viernes, 27 de agosto de 2021

EXTRAÑO ENCUENTRO CON UN ANTIGUO PESCADOR.

La joven Ennia decidió, aquel sábado de septiembre, romper con la inercia depresiva que la atenazaba desde hacía varias semanas. El tiempo meteorológico, en esos primeros días de la estación otoñal, aún era agradable para disfrutar con un buen paseo. Todavía no habían llegado los primeros fríos y esas temidas lluvias de “la gota fría” sólo estaban afectando a la zona costera del este peninsular, en donde el mediterráneo había acumulado mucha temperatura durante el verano, hidratando sobremanera esas masas de aire que con tanto ímpetu descargan torrenciales precipitaciones.

Inevitablemente, seguía pensando en su ya expareja Ranio, a pesar de su desleal y comprobada infidelidad. Habían sido casi tres años de vinculación afectiva, a partir de haber elegido ambos la misma facultad universitaria para sus estudios de derecho y sentirse atraídos recíprocamente. Ante los ojos de los demás compañeros de clase, parecían y estaban considerados como una pareja ideal, tal vez demasiados encerrados en sí mismos con respecto al trato diario hacia los demás compañeros. Nunca advirtió causa justificada para la desconfianza, a pesar de que en los últimos meses Ranio alegaba frecuentes obligaciones familiares, deportivas y estudiantiles, para “estar ocupado” en muchas de las tardes y posponer esas salidas que ambos gozosamente realizaban.

Pero hacía ya un mes y medio que un buen compañero de clase, Marco, quiso “abrirle los ojos” ya que consideraba profundamente injusto que su crédula compañera fuera engañada de una manera tan cínica y desleal por parte de su novio.  Ante su dura pregunta, éste reconoció con la mayor frialdad la dúplice realidad que mantenía. Como única excusa, le explicó que habían sido tres cursos vividos entre ellos con demasiada cerrazón e intensidad y que él necesitaba “oxígeno” para probar nuevas sensaciones y vivencias. Lo de “esa chica de medicina”, reiteraba con pasmosa serenidad, no era nada en serio, sólo buscaba una cierta variedad para sentirse mejor en la rutina afectiva, en la que se sentía agobiantemente atrapado. Y así terminó la escenificación de esta “ideal” pareja, puesta de ejemplo en la consideración de muchos.

Ahora, con 21 años, precisamente la misma edad que su frustrado compañero de amores, reflexionaba: en casa sólo acabaré sintiéndome peor. Al fin reconocía el error en que caen muchos jóvenes o adultos, que viven “encerrados” obsesivamente en las vivencias con su íntimo en lo afectivo agobiándose recíprocamente con el intercambio de “más de lo mismo” un día tras otro. Los antiguos amigos se van “perdiendo”, pues esa cerrazón en el noviazgo implica el alejamiento de esas connivencias que durante más o menos tiempo se han mantenido con los demás amigos. Y cuando la burbuja de cristal se rompe, la soledad es sentida de una forma más intensa, cruel y desgraciada.

Así que para esa tarde de sábado, en los albores del otoño, se dijo que bueno sería ir a mirar escaparates y a pasear con sosiego por los animosos e iluminados centros comerciales, en los que casi siempre se encuentra algún “caprichito” que ayuda a compensar esos malos tragos que aparecen, en lo menos pensado, por todas las vidas. Se repetía “te compras algo y te sientes mejor, a modo de cualquier niño que disfruta, con plena inocencia, con el caramelo lúdico de un nuevo juguete”. Su madre, Miranda, tenía para esa tarde de sábado reunión con algunas amigas de su ya lejana escolaridad, mientras que su padre, Irineo, repetía esas partidas semanales de mus, que tanto le distraían y confortaban. El juego de cartas también posibilitaba tiempo y compañía para las copas, “condimentadas” con el intercambio de chascarrillos y naderías de gente aburrida.

