viernes, 28 de febrero de 2020

UN REVELADOR HALLAZGO, EN UNA TARDE DE VIENTO.

Hay personas que tienen como permanente y desafortunado hábito el quejarse por casi todo. Son aquéllos a los que parece nunca le vienen las cosas a su gusto, recreándose en los “lamentos” más o menos infundados. La lista de los agravios que dicen soportar es amplia y variada. Es como si tuvieran un amplio dossier o enciclopedia, de donde extraen el argumento que sea a fin de justificar sus suspiros, críticas y enfados, sumidos todos ellos en un infantil y cansino protagonismo. Entre esas molestias que manifiestan soportar nos encontramos el frío o el calor; la lluvia o la sequía; el precio o la calidad de las cosas; el sabor de los alimentos; los argumentos e interpretaciones  fílmicas o teatrales; el ruido o el silencio; el campo o la playa; el cansancio y dolor muscular o articular; la radio y la televisión; la talla de los zapatos o en la ropa; la lentitud o la rapidez… También la “derecha”, el “centro” o la “izquierda” ideológica. En definitiva, casi todo les parece mal (son personas negativas, por naturaleza) y nos aturden con su quisquillosa manera de ser. Son los “quejicas profesionales” que acaban amargándonos tantas tardes de posibilidades para la ilusión. La mejor terapia, contra estos inconformistas permanentes, es tratar de hacerles el más relativo caso. Evitar concederles la importancia de la que carecen, pero que ellos están siempre buscando con sus críticas constantes y lamentos banales, tan alejados de un saludable sentido positivo de la existencia.

Uno de los motivos para la queja o protesta en este incómodo tipo de personas es el viento, elemento meteorológico que les condiciona el proyecto a desarrollar en el día, la ropa a utilizar e incluso el estado anímico en que se encuentran. A esta necesaria dimensión de la naturaleza atmosférica suelen dedicar escasas o nulas palabras bonitas, “adornándola” por el contrario con gruesos epítetos descalificatorios.  Pero ¿qué es el viento? Por definirlo con palabras fáciles de entender, es el aire que se mueve, con más o menos violencia o rapidez, desde un  lugar a otro en la atmósfera. Si expresamos esta realidad natural con un lenguaje geográfico o técnico habría que decir: es el aire que se desplaza de un lugar con alta presión o anticiclón, a otra zona con baja presión atmosférica o borrasca. A partir de ahí, los obsesivos de las quejas no conocen o valoran las bondades de ese viento que dicen denostar.

Resumamos algunos beneficios de esta magnitud natural, sea en forma de suave brisa, viento o impetuoso temporal, según la intensidad y rapidez en ese desplazamiento eólico de la masa de aire. 
El viento empuja las velas de las embarcaciones que se desplazan en el mar; facilita la generación de una energía limpia e inagotable, en los campos o centrales eólicas (Eolo, en la mitología griega era el dios de los vientos); mueve las aspas de los molinos que producen la  harina, el aceite o el vino; facilita la dispersión de las semillas vegetales por toda la naturaleza; ayuda a secar la ropa lavada y puesta en los tendederos; facilita la “curación” de algunos alimentos, tanto en la chacinería, como en el pescado, también la maduración de los caldos o vinos en las bodegas; mueve el oleaje, para favorecer la oxigenación y la vida marina; balancea el ramaje de los árboles en los bosques, además de las mieses de cereales o leguminosas en los sembrados, para su proceso edafológico, movimiento con el que estos elementos naturales simulan “tener vida”; refresca los días de intenso calor; despliega los lienzos de las banderas y otras piezas textiles ornamentales y simbólicas; produce esos limpios sonidos, con los que identificamos las diferentes estaciones anuales; los comercios de ropa también reciben su influencia, para la venta de las prendas de abrigo… Justo sería también acordarse, en este momento, de las varillas rotas de los paraguas, la caída de las cornisas mal fijadas, el vuelo de los sombreros y las gorras y, dramáticamente, la destrucción de tejados y viviendas, con los ciclones tempestuosos que asolan a veces nuestras ciudades. También y de alguna forma, la dimensión eólica del aire es uno de los protagonistas de la siguiente historia.

