miércoles, 31 de agosto de 2022

ENSEÑANDO EXPRESIVIDAD.

 

La dinámica del calendario no se detiene en su recorrido, salvo en la creatividad de la imaginación o en la fijación de los recuerdos. Fiel a su compromiso anual, llega un nuevo septiembre a nuestras vidas. La significación de esta mensualidad puede ser muy contrastada, en nuestras apreciaciones personales o colectivas. Analicemos algunos referentes de este décimo mes anual. Finalizan las gratas, y siempre cortas, vacaciones del verano; la tórrida temperatura estival comienza a transformarse en un mayor frescor y en muchos climas llegan las muy necesarias lluvias otoñales; la duración de la luminosidad solar continúa reduciéndose, llegando el atardecer y la noche unos minutos antes, en cada uno de los días; es el mes del “reinicio” para muchos, laboral y sobre todo escolar; el cuarto trimestre del año, que comienza en este mes, es la antesala de la estación invernal, con las densas efemérides navideñas y el nuevo año; es también una oportunidad para iniciar o renovar todos esos proyectos, grandes o más modestos, que ilusionan y lustran nuestro caminar por la vida; la plástica visual o natural de la caída de las hojas, dejando el arbolado mucho más ligero en su frondosidad, es un bello espectáculo que hace gozar a los espíritus románticos y absortos en la nostalgia. Sin embargo, entre todas estas importantes transformaciones estacionales, que nos trae el otoño, destaca sobre manera, como emblema de este mes profundamente renovador, la vuelta de la población escolar a los colegios, institutos o a los campus universitarios de la enseñanza superior. Alumnos, maestros y profesores se reencuentran, para avanzar formativamente aplicando la enseñanza y el aprendizaje, en la ciencia, la cultura y en los valores, que a todos motiva, que a todos afecta. Centrémonos ya en esta indeleble y saludable imagen septembrina, del maestro que vuelve a tomar contacto ilusionado con sus alumnos.

Vidal Segarra, ejerce el magisterio docente en la educación primaria, estando especializado en el área de la lengua española. Obtuvo plaza de funcionario, tras haber trabajado durante años en un colegio de titularidad privada, vinculado a una institución religiosa. Pero le atraía prestar sus servicios en la enseñanza pública, en donde había desarrollado todo su currículo escolar, por lo que superó las esforzadas oposiciones a las que concurrió a sus treinta cinco años, en plena madurez profesional. Fue destinado a un colegio público ubicado en una importante localidad de la comarca cordobesa, ciudad donde nació. Precisamente, en esa bella y sosegada ciudad, Lucena, conoció a la hoy es su querida compañera conyugal, Lina, licenciada en química y que trabaja en el laboratorio del Hospital Central de Lucena, adscrito al SAS. Tienen una hija, llamada Nela, quien en este momento cursa ya cuarto curso de la Enseñanza Secundaria Obligatoria.

Este vocacional profesional de la educación se siente aún joven y con razonable responsabilidad para hacer bien su cometido profesional, en el centro escolar en el que lleva adscrito 18 años (su DNI marca la edad de 53 años) básicamente como profesor de lenguaje. En base a la muy importante materia curricular que ha de impartir, observa con preocupación el cada vez más pobre nivel expresivo que tienen los niños y los adolescentes en la actualidad. Precisamente en una época verdaderamente avanzada en el uso de las NN.TT. con los poderosos y versátiles medios electrónicos e informáticos disponibles en los hogares y centros educativos, a disposición de la mayoría de los niños y los jóvenes que conforman la estructura social. Efectivamente, sus alumnos de 6º curso de formación primaria, con una edad media de 12 años, tienen en la inmensa mayoría de sus domicilios ordenadores, tablets y móviles telefónicos de avanzada y poderosa generación. Con estas máquinas digitales, conectadas a Internet, los chicos contactan y navegan sin dificultad por las más populares redes sociales, de manera especial por ese chat universal que hoy es el WhatsApp. Tiene conciencia de que los textos escritos que viajan por esas intercomunicaciones adolecen de una pobreza léxica, semántica y narrativa verdaderamente digna de preocupación. Sobre todo porque, al igual que hacen los jóvenes con el lenguaje escrito por Internet, cuando se expresan de manera oral, repiten los mismos modismos y carencias expresivas utilizadas en el pobre léxico que atesoran. Resume su percepción del problema utilizando una frase coloquial e ilustrativa: los alumnos cada vez hablan y escriben peor. Su pobreza de vocabulario es realmente lacerante. A eso hay que añadir que el nivel de lectura que los niños aplican no es desde luego el más esperanzador. Cuando escriben lo hacen empleando frases cortas, con abundantes monosílabos y palabras apocopadas, que escaso bien aportan a su debilidad gramatical.

Este maestro siempre ha sido un fiel cumplidor de las programaciones de aula. Sin embargo, para este curso ha decidido dedicar un 20% de las cinco horas semanales de clase en su materia, para que los alumnos practiquen la técnica gramatical de la redacción. Desea con ello ir recuperando y mejorando esa capacidad, cada vez más perdida, como es la de escribir y disfrutar haciéndolo cada vez con una mayor perfección. Recordaba aquellas antiguas redacciones que había que presentar al maestro, como trabajo de casa o de aula y que eran devueltas a los alumnos una vez leídas, corregidas y puntuadas.