Así que Ennia “se echó a la calle” sintiéndose de inmediato más animada, pues el aire tibio que acariciaba su cuerpo era agradable para vitalizarla. Recorría sin un destino o itinerario fijo las calles densificadas de transeúntes, por la zona del centro antiguo malacitano. Desde su domicilio, en la zona alta de Olletas, había bajado por Cristo de la Epidemia, Plaza de los Monos, Victoria y Plaza de la Merced, llegando hasta la zona más antigua de la ciudad y recorriendo ese laberinto de arterias viarias, estrechas y sinuosas, en las que la limpieza no suele ser su mejor cualidad. Se mezclaba anónimamente con todos esos peatones acelerados en sus interrogantes y privativas necesidades, las más de las veces banales o insustanciales. Le resultaba curioso la transformación que habían experimentados muchos edificios, por ese viejo perímetro con sabor islámico o judaico, comprendido entre la Plaza de los Mártires, Andrés Pérez, Pozos Dulces, Carretería, Puerta Nueva y Cisneros. Observaba las muy veteranas manzanas de edificaciones, en cuyos bajos ya no estaban algunos antiguos comercios de su infancia, espacios renovados con otros objetivos comerciales, lúdicos o restauradores: tiendas de modas, heladerías, comercios de objetos suntuarios, despachos de abogados, cafeterías y teterías, destacando no pocos locales tapiados o con las persianas bajadas y revestidas de herrumbre y polvo, ante la desidia o desaparición física de sus antiguos propietarios, algunos de los cuales siempre espera esa interesante oportunidad de la suerte, a fin de conseguir el buen traspaso o la venta de sus pequeños patrimonios inmobiliarios.

En un momento concreto, tuvo esa extraña percepción, que todos hemos sentido en más de alguna ocasión: sentirse observada, seguida o vigilada. Es como una difusa sensación que en la mayor parte de las ocasiones achacamos a nuestra inseguridad o a la influencia de todas esas películas y lecturas que han ilustrado y llenado nuestra mente con las más peculiares y variopintas imágenes. En algún momento incluso se volvió para comprobar si alguien la estaba efectivamente siguiendo, aunque no vio nada en especial que confirmara sus sospechas. Pero como la sensación de sentirse controlada continuaba, se quedó allí parada, observando a las personas que en ese instante circulaban por la popular, comercial y muy tradicional calle San Juan. Analizó con serenidad a los demás viandantes y todos ellos continuaban su desplazamiento con la mayor presteza o parsimonia impuesta a sus pasos. Pero hubo un peatón, se trataba de una persona mayor, con una edad que superaría ampliamente el medio siglo de vida, que vistiendo ropajes bastante humildes, también había detenido como ella su marcha, tratando fútilmente de disimular su comportamiento, mirando ocasionalmente al escaparate de una pequeña tienda que vendía todo tipo de infusiones. En cuestión de segundos, esta persona se quedó mirándole con fijeza, como diciendo a través del lenguaje ocular “sí, soy yo y me gustaría, tengo necesidad imperiosa, de hablar contigo”.

La joven estudiante de derecho tuvo un impulso valiente y sin esperar segundos para la indecisión se acercó a ese hombre desconocido para ella, quien inequívocamente pretendía intercambiar algunas palabras. Aunque en un principio era su intención mostrarse enérgica y fuerte, con su expresión y los gestos, al observar más de cerca la mirada bondadosa y “suplicante” de su muy veterano interlocutor, modificó ese su juvenil ímpetu inicial. La modestia de este transeúnte era manifiesta. Iba ataviado con una poco aseada camisa de franela gris a grandes cuadros, con mangas cortas, un pantalón vaquero de corte clásico en la amplitud de sus medidas, desde luego bien “castigado” por el continuado uso, calzando unas zapatillas azules que dejaban ver parte de los dedos del pie sin calcetines, a través de algunos agujeros o rotos producidos en el hilado de su frontal.   

“Vamos a ver, buen hombre. Es evidente que, desde hace algunos minutos, me está Vd. siguiendo. No le conozco de nada, ni sé lo que pretende. En todo caso, si quiere preguntarme algo, hágalo ya y déjeme ir en paz. Si persiste en su actitud, me veré obligada a llamar a la policía local, para que intervenga al respecto”.

