viernes, 31 de enero de 2020

LA MISTERIOSA NUBE DE LOS MENSAJES PERDIDOS.


Entre los numerosos interrogantes que fluyen cada uno de los días, en el ámbito de nuestro interés o motivación, hay un elevado porcentaje para los que no es fácil hallar una convincente respuesta. Por más esfuerzo que apliquemos para completar la explicación de nuestras preguntas, no encontramos una solución aceptable que sacie ese deseo de conocer el por qué o la razón de esas dudas que tenemos en mente. Esta frustración para la necesidad de conocimiento no sólo afecta a las grandes y trascendentes cuestiones sobre la vida, la ciencia y la naturaleza, sino que también se genera sobre asuntos más nimios, próximos o coloquiales que también despiertan el interés.

¿Y qué hacer cuando no encontramos facilidad e inmediatez para una respuesta que nos convenza?  En ese caso emprendemos una peculiar “investigación” que puede durar más o menos tiempo, según sea la constancia, motivación o necesidad que apliquemos a su búsqueda. Solemos para ello echar mano a muy variados recursos, con el legítimo y plausible ánimo de hallar luz para esa oscuridad que tanto desconcierta y confunde. En otras épocas se acudía con prontitud a la enciclopedia que teníamos en casa, normalmente editada por la editorial Espasa Calpe. Si la enciclopedia de nuestro hogar no ofrecía la respuesta que buscábamos, nos desplazábamos a una biblioteca pública municipal, universitaria o privada, pues allí estaba a disposición del gran público (también hoy) la magna enciclopedia Espasa Calpe, aquélla que superaba el centenar de gruesos volúmenes. Pero estas obras monumentales del saber (Espasa, Larousse o Sopena, entre las más importantes) han quedado un tanto desfasadas, en la actualidad, ante la irrupción del fenómeno Internet en nuestras vidas. En cada ordenador personal tenemos disponible ese insustituible servidor o buscador de información, Google (algunos lo denominan la nueva divinidad) el cual, con sólo teclear unas pocas palabras nos responde, en décimas de segundos, con decenas y decenas de páginas webs, en las cuales encontraremos un copioso material, apto para conocer, desbrozar, buscar o resumir. La mítica y famosa Enciclopedia Británica tiene poco que hacer hoy día, ante la magnitud de caminos que nos permite este inmenso y versátil buscador de información.

Además de la “navegación” informática por la gran “red de redes” que significa Internet, las personas suelen también pedir ayuda aclaratoria a esos amigos cultos, que entienden casi de todo para la satisfacción. En ocasiones se plantea una consulta, epistolar con franqueo o mediante el correo electrónico, a determinadas autoridades en las variadas disciplinas de la ciencia y la cultura, a través de las cuales se puede recibir respuestas que iluminen nuestros puntuales interrogantes y tinieblas. En el caso de las grandes dudas irresolutas, debido a su extrema complejidad o desconocimiento, siempre nos queda el bíblico terreno de la fe religiosa, para aceptar algo que nuestra inteligencia humana difícilmente puede comprender, por su dificultad o nivel críptico. Y también, por supuesto, la imaginación, siempre fiel aliada para conformar, con mayor o menor verosimilitud, esa “creativa explicación” que nos conforma o sosiega, por sorprendente o increíble que parezca. El mundo de la cinematografía o el de la literatura hacen verdaderos “milagros” para la creatividad explicativa de los más complicados fenómenos o dudas, que la humanidad quiera o pueda plantearse.

Uno de estos asuntos que en más de alguna ocasión nos hace dar “vueltas a la cabeza”, en la generación de interrogantes, es el de los e-mails o correos electrónicos. El problema se plantea cuando envías, con más o menos regularidad, mensajes a una determinada dirección o direcciones, durante un amplio período de tiempo.  Por las razones que fueren, no recibes en muchos de los casos respuesta o acuse de recibo de estos archivos, aunque tampoco te son devueltos por el servidor de correo, por lo que deduces que han llegado perfectamente a su destino. Utilizas la prestación de CCO o copia oculta, aplicando un amplio listado de direcciones que tienes en tu agenda. Mediante este sistema el mensaje viaja a múltiples ordenadores, aunque ninguno de sus propietarios puede conocer qué otras personas han recibido ese mismo mensaje. Al paso del tiempo, un día llega a tu conocimiento que algún determinado destinatario ha modificado (por las razones que sean) su dirección electrónica, sin habértelo hecho conocer, aunque la antigua dirección sigue acumulando correos, contenidos que su propietario obviamente no leerá, a menos de que tenga la prudencia de abrir con variable frecuencia ese antiguo servidor que no ha querido o podido anular o suprimir.. En consecuencia la antigua dirección electrónica, en desuso o abandonada, continúa acumulando esos mensajes que tu sigues enviando con manifiesta o aleatoria regularidad y que nadie leerá o responderá. Es como una pequeña o gran nube de envíos o “paquetes” sin abrir, que puede sumarse a otras centenares o miles de nubes, conjunto gigantesco de mensajes secretos y perdidos en un etéreo espacio imposible de medir o cuantificar. Esa universal nube de mensajes perdidos, continuará “sobrevolando” por esa atmósfera invisible o etérea de las comunicaciones, engrosando su volumen día tras día para la inutilidad más inexplicable o absurda.
   