Para llevar a cabo su sencillo proyecto, dedicaba a este fin la hora de clase del viernes. Propondría un tema a desarrollar por escrito, que los alumnos redactarían, siguiendo unas normas básicas que ya había explicado en clases precedentes. En principio descartó el formato del microrrelato, pues lo que deseaba es que el alumno desarrollara su narrativa, sin tener que someterse a las pautas limitativas de espacio y palabras que impone esa modalidad. Una vez presentadas las redacciones, las leería, corregiría y calificaría durante el fin de semana, eligiendo los tres mejores trabajos. Lo importante era que sus alumnos recuperasen o alcanzaran el placer de escribir y lo hicieran cada vez con una mayor perfección. Se puso en contacto con la asociación de padres de alumnos y con la empresa de los multicines de la localidad. Esas tres mejores redacciones serían premiadas, cada una de ellas, con dos entradas de cine, para asistir a una de las películas exhibidas. Además, las tres redacciones semanales premiadas, quedarían expuestas en el tablón de anuncios del colegio, con los nombres y apellidos de sus respectivos autores.

También añadía ese otro objetivo de volver a recuperar el placer de la escritura caligráfica o manual, utilizando el bolígrafo, el lápiz y la libreta o bloc. Obviamente no es que descartara el uso del teclado, pero en la clase los alumnos iban a presentar sus escritos en letra o caligrafía cursiva, que siempre refleja algo del carácter de quien la utiliza. Después de las primeras experiencias, decidió presentar dos temas sugeridos, para que los escolares eligieran aquel que más le agradaran redactar. No eran pocas las ocasiones en que la naturaleza de esas temáticas posibilitaba interesantes debates en clase, con lo cual también conseguía ir creando buenos hábitos participativos, que también resultaban bastante positivos en su formación: pedir la palabra, exposición breve y razonada, respeto a las opiniones contrarias e incluso esfuerzo por mejorar la vocalización expresiva.

Hubo algunas temáticas, entre los temas propuestos, que dieron bastante “juego” tanto en las diferentes redacciones como en los debates posteriores. Una de ellas fue la siguiente: ¿Te sientes feliz, en el mundo que te ha correspondido vivir? A pesar de ser alumnos con tan sólo doce años, los escolares aportaron opiniones y criterios muy interesantes, para justificar sus diferentes puntos de vista. Muchos hablaban de las guerras, del hambre y necesidades que muchas personas soportaban en el mundo. Tampoco entendían como los grupos políticos se atacaban tanto y se decían “esas cosas” que se escuchaban en la televisión y en la radio. Todos esas violencias y egoísmos, les hacía refugiarse en la sencillez de sus juegos, en su inocencia, en sus risas y en sus mitos. Los “mayores” no daban muy buen ejemplo, bajo su percepción infantil. Alguno también indicaba, con patente agudeza, que a los mayores les vendría muy bien volver a ser niños, para ser un poco más felices de lo que demostraban a diario

Otro de los temas propuestos en las redacciones, cuyas respuestas fueron en sumo interesantes para el conocimiento de esos alumnos, especialmente en aquel grupo que le correspondía dirigir como tutor, fue el que narrasen aquellos momentos o experiencias más felices que recordaban en sus cortas existencias y también aquellas otras que por el contrario les habían producido sufrimiento, tristeza o profunda decepción. Resultaba admirable leer la narración de algún chico que destacaba lo feliz que se sintió al volver a casa, tras un viaje con su padre, en una tarde/noche de tormenta, aparato eléctrico en la atmósfera e intensas y peligrosas precipitaciones. Sentir el cobijo y la protección de su hogar fue una sensación muy grata que, incluso al paso de los años, no había olvidado. En el ámbito opuesto, eran muchos los que aludían a la pérdida de algún familiar. A sus cortos años les resultaba muy difícil aceptar que esa persona cercana, de su misma sangre, pudiera “desaparecer” de sus vidas, para ya no volver, como no fuera en la recreación de la memoria o en las estampas de las fotos.

En las prácticas de redacción, Vidal solía mezclar la propuesta sobre temas diversos (siempre adaptados a la mentalidad de sus escolares) con el interesante ejercicio de la descripción. Consistía en traer al aula de clase una gran lámina, fotograma o cartel, para que los alumnos narrasen lo que tenían ante sus ojos, con todo lujo de detalles, simulando que lo hacían a una persona que no lo podía ver, tanto por incapacidad orgánica en sus órganos visuales o por la imposibilidad de tener delante dicha lámina o fotografía. En ocasiones cambiaba la litografía por algún objeto de uso cotidiano. Ante la dificultad de algunos alumnos para explicar lo que tenían por delante, el maestro les decía, con una sonrisa, “tienes que buscar en tu memoria las palabras adecuadas para poder describir este objeto, del que no puedes utilizar el nombre que usualmente utilizamos para nombrarlo. Por eso es tan importante la lectura, el mejor alimento de nuestra mente”. En estos casos, premiaba en sus calificaciones aquellas descripciones que mejor “explicaban” los detalles del objeto (forma, color, utilidad, volumen, peso, etc). Les permitía que añadiesen alguna pequeña historia o aportación personal que el objeto podía traer a sus recuerdos o incluso que añadiesen alguna pequeña historia de ficción en la que el modelo intervenía.