“Perdóneme Srta. Comprendo que se sienta inquieta, pero en modo alguno pretendo molestarla. Es cierto que la he estado siguiendo, pero mi actitud tiene una motivación, tal vez extraña pero justificada. Por raro que parezca, “tienes” un extraordinario parecido con una persona muy querida por mi, a quien por desgracia perdí hace ya unos años. Era mi única hija. Tenía una forma de ser muy liberal y enérgica y, de la noche a la mañana, desapareció de casa. No era la primera vez que lo hacía, pero más pronto que tarde, volvía. Pero esta vez ha sido la definitiva. Incluso consulté con la policía en comisaría, pero por más gestiones que hice, no dieron con su paradero. Ahora comprenderás el impacto que me produjo el parecido de tu rostro. Te voy a mostrar una foto, no muy reciente, para que veas el extraordinario parecido contigo y así puedas creerme. Se marchó cuando tenía diecinueve años. Ahora debe sumar… seguro que no me equivoco, veintidós”.

Ennia pasaba de un estado de asombro a otro mayor. Efectivamente, la foto que Gerardo le mostraba corroboraba el impacto que había tenido el veterano transeúnte. El parecido con su rostro era desde luego muy notable, aunque la ajada fotografía tendrías como mínimo unos cuatro años de antigüedad. También compartían, para mayor intriga, el mismo año de nacimiento, 1999. Quiso adoptar en ese crucial momento una postura cívicamente constructiva y hasta cierto punto didáctica. Explicó serenamente a Gerardo que estas casualidades pueden ocurrir, aunque no son frecuentes en nuestras vidas. Se mostró interesada en conocer algunos datos, más concretos, de la joven que mostraba la foto, la cual tenía por nombre Diana. Lo cierto es que, al cabo de los minutos, esa pareja, tan diferenciada en lo generacional, estaban sentados en una popular cafetería de la cercana Plaza de Félix Sáenz, consumiendo sendas tazas de café con leche. El supuesto padre de Diana quiso abrir y compartir la intimidad  de su persona, reiterando una y otra vez la dolorosa soledad que le albergaba.

62 años, en la vida del atribulado Gerardo. Había sido pescador, siguiendo la profesión que le había enseñado su padre, trabajador en las artes de la pesca. Había estado vinculado, durante muchos años, con distintos patrones de barcazas, practicando diversas artes para la captura de peces, de manera especial, las traíñas y el arrastre de los copos. El trasiego y la subasta con las cajas de pescado también eran funciones desempeñadas por el ya jubilado trabajador. Le comentó a su atenta oyente que, estando muy próximo a los cuarenta años, se enamoró de la hija de un tabernero del puerto, llamada Valle, a la que dejó preñada y de la que nació esa hija, tantas veces “perdida” llamada Diana. Durante un cierto tiempo, la relación matrimonial fue soportable, pues él traía dinero a casa cada semana, producto de su esfuerzo con las tareas del mar. Pero el paso de los años, y cuando la niña avanzaba hacia la adolescencia, las frecuentes peleas de Gerardo con su mujer, amargaban el carácter de su hija. Así se iniciaron las idas y venidas de la chica, con los disgustos y severos castigos para que no lo volviera a hacer. El clímax que colmó la situación fue cuando Valle le dijo a su marido que no lo soportaba más, que no podía seguir conviviendo con una persona que, a pesar de lavarse, seguía oliendo de continuo a pescado retestinado, repugnándole profundamente ese olor corporal. Se negó a aceptarlo junto a ella en la cama, con la crisis subsiguiente que contemplaba y sufría la desconcertada Diana.

Gerardo, para evitar cometer una locura, siguió el ejemplo de su hija y se marchó una madrugada de su casa, con la intención de no volver.  Compañeros de cantina le habían abierto los ojos, pocos días antes, acerca de las relaciones que Valle solía mantener, en secreto y en abierto, con jóvenes que satisfacían su libido y apetencias del cuerpo. Curiosamente, la niña Diana se fue a vivir con él, pues no soportaba las escenas que su madre mantenía con tantos rostros diferentes, en la vorágine de un dormitorio muy popularizado para lo íntimo. En este dramón de la realidad social, el atormentado pescador potenció su ya vieja afición y dependencia por la bebida. Después de algunas infortunadas y sonoras borracheras, Diana abandonó el domicilio paterno, para ya no volver.