Hacía apenas una semana en que Mariela había roto con su pareja Fraso, después de casi un año de relación afectiva. Eufrasio, compañero de estudios en la facultad de Filosofía y Letras, estaba cada día más condicionado por su concienciación y activismo de naturaleza política, perteneciendo a diversas plataformas y comités antisistema, próximos a la ideología ácrata. Esa mentalidad libertaria, que tenía una clara influencia paterna (un profesional mecánico de coches y motos, en un taller de la población malacitana) también quería aplicarla a las relaciones que mantenía con su pareja, actitud con la que Mariela no “comulgaba”, ofreciendo una firme reticencia para preservar su intimidad. El colmo de la exigencia y el subsiguiente desajuste afectivo llegó una tarde de domingo, cuando Fraso le dio un pequeño mitin ideológico acerca del amor libre, tendencia en la que él era un ferviente profeso. Como consecuencia, la joven mandó a “hacer viento” a tan libertario compañero, respuesta a la que el chico no opuso especial resistencia o discrepancia: “Ya encontraré a otra pareja más abierta que tú, a la aplicación del sistema libertario en las relaciones de sexo”, desafortunadas palabras que sellaron esos ocho meses de vínculo en pareja, período en el que hubo buenos y más complicados momentos.

El sábado se había presentado con ese nublado plomizo que para muchos no estimula precisamente a la actividad. Mariela no tenía para ese día una urgencia clara para aplicarse en el estudio, pues no había pruebas cercanas en la facultad. A media mañana había telefoneado a su amiga de curso, Graciela, a fin de dar juntas una vuelta por la tarde, merendar y acudir al cine, para ver “Parásitos”, ganadora de los últimos premios Oscar 2020, concedidos por la Academia de Hollywood. Quedaron citadas a eso de las 17 horas, en las cercanías de la Plaza de la Merced, para hacer la merienda en alguno de los populares establecimientos para el tapeo y las infusiones instalados en la zona norte del populoso lugar. Irían después al cine, en la sesión de las ocho. Sin embargo la meteorología se iba “estropeando” a medida que iban pasando los minutos, levantándose un fuerte viento de levante que cimbreaba las ramas de los árboles, los toldos y las ventanas de las viviendas. Graciela estaba sola aquel día en casa. Sus padres, Casimiro y Leonora, estaban disfrutando de una excursión de cuatro días, por tierras de Ciudad Real, organizada por la Peña El Relicario, a la que ambos pertenecían. En cuanto a su hermano mayor, Tobi, estudiante de “Teleco” tenía la tarde comprometida con un grupo de clase, ya que estaban preparando una próxima acampada para el siguiente “finde” en una zona rural del alto Guadalquivir. Se trataba de una familia sencilla, modesta, de clase media/baja, sin mayores problemas de convivencia.

Serían aproximadamente las 16:30 horas cuando una llamada en su móvil la despertó de su apacible letargo, disfrutado apaciblemente en el sofá del salón. Graciela se disculpaba ante la imposibilidad de poder acudir a la cita programada. La abuela había sufrido una dolorosa caída en casa y se veía obligada a acompañar a su madre al servicio de urgencias, donde la señora mayor tendría que ser reconocida por los facultativos. Mariela no se desanimó por el contratiempo. Se abrigó un poco y decidió “echarse a la calle” para dar un buen paseo y tal vez acudir a la película inicialmente prevista.  Pero a la desagradable ventisca se había unido un constante “chirimiri” de lluvia que mojaba el cuerpo, a pesar de la protección del paraguas. La intensidad eólica del aire racheado mojaba diversas partes del cuerpo. Precisamente su paraguas de color violeta acabó, como los de otros viandantes, con las varillas lastimosamente dobladas. Ante la perspectiva de una tarde en extremo ventosa, enfriado e hidratado el cuerpo por la lluvia constante, tomó la decisión de volver al hogar familiar. Allí, después de prepararse una suculenta merienda, consistente en infusión de jengibre en una  taza caliente con bebida de soja, además de unas galletas, comenzó a darle vueltas a la cabeza, pensando en cómo pasar el resto de la tarde.

