LUCIDEZ, EN TIEMPOS INFORTUNADOS.

 

Los tiempos protagonizados por las personas pueden ser, obviamente. muy contrastados. Nos gusta adjetivar esas etapas cambiantes que vamos recorriendo en nuestras pequeñas historias, en función del esfuerzo, la suerte, el azar, la casualidad, la oportunidad, el acierto, el error, etc. De esta forma hablamos de tiempos alegres o tristes, certeros o confusos, afortunados o desalentadores, interesantes o aburridos, activos o pasivos, novedosos o rutinarios y así un largo y significativo etc. Nos sentimos afortunados y felices, cuando destacan los primeros adjetivos sobre los segundos o contrarios. En caso contrario, el infortunio nos afectará y podrá a prueba nuestra capacidad, voluntad y fortaleza para cambiar ese ocre panorama, dibujándolo imaginativamente de alegría, optimismo y de sentido positivo en la existencia. Si lo conseguimos, florecerán las esperanzas en ese atractivo jardín de las ilusiones.

Aunque esas etapas o tiempos contrastados pueden afectar a cualquier edad, por razones obvias, preferimos y valoramos potencialmente la vitalidad que caracteriza a la juventud, sobre la decrepitud insertada en la vejez. En este cualificado contexto se desarrolla nuestra interesante historia de este viernes.

Nos situamos en el último tercio del siglo XX. Durante estos años destaca sobremanera, en el ámbito cinematográfico y teatral, la figura artística de una bellísima mujer, nacida en León en la década de los cincuenta. Su nombre, Yolanda Ares Aldama, brilla en la publicidad de las carteleras, anunciando sus numerosas películas exhibidas en las pantallas de los cines y sus convincentes actuaciones desarrolladas en los escenarios teatrales. Su figura artística destaca por su gran capacidad para interpretar a todo tipo de personajes, debido a su innata aptitud para empatizar con los personajes que le asignan en los guiones cinematográficos o en los libretos de las obras teatrales.

Esta singular artista era la única hija de un militar del ejército de tierra, cuyos numerosos traslados a destinos en el territorio peninsular e insular hicieron que la infancia y juventud de esta joven se viera influida por la necesidad de tener que adaptarse a todos esos cambios de residencia. Sin embargo, esa movilidad geográfica puso a prueba su capacidad para ir captando e integrando en su mente los contrastados valores de los numerosos espacios regionales que se vio obligada a recorrer. Desde pequeña le hacía ilusión formar parte de los grupos de interpretación colegial. Esta artística afición hizo que Esteban, su padre, la inscribiera en algunas escuelas de actores, sobre todo cuando la familia Ares Aldama se instaló definitivamente en la capital de España, en donde este militar prestaría sus últimos servicios en la actividad castrense, antes de pasar a la situación de reserva.

De todos los profesores que influyeron en la formación de esta singular actriz, Yolanda siempre valoró el fuerte carácter, mezclado con una admirable humanidad, de la propietaria y directora del grupo ACTORS, Guadalupe, que impartía sus clases en una antigua nave de industria férrica, reconvertida en escuela de actores, situada en el barrio de Chamberí madrileño. Esta profesora de actores y actrices opinó, desde el primer momento en que conoció y comprobó las dotes de Yolanda para la interpretación, que su capacidad para ejercer este oficio la aventajaban sobremanera de los demás alumnos que asistían a sus clases. En todo caso, la capacidad innata de la sobresaliente alumna se alió en buena concordia con su esfuerzo continuo para seguir aprendiendo con humilde receptividad, tanto de sus profesores, como de sus compañeros de grupo.