“Y esta es la triste historia de una vida cualquiera, mi vida, Srta. Ennia. Te pediría (no te molestes si te tuteo) sin que lo consideres un gran atrevimiento, que me permitieses verte unos minutos, aunque sólo fuera de tarde en tarde. Comprenderás que es una sentimental forma de recordar a una hija, cuyo paradero desconozco, a través de tu persona, dado el gran parecido que ambas tenéis. Ya en mi vejez, mantengo la esperanza de que algún día vuelva y pueda abrazarla”.

Ennia reflexionaba ante la curiosa, tal vez extraña, situación en la que sin pretenderlo se había visto inmersa. Los sentimientos de su interlocutor parecían sinceros. Ante ella un hombre mayor, vapuleado por los azares del destino, cuyo más importante patrimonio afectivo lo tenía perdido por todos esos errores y circunstancias que se encadenan en la trayectoria vital de cualquier persona, Entendía que debía dejar en su desconsuelo algún rayo de esperanza. Recordaba una frase que en distintas ocasiones había escuchado y que le había quedado grabada en su memoria: cuando ayudas a alguien que lo necesita, te ayudas a ti mismo. ¿Por qué no ponerla una vez ma de Navidad. onerla una vez me tres meses exactosniversitaria, en la facultad de derecho. MI intenciñe no ponerla una vez más en práctica?

"Bien, Gerardo. Puedo creerte o no. Pero siento que es más positivo hacerlo. Agradezco tu sinceridad y franqueza. Ya conoces mi nombre. Soy estudiante universitaria, en la facultad de derecho. Mi intención es ejercer en un futuro la abogacía. Igual puedo ayudar a personas que, como es tu caso, tienen problemas. Te voy a proponer algo que me parece razonable y original. Con ello creo que accedo a tus deseos. Hoy es sábado, 25 de septiembre. Dentro de tres meses exactos, será el día de Navidad.  Prometo venir a esta cafetería ese día a esta misma hora (son las 19:30). No importa que no abran, pues será día festivo. En todo caso, yo estaré aquí esperándote. Podremos vernos y de alguna forma celebrar ese fraternal día de la Navidad. Te sentirás menos solo y yo también agradeceré tu compañía. Igual para ese día ya has recuperado aquello que más necesitas y valoras, la presencia de Diana, tu querida y hoy ausente hija. Así que no te olvides. Tres meses exactos. En este mismo lugar y a esta misma hora. Te prometo que no faltaré”.

Con ojos cansados y lagrimosos, Gerardo aceptó agradecido, el ofrecimiento de esa activa y generosa joven, cuyos rasgos físicos le recordaban sentimentalmente a su hija ausente. Tras pagar la consumición que habían tomado, Ennia saludó cordialmente al inesperado y peculiar peatón que había puesto intriga y humanidad en una tarde que en principio suponía o temía sin especial color. Cada uno de los interlocutores escogió un camino diferente para la marcha, a través de la bien transitada malla urbana en esa tarde de sábado.

Las hojas de los árboles, paralelamente a las del calendario, continuaron su rutinaria y natural caída. Y ya en esa penúltima semana del año, con la curiosa coincidencia de que el día de Navidad correspondía precisamente a otro sábado, 25 de diciembre, la ahora estudiante de cuarto curso de derecho, Ennia, había reservado el tiempo de esa tarde, para el reencuentro con aquel abrumado transeúnte que, tres meses antes, le había hecho participe del dolor familiar que le afligía. Unos minutos antes de la hora convenida, se acercó al Starbucks, ubicado entre Nueva y Plaza de Félix Sáenz, en donde había previsto el reencuentro con Gerardo. Pensaba que allí estaría esperándola el ansiado y extraño amigo, tal y como habían convenido en el pasado otoño. Pero Gerardo no se hallaba en la puerta del local. Tampoco en el interior de la popular cafetería. Esperó durante unos minutos, pero como la tarde navideña había entrado en frío, decidió pedir una consumición y esperar tranquilamente con su taza ardiente de aromático café en una mesa esquinera, ubicada junto al gran ventanal desde el que se divisaba la plaza y la calle Puerta del Mar. Después de casi treinta minutos de paciente espera, el antiguo pescador y padre de Diana no apareció.