Recordó que de pequeña disfrutaba rebuscando en el viejo arcón de madera, que había pertenecido a su abuela Marcela y que permanecía guardado en el amplio trastero que su padre compró en su momento, al trasladarse a ese su piso de siempre. Le apetecía repetir aquellos días de “travesuras” cuando su madre estaba ocupada en las tareas de la casa o había salido a la calle. A este fin tomó la llave del trastero, bajando a continuación al garaje comunitario. Una vez franqueada la puerta de ese espacio para el desahogo familiar, se topó con las bicis, el viejo tocadiscos, algunas “chamarretas” pasadas de moda, muchos juguetes de la infancia e incluso losetas sobrantes  de la última  reforma realizada en la cocina del piso. Y allí seguía el viejo y nostálgico arcón de madera repujada de encina, con rígidos apliques metálicos de protección. Pero había olvidado la “medieval” llave de hierro, que liberara la pesada tapa. En pocos minutos volvió con esa llave de anticuario, cuya forma tanta gracia le hacía. Una vez levantada la pesada tapa, se encontró con ese apasionante “tesoro” de los viejos y entrañables recuerdos familiares que la abuela siempre se había preocupado en conservar.

Repasando y jugueteando con unas y otras prendas, reparó en el fondo del arcón. Allí descansaba, en una de las esquinas, una cajita de madera, primorosamente labrada, a modo de cofre, con la cerradura bien “echada”. Su tamaño era similar al de una caja de zapatos. Lo intentó un par de veces, pero la cerradura cumplía eficazmente con su cometido. Recordó que Tobi, su hermano, en cierta ocasión le enseñó a usar una ganzúa, para abrir determinadas cerraduras. Utilizaba para ello una pequeña navajilla, de punta afilada, con la que se liberaba el clip de cierre, mediante una serie de giros aplicados con cierta destreza. Se preguntó si su hermano conservaría aún aquella vieja y útil navajita de acero. Subió una vez más a la casa, rebuscando en el ordenado desorden de una habitación utilizada por un activo joven de 21 años. En uno de los cajones de la mesa de estudio, perdida en un mar de papeles y objetos varios, encontró para su suerte la pequeña navajilla plateada, con el mango azul de nácar.

Probablemente fue al quinto o sexto intento, la oxidada cerradura permitió que el clip del bombín saltara, con lo que la tapadera del coqueto cofre quedó liberada. ¿Y qué había en el interior del reducido habitáculo? Envuelto en un lienzo de fieltro rojo, encontró un manojo de cartas (no las contó, pero seguro que su número superaba la decena) en sobres bien amarillentos, debido al paso natural del tiempo. Esas cartas estaban fechadas a mediados de los años cincuenta de la anterior centuria y la repetida destinataria era la añorada y querida abuela Marcela. Los escritos estaban remitidas por un tal Ventura

Al estar los sobres abiertos, Mariela no tuvo dificultad alguna para acceder a los contenidos del misterioso o extraño remitente. Tenía toda la tarde/noche disponible para leer, con extrema y traviesa curiosidad, qué le escribía este hombre a Marcela. Tras una hora y media de nerviosa lectura (el contenido de algunas misivas tuvo que repetirlo más de una vez, para entender mejor las razones y comportamientos de unos y otros protagonistas en la muy “peculiar trama”) se vio ya en condiciones de tener una idea más o menos cabal del misterio que encerraba el inesperado cofre. Se preparó una apetitosa infusión de jengibre, añadiéndola una cucharada de leche condesada que ayudaría a endulzar la bebida caliente, sentándose a continuación sobre su cama, apoyando la espalda en unos mullidos y cómodos cojines rellenos de goma espuma, que servían a modo de cabecera. Fue hilando todos los flecos de lo que sin duda pudo ser una gran historia amor, en sus raíces familiares.