Es preciso comentar otra modalidad de esos contenidos que viajan a la “nada”. Esta situación tiene lugar cuando mantienes la comunicación informática con una persona de tu listado de direcciones, pero sin haber tenido conocimiento sobre la luctuosa noticia de que tu destinatario ha dejado de existir, en ocasiones desde hace ya algunos meses. Sus allegados y descendientes no han dado aviso, a los remitentes de los e-mails enviados, de que su familiar ha fallecido, por lo que todos esos mensajes (algunos pueden contener información importante) siguen acumulándose inútilmente en el correo de esta persona que ya no está física y vitalmente entre nosotros. 

La historia de Darío Vences Hermosilla se inserta perfectamente en los parámetros, sociales y psicológicos, de estos contactos o comunicaciones fallidas.  Tras haber superado los cursos de la E.S.O. con un expediente escolar en el que no aparecen brillantes calificaciones, este hijo único de una familia desestructurada (la dependencia del alcohol que sufría su padre, propietario de un modesto comercio del “todo a menos de tres euros” hizo imposible la estabilidad familiar) tuvo el acierto de realizar, esta vez con aprovechamiento, un ciclo formativo de administración y actividades turísticas. La versátil titulación permitió a Darío (persona de carácter tímida e introvertida) comenzar a trabajar (aún no había cumplido los veintitrés años de edad) en una cadena hotelera, de reciente expansión en el sector, como auxiliar recepcionista en el staff o equipo laboral. Su carácter inicialmente apocado lo fue paulatinamente modificando con el trato cotidiano a los clientes y compañeros de empresa, siendo valorada su dedicación y seriedad en el trabajo por los encargados del personal.

Este profesional llevaba siete años ininterrumpidos trabajando en el Hotel Itaca de la Costa del Sol malacitana, cuando un día  se entregó con acierto en la ayuda a una cliente del hotel, que venía a pasar unas vacaciones al final del verano, procedente de la histórica villa castellana de Medina del Campo. Ainhoa Cercedilla, estudiante de traducción e interpretación en la universidad castellana de Valladolid y huésped del establecimiento turístico, tuvo graves problemas con la pérdida del equipaje a su llegada a Málaga. Se veía impedida de disponer, como consecuencia, de su ropa, zapatos, documentos personales y tarjetas de crédito e incluso su portátil y el tablet. La impericia viajera de esta joven, sumada a la densificación viajera en las fechas clave de trasiego veraniego, provocó que a su llegada al aeropuerto se encontrara prácticamente sólo con lo puesto sobre su cuerpo.  Gracias a Darío, los dos días completos que transcurrieron hasta que el equipaje apareció (curiosamente en el aeropuerto turco de Capadocia) Ainhoa pudo solventar básicamente su estancia en el hotel, recibiendo la comprensión psicológica y ayuda material del tan eficaz operario, episodio que abrió una vía de íntima amistad entre las dos personas. Los catorce días de residencia y la relación telefónica e informática posterior que mantuvieron, generó una intensa vinculación afectiva entre ambos jóvenes  que duró hasta fechas posteriores a las fiestas de Navidad y Año nuevo.

El ilusionado noviazgo entre Ainhoa y Darío, desarrollado sobre la distancia peninsular de muchos kilómetros, se fracturó inesperadamente cuando un escueto y drástico correo electrónico, procedente de Valladolid, generó una profunda desazón en el ejemplar recepcionista, que veía truncada sus esperanzas de seguir vinculado en el amor con la chica castellana de sus sueños. Habían tenido ocho meses de relación y Ainhoa se despedía ahora de él, matizándole que ambos podrían mantener la amistad, pero que el compromiso afectivo se había modificado por su parte. La chica rompía el vínculo  tras analizar y reflexionar, durante unas semanas, la realidad sentimental que había mantenido con el recepcionista hasta ese momento. Pero la joven vallisoletana no estaba diciendo toda la verdad. Ocultaba que había una tercera persona entre ellos, con la que ella se había encandilado apenas hacía un mes. Se trataba de un atlético e decidido y apuesto ciudadano británico, llamado Richard Clayron, con residencia en Londres y piloto de pruebas con tecnología avanzada, vinculado a una marca señera en las innovaciones automovilísticas. El inglés, que había enamorado profundamente a la española, superaba en doce años los veintisiete que en ese momento tenía la  traductora castellana.