Pero desde más allá de las nubes, un alma agradecida sonreía. Esa otra “hija”, con rasgos físicos similares a los de su hija Diana, no lo había olvidado. Supo cumplir, con lealtad y amistad, la responsabilidad y bondad del afecto. A una ansiada cita, en la que él ya no podría participar. Pero estaba completamente seguro de que Ennia, con su inteligencia y generosidad, comprendería que algún importante motivo habría impedido su presencia. El destino, con sus crípticas y cambiantes decisiones, le había encomendado otras funciones. Ahora las ejerce, para la difícil comprensión de los humanos, como cuando navegaba por el oleaje salino en la vieja traíña, a través de la senda estrellada de los caminos celestiales.-

 

EXTRAÑO ENCUENTRO CON 

UN ANTIGUO PESCADOR

 


José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

27 agosto 2021

Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/

 
 

viernes, 20 de agosto de 2021

UN DEPENDIENTE DE TIENDA, EN EL RECUERDO.

Hay muchas personas en tu entorno vivencial que, sin tener parentesco alguno con ellas, las consideras como formando parte de tu propia familia. Ese vínculo afectivo procede de la frecuente y amistosa relación que mantienes con ellas, a través de muy diversas motivaciones, ya sean comerciales, laborales, educativas, lúdicas o profesionales.

Puede ser el panadero, a quien cada día compras la barra o el bollo de pan; el vendedor de periódicos y revistas, al que cada semana o de forma diaria te facilita el ejemplar que deseas; la señora que cada mañana se encarga de mantener limpia la puerta, el portal y las escaleras del bloque en el que resides; la cajera del supermercado, a quien siempre elijes para abonar los productos que llevas en el carrito, por su amabilidad y forma de tratarte; el peluquero que mantiene largas parrafadas contigo, mientras está cortando el cabello de tu cabeza; y así un largo y entrañable listado de personas quienes, con ese prolongado en el tiempo vínculo relacional, se dirigen también a ti por tu nombre y con frecuencia se interesan por tu familia, los  estudios u otros aspectos de la vida diaria.

En este “familiar” y afectivo contexto, la narración del relato se centra en el dependiente de un comercio de telas, de nombre Mario, quien estuvo desarrollando toda su vida laboral en la misma entidad, atendiendo detrás del mostrador a una amplia clientela que acudía a esa popular tienda de telas, denominada El Dedal. El establecimiento se hallaba ubicado en la muy transitada calle Compañía, lugar de paso para ir al centro antiguo de la ciudad y a no mucha distancia de los barrios adyacentes malacitanos, como la Trinidad, el Perchel, la Victoria y la zona de Lagunillas. El activo operario comenzó a trabajar en este comercio en plena juventud, a poco de volver del servicio militar y con el lógico objetivo matrimonial con su novia Amanda, a fin de formar una estable familia. Tuvo la suerte de encontrar el considerado buen puesto de trabajo, gracias a la recomendación de un vecino amigo de sus padres, que tenía un parentesco lejano con don Zenón de la Huerta, el propietario de la muy reconocida y céntrica tienda de textiles. Sus padres Leopoldo y Fina respiraron tranquilos, pues al fin tenían a Mario, su hijo, “bien colocado”.