Cuando aquel curso finalizó, Vidal se sentía muy satisfecho del esfuerzo y los resultados obtenidos, pues era consciente de que con la vuelta a las redacciones en clase había sembrado un interesante recurso y valor formativo en los hábitos expresivos de muchos de sus alumnos. Pensaba que tal vez alguno de ellos llegaría con los años a ejercer de novelista, redactor de prensa, jurista o catedrático de filología. Pero lo más importante era que esos vitales e ilusionados adolescentes, habían gozado de una interesante y versátil oportunidad para mejor articular el uso y sentido de las palabras, a la hora de construir y mejorar sus expresiones, tanto para comunicar con los demás como para sustentar su pensamiento con la intimidad de su inteligencia.

Durante ese verano vacacional, en los años iniciales de la nueva centuria, Vidal recibió algunas pequeñas cartas de sus alumnos, en el correo de su ordenador (les había facilitado previamente su propia dirección electrónica) en las cuales los escolares más expresivos narraban a su afecto maestro cómo estaba siendo el verano que disfrutaban. Por supuesto que el imaginativo profesor respondía a todos los escritos recibidos de sus alumnos quienes, además de practicar el lúdico y formativo oficio de escribir, generaban el valor de la confianza agradecida en quien había sido un amigo mayor para sus vidas.

Muchos años después, en la redacción del diario El País, el redactor Nemesio París llamó a uno de los becarios que realizaba sus prácticas en el prestigioso grupo informativo. Cándido Esparza, 26 años, acudió un tanto nervioso a la llamada del director de los másteres, que tenía su despacho en la quinta planta del edificio. El carácter seco, directo e imperativo del “jefe”, como le llamaban los graduados en Ciencias de la Información, entre los que él se encontraba, le provocaba un cierto temor. No le cabía la menor duda que le iba a echar una buena bronca, por algún descuido o error, que “el Neme”, como también le denominaban habría detectado entre sus funciones en la redacción del periódico. La verdad es que le temblaban las piernas, al pasar por el quicio de la puerta.

“Pasa, Esparza y toma asiento. Vuestro grupo finaliza las prácticas dentro de dos semanas. Espero que hayáis aprendido “algo”, en los meses que habéis estado aquí. En la facultad os aportan mucha teoría. Todo es muy “bonito” y con bambalinas. Pero, irreal. Cuando llega la hora, la hora de la verdad, hay que echar mano de una experiencia y un séptimo sentido que no sé si el maná celestial querrá alguna vez concederos. Bueno, a lo que iba. Dentro de dos semanas, se os dice adiós y a buscarse las lentejas. Sois jóvenes y ya iréis saliendo del cascarón. Los nueve compañeros se van a ir con su diploma a casa, para engrosar la carpeta del currículo. Pero tú, Esparza … te vas a quedar. (las palpitaciones de Cándido serían de urgencia cardiológica). Entre los nueve, eres el único que sabes redactar, bien, una noticia, un reportaje, un artículo de opinión, plantear una buena pregunta en una entrevista. Tienes ese algo que a los demás les falta: el ritmo musical y el estilo de un verdadero redactor. Tenemos una baja médica en el equipo y te vas a encargar, a partir del día de la despedida de hacer esa sustitución, con un primer contrato de cuatro meses. Tienes madera de un prometedor redactor. No sé en qué barrio la habrás aprendido. En fin, que vas a seguir con nosotros. Por ahora … Y no me des las gracias. Dáselas a quien te haya enseñado”.

Cuando Cándido bajaba en el ascensor, todo sudoroso, hacia la segunda planta en donde estaba la academia de becarios, se acordó, con gratitud emocionada, de una persona: su maestro de lengua española, don Vidal Segarra, en aquel lejano curso (había pasado 14 años) de 6º de Primaria, en el colegio público de la localidad donde nació. -

 

ENSEÑANDO EXPRESIVIDAD

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

02 septiembre 2022

                                                              Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

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jueves, 25 de agosto de 2022

LA INDISPENSABLE PRESENCIA DEL TÍO SERAFÍN.

En muchas unidades familiares, además de la pareja de cónyuges y la más o menos abundante prole descendiente, incrementada en momentos puntuales por la presencia del parentesco, suele aparecer un elemento nuevo que ocupa un curioso y significativo puesto en el grupo fraternal: el amigo íntimo de la familia. Este personaje, como consecuencias de circunstancias muy diversas, acaba integrándose dentro de ese reducido colectivo familiar como un miembro más, no genético, pero si afectivo, incluso sentimental. Al paso del tiempo, y si su influencia no se controla, su presencia se hace importante, e incluso indispensable, debido a la “función” que realiza, tanto para él mismo como para los demás: actúa como amigo, confidente, compañero, consejero y, en ocasiones, algo más. En este peculiar contexto se desarrolla la historia de esta semana.