A pesar del duro golpe anímico, Dario no se desanimó. Pensaba que esos casi siete meses de noviazgo en la distancia no podían caer en saco roto. Se propuso mantener la amistad con Ainhoa, sin guardarle rencor alguno por haberle dejado, tal vez por otra persona aunque ella no lo manifestase explícitamente en su despedida. No podía olvidarla, aunque en distintos momentos lo intentó. Pensó entonces de que al menos tenía el arma del correo electrónico. Aprovecharía en consecuencia cualquier circunstancia para escribirle y así mantener viva esa ilusión que en estos momentos se había desvitalizado. Le enviaba regularmente e-mails en fechas apropiadas, por ejemplo felicitándola en el cumpleaños y en la fecha de su onomástica. También en los días de la Navidad y el Año Nuevo. Aprovechaba las vacaciones de Semana Santa y el verano, para enviarle textos amables y cariñosos, acompañados por no escasas fotos. La intención de Dario era mantener, al precio que fuera,  una vía de contacto con la que había sido su primer y único amor. Pero la destinataria de sus repetidos mensajes no respondía a los mismos, gesto que él siempre asumió sin enfado o despecho.
Ainhoa se había ido a vivir a la capital británica, a fin de estar unida a su espectacular y nuevo pareja, de la que estaba plenamente enamorada y con la que contrajo matrimonio meses más tarde. Su perfecto dominio del idioma inglés le permitió encontrar un interesante y cómodo trabajo en una academia de idiomas, en donde impartía clases de lengua castellana. No era consciente de los correos que regularmente Darío le seguía enviando, pues había cambiado de servidor informComo ocurre en la naturaleza, las hojas del almanaque fueron cayendo tos amables, acompañados por fotos. ático y modificado su dirección electrónica. 

Al igual que ocurre en la naturaleza, las hojas del almanaque fueron cayendo estacionalmente, marcando la aritmética del tiempo en la vida de estas tres personas. Un aciago día, Richard fue protagonista de un desgraciado y mortal accidente, mientras probaba en un circuito de pruebas unos avanzados cambios técnicos en un vehículo de la marca para la que trabajaba. Ainoha, con la ayuda afectiva de sus padres y de los familiares de su difunto marido, se esforzó en superar el durísimo trauma de su inesperada viudez, a fin de sacar adelante a sus dos hijos, Lili y Peter, de cuatro y cinco años de edad que había tenido con su cónyuge inglés. Nunca se planteó renunciar a su residencia en la capital de Inglaterra, en donde poseía una cómoda vivienda, una importante pensión económica de por vida y un moderno ambiente al que se había adaptado para vivir y desarrollar la educación de sus hijos, ambos de nacionalidad británica aunque de madre española. Decidió continuar ejerciendo como profesora de español en la academia de idiomas. Este trabajo no sólo le compensaba en lo económico, sino que le permitía tener una ocupación fuera del hogar que le enriquecía en lo humano, difundiendo su lengua de origen entre los ciudadanos británicos y otros residentes extranjeros que deseaban aprenderla. Solía realizar al menos dos viajes al año con sus hijos (en Navidad y en las vacaciones del verano) a sus raíces castellanas, en Valladolid, a fin de disfrutar la convivencia durante unos días con sus padres y demás familiares.

Darío, el frustrado pero contumaz recepcionista de hotel, había decidido también reconducir la estabilidad de su vida. Aunque nunca había olvidado su experiencia afectiva con Ainhoa y le seguía enviando esos tres o cuatro amables e “imposibles” correos al año que no tenían respuesta, había conocido e intimado con Lena una joven, a la que superaba en casi diez años de edad. Esta chica trabajaba en una empresa especializada en el abastecimiento de productos consumibles y de cubertería para los establecimientos hoteleros. Darío, viendo que ya avanzaba en la treintena, consideró que había llegado el momento de formar una familia, para dar proyección y equilibrio a su vida, por lo que propuso el matrimonio a esa joven que también lo apetecía. Fruto del enlace matrimonial fue una niña, hiperactiva y alegre, a la que pusieron el bello nombre de Alicia. Darío había organizado una unión estable pero en sumo rutinaria, aunque continuaba manteniendo esa psicológica o enfermiza testarudez con los envíos periódicos de los e-mails a un “amor” imposible, del que nunca había llegado a obtener respuesta.