Debido a su constante laboriosidad, tuvo un aprendizaje en el oficio bastante rápido, convirtiéndose en un amable y experto dependiente, que entendía con eficacia todo lo relativo al mundo de los textiles; el algodón, el tergal, la alpaca, la muselina, el popelín, la gasa, el tafetán, la pana, la lana, el lino, el raso, la villela, el poliéster, etc, todos estos tejidos no tenían secreto alguno para él, tanto en los colores, calidades, precios y tratamiento de uso y limpieza. Aunque había otros dos compañeros más en la tienda, Trinidad Téllez y Emeterio Fernández, Mario Salafrán era el preferido y elegido por las bien parlanchinas clientas, que preferían ser atendidas por la amabilidad, el don de palabra y los chascarrillos, medio en broma y medio en serio, de este buen dependiente, al que muchas de estas señoras solían llamarle Mario, “el de las telas”.

El experto comerciante se mostraba siempre enfundado en una gran bata beige, con tres enormes bolsillos en los que llevaba el jaboncillo para marcar el corte y las bien afiladas tijeras, teniendo siempre a mano, como arma para la exactitud, un manoseado metro de madera que utilizaba para medir las piezas del corte solicitado. Las demandas de telas eran continuas en aquellas décadas centrales del siglo XX, pues las señoras de la casa y los talleres modistas elaboraban artesanalmente prendas de toda naturaleza, como trajes, faldas, pantalones, camisas, abrigos, ropa interior, pañuelos, paños de cocina, servilletas, sábanas y fundas de almohada. Para todos esos usos y necesidades, Mario siempre tenía el consejo justo y el aporte de experiencia necesaria que atesoraba por su permanencia en el oficio. El Dedal no sólo ofrecía todo tipo de telas a su clientela, sino que también desarrollaba el servicio de las especializadas mercerías, vendiendo tijeras, agujas de coser, bobinas de hilos, dedales, patrones, etc.

Mario se aprendía, con la firmeza de su memoria, el nombre de sus clientas, a quienes trataba con esa familiaridad fraternal, plena de simpatía, no exenta de respeto por educación y el buen nombre de la casa para la que trabajaba. Nunca ofrecía una mala cara o mirada impertinente hacia esa dubitativa señora que, mareándoles sin “piedad” le había hecho sacar de los estantes expositores hasta seis o más rollos de tejido, con esa “coletilla ya usual de “también necesito una muestra para comparar en casa”, trocito de tela que amablemente cortaba el proverbial y servicial dependiente. El saludo afectuoso del “adiós o el hasta el próximo día, tendré mucho gusto en atenderla” nunca era negado por su parte, incluso a la señora que le había ocupado casi una hora de dudas y peticiones, manchándose finalmente sin comprar nada de todo lo que amablemente le había ofrecido.

El propietario del comercio, don Zenón, tenía en gran estima el buen servicio que le prestaba Mario, quien no era dado a mirar su reloj de muñeca, para ir guardando las piezas de telas acumuladas en los mostradores, e ir pensando en cerrar las puertas y bajar las persianas metálicas del comercio, cuando las manecillas se acercaban a las 13:30 o las 20:30 de la tarde, hora en que finalizaba el tiempo de apertura. Para Mario la dureza y rutina del trabajo era su vida y la tienda era como su segundo hogar. Pero los años iban pasando por la estructura corporal del vendedor, que se mostraba cada vez más obeso, reducido en su estatura y algo encorvado. También el cabello de su oronda cabeza lo iba perdiendo, mientras aumentaba el grosor de sus lentes por las numerosas dioptrías. Pero la sonrisa de su expresión se mantenía incólume, como hacía desde el primer día, en que ocupó su puesto de vendedor. Todo ello le hacía ser más apreciado y querido, pues esa madurez vital aportaba garantía de seriedad, conocimiento y responsabilidad, en los consejos y sugerencias que recibían sus admiradas y fieles compradoras.

De manera gradual e innegociable, por las leyes de la aritmética, sus datos cronológicos le recordaban que se iba acercando a los 65 años, “temida” fecha que marcaría el inicio de otra etapa en su regular y sosegada existencia: la fase de su jubilación. Hay personas que asumen meridianamente bien ese cambio trascendental en nuestras vidas: pasar de los horarios y obligaciones reglamentadas del trabajo, a la más amplia libertad para la decisión personal. Todo el tiempo del mundo, para ir construyendo de manera autónoma esos períodos diarios de 24 horas. Antes de ese natural tránsito, cualquier profesional tiene sus horas marcadas y condicionadas por las ordenes y responsabilidades laborales. Posteriormente a su retiro laboral, se tendría que convertir en protagonista de su ocio continuo.