La familia Retarda – Millar se halla compuesta por cuatro miembros. El padre, D. VENTURA Retarda, 56 años, agente comercial colegiado y que está integrado en el departamento de ventas de una importante empresa chacinera: EL GORRINO, especializada en los embutidos y productos del cerdo (jamones, chorizos, salchichones, lomos, morcillas, beicon, criadillas, etc). La actividad laboral como representante, de este veterano empleado de ventas, le obliga a tener que realizar numerosos desplazamientos durante la semana, cuyos destinos abarcan localidades repartidas por toda la geografía andaluza. Supera en nueve años la edad de su mujer y desde prácticamente su juventud ha tenido tendencia al sobrepeso corporal. De su antigua cabellera sólo queda hoy, en su oronda cabeza, frágiles restos capilares en las zonas temporales, ya inevitablemente canosas y muy reducidas en densidad. Desde siempre se ha caracterizado como una persona profundamente tranquila, relajada, complaciente, sin grandes ambiciones, que manifiesta sentirse feliz con la rutina diaria que el destino le ha concedido. La relación que mantiene con su mujer Águeda es apacible, respetuosa, sosegada, cordialmente “aburrida”. Desde siempre se ha esforzado en evitar las discusiones, porque dice que así se siente mejor.

ÁGUEDA Millar ejerce como profesora de canto en el conservatorio de Málaga, desde hace más de tres lustros. A sus 47 años se siente con la fuerza necesaria para compaginar las tareas del hogar con su labor docente, además de estar integrada, como una muy cualificada soprano, en una afamada agrupación lírica que ostenta con orgullo el nombre de la ciudad. Es persona sensible, fantasiosa, imaginativa, gustándole con dulce temeridad la improvisación y las novedades en el caminar de su vida. Con veintisiete años contrajo matrimonio con Ventura, al que conocía y trataba como amigo de su familia desde los tiempos de la adolescencia. Sus padres, propietarios de una especializada tienda de ultramarinos ubicada en pleno corazón de la ciudad, debían importantes favores al joven Ventura, gracias a la ayuda que les prestaba en el terreno contable y tributario. Estos progenitores vieron con gozosa complacencia el noviazgo de su hija con una persona valiosa y responsable, con el sosiego que aportaría a la frecuente inmadurez irreflexiva de la mucho más joven Águeda.

Dos hijos vitalizaron el matrimonio. NATALIA es la primogénita. Nació de un embarazo no programado, que lógicamente influyó en la unión conyugal de sus padres. A sus veinte primaveras, se siente fracasada en sus estudios de solfeo, pero gracias a su padre ha sido contratada como dependienta en un selecto comercio de artículos para regalos en listas de boda, natalicios y otras celebraciones. Al contrario que Ventura, es persona muy delgada de cuerpo y al igual que su madre es bastante compulsiva con respecto a la compra de ropa y complementos para lucir en el vestir. Frecuenta la amistad con las antiguas compañeras del colegio religioso en el que estudió (con precaria o ausente brillantez) y, a pesar de sus esfuerzos, carece de pretendiente alguno que la corteje en amores.

ESTEBAN es tres años menor que su hermana. Estudia la carrera de ingeniería técnica en el Ejido malacitano. Los esfuerzos de su madre por darle formación musical han resultado algo más fructíferos que con su hermana Natalia. Águeda deseaba que fuera concertista de piano, pero ” Estebita” (como es llamado familiarmente) sólo aceptó obedecer a su madre si se matriculaba en percusión. El tambor, los platillos y los timbales son los instrumentos orquestales que estimulan su voluntad musical. Ventura ha tenido que encargar la insonorización del cuarto dormitorio que ocupa su hijo, para que éste pueda seguir practicando las lecciones, ante las repetidas protestas vecinales por no poder descansar y sentirse alterados de los nervios. Eran muchos los repiqueteos y percusiones tamboriles que a diario llegaban a sus viviendas procedentes del 5º B, residencia de los Retarda Millar.

En el seno de esta normalizada familia malagueña apareció cierto día un atractivo personaje, que iba a influir de manera decisiva en el contexto relacional de sus cuatro miembros. La intensa amistad de SERAFÍN Valiada tuvo su origen en un concierto a beneficio de una entrañable y popular residencia de ancianos, de humilde condición, atendida por las admiradas Hermanas de la Caridad. En ese espectáculo benéfico participaba Águeda como soprano. Al finalizar la actuación de todos los participantes, hubo un pequeño cátering para atender a los más ilustres invitados y personalidades, además de muchos otros ciudadanos “de a pie” que siempre aparecen, como abejas melosas, cuando se ofrece una copa de vino gratuita y hay bandejas con apetitosos canapés. Entre los asistentes (había dado una generosa y sustancial donación para la benéfica causa) se encontraba Serafín, un rentista olivarero de cuarenta y tres años, quien mostraba una elegante y dinámica figura asociada a una natural y proverbial simpatía. Gran aficionado a la música clásica, se acercó a la concertista Águeda para felicitarla por su brillante actuación. Esos más de diez minutos de conversación entre ambos fueron decisivos para que uno y otro quedaran prendidos en la atracción. No se conocían de antes, pero ese reducido tiempo que aplicaron para intercambiar palabras, miradas y sonrisas, provocaron insólitos sentimientos mágicos para el futuro que dibujaban en sus mentes.