El destino, el azar o la suerte genera oportunidades fuera de toda lógica o previsibilidad, opciones y actitudes muy variables al igual que heterogéneo es el carácter de los seres humanos. Ha pasado casi un lustro, sobre las vidas respectivas de los dos principales protagonistas de esta historia. Un sábado por la tarde, Peter, el hijo de Ainhoa, muy habilidoso en el manejo de los periféricos y máquinas informáticas, estaba jugueteando en su habitación con el viejo portátil de su madre, ordenador ya en desuso aunque aún funcionaba conectado a la red eléctrica. Después de un rato de trasteo el chico, que ahora tenía diez años de edad, fue al salón de la casa en donde su madre estaba ocupada corrigiendo unos ejercicios realizados por los alumnos de la academia donde trabajaba.

“Mamá, he descubierto en tu viejo portátil un correo o servidor electrónico, que tu probablemente usarías hace muchos años. Me ha llamado la atención, pues aparece un remitente, que yo no conozco y que te envía tres o cuatro correos al año. Te aseguro que no los he leído, porque sé que te enfadarías si lo hiciera. Pero lo que me resulta más curioso es que tú no le contestas a ninguno de esos mensajes, pues he mirado en la bandeja de “enviados”. Ese remitente se llama Darío, pues este nombre está al comienzo de todos los correos remitidos”.

Los inocentes pero sensatos comentarios de su hijo hicieron que las palpitaciones de Ainhoa se “multiplicasen” en frecuencia. Peter le trajo el viejo portátil, en el que pudo ver y tomar conciencia que aparecía un repetido remitente, al que nunca le había avisado del cambio de correo que desde hace años utilizaba. Rápidamente recordó aquella aventura o breve relación que mantuvo con el amable recepcionista del hotel malacitano, en el que estuvo unos días de vacaciones. En su mente renació  el episodio de su equipaje y la “pequeña locura” o aventura sexual que mantuvo sentimentalmente con el amable empleado del establecimiento. En realidad, a poco de volver a Valladolid  conoció a su difunto Richard, del que se enamoró de inmediato. Aún así mantuvo erróneamente la ficción afectiva con Dario durante algunos meses, aunque después de aquellas navidades rompió drásticamente el contacto y también cambió de servidor informático.

Estuvo sopesando la posibilidad de contactar con Darío, aunque el paso de tantos años y viendo alguna foto que él le había adjuntado, en la que aparecía con su esposa y su hija, consideró mejor dejar las cosas tal y como estaban. Sin embargo, al paso de las semanas, le seguía dando vueltas a este asunto, por lo que cambió su inicial decisión. Era preciso ordenar un poco la situación. Le escribió desde su viejo correo un breve mensaje a Dario, donde le aclaraba que desde hacía muchos años ya no utilizaba esa dirección electrónica. Que le agradecía su constancia y amabilidad y que le deseaba toda la felicidad y suerte del mundo en su matrimonio, trabajo y por supuesto salud. Evitó en todo momento indicarle su actual dirección electrónica. Cuando Ainhoa viaja a España para reunirse con sus padres, tiene a veces la sospecha de que el destino le va a proponer un encuentro fortuito con aquel amable y obsesivo recepcionista de hotel que, desde luego, nunca le regateó verdadero cariño.

Amigo lector, puedes estar pensando en que el travieso y aleatorio destino  (o tal vez la fuerza de la voluntad personal) facilitaría un reencuentro entre Ainhoa y Darío. Sin duda sería una bella y saludable posibilidad, para la racionalidad y el deseo. Pero esa parte de la historia aún no ha llegado a nuestro relato, viaja en un aventurero tren, sin horario programado, con destino a la estación de las sorpresas. Como consecuencia, a falta de ese tiempo, podemos activar nuestra imaginación.

De todas formas el motivo central del relato es ese paraíso mágico y muy difícil de localizar, en donde dormitan los mensajes perdidos. Nos preguntamos ¿Cómo es posible que esta situación pueda tener lugar, cómo pueden perderse tantos contenidos y mensajes, para acabar dormitando en “el valle de la nada” y además que este fenómeno suceda en la indefinida era del continuo y asombroso progreso informático?


LA MISTERIOSA NUBE 
DE LOS MENSAJES PERDIDOS



José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
31 ENERO 2020

Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           


viernes, 24 de enero de 2020

VIRGINIA Y AQUELLOS MINUTOS IMPORTANTES PARA SU DESTINO.