En el caso específico de Mario, la situación de ese gran cambio se complicaba. Unos meses antes de la fecha jubilar, su compañera de vida no despertó de una noche cruel para el infortunio. Amanda era dos años mayor que su marido, pero nada hacia presagiar ese duro desenlace. Pero son muchas las veces en que las máquinas se detienen o se averían y la cardiaca en este caso no quiso esperar una segunda oportunidad. Sin embargo, Mario afrontó el decisivo trance con entereza, “refugiándose” aún más en su cotidiano trabajo y en esa atención compensatoria, cordial y cariñosa, con las “amigas” clientas. Hombre hábil con las tareas de casa, la llevaba razonablemente bien, aunque su única hija, casada y con hijos, que residía a unas tres manzanas de la vivienda de su padre, sita en el entorno trinitario, le llevaba algunos días de la semana una fiambrera, para que tuviera un plato caliente en el almuerzo del mediodía. Ni por un momento se le pasó por la cabeza irse a vivir con su yerno y nietos (que por cierto tampoco tenían mucho espacio disponible en su modesto piso) pues era hombre celoso de su intimidad, respetando coherentemente la de los demás. No quería ser un estorbo para la vida de otras personas, por muy vinculadas o cercanas que estuvieran genéticamente.

Y llegó el temido día del adiós laboral. Exactamente, un lunes 15 de octubre, cuando cumplía los 65 años. Incluso ese significativo día no quiso faltar a su puesto de trabajo. Y ya por la tarde, su última tarde tras el querido y “abrillantado” por el uso mostrador de recia madera de pino, oscurecida por la oxidación, don Zenón bajó a la tienda (vivía en el piso superior al local comercial) y, a las 8:20, mandó cerrar la puerta, tras ser atendido el último cliente. Los tres empleados Trinidad, Emeterio y, por supuesto, Mario, junto al propietario del comercio, don Zenón, habían planeado hacer una pequeña merienda para “despedir” a toda una institución en la historia de la entidad: Mario Salafrán.

Trinidad Téllez, “ahijado” profesional de Mario, había comprado ese mediodía una botella de vino dulce de Málaga, en un colmado cercano, junto a una bandeja de canapés, que le habían preparado en el mismo establecimiento. Cuando iba a casa para el almuerzo, decidió entrar en la Confitería Aparicio de calle Comedias, que aún no había cerrado, a fin de elegir una bandejita de dulces pequeños, pero muy apetitosos para la celebración. Siempre manifestaba que era la mejor confitería de Málaga ¡con diferencia! y no se equivocaba: “la del sabor antiguo” para el disfrute.  El precio de estos artículos, para la emotiva y humilde merienda de despedida, lo había pagado de su propio bolsillo.

El mostrador de toda vida, aquel sobre el que había extendido el homenajeado centenares o incluso miles de piezas de paño, para mostrar y convencer a la clientela, sirvió de “barra de bar” en donde colocar las vituallas propias de la un tanto improvisada merienda del adiós. El propietario de la entidad le entregó a Mario un estuche de regalo, en cuyo interior descubrió una pluma estilográfica y un bolígrafo de plata, junto a una pequeña placa grabada con el siguiente texto. “A Mario Salafrán, en su jubilación. Con admiración, por sus 43 años en El Dedal”. Málaga, 15 octubre 19..”

Fue una despedida algo fría y emocionalmente triste. Las lágrimas de Mario, cuando abrazó a sus compañeros de mostrador y la salida del establecimiento, cuando el cielo se había teñido de oscuridad, fueron emotivos momentos que quedarán ya firmes para el recuerdo. Aquella noche apenas durmió. Pero el reloj cerebral le despertó a la hora usual y se dijo: ”me iré a dar un paseo por el Parque y después continuaré por el Puerto. Me sentará bien y así haré tiempo hasta la hora del almuerzo”. Comenzaba una nueva vida, para el eficaz dependiente de la tienda El Dedal.