Pronto el nombre de Yolanda Ares y sus cualidades por todos reconocidas le fue abriendo las puertas de aquellos “ojeadores” profesionales que buscaban nuevas estrellas, en el “firmamento” juvenil de los centros formativos del ramo escénico. De manera espectacular, pronto fue seleccionada para formar parte de elencos teatrales e incluso cinematográficos. No le importó a la audaz intérprete que en un principio solo se le asignaran pequeños papeles o roles interpretativos complementarios, como figurante. Pero con rapidez vertiginosa fue escalando las cumbres de ese prestigio que le iba a llevar al mundo de la fama y el reconocimiento de empresarios, directores y, por supuesto, de los espectadores. Consiguió con su buen interpretar que no le faltaba trabajo, sino que tenía que ir seleccionando y eligiendo entre las numerosas y tentadoras ofertas que recibía, en cine y teatro. En este grato aspecto tuvo la “suerte” de contar con un hábil y sagaz representante, Onésimo Carriaga, doce años mayor que la efervescente estrella, y que acabó convirtiéndose en su marido y gestor para sus contratos, ingresos y negociaciones, en este mundo multicolor de la farándula, contrastado internamente por admirables virtudes y por turbios manejos. El marido y representante sabía sacar buen partido, para ir acumulando contratos, de la gran belleza que adornaba el cuerpo de Yolanda, su estupenda dicción, su naturalidad y adaptabilidad interpretativa y expresiva.

El matrimonio con Onésimo (celebrado cuando ella contaba sólo con 26 años) duró hasta tres quinquenios. En un momento de entereza, expresando con dolor la frase “no aguanto más”, ella tuvo la fuerza de romper el vínculo (había cumplido los 41 años). Su marido era un “hombre de mundo”, especialmente abierto a las relaciones sentimentales con otras mujeres, de muy diferente categoría y condición con respecto a la que era su esposa. Ese comportamiento era “voz populi” en el mundillo artístico, deslices y comportamientos infieles que Yolanda al fin tuvo que reconocer.  Fue una etapa especialmente dolorosa de su vida, pues la ruptura “borrascosa” del vínculo se vio acompañada con la convicción de que el innoble representante e infiel esposo, la había dejado en una situación financiera verdaderamente preocupante. Se había dejado llevar. de manera arriesgadamente confiada, por un especial truhan del dinero y las faldas. Su nuevo representante, Dámaso Illira, fue comprobando la documentación que había dejado el anterior y marido de la actriz. Se vio en la necesidad de explicarle a su representada la preocupante gravedad financiera que le afectaba, pues el “turbio” Onésimo había “malversado” el dinero que ella había ido ganando honestamente con su ímprobo esfuerzo y constante dedicación.

Por fortuna, la nobleza y el buen hacer de Dámaso logró ir sacando del hundimiento económico a Yolanda, que durante esa década profesional de sus 40 pudo “remontar el vuelo”, tanto en los escenarios, como en las pantallas de los cines. Volvió a ser la figura estelar que tantos aficionados admiraban, trabajando mucho y siempre con una gran profesionalidad. Incluso la televisión le abrió sus puertas, para diversas colaboraciones muy aplaudidas por los televidentes. Pero el mundo del espectáculo es de gustos muy variables y cambiantes para el espectador, que encumbra a determinadas figuras y con la misma rapidez que las “eleva a los altares del cielo” se va cansando de esos actores que en otro momento ha idolatrado. Y no es que Yolanda hubiese olvidado la técnica y el arte de la interpretación, sino que los años iban pasando, degradando esa apariencia física que antes exaltaban los sentimientos y la fidelidad en el aplauso. En el mundo del cine, menos en el teatro, la imagen externa de los intérpretes tiene una excesiva y “peligrosa” influencia en la masa popular. Hay que repetir que este determinante afecta de una manera especial a las actrices, más que a los actores.