Ceremonia para el final de curso, desarrollada en las instalaciones de un colegio privado confesional. Son los lejanos años 60 de la anterior centuria. Uno de los puntos de la programación, en ese día gratamente festivo para los alumnos que asistían junto a sus padres (además de los miembros del claustro de profesores) era la imposición de becas o bandas de colores.

Con esta simbología escénica se premiaban y reconocían los méritos de determinados alumnos, que se habían hecho acreedores a tal distinción a juicio de sus tutores y maestros. Cada una de esas bandas eran colocadas, por la religiosa directora del colegio, sobre los hombros y el pecho de los alumnos distinguidos, que mostraban radiantes una gran satisfacción en sus rostros. Estas distinciones de seda o fieltro poseían un determinado color (azul, rojo, verde, violeta, amarillo, naranja…) que aludía simbólicamente a los méritos contraídos por la asistencia a clase, la urbanidad en el comportamiento, el esfuerzo para el estudio, el compromiso religioso, la ayuda a los demás, etc. en cada uno de los casos. Desde luego aquellos méritos eran plausibles y comprensibles en el contexto temporal que ahora estamos recordando, aunque también podrían tenerse en cuenta, por su cualificada naturaleza,  para premiar su cumplimiento en otras épocas más recientes o actuales.

Una de esas bandas tenía una valoración específica que hoy nos puede hacer sonreír, si observamos el modo de comportarse de los niños y los mayores en la actualidad: nos estamos refiriendo al valor inteligente y cívico de la puntualidad.

Efectivamente el hábito temporal de la puntualidad no brilla especialmente, para nuestro pesar, entre aquellos gestos positivos que reflejan nuestras conductas en el tiempo que nos ha tocado protagonizar. Es una realidad manifiesta: a muchas personas no les causa la menor preocupación llegar tarde a las citas previamente comprometidas o a los horarios establecidos de presentación. De esta forma vemos “y soportamos” como numerosas reuniones tienen que retrasarse más de “los cinco minutos de gracia” debido el incivismo de aquellos asistentes impuntuales; hay también dirigentes políticos que llegan sistemáticamente tarde (a veces con treinta minutos o incluso más) a los eventos que por su representatividad y cargo han sido invitados a asistir; ya sabemos que a las ceremonias nupciales, la mujer “debe llegar algo más tarde” que su futuro marido; también resulta del todo punto “normal” que la mayoría de los espectáculos públicos no comiencen a su hora, especialmente cuando su principal protagonista es una figura señera en el campo musical, artístico o interpretativo; esperamos el inicio de una conferencia minutos y minutos, con respecto a la hora programada. Cuando al fin aparece el ponente de la misma, incluso le aplaudimos. La muestra de ejemplos podría ser más extensa. De una u otra forma asumimos con normalidad el mal hábito de la impuntualidad en nuestros actos. Incluso los ingleses tienen dos expresiones que reafirman lo anterior: on time, para la exacta puntualidad; in time, para expresas que, aunque no se ha cumplido con la hora exacta, estás aún a tiempo para “cubrir” el horario establecido.

Aparte de la informalidad y falta de respeto que esta actitud representa para los que esperan, en sí misma puede tener efectos perjudiciales incluso para los que, incívicamente, incurren en la misma. El transporte público tiene que respetar su horario de salida, por lo que puedes perder el viaje en ese tren, bus o avión, sin no llegas a tiempo. Habrá eventos en los que no se te va a permitir la entrada, una vez comenzado el espectáculo. Igual ocurrirá ante una prueba de examen, en la que el profesor no autorizará nuestra entrada, una vez repartidas o dictadas las preguntas o los ejercicios a desarrollar. Acudir tarde a una entrevista de trabajo supone ya un factor (negativo) a considerar, por parte de quien nos ha estado esperando para iniciar el diálogo correspondiente. Piénsese en los maestros integrante de una orquesta. También en este contexto soportamos una falta grave de “puntualidad” cuando los sonidos de algún instrumento “entran tarde” sin acomodarse a la sincronía debida con el resto de los  elementos orquestales. La llegada tardía de un órgano corporal puede ser letalmente definitiva para ese trasplante que intenta salvar la vida del receptor.