Águeda veía en él su desbordante y juvenil dinamismo, mientras que Serafín apreciaba en su interlocutora la belleza de su figura, su delicada voz y esa simpática, traviesa y fantasiosa imaginación de la que solía hacer gala la mujer del rutinario comercial Ventura. A partir de ese fausto día, el adinerado y “manirroto” olivarero fue entrando en la familia Retarda Millar como un gran amigo a gozar y cuidar. Serafín permanecía soltero, aunque tenía en su trayectoria una larga lista de vivencias sexuales con aquellas mujeres que podían ofrecerle el placer de la novedad. Y de inmediato comenzaron a llegar de su mano los regalos y atenciones, preferentemente para la principal mujer de la casa: flores, bombones, entradas para el teatro, cine o conciertos, citas para exposiciones, barbacoas de fin de semana, regalos para cumpleaños y santos, llamadas telefónicas a las más insospechadas horas del día, pequeños y largos viajes, intercambio de confidencias… Era el amigo rico, empático, simpático, poseedor de mil sonrisas, divertidas ocurrencias, miradas y palabras conniventes y comunicador de un acendrado dinamismo. Todo aquello que Águeda anhelaba y nunca encontró en el carácter plano, acromático y aburrido de su marido quien, cada día más obeso, se sentía feliz viendo a su esposa más vital y cariñosa con todos, pues el amigo Serafín sabía darle todo aquello que a él no se le ocurría o podía proporcionarle de manera natural.

Incluso Natalia como Estebita observaban divertidos a este curioso personaje, de continuas e insólitas ocurrencias, que entraba y salía de su casa como si fuera la suya, ofreciendo siempre ese punto de iniciativa y sorpresa que ilusionaba la atmósfera cansina que soportaba habitualmente el reducido grupo familiar hasta su providencial llegada. Tal era el estado del cambio experimentado, que llamaban al amigo íntimo familiar “el tío Serafín”. Los dos ocultos enamorados sabían buscar y encontrar los momentos y oportunidades para estar juntos e intercambiar las carantoñas y proximidades afectivas que fueron pasando a mayores, en ese idilio secreto … pero evidente a los ojos disimulados de todos. El peculiar vínculo sentimental también era favorecido por los frecuentes desplazamientos que Ventura tenía que realizar, en función de su actividad representativa empresarial, “vendiendo” todo tipo de embutidos y suculentas chacinas.

Tal era el grado de inmersión del amigo íntimo en la familia que decidieron habilitar un cuarto trastero que el piso disponía, para ubicar dentro del mismo una cama de 90 cm encastrada en la pared, que se abría cuando el tío Serafín se quedaba para dormir las muchas noches de prolongada sobremesa. Éste “disfrutón” de la existencia sabía aplicar con generosidad su fluida cartera, a fin de compensar a esa hospitalaria familia de la que él prácticamente carecía. Tenía parientes en otras ciudades, aunque el trato con ellos era en sumo frío y distanciado. La dadivosidad del aceitero se dirigía a todos los miembros de la casa: los caprichos de Natalia, con su obsesión por ir estrenando ropa de marca, de semana en semana. La motocicleta que Estebita tanto deseaba. Las joyas que Águeda de continuo estrenaba y lucía. Por supuesto “nadie” nadie preguntaba acerca del origen de esos suntuosos regalos. Incluso para Ventura también había alguna que otra lisonja, la cual agradecía con su paciente y sosegada humanidad, como eran esas botellas de Rioja reserva, que procedían de los más caros productos gourmet del Corte Inglés y que tanto agradaban al paladar goloso del patriarca familiar. Todos estos regalos salían de los olivos heredados del abuelo Tarsicio, un antiguo emigrante en la Pampa Argentina, aceitunas que generaban el suficiente aceite para sostener la vida parasitaria y relajada de un sobrino-nieto, gozosamente afortunado por el destino para sus numerosos placeres aventureros y sentimentales.

En las fechas del año señaladas por su festividad o conmemorativas, nunca faltaba la presencia de Serafín, “tío”, amigo, amante, consejero, hermano, en definitiva, esa persona fundamental que “nunca debe estar ausente de la fiesta”. Ventura, con su exasperante paciencia, asentía, disimulaba, tal vez quitándose un peso de encima en su precaria imagen ante una esposa, a la que no podía ofrecer todo lo que esta demandaba. Pero ahí estaba “el íntimo” familiar, para sacarle del apuro. Y todos contentos y felices, esperando que mañana fuera mejor que ayer.