Eran los años cincuenta, en la cronología central de la España franquista. No era fácil en aquel tiempo de rígidas censuras e hipócritas costumbres, condicionadas por el nacional catolicismo, mantener un comportamiento ilícito y secreto en lo sexual, por esos pueblos rurales de la más profunda y austera Castilla. En ese especio geográfico estaba situada el hogar de los abuelos, por parte de su padre. No cabía duda alguna, a tenor del contenido de las calidad y tiernas misivas. La abuela Marcela “engañaba” a su esposo Efrenio con ese individuo, probablemente dotado con “irresistibles” atractivos, llamado Ventura. Lo más extraño del caso, es que en el contexto de esos intercambios, tanto epistolares, como también de otra más intima naturaleza, aparecía la palabra “embarazo” y la alegría de ambos por haber dado a luz a un crío, del que no se decía nombre alguno en las cartas. Mariela siempre pensó que la abuela sólo había tenido un hijo que, lógicamente era su padre Casimiro. Por lo tanto se preguntaba, una y otra vez ¿qué había detrás de toda esta trama? Caían abundantes goterones de lluvia en la calle, el fuerte viento silbaba sin descanso, cimbreando las juntas y cristales de las ventanas, mientras la joven estudiante de Filología Hispánica cavilaba una explicación coherente, que pusiera un poco de luz a una historia que, por momentos, se iba tiñendo de variados cromatismos adjetivales.

Dejó pasar unos cuantos días, mientras mantenía el fajo de cartas a buen recaudo en el fondo de unos de los cajones de su mesa de trabajo. Pero durante el siguiente viernes, coincidieron solos en casa por la tarde padre e hija. Mientras merendaban, Mariela se levantó de la mesa y acudió a su cuarto para recoger el conjunto epistolar de su abuela, presentándolo a su padre con una valiente sonrisa seguida de la correspondiente pregunta: “Papá, me puedes explicar la verdadera historia que expresan estas cartas? No me cabe la menor duda de que tú puedes ayudarme a comprender este puzle sentimental”.

La expresión de Casimiro, de manera inesperada, no fue de extrañeza. Sabía que alguna vez, ese manojo de cartas, que él bien conocía, iba a salir a la luz. Por lo tanto sonrió a su inquieta hija diciéndole: “Vamos al salón y conversamos tranquilamente. No te preocupes que te explicaré el trasfondo que hay detrás de todos esos párrafos, que habrás leído más de una y dos veces. Algún día tenía que pasar. Y ha ocurrido cuando una maravillosa hija, ya mayor de edad, ansía conocer un poco mejor acerca de su pasado familiar. Pero antes tráeme, por favor, una copita de ese anís dulce que sabes tanto me gusta. Me ayudará a ser más expresivo”.

“Tu abuela Marcela era una buena mujer. Te lo aseguro. Pero como tantas veces ocurre en la vida, nuestra perfección es limitada. Se sentía infeliz, aunque lo disimulaba (según me han contado) ante el hecho penoso para ella de no poder quedarse embarazada, impidiéndole tener descendencia. El abuelo Efrenio, su marido, era impotente. Entiéndeme, desde un punto de vista químico. Eran años de escasez y sin los adelantos con los que tu convives en la actualidad. El abuelo, que era un hombre de pueblo, tozudo, sin apenas cultura, pero muy cumplidor de su trabajo en el campo y con el ganado, a su manera también sufría, a ver que su Marcela era desgraciada … “por su culpa”. El buen hombre se sentía responsable de esa pena que afligía a “su hembra”. Así que un buen día, la cabeza y el corazón de Efrenio le llevaron a cometer la “locura” de negociar un amor prohibido con Ventura, un ex legionario que al abandonar el Tercio se había dedicado a la crianza de ovejas, vacas y caballos. Este libertino personaje había procreado muchos hijos y no dudaba en liarse con toda la que se le pusiera a “tiro”. Era compañero en la tasca del abuelo, quien le entregó un buen dinero y algunas yeguas por el servicio que le iba a prestar, que no era otro que “rondar “ a la Marcela en secreto, por supuesto, y dejarla preñada lo antes que fuera posible (no era preciso esperar en demasía, dada la probada potencia sexual de este verdadero macho ibérico”.

Mariela escuchaba a su padre con toda la atención del mundo. Poco a poco iba vislumbrado esa entramada historia, que difícilmente se le había podido pasar por la cabeza. En cuanto a Casimiro, aunque trataba de mostrar entereza, la procesión le iba por dentro. Confesaba a su hija que Efrenio no era su padre genético. Que él era producto a la desesperada de un marido impotente, que contrató a “un vivales” del sexo para que su mujer tuviera un hijo, ya que la química de su organismo no se lo iba a permitir nunca, con los conocimientos de aquella ya muy lejana época.