En los primeros años del siglo XXI, Yolanda cumplió su medio siglo de vida. Se cuidaba con esmero, pero el avance del tiempo incidió en su físico, dejando paulatinamente secuelas degradadas en su tradicional y juvenil belleza. Las productoras cinematográficas ya dudaban acerca de encargarle determinados “papeles” interpretativos, pues la gran estrella “se estaba haciendo mayor”. Paralelamente Dámaso, un dinámico y honrado representante, se esforzaba en buscarle adecuados personajes en los guiones, siempre adaptados a la imagen y edad que la antigua estrella ofrecía en la actualidad. Hay que añadir que la relación entre Yolanda y Dámaso superó en muchos momentos el mero vínculo profesional, pero ambos evitaron dar “el paso al frente” del vínculo matrimonial, ya que él estaba casado y con dos hijos y no quería hacer daño a su esposa Elvira, que venía padeciendo unos problemas neurológicos muy incómodos, que le tenía agriado su carácter, perjudicando la atmósfera relacional en su familia. Por ello el de Yolanda y Dámaso fue un amor mantenido en secreto, siendo el representante y la artista extremadamente discretos en no provocar habladurías que hubieran sido muy utilizadas por la prensa del corazón.

Las hojas de los almanaques pasaban con la rapidez inexorable que impone la cronología. Los personajes que Dámaso podía conseguir para su representada eran los de abuelas o señoras “maduras” en su imagen física. Yolanda estaba a un paso de ingresar en el bloque de intérpretes sexagenarios. Ella sufría esta situación, pues aún se sentía con fuerzas y cualidades para seguir trabajando en el cine y en el teatro sin reducir esfuerzos. “Interpretar es lo único que sé hacer bien”, le decía a su afecto Dámaso. En su íntima privacidad su gran frustración era la de no haber sido madre, debido a su intensa, esforzada e interesada dedicación artística. Precisamente un día, Dámaso le ofreció la posibilidad de hacer las gestiones necesarias para adoptar a una niña pequeña, pues ahora en su madurez tendría más tiempo disponible para esa maternal función. Determinadas organizaciones internacionales facilitaban estas adopciones, a cambio de importantes entregas monetarias que “agilizaban” con eficacia los complicados trámites que conllevaban ese maternal objetico. Sin embargo, la ya veterana actriz tuvo miedo de asumir esa importante función, condicionada por sus muchos años que restaban o limitaban la necesaria vitalidad que la decisión exigía.

Su belleza física estaba irremediablemente decayendo. La frustración maternal pesaba sobre su ánimo. Cada vez le llamaban menos para trabajar en el cine, aunque el teatro todavía le iba ofreciendo huecos para determinados personajes. Y, de manera especial, su economía se estaba debilitando por momentos, pues aún tenía que ir pagando algunas grandes deudas que el infiel Onésimo (ahora complicado en turbios asuntos vinculados al mundo de los estupefacientes) le había endosado, haciéndole firmar de manera traicionera y engañosa numerosos pagarés. Todo este conjunto de pesares hizo entrar a Yolanda en una preocupante dinámica depresiva, viéndose obligada a ponerse en manos de profesionales de la psicología e incluso con prestigiosos psiquiatras. Su integridad mental, anímica y de comportamiento ante la dificultad estaban en muy precario equilibrio. 

Una tarde de otoño la artista en decadencia, sintiéndose bastante desanimada y no siendo una buena paciente con la medicación que le habían prescrito, decidió salir a la calle, comenzando a vagar por el intrincado laberinto popular de las numerosas vías madrileñas. Se sentía muy mal. A sus 64 años, el mundo de la pantalla, tantas veces receptivo hacia su persona, le había “injustamente” abandonado. Ningún productor o director le telefoneaba o se molestaba en coger el teléfono, cuando recibía una llamada de Dámaso. Su estrechez económica era patente, a pesar de la ayuda que secretamente hacía el propio representante en su cuenta bancaria. Con ello Dámaso pretendía que su querida e íntima amiga no pasara necesidad en lo más básico, como era la alimentación y los gastos mensuales del buen inmueble de su propiedad, edificio situado en el señorial barrio de Salamanca. El representante sopesaba aconsejarle que vendiese ese su piso tan selecto y buscase para habitar un apartamento más modesto en las afueras de la gran urbe madrileña. La artista iba vagando en esa “soledad populosa” de una ciudad tan cosmopolita como la capital española. Se había puesto unas gafas con cristales oscurecidos, aunque era consciente de que pocos transeúntes la iban a reconocer.