También en los viajes. Llegó el verano y casi “todos” decidieron pasar una quincena vacacional en la isla de Mallorca. Estebita manifestó con energía que en estas vacaciones quería estar libre de ataduras familiares, ya que un grupo de amigos, compañeros de la escuela de peritos, estaban montando un grupo musical, en el que le habían reservado plaza para la batería. Estaban negociando con algunos ayuntamientos andaluces para actuar en sus ferias y fiestas del estío, entre julio y agosto, ofreciéndose como “teloneros” de figuras más consagradas, dado su escaso recorrido aún en el mundo de la música. Así que con él no contaran, para la aventura mallorquina. Tenía 21 años y era mayor de edad. Ventura, como de costumbre, se pasó varias veces la mano por su cabeza, cada vez más alopécica, guardando silencio. Águeda miró a Serafín, siempre omnipresente, siendo la voz sensata que respondió al aventurero joven: “Pues nada, Estebita. Así hay que ganarse la vida. Estás en la edad de las nuevas experiencias y del valor sin limitaciones. Aquí siempre estaremos para apoyarte. Serás el amo y señor de esa batería grupal”. Natalia se mostró mucho más animada hacia las vacaciones isleñas, coincidiendo con su mes de vacaciones en la tienda. De inmediato comenzó a cavilar preocupada “tengo que renovar el vestuario de verano, porque no tengo nada que ponerme para salir por las noches y estar a tono con las nuevas amistades que a buen seguro conseguiré”. Así, casi toda la familia Retarda, más el olivarero Valiana disfrutaron de lo lindo, entre playas, excursiones, comidas y fiestas. Natalia hizo buenas amigas para el futuro, Águeda y Serafín siempre encontraban oportunos momentos para sus intimidades sensuales. El “amigo del alma” era quien utilizaba la tarjeta bancaria a destajo, a fin de afrontar la mayoría de los gastos, tanto los de tipo menor, como los extraordinarios. Ventura disfrutaba y callaba, con semblante complaciente y sosegado.

A la vuelta de esas felices vacaciones, en las que Natalia tampoco pudo encontrar el pretendiente ideal, a pesar de todo su renovado vestuario y su omnipresencia en cualquier sarao, fiesta, celebración o guateque que se terciara, todos afrontaron un nuevo septiembre renovador, que ya para siempre sería recordado como el del trágico accidente de tráfico, en el que se vio grave y judicialmente implicado el tío Serafín, como conductor provocador de un muy desafortunado siniestro, soportando un nivel alcohólico en su sangre que casi triplicaba el mínimo admitido por las leyes de la Dirección General de Tráfico. Las pruebas aportadas por los agentes de la Guardia Civil que intervinieron en el siniestro fueron concluyentes en la dura sentencia judicial. Además de una elevada sanción económica, Serafín se vio obligado a ingresar en prisión, con pena de dos años y seis meses, de la que cumplió un año completo, obteniendo la libertad provisional gracias a la labor de unos excelentes abogados, que pasaron posteriormente una “mareante” minuta, por la gestión jurídica desarrollada. Durante su estancia en el establecimiento penitenciario de Albolote (Granada) Águeda visitaba a Serafín una vez cada tres semanas, según el reglamento de la institución. Le llevaba ropa limpia y alimentos, especialmente los imprescindibles bizcochos “bañados en ron” que tanto le agradaban, para combatir el duro frio invernal de la zona. Estebita y Natalia sólo fueron a verle en una ocasión. Ventura, con su parsimonia característica, prefirió no ver personalmente al amigo íntimo en unas circunstancias tan duras para tan dinámico personaje. Le llamaba por teléfono, a fin de darle ánimos y también para informarle de la situación de los olivares. Serafín le había encargado que atendiera administrativamente el negocio de la almazara, especialmente con el personal laboral que allí prestaba sus servicios.

Cuando “el tío Serafín volvió a la libertad, Águeda se encargó de organizar una emocionante y lúdica fiesta de reencuentro, en la terraza superior del hotel Málaga Palacio. Fue una cena inolvidable y feliz, en la que no faltó un grupo musical para amenizar y sustentar el tiempo de baile posterior, entre los amigos que se animaron a asistir. Ventura optó por no participar en la fase del baile, cuyas piezas románticas fueron protagonizadas por su mujer y ese amigo entrañable que había recuperado la libertad. Observaba desde su asiento, vaciando poco a poco la botella de tinto Rioja que tenía sobre la mesa, con mirada complaciente y paternal, a Serafín y Águeda “tierna y gozosamente abrazados” como “dos tortolitos” que disfrutaban, ajenos a su entorno, los largos meses de ausencia por la dolorosa, pero justa, sentencia judicial. Todo parecía volver a la ansiada normalidad. La familia volvía a estar reunida.


UN PAR DE AÑOS DESPUÉS.


El destino ha hecho cambiar la suerte para el rentista y apasionado encantador de mujeres, Serafín Valiada. Su mala cabeza en la gestión de los olivares heredados del abuelo Tarsicio, junto a ese bolsillo sin fondo para todos sus caprichos y ostentaciones, le ha dejado sin fondos en los bancos y con la pérdida entrañable de ese patrimonio rural que no ha sabido conservar. El propio Ventura le ha tenido que conseguir un puesto laboral de repartidor de mercancías en la empresa el Gorrino, a fin de que pueda subsistir con dignidad. Este cambio social lo sobrelleva con reservada congoja, aunque lo que más le hace sufrir es haber perdido el todopoderoso carisma que tenía sobre la “divinal” persona de Águeda que, propio de su carácter, va buscando nuevas experiencias con la que ilusionar los antojos de su “infantilizada” y descontrolada imaginación. Ahora tiene un nuevo y muy joven amante (dieciocho años de diferencia). Es un violoncelista de la filarmónica, Paolo, quien huérfano de madre desde muy pequeño encuentra en la soprano esa persona “mayor” que equilibre sus inseguridades. Esteban (ya exige que le llamen con su nombre adulto) tiene novia y no ejerce como ingeniero técnico (no se sintió con fuerzas para finalizar su último curso). Trabaja en una compañía de grabaciones audiovisuales y ha intentado, sin suerte, entrar como percusionista suplente en la filarmónica. El tambor para él es una pasión irrenunciable. Natalia continúa con su trabajo en la tienda de regalos La Parisina. Ha puesto sus ojos afectivos en un apuesto representante de cuberterías y complementos para el hogar de origen valenciano “que viene mucho por la tienda y busca echar buenos ratos de conversación conmigo. Creo que siente algo por mí. Es su forma de mirarme y sonreírme. Mira esta foto que le he sacado sin que se dé cuenta. ¿A ti que te parece, tío Serafín?” Ventura continúa dibujando su pacífica y plana existencia. El proceso esforzado de su adelgazamiento va por muy buen camino. Ya ha conseguido bajar hasta los ochenta y nueve, cuando llegó a sumar ese top de 118 kg. Su relación conyugal con Águeda se mantiene en un plano meramente “formal”. Le quedan cinco años hasta que pueda optar a la jubilación. Tiene un espiritual proyecto para desarrollar en la etapa final de su anodina existencia: profesar de religioso, en alguna orden caritativa/asistencial, intencionalidad sólo comentada con su amigo íntimo Serafín.