Unos meses después de estos hechos, algunos viandantes reconocían con asombro a un hombre avejentado, más delgado de lo que era usual en su reciente figura que, caminando despacio y arrastrando un tanto los pies, con una mirada perdida en las losetas del suelo y con esa chaqueta y corbata mal anudada, que nunca le habían abandonado, se desplazaba por las aceras de las calles del centro de la ciudad, como buscando un destino sin norte. Comentaban sin cuidar el disimulo: “Pero fíjate, si es Mario, el dependiente de la tienda de telas ¡quién lo diría! No parece el mismo, se le ve terriblemente avejentado y como desorientado”.

En apenas un año, el Dedal echó el cierre definitivo de la tienda. El alma de Mario era muy grande y el engranaje comercial no funcionaba sin los diestros latidos de ese personaje que era el corazón organizador y dinamizador, detrás del mostrador. La competencia comercial de las grandes superficies, con todo tipo de ropa hecha en los centros fabriles catalanes o del extremo oriente, a precios “imposibles” para una sociedad en que las máquinas de coser, las agujas y los hilos se habían convertidos en piezas de museos o en objetos sólo usados por las abuelas, hacía cada vez menos rentable los comercios para la venta de telas. Incluso antes se practicaba en las escuelas clases de corte y confección. En la sociedad del tiempo acelerado y el todo elaborado, cada vez eran menos necesarios los pequeños comercios de barrio, para el hágaselo Vd. mismo. Curiosamente, una farmacia ocupó el local donde había “entregado” su vida un vitalista operario, dependiente para la venta de todo tipo de tejidos.

Muchas clientes aún lo recuerdan, con su ajada bata de los tres grandes bolsillos, siempre con el metro a mano para medir esos centímetros que él regalaba con generosa largueza y con esas pequeñas tijeras que cortaban con exactitud por el hilo correspondiente, sin desviarse milímetro alguno. Su generosidad nunca negaba la correspondiente muestra solicitada y evitaba poner la menor objeción o mal gesto a la aburrida y cansina petición de la insegura señora, a la que ya había sacado hasta más de seis paños de tela para la elección.

Mario amaba y necesitaba ese trabajo, que le daba sentido a su vida. Él, como otros muchos ciudadanos, no supo adaptarse a los comportamientos o roles de las personas jubiladas, por lo que cada una de las mañanas se preguntaba acerca de cómo llenar los minutos del día, sin su bata, tijeras y metro, con la ayuda eficaz del jaboncillo blanco. Le vitalizaba, como el maná celestial, la atención y el aplauso de todas esas espectadoras clientas que, al otro lado del mostrador, asistían al buen quehacer de un profesional que no sólo vendía metros de tejidos, sino esa vitalidad y convicción para hacer de nuestras realidades, elementos que justifican el caminar a través del tiempo que se nos ha concedido por el destino. Las prendas para el vestir y demás productos, pre elaborados y envasados en fábrica, han eliminado con infortunio ese contacto humanizado entre el convincente dependiente y el interesado y desorientado cliente,

Donde quiera que esté, a buen seguro que Mario seguirá vendiendo sus preciadas telas de lana, pana o algodón, a esos ángeles de las estrellas que también gustan lucir sus mejores y atractivos enseres. “Créame, señora Carmina, este tipo de tela realza mejor la calidad de su bella imagen. Ese color realza, lo digo a ciencia cierta, la atrayente magia de sus ojos. Con este tipo de tejido, soportará mejor los calores del verano y aún podrá llevarlo sin problema en el entretiempo del otoño. Señora Adela, con esta tela cuyo precio y calidad no va a encontrar en ningún otro comercio, su modista le va a hacer un traje de boda con el que va a maravillar a todos los familiares y amigos, tanto en la ceremonia como en la celebración. Doña Flora, cada día la veo más joven y guapa. Naturaleza como las de Vd. son regalos y bendiciones del cielo…” Así era don Mario. –

 

UN DEPENDIENTE DE TIENDA

EN EL RECUERDO

 


José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málag

20 agosto 2021

Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/