Como también le ocurre a tantos hombres y mujeres en nuestro Planeta, Virginia Laria Niebla no había tenido la suerte u oportunidad necesaria para conocer a esa persona, con la que los seres humanos sueñan y desean compartir, con diverso resultado posterior, el resto de su vida adulta. A sus 46 años de edad, podía presumir de poseer una acomodada estabilidad profesional (era presidenta titular del juzgado número cinco en la capital de Segovia). Había sido una alumna aventajada en los estudios de Derecho realizados en la Universidad Central de Madrid, conformando un brillante expediente académico que, lógicamente, enorgulleció a sus padres, un capitán del cuerpo de infantería, don Helenio, actualmente ya en situación de reserva y de su madre, doña Flora, maestra nacional de profesión, actualmente también jubilada. El matrimonio sólo pudo traer a la vida a ese único descendiente que tantas alegrías les fue proporcionando, tanto por su cariñoso carácter filial de la joven, como por su rendimiento en los estudios y posteriormente en el desempeño de su difícil función profesional como jueza en los tribunales de justicia.

Su permanente y “obsesiva” dedicación al estudio en la carrera jurídica y a las difíciles oposiciones a las que se vio obligada a concurrir, en virtud de su intensa vocación profesional, le apartaron de una vida relacional más al uso, durante esas edades donde se viven y cultivan las amistades que van jalonando las diversas etapas de nuestra evolución. No es que se propusiera desarrollar un aislamiento social programado en seno de su agenda diaria, sino que un exagerado compromiso con sus obligaciones de estudio y preparación le ocasionaron un cierto aislamiento personal con respecto a otros incentivos perfectamente compatibles con su esfuerzo y dedicación cotidiana al mundo de la ley. Ese comportamiento “monotemático” por parte de su única hija era percibido con preocupación por sus padres pero, a pesar de esa razonable inquietud ante el paso de los años que no vuelven, privaba en ellos el comprensible pero discutido egoísmo por tener una hija juez en los tribunales de justicia. Se repetían a sí mismos, en un íntimo auto-convencimiento interesado: “Ya llegará el tiempo y la oportunidad para que Virgi encuentre a esa media naranja con la que formar un hogar, en el que Dios ponga unos nietos que nos colmen de alegría, tal y como debe ser”.

A Virginia, tan centrada como estaba en su compleja labor profesional, parecía no preocuparle el hecho de ir cumpliendo páginas en el calendario personal sin modificar ese ritmo vital por el que marchaba su ordenada existencia. Trabajo exhaustivo de lunes a viernes, con una labor jurídica que llenaba muchas de las horas del día, para que a la llegada del fin de semana pudiera “cultivar” esa gran pasión que le acompañaba desde los ya lejanos tiempos de la adolescencia: los largos paseos por la naturaleza. Dedicaba a ello especialmente los domingos, hiciera buen tiempo o la meteorología fuese algo menos amable para caminar entre colinas, planicies o valles. Para esta saludable actividad había encontrado una eficaz compañera, que también amaba las marchas y paseos senderistas. Esta buena amiga (gran experta en ese tipo de deporte) era Claudia Lorigia, funcionaria de la administración del Estado, con veinticinco años de edad en la actualidad. Su compañera de marcha venía acompañada, en algunas ocasiones, por su pareja afectiva Mauricio, aunque este auxiliar de enfermería no siempre tenía libre esos días en los que terminaba la semana, pues tenía que cumplir horas de guardia en el Gran Hospital de Segovia.

En más de alguna ocasión la muy cualificada jueza estuvo sopesando la posibilidad de buscar una independencia de hábitat. Siempre había convivido con sus padres, que se mostraban felices al tener a su única descendiente junto a ellos. Aunque esta proximidad parental había provocado inevitablemente roces y discusiones en algunos momentos, Helenio y Flora trataban de evitar que esas ocasionales diferencias fuesen a mayores, pues en modo alguno querían provocar un estado de incomodidad en su hija, situación que pudiera derivar en el alejamiento físico de quien era su feliz proyección genética. Ambos cónyuges habían ya sobrepasado ampliamente su sexta década vital y valoraban como un tesoro para su seguridad y sosiego esa proximidad física y familiar que tanto bien podía reportarles.

Un hecho inesperado vino a modificar la rutinaria estabilidad personal que florecía de continuo en la muy ordenada vida de Virginia. Tenía por costumbre, antes de conciliar el sueño cada noche, dedicar unos minutos a la lectura, bien cobijada entre los almohadones de su dormitorio. Aquél martes de abril había sido especialmente intenso en la actividad procesal de su judicatura. Por este motivo eligió para entretenerse la revista semanal que compraba su madre, en lugar de alguna de las obras literarias que solía tener encima de la mesita de noche. Fue recorriendo con los ojos somnolientos las hojas de esa “prensa del corazón” que ayuda a pasar el tiempo y a la vez aturde por la banalidad mayoritaria de sus contenidos. Sin embargo se detuvo en un reportaje que el periodista dedicaba a una popular estrella del cine español. La “escultural” actriz narraba su experiencia viajera en un crucero por las románticas islas Cícladas del mar Egeo en el Mediterráneo, vacaciones con las que deseaba superar un reciente conflicto afectivo muy al uso en ese sector de la jet society. Se sintió profundamente motivada con el contenido del artículo, recreándose en la espectacularidad de unas fotos que mostraban la belleza inigualable de un maravilloso entorno natural.