“De hecho, Mariela, yo conocí la verdadera historia de mi procreación cuando con 19 años, tu abuela se puso muy malita, con unas fiebres que pensábamos que se iba a marchar a la otra vida. Sintiéndose tan mal, me confesó que yo era hijo de un hombre que la rondó durante unos meses y que al cabo del tiempo desapareció del pueblo. Algunas personas han comentado que se fue al África. No lo sé … de él nunca más se supo. Corría una leyenda o chascarrillo en el pueblo (ha llegado a mis oídos) que situaba al Ventura de portero y jardinero en un convento de monjas teresianas ¡Pobres hermanas sucesoras de la Santa de Ávila, en caso de ser cierto este comentario popular!”

Con el bagaje temático de aquellas doce cartas de amor, Mariela escribió su primer libro, como joven y prometedora autora literaria. Hoy, además de impartir clases en un instituto público de enseñanza secundaria, ejerce también como escritora profesional, llevando publicados hasta el momento tres novelas, creaciones con las que han tenido un apreciable éxito de ventas en las librerías. Por cierto, ese su primer libro lleva en la tercera página una especial dedicatoria. Con gratitud, cariño y admiración para Marcela, una mujer valiente en tiempos difíciles. Gracias, por la vida”.-



UN REVELADOR HALLAZGO, EN
UNA TARDE DE VIENTO



José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
28 Febrero 2020
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           





viernes, 21 de febrero de 2020

EL COLOR Y EL AROMA INOLVIDABLE DE LAS FLORES.

Todos los sentidos y capacidades de la naturaleza humana son importantes y necesarios, para desarrollar una mejor calidad de vida. El sentido conceptual de esta frase supone una obviedad, sin embargo es necesario repetirla y aplicarla para no “olvidarla”. Y esta última palabra nos trae a la mente la imprescindible, por decisiva, facultad que nos proporciona la memoria. La persona que perdiera totalmente esta insustituible capacidad quedaría penosa y peligrosamente “huérfana”, desorientada y sin fundamentos, a fin de poder moverse y subsistir en este abigarrado mar social en el que nos hallamos insertos. En más de alguna ocasión el profesor explicaba a sus alumnos el siguiente aserto: una persona que careciera del menor dato o conocimiento histórico sería como un ser amnésico, sin ese recurso innegociable para la existencia como es la memoria.

La capacidad de recordar es una cualidad o facultad, hay que repetirlo, absolutamente imprescindible para la vida. Cierto es que no todos poseemos los mismos niveles de memoria. Ese mismo profesor del que hablamos reflexionaba acerca de ese o esos alumnos que tiene en el aula y que no trabajan lo suficiente, realidad que observaba en el trato diario de las clases, confirmada por la manifestación que hacían los padres acerca del tiempo que su hijo dedicaba al estudio en casa. Pero, por extraño que parezca, esos escolares escasamente trabajadores aprobaban bien sus ejercicios y exámenes. Incluso lo hacían con buenas calificaciones. A pesar de estar contratado el escaso tiempo que aplicaban a los libros y a los apuntes. Y ¿cuál era y es la causa de esta curiosa paradoja? En la mayoría de los casos (aunque no siempre) la explicación del éxito en estos escolares “vagos” hay que encontrarlo en esa potencialidad para la memoria (y el ejercicio de la misma) con que la naturaleza les ha dotado.

Como ocurre con cualquier otro componente de nuestro organismo, físico o mental, también nuestra memoria necesita el adiestramiento y el ejercicio continuo para su imprescindible vitalización. En caso contrario, va perdiendo eficacia y capacidad de respuesta para nuestro servicio. Una persona que apenas camina, va reduciendo progresivamente la masa muscular en sus piernas. Si no hacemos esfuerzos de potencia y peso, la correspondiente masa muscular de nuestros brazos va perdiéndose, limitándose progresivamente aquella fuerza que en algún momento necesitamos aplicar. Si nunca subimos escaleras o avanzamos por las laderas de una montaña o colina, nos “ahogaremos” con una manifiesta falta de oxígeno, cuando algún día tengamos que subir los peldaños o tramos de alguna escalera. Pues igual ocurre con nuestra mente. Si no la ejercitamos, se adocenará, día tras día, hasta quedar “bastante plana” como para resolver cuestiones de mínima o mayor envergadura. Si no entrenamos la memoria, esta facultad perderá vitalidad y eficacia para la respuesta. Con la inquietante realidad de que podemos llegar a perderla, de manera penosamente irremediable.