 

 

LA INDISPENSABLE PRESENCIA

DEL TÍO SERAFÍN

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

26 agosto 2022

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viernes, 19 de agosto de 2022

NECESIDAD Y SOLIDARIDAD SOCIAL.

Es una lacerante y dolorosa realidad, especialmente en nuestras sociedades avanzadas, contemplar el elevado número de personas que van pidiendo una limosna en medio de la vía pública. Los menos, con el platillo de la suplica a los pies, añadiendo un pequeño escrito en el que exponen su imposible situación de subsistencia, los más, acercándose directamente al transeúnte, pidiendo y rogando, con más o menos delicadeza, algunas monedas o la voluntad, añadiendo junto a la petición algún dato de la precariedad existencial, personal o familiar, en la que viven. En este contexto se enmarca el contenido de nuestro relato.

El protagonista de nuestra historia tiene por nombre ALEJO Valiana. Es un ciudadano sociológicamente integrado en la clase media, que en su época estudiantil realizó un peritaje industrial y que, en la actualidad, con 42 años, trabaja como técnico de reparaciones y montaje en el hogar, vinculado laboralmente a una importante marca de electrodomésticos de gama blanca (lavadoras y lavavajillas). Además de atender a los avisos en Málaga capital, desde hace dos años le encargaron la atención técnica a localidades de la costa occidental provincial (desde Torremolinos hasta Fuengirola) tarea que comparte con otro compañero del servicio técnico. Ello le obliga a tener que realizar numerosos desplazamientos a esas densas poblaciones costeras, con residentes nacionales y extranjeros que, en general, se sienten satisfechos con el eficaz servicio técnico que presta en sus domicilios. Convive desde hace tres años con su pareja Cande, separada de un anterior vínculo, del que nació una hija que en la actualidad tiene siete años. Alejo es persona activa y responsable con su trabajo y aplica a su vida privada ese sosiego que desde joven le ha caracterizado. La relación que mantiene con Cande es positiva y feliz. La pareja piensa que algún día pasarán por el registro civil para formalizar judicialmente la vinculación que mantienen, pero no tienen especial urgencia para dar ese paso. Uno y otro han tenido experiencias ingratas en el terreno afectivo, por lo que prefieren mantener un tono relacional que les deje las “puertas abiertas” y sin condiciones, por si algún día su vinculación sentimental se deteriora.

El carácter de Alejo facilitaba que normalmente se mostrara receptivo y generoso con las personas que se encontraba en las calles y plazas, solicitando alguna ayuda económica para alimentarse. Mantenía en su pensamiento que cuando alguien extiende su mano o pone delante de su persona un platillo para recoger algunas monedas, lo hace porque sinceramente lo necesita. En esos casos, era frecuente que buscara en su monedero esos céntimos de euro, no imprescindibles para su economía y entregarlos al peticionario, fuera mendigo, pedigüeño u otro ciudadano que circunstancialmente hubiese caído en una mala racha económica para la subsistencia. Si esos céntimos que solía donar podían sacar del apuro a quien pasaba el trance amargo de pedir alguna ayuda o limosna, daba por bien satisfecho su noble gesto.

Esta positiva actitud en el generoso técnico de electrodomésticos comenzó a ir cambiado, a partir de algunas dudosas experiencias que fue viviendo, a título personal o como espectador en el entorno social.