Pasando cerca de la estación de Atocha, pensó en lo peor. ¿Qué sentido tenía seguir viviendo, sintiéndose ignorada por ese gran público que en otros momentos la había idolatrado y sin expectativas de cambio? Penetró en la magna estación ferroviaria, dirigiéndose a la zona de los andenes. Se acercó al borde de uno de éstos y permaneció un largo rato observando la brillantez de los recios y férreos raíles. Por sus mejillas comenzaron a deslizarse unas lágrimas de desesperación. ¡Cómo he podido caer en esta sima de indiferencia social! Abrumada por el sofoco, dudaba en tomar una drástica solución para cuando entrara en las vías el próximo ferrocarril, procedente de “cualquier origen”. Todo se le nublaba.

Por un instante se dio cuenta que algo tiraba de su falda. Se volvió sobresaltada que un niño pequeño, no tendría más de 4/5 años, la miraba con c ara asustada y llorosa. El pequeño sólo acertaba a decir: “·donde está mi mamá? ¡No la encuentro!” Era evidente que ese niño, en el fragor multitudinario de la estación se había perdido. Entonces Yolanda se agachó y le dijo unas palabras tranquilizadoras:

“No te preocupes, mi amor. Vamos a ir a buscarla. Dame la mano, que no tardaremos en encontrarla”. El crío, aún compungido, pero más tranquilo, se agarró a su mano y entonces Yolanda comprendió que aún podía ser útil en la. vida. El destino le había dado una prueba de confianza en su persona. Comenzó a caminar, llevando de su mano al pequeño Tomás (así se llamaba ese ángel perdido en la estación). Divisó a lo lejos una unidad policial. Hasta allí se dirigió en medio de una nerviosa y acelerada multitud que rebosaba prisas por “los cuatro costados”. Informó a los agentes de la seguridad, que estaban sentados ante una pequeña mesa de madera, encima de la cual había un ordenador, en apariencia bastante obsoleto. Uno de estos miembros policiales, apuraba un bocadillo que, a tenor del olor que emanaba, contenía unas rodajas de chorizo intensamente condimentadas. El otro agente comunicó, a través de los altavoces, el hallazgo de un niño perdido, añadiendo unos básicos del pequeño, con respecto a su vestimenta y a la edad que tenía. Lógicamente, también dio el parte a la jefatura central de la policía nacional.

En apariencia, nadie echaba en falta a su niño pequeño. Pero a los diez minutos recibieron una comunicación de la policía local indicando que una mujer joven había sido hallada inconsciente a no mucha distancia de la estación ferroviaria, exactamente en los jardines del Retiro madrileño, a menos de un km. Había sido trasladada a un centro médico de urgencia. Investigando sus pertenencias, tenía muchas fotos en la que se la veía junto a un niño pequeño de 5/6 años, cuya imagen se correspondía con los datos físicos del niño perdido. En cuestión de minutos, la historia se fue completando. La joven madre había sufrido un proceso de fuerte bajada de tensión, perdiendo el conocimiento, mientras su hijo jugaba por los espacios ajardinados del Retiro, “persiguiendo” a las palomas del parque. El niño Tomás debía conocer algo de la zona, pues parece ser que comenzó a caminar, hasta llegar a la estación, recorriendo una buena distancia para él de 800 metros. Quería ver los trenes “de verdad”, pues en su casa tenía muchas piezas de trenes eléctricos para jugar. La madre Irina recuperó emocionada a su hijo, agradeciendo a los agentes y a la propia Yolanda su diligencia para proteger al chico. Habían venido esa mañana a visitar a unos familiares, desde el municipio de Móstoles. Pertenecían a una modesta y joven familia, cuyo padre trabajaba en una carpintería.