Hace ocho años ya, desde que unos infortunados acontecimientos produjeron un profundo cambio en la estable vida de Akia. Hasta entonces (tenía 47 años) organizaba su tiempo de una manera muy aburguesada y ociosa. En aquel momento sumaba exactamente dos décadas de un normalizado matrimonio con Nerio, unión que sin embargo no había tenido el regalo de “la cigüeña” pues, aunque visitaron diversas clínicas especializadas a lo largo de este tiempo, su infertilidad genética carecía de una factible solución médica. Aunque había estudiado la licenciatura de Biología, nunca llegó a ejercerla, tanto en la investigación como en la docencia. Su marido era un importante ejecutivo, muy buen retribuido, vinculado a una poderosa institución financiera multinacional, por lo que no tenían necesidad alguna de una entrada supletoria de capital en la familia. La vocación docente no era lo suyo y para la actividad investigativa nunca se sintió realmente animada y cualificada. Por todo ello se entregó al cuidado y organización de su hogar, al trato con las amigas, especialmente en la profundidad social de las tardes, completando el tiempo de la distracción con la práctica de la lectura y las visitas al cine, evitando perderse alguno de los principales estrenos en la multipantallas de su cosmopolita ciudad. En ocasiones acompañaba a Nerio en sus frecuentes viajes de negocios, tanto en el marco territorial nacional, como también por diversos países extranjeros.

Pero aquella noche de otoño, todo cambió para ella, de la manera más inesperada y cruel en su normalizado y supuesto equilibrio. Su marido, con la frialdad del hielo y la fuerza de la sinceridad, le confesó después de la cena que iba a ser padre. Su secretaria personal, Carol, una diplomada experta en marketing empresarial y con la que mantenía una secreta relación sentimental desde hacía casi dos años, iba a tener una niña, paternidad que ib﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ernidad que e aria personal Carol al nacional como tambiél nunca negó. Aunque superaba a la chica en veintitrés años, se sentía feliz con la ilícita relación que ambos mantenían y estaba completamente decidido a emprender una nueva vida al lado de la futura madre.

Pero con la muy importante compensación o indemnización económica que recibió de su ex marido, tras la negociación llevada a cabo por expertos abogados matrimonialistas, además del lujoso piso que hasta el momento ambos habían cohabitado, se dispuso también ella a reiniciar una existencia lastrada por el fracaso afectivo, superando con gran entereza y equilibrio la drástica infidelidad conyugal de la que había sido objeto. Su amiga de siempre, Maica fue la primera que le puso voz y proyecto a una antigua ilusión que Akia siempre había mantenido, como divertida experiencia para su nueva vida. ¿Y por qué no te embarcas, ahora que tienes todo el tiempo del mundo, en ese constante proyecto del que, en los momentos de mayor sinceridad y deseo, me confiabas? Es una aventura desde luego, pero siempre me pareció un precioso reto el intentar montar una elegante y al tiempo espectacular tienda de flores. No hay comercio más noble, virtuoso y vinculado con ese entorno natural que tanto amas, como el emplear tu tiempo en satisfacer la demanda de muchas almas sensibles y especiales, que valoran más comprar, tener o regalar una flor, sobre cualquier otro producto, por lujoso u ostentoso que éste sea o parezca”.

En apenas cuatro meses esa bien montada floristería, denominada JARDINIA, abría gozosamente sus puertas al público. Ocupaba un céntrico local, a no mucha distancia del gran monumento catedralicio de la ciudad, espacio cuyos 60 metros cuadrados de superficie útil se veía acompañado e inteligentemente ampliado por un coqueto patio interior. Desde ese lugar dotado de luz natural, el sol entraba en la zona comercial del negocio durante algunas horas del día. Además en ese patio habían instalado una pequeña fuente, que transmitía el chapoteo acústico del agua y daba frescor a los numerosos recipientes que contenían los racimos de flores, precioso material que posteriormente iba a ser expuesto en las bancadas comerciales del elegante y vegetal establecimiento.