En un “hueco” de su trabajo, durante la tarde del día siguiente, acudió a una agencia de viajes que tenía dos calles más abajo de su domicilio. En el establecimiento turístico le ofrecieron una completa información acerca de varias posibilidades para visitar la insularidad griega. Optó por un sugestivo crucero de 8 días 7 noches, eligiendo la fecha de la primera semana de julio, mes en el que podría hacer uso de sus vacaciones anuales. Se sentía muy ilusionada ante el denso programa a desarrollar por el tour viajero, programado y realizado en un prestigioso navío de la Royal Caribbean. Era tal el incentivo emocional que sentía que los dos meses que había que esperar para el inicio del viaje pasaron para ella con una especial presteza. Tuvo el gesto generoso de sugerirles a sus padres que la acompañaran, pero éstos (con un calculado y responsable criterio) declinaron el ofrecimiento. Entendían que su casi siempre abrumada hija necesitaba disfrutar sola esos gratos días y sobre todo entablar nuevas amistades que le harían bastante bien.

El crucero por las paradisiacas islas del Egeo transcurrió con la normalidad prevista en los proyectos bien programados. Visitas explicativas, actividades de animación y deporte, servicios en el navío de alto nivel, tiempo suficiente para los paseos y las compras de regalos y otros caprichos de los siempre bien atendidos pasajeros, una restauración a la que había que poner el tope de la sensatez para no volver del viaje con varios kilos de más en el cuerpo etc. Todo ello confortaba mucho a la “rejuvenecida” jueza, que se sentía como una chica adolescente estrenando sus nuevos zapatos.



En la quinta noche, cuando habían abandonado el interesante recorrido por la isla de Naxos, Virginia se sintió algo indispuesta. Probablemente había tomado una cena algo copiosa para lo que en ella era habitual (era difícil sustraerse a los incentivos de un muy cualificado buffet) por lo que a eso de las once de la noche se dirigió a una de las cafeterías que había en la cubierta del buque. Solicitó una infusión relajante que le pudiera aliviar de su incómoda pesadez estomacal.  La grata temperatura ambiental que el estrellado cielo helénico concedía, sobre las tranquilas aguas del mar Egeo, animaba a permanecer muchos minutos en la cubierta para soñar en silencio con el suave y delicado vaivén del poderoso navío. No había muchos pasajeros en la cafetería Nalia aquella noche, ya que el día había sido densamente ajetreado con las visitas y desplazamientos contenidos en la programación, lo que invitaba a descansar para el siguiente día. Mientras tomaba su infusión de menta poleo percibió que una joven, en la que apenas había reparado hasta el momento, le estaba mirando con fijeza, aunque trataba educadamente de disimular su interés. Pero en un determinado momento la chica se levantó de su cómodo asiento y se dirigió hacia su mesa, mostrando una serena sonrisa.

“Hola, buenas noches disculpa que te moleste. Tenemos un tiempo estupendo para gozar esta noche. ¿Te importa que me siente junto a ti? Es que no me agrada tomar el café sola, sin compartir las palabras con alguna persona. He visto que viajas sola, como a mi también me ocurre. Como consecuencia a veces tienes la necesidad de comunicar y no encuentras al interlocutor adecuado para ello. Hemos coincidido en algunas de las visitas y actividades, pero entiendo que somos un grupo numeroso de viajeros y apenas nos damos cuenta de los otros pasajeros que comparten la misma actividad…”

Un tanto divertida, Virginia le hizo una amable señal a la joven para que tomara asiento en su mesa. Las dos mujeres comenzaron a dialogar sobre temas más o menos intrascendentes. Si en principio parecía que la inesperada conversación iba a durar unos pocos minutos, la agradable charla, mezclada con silencios y fijeza en las miradas, se prolongó hasta más allá de la 1.30 de la madrugada. La intrigada jueza se dio cuenta desde el primer instante que su interlocutora deseaba “jugar” a los misterios, ocultando en lo posible aquellos detalles personales que más la podían identificar. Solo “logró” averiguar que la chica tenía por nombre Claudine y  aunque francesa de origen, dominaba a la perfección la comprensión y expresión del castellano. Durante esa noche y en los cuatro últimos días de viaje, ambas viajeras apenas se separaron. Se las veía juntas y alegres, tanto en el desarrollo actividades comunes, como en la sensual intimidad con la que ambas indudablemente gozaban,  practicando hasta el cansancio ese lúdico e infantil juego de los profundos silencios y las intensas miradas, mezclando gestos de profunda afectividad. Una y otra mujer mostraban su recíproca y ansiada atracción, practicando esa divertida y enigmática relación de vivir con intensidad los momentos del presente,  postergando hasta lo innecesario cualquier otro conocimiento que profundizara en sus respectivos pasados o en ese mañana que ahora simplemente era superfluo o incluso estorbaba.