Yolanda no tenía la menor duda de que el destino había querido salvarle la vida, con esa sencilla pero intensa vivencia con el pequeño Tomás. Volvió a su casa “llorando de alegría”.  Telefoneó a Dámaso, su agente, amigo, compañero, amor secreto, a fin de narrarle los hechos de los que había sido protagonista, escuchándola con atención y cariño. Sólo le dijo como respuesta algo enigmático

“Me alegro de que todo haya acabado bien. Mañana quiero que nos veamos, para hablar de un asunto importante para ti”.

¿Qué querría decirle? Al día siguiente todo quedó desvelado.

“Ya sabes que desde hace años me he preocupado intensamente, con tu confianza que agradezco, de tu carrera artística. Con el cariño, con el amor que te profeso, he buscado una hermosa salida para la situación de impase laboral que atravesamos. Creo que puedes hacer una gran y solidaria labor, enseñando a los. Que están empezando en el camino de la interpretación. En realidad, nada más que con tu ejemplo serías una excelente profesora. Tu misma, según me has comentado, asististe en tu juventud a una academia de interpretación. Si la idea te gusta y piensas que te va a enriquecer en lo humano, tengo echado el ojo a un local en los bajos de un gran bloque antiguo pero muy bien situado, no lejos de la Plaza de Callao, muy céntrico. El alquiler de esta local de 210 metros cuadrados no es excesivamente gravoso, e incluso pueden darte una opción de compra durante un año. Habría que hacerle unas reformas, en paredes, suelos y sanitarios, hacer unos vestuarios …Podrías trabajar sólo por las tardes o también por las mañanas, con algún ayudante. En cuanto a titulación, no necesitas ninguna, pues con tus décadas sobre los escenarios y delante del objetivo de las cámaras… tiene los conocimientos suficientes para ejercer una excelente labor de ayuda a los que empiezan. ¿Qué opinas de esta idea? He investigado en los documentos que llevaba Onésimo y he descubiertos unas partidas de dinero que te adeudan desde hace mucho tiempo. La estoy comenzando a recuperar. Es una tarea difícil, pero posible, pues no me están dando negativas a mis peticiones o reclamaciones. Con esos fondos ya tendrías una base económica o “colchón” para comenzar el proyecto. No lo dudes, es la mejor idea para que te sientas necesaria y feliz”.

En la actualidad, Esta gran artista de los escenarios se ha convertido en todo un referente para la enseñanza de todas las modalidades de la interpretación. Tiene tres ayudantes y el número de alumnos que acude a su centro TALLER DE ACTORES YOLANDA ARES es elevado, incluso con listas de espera para las nuevas matrículas. Goza con el respeto y admiración por parte de aquellos que empiezan en este apasionante pero difícil camino del cine y la interpretación teatral. Hay empresas del ramo que les envían a determinados actores para que mejoren en aspectos como la dicción, la logística escénica, la mímica gestual, los movimientos de brazos y piernas, etc. Tal es el prestigio de este centro, que incluso algunos productores cinematográficos contactan con esta gran y consolidada academia, para realizar sus castings de actores.

La sexagenaria Yolanda Ares, mítica estrella de las pantallas y los escenarios, se siente ahora útil, con un hermoso y didáctico quehacer, en estos tiempos tardíos de su existencia. Va a prestar ayuda y destrezas a todos aquellos que vocacionalmente han decidido caminar por entre las bambalinas escénicas o por la apasionante aventura cinematográfica de los rodajes, multiplicando la vida en otras muchas y atractivas vivencias que aplauden y disfrutan los espectadores. - 

 

 

  LUCIDEZ EN TIEMPOS

INFORTUNADOS

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

06 enero 2023

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