Akia quiso desde el primer momento que Maica le acompañara en esta delicada, pero siempre ilusionada, aventura comercial, firmándole administrativamente  un contrato laboral para que entre ambas llevaran el negocio de la venta de flores. Su amiga no lo dudó un instante, abandonando el trabajo de representación que en ese tiempo desarrollaba y que no era otro que la venta domiciliaria de productos cosméticos. 

Poco a poco, pero con la tensión voluntariosa que para su sorpresa iba descubriendo en sí misma, Akia fue recuperando la estabilidad y la alegría de vivir una nueva modalidad de existencia. El negocio floral iba bastante bien (con ventas “oxigenantes” en fechas de onomásticas generalizadas, así como en Navidad, San Valentín, fiestas de final de curso y veraniegas, natalicios, bautizos, bodas, cumpleaños, también sepelios, romerías, Semana Santa, etc). Para su suerte Maica era una excelente colaboradora y amiga, pues sabía aplicar su natural “don de gentes” a la cuidada pero al tiempo variada clientela que sostenía un negocio que hacía homenaje a la sensibilidad humana. Incluso la relación con Nerio, su ex, se adornaba con el más civilizado trato relacional de dos personas que habían convivido durante más de cuatro lustros juntas. Pero el destino tiene sus leyes caprichosas, cuya comprensión y lógica escapa, en la mayoría de las ocasiones, a toda racionalidad o previsión. Y esas nubes de color gris que opacan la claridad solar no actuaban sólo en la continuada convivencia de Nerio y Carol, cuya notable diferencia de edades iba produciendo “desajustes” en el comportamiento conyugal, una vez desaparecidos los incentivos de los encuentros furtivos y traviesos que habían mantenido durante su ilícita relación afectiva. La preocupación había llegado también a la vida de Akia.

La propietaria de la floristería era aún una mujer relativamente joven, pues sus 56 años eran muy bien llevados, por un organismo corporal sin mayores problemas de funcionamiento. Con fortuna no estaba sometida a la debilidad del tabaco. Sus ingestas diarias reflejaban una alimentación normalizada (tal vez, con alguna simpática debilidad en los postres) y, aunque no practicaba el deporte de manera constante, algunos fines de semana solía caminar por entornos naturales, acompañada tanto por Maica como también por otras antiguas amigas, compañeras del colegio religioso en donde habían estudiado durante su niñez y adolescencia. ¿Cuál era entonces la naturaleza de esos problemas que comenzaron a enturbiar la serena vida de esta buena mujer?

Todo comenzó con los típicos olvidos que afectan a casi todas las personas, a medida que se van cayendo las hojas temporales del calendario. “¿Dónde he puesto las llaves, el reloj, las gafas o la tarjeta de crédito?” Más tarde, llegaron problemas con la memorización de los números de teléfonos y con el propio carnet de identidad. Dificultad para concretar las palabras con las que nombran a los alimentos usuales. Ese “lo tengo en la punta de la lengua, pero no me sale” se le hacía “demasiado” habitual. También se “borraban” en su mente los nombres de personas con las que había tratado, los títulos de las películas famosas, las fechas y las horas de las citas médicas, los cumpleaños y las onomásticas de sus familiares y amigos cercanos. Se mezclaban en ella recuerdos clarividentes de la infancia y olvidos totales de acontecimientos o hechos importantes insertos en su biografía. Cuando al fin aceptó que Makia la llevara al neurólogo, los primeros análisis reflejaron importantes “vacíos” en señalar, por ejemplo, la comida que había tomado “ayer noche” o en concretar/equivocar el día de la semana que señalaba en ese momento el almanaque. Los fallos en la orientación comenzaron también a surgir: el ubicar con acierto los barrios de la periferia o no reconocer con exactitud dónde se encontraba, de manera especial durante las horas nocturnas. Ya fue más doloroso cuando confundía a determinados familiares, aunque tuviese con ellos un trato no habitual o espaciado.

El especialista médico, tras las entrevistas y la comprobación de las diversas pruebas aportadas, como resonancias magnéticas y ecografías craneales, le prescribió un progresivo tratamiento farmacológico, a fin de  “alimentar” esa la circulación intracraneal que favoreciera la permanencia, en lo posible, de la memoria próxima. Informado de estos hechos por Maica, Nerio se prestó sin dudarlo para acompañar a su antigua compañera en las visitas médicas, consultas a las que Akia era un tanto reticente, pues no aceptaba esa situación orgánica que, aún con lentitud, le iba afectando.