Por primera vez, después de tantas vivencias protagonizadas en su ejemplar y “metódica” existencia, Virginia se sentía plenamente feliz. Con esas inesperadas vivencias, parecía que flotaba en una nube que sobrevolaba el mar de las ansiedades y los deseos. Compartía los minutos y los segundos con una joven, probablemente dos décadas menor que ella, gozando de esos latidos misteriosos que son incapaces de ser medidos por cualquier artilugio mecánico, sólo comprendidos y justificados por esas cripticas necesidades insertas en el corazón y en los sentimientos insaciados.


Y llegó el hostil día de la vuelta a los orígenes. La noche de la despedida fue dulce en la ternura y triste en la permanencia del tiempo. Habían disfrutado juntas cuatro días, desde que descubrieron su perentoria y gozosa necesidad y no se habían ocupado en buscar otras causas o porqués. Al fin Claudine intentó poner un poco de orden, con inusitada firmeza, en el siempre estructurado y racional comportamiento de Virginia, ahora sumida en la rebeldía ácrata de la despertada sensualidad.

“Ahora tampoco es el momento de las respuestas ni de las preguntas, mi querida “Virgi”. Aunque estas palabras tendrían que venir de tu racional inteligencia, soy yo la que debo decirte que debemos dejar pasar un tiempo para la prudencia. Con este período de separación comprobaremos si ese nuestro torrente impetuoso aun sigue trayendo agua en su caudal. Y si recuperará de nuevo el viejo cauce para unos sentimientos ocultos pero felizmente despertados en nuestra enriquecida sensualidad. Como carecemos prácticamente de datos al respecto, no hay peligro de incumplir nuestra separación. Pero te propongo que fijemos un lugar, un día y una hora, a fin de comprobar si ese torrente afectivo desecha definitivamente el viejo cauce y busca la aventura de un nuevo camino para la vida. ¿Por qué no París, en la entrada principal de la torre Eiffel? Un quince de septiembre, a las cinco de la tarde. Si estás allí, yo pondré luz a todas tus dudas. Entonces veré si estos dos meses exactos de separación no te han hecho volver a tu antiguo y árido cauce. Si compruebo tu valentía presencial, juntas reiniciaremos para siempre el camino y la vida”.

Para Virginia esos dos meses de espera para el reencuentro estuvieron teñidos de tristeza e ilusionada esperanza. Sus padres y los compañeros de judicatura percibieron en ella un nuevo talante y comportamiento, como algo más relajado con respecto al ritmo estresado y aritmético que era habitual en su profesionalidad. Durante ese período de dolorosa  separación no tuvo, con la extraña y atractiva Claudine, el menor contacto epistolar, informático o telefónico. Pero al fin llegó ese mes renovador de Septiembre, en la antesala otoñal de la anualidad.

Siempre puntual en el cumplimiento de sus compromisos, en este ocasión quiso el travieso azar que una revisión aérea retrasara la llegada de su vuelo Air Europa, Madrid-París, dos horas y media con respecto al horario programado. El reloj de Notre Dame marcaba ya las 19:40, cuando Virginia accedió a la entrada de la emblemática Torre Eiffel. Esperó y esperó, pero inútilmente, la visión ansiada de su deseo. A eso de las 22 horas, otro taxi la condujo de nuevo a su hotel. Durante el siguiente día volvió al punto frustrado de reencuentro, pero Claudine no apareció. Nunca más ha vuelto a tener información de aquella extraña y atractiva joven, que en unos afortunados días de crucero supo despertar en ella sus aletargados e insospechados sentimientos. En la actualidad continúa desarrollando su austera y estricta función judicial, tratando inútilmente de olvidar esa luz, llena de encanto y misterio, que apareció en su vida durante unas vacaciones navegando por las serenas aguas del Egeo. El interrogante de esos minutos perdidos en su cita, permanecerá con firmeza entre sus dudas, sentimientos y recuerdos-



VIRGINIA Y AQUELLOS MINUTOS IMPORTANTES 
PARA SU DESTINO



José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
24 ENERO 2020

Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es