Akia, junto a su amiga y colaboradora, continuaba atendiendo a su tienda de flores. Sin embargo había momentos del día en que la asistencia de clientes era muy reducida o prácticamente nula, tiempos en los que Maica sacaba de un armario algún material preparado para ayudar a la activación de la memoria. Eran ejercicios mentales que su íntima amiga aceptaba realizar como entretenimiento y saludable terapia. Entre esos ejercicios, los había simples y otros más complicados, pero todos ellos facilitaban ese ejercicio neural que si no se practica puede desvitalizar nuestro cerebro, al igual que ocurre con la masa muscular de nuestro organismo cuando no se practica ejercicio físico alguno. ¿Y cuáles eran algunos de esos ejercicios?

Por ejemplo, la lectura de textos y frases al revés (al igual cuando vemos el reverso de un cristal, en cuyo anverso está escrita una frase más o menos larga). Ejercicios simples (o más avanzados en la dificultad) de cálculo aritmético. Los bien conocidos sudokus, sopas de letras y crucigramas. La conformación correcta de las diversas piezas que contienen los puzles, con diversos grados de complejidad. El resumen de textos escritos o argumentos de películas visionadas, con los nombres de ficción de los más significados intérpretes. La expresión de recorridos callejeros, con los nombres de las vías, ayudándose de simples planos urbanos. La narración de pequeñas historias, aplicando el sugerente ejercicio de la escritura. La ordenación del contenido de las cajoneras, en los armarios de los dormitorios, en los muebles de cocina y en los aparadores de la sala de estar u oficina. La visita a museos de los más variados estilos artísticos, leyendo los textos explicativos de muchas de las obras expuestas y haciendo interpretaciones personales de algunos cuadros o composiciones escultóricas, sin estar mirando las obras en ese momento. Y así, un largo etc.

El tiempo cronológico continuaba impasible su progresivo caminar en el calendario. Y en ese recorrido iba jalonando de cambios, novedades y experiencias, la vida de todos nuestros protagonistas. Nerio se encuentra actualmente prejubilado, con una cuantiosa indemnización o compensación recibida, tras la integración de su entidad bancaria en una corporación financiera de ámbito mundial, con centro en la asiática Tokio. Preside la Asociación de antiguos miembros del banco en el que estuvo trabajando durante casi cuatro décadas. Viaja mucho, siempre acompañado por nuevas conquistas afectivas, que bien recrean su activo equilibrio lastrado por la edad. Por su parte Carol, siempre abierta al trato con personas maduras (actitud derivada de su constante y no resuelta inmadurez) mantiene una ardiente relación sentimental con un magnate del petróleo, Iraquí de nacionalidad, con mucho dinero en sus bolsillos y más años a sus espaldas. Maica ya no trabaja en Jardinia. El frustrado proceso de su atracción por Akia, en ningún momento correspondido por su amiga y dueña del establecimiento, le aconsejó experimentar nuevos aires en el quehacer diario. En la actualidad es directora de casting en una compañía que rueda spots cinematográficos para empresas de publicidad.

Jardinia sigue atendiendo las demandas florales de una muy contrastada clientela. Su directa gestión diaria es llevada por una joven gerente, llamada Abigail, cualificada persona que la aún propietaria del establecimiento conoció en una sesión de rehabilitación, cuando la vital chica acompañaba a su madre. En cuanto a Akia … tiene sus días mejores u otros más nublados, aunque su deterioro mental se ha ralentizado de manera muy esperanzadora. Su dinámico neurólogo ha encontrado un poderoso e inesperado  aliado para el tratamiento de la memoria. Los colores de la naturaleza y las fragancias en el aroma de las flores, ejercen sorprendentes y positivos resultados, para enriquecer y mantener el acerbo relacional de su paciente, plenamente ilusionada con el cuidado de las flores, ese don maravilloso a modo de maná bíblico, que la naturaleza no regala en cada uno de los días.-  


EL COLOR Y EL AROMA INOLVIDABLE 
DE LAS FLORES



José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
21 Febrero 2020
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es