Una tarde que estaba solo en casa, pues Cande había llevado a la pequeña Natalia a su clase de baile, sonó el timbre de la puerta de entrada. Comprobó por la mirilla quién podría ser, viendo a una mujer de mediana edad, bastante delgada, que vestía modestamente y que llevaba un bolso marroquí colgado del hombro. Tras abrir la puerta, la nerviosa señora se presentó como Gabriela. Parecía extranjera, por el acento que tenía en el castellano que utilizaba. Le dijo que tenía un problema bancario que le impedía poder “sacar dinero” y que carecía de otros medios para alimentarse y atender a los gastos cotidianos. Añadía que su marido la había dejado y que solicitaba ayuda económica para poder comer. Tras escucharla, decidió cambiar de criterio ante esa petición que le hacía la inesperada pedigüeña del bolso marroquí de piel de camello. En vez de darle la usual moneda con la que solía resolver la petición, indicó a la señora que esperara unos segundos. Se dirigió a la cocina y repasó el contenido de la “alacena”. Localizó rápidamente en la despensa un tetrabrik de leche y otro de caldo de cocido, cada uno de ellos con un litro de contenido. Cuando puso en las manos de la señora ambos cartones de alimentos, el rostro de la peticionaria cambió rápidamente, desde el asombro al “disgusto”, aunque se esforzó en el disimulo. De inmediato, la señora comenzó a gesticular, haciendo unos repetidos movimientos con las manos, dando a entender que no llevaba bolsa para transportarlos. Alejo fue a por una bolsa de plástico reciclado, de las que ya se cobran en los supermercados y se la entregó. La mujer en ningún momento manifestó su nombre. Con los dos botes en las manos, dio media vuelta y Alejo no escuchó palabra alguna de agradecimiento por el regalo. El “enfado” de la señora era patente. Quería dinero y no ayuda o artículos “en especie”. Posiblemente la intención de esta mujer era recorrer todos los pisos del bloque, a fin de ir juntando alguna cantidad con las monedas o billetes recogidos. La generosidad material, que no monetaria, del vecino del 8ºA la había “descolocado” profundamente. Llevaba dos litros de peso en sus manos.

En otra ocasión, también Alejo fue partícipe (como espectador) de otra escena muy significativa en el entorno de la generosidad social. Vio a un grupo de jóvenes adolescentes que paseaban por una céntrica y bien repleta de viandantes calle turística. En esa vía urbana había varias personas, al pie de la Alcazaba y el teatro romano, que pedían a los paseantes alguna ayuda económica. Un hombre sentado en el suelo, de apariencia extranjera y bohemia, tenía ante sí un cartón escrito con el texto I am hungry (tengo hambre). Cercano a este peticionario, una chica joven, modestamente vestida y escasamente aseada, mostraba otro cartel en el que indicaba la necesidad de ayuda económica, pues tenía niños pequeños y tenía que vivir “en la calle”. Uno de los chicos que paseaban se separó del grupo y se acercó a las dos personas que ejercían la mendicidad. Extrajo de su bolsillo un par de caramelos, entregándoselos a cada uno de los dos indigentes. La reacción de los dos pedigüeños, viéndose con el caramelo en sus manos, era merecedora de ser tomada en foto. Las miradas de la joven madre y del trotamundos con apariencia de hippy eran intensamente expresivas de su inesperada sorpresa e indisimulable “disgusto”.

Alejo se sentía un tanto condicionado en esta cuestión de la actitud social, pues observaba que cuando entregaba una moneda de 50 cm de euro, o menor cantidad, al indigente que le solicitaba ayuda, había casos en que aquéllos mostraban su patente insatisfacción ya que esperaban como mínimo un euro, “exigencia” que expresamente manifestaban. Incluso había casos en que tiraban con irritación esos céntimos, pues decían que con esas limosnas no tenían para comer. Así que comenzó a indicarles a los peticionarios de limosnas algunos puntos de la ciudad donde podían encontrar comida gratis. Determinadas asociaciones benéficas entregaban, al mediodía y por las tardes, bolsas con alimentos, totalmente gratuitas. “Sólo tiene que guardar cola y no dude que le entregarán esa bolsa para el alimento diario, sin solicitarle dato o documentación alguna”. Pero esa información “enfurecía” aún más a los indigentes, que le repetían su petición de que al menos les dieran un euro y no informaciones de centros donde repartían gratuitamente bolsas de comida.

Después de estas y otras experiencias, Alejo fue llegando a la conclusión de que la mayoría de los indigentes querían la ayuda en monedas y que como poco fueran de un euro. La psicología y necesidad de esos peticionarios de ayudas en las calles resultaba bastante compleja, por lo que se podía encontrar respuestas en algunos casos bastante desagradables.  Más aún cuando vivió en propia persona otra curiosa y nueva experiencia. El episodio sucedió en una zona urbana, próxima a la estación de autobuses de la capital. Un día a media mañana, cuando volvía de prestar un servicio, se le acercó un hombre de mediana edad, que mostraba en su rostro signos evidentes de estar bastante apesadumbrado.  

“Buenos días, le ruego que me perdone si le molesto, pero es que tengo un grave problema y no le oculto que me da bastante vergüenza exponerlo. Soy de Antequera y me llamo Arsenio. He tenido que venir a Málaga, para que me vea un especialista en el Hospital Clínico. Resulta que ayer compré el billete y esta mañana me levanté muy temprano, porque el autobús salía a las 8. Con las prisas, no me di cuenta de que me dejaba la cartera en casa. El caso es que ahora sólo tengo en el monedero calderilla, que no llega a los cincuenta céntimos. No tengo para comprar el ticket para el viaje de vuelta, que vale 5.90 €. Le repito que me da mucha vergüenza tener que pedir dinero por la calle, nunca me ha pasado nada así, pero es que no tengo medios en este momento para volver a casa. Si me pudiera ayudar con unos euros, al menos, para ir juntando …”

Tras escuchar la explicación de su interlocutor, el técnico de lavadoras y lavavajillas, fiel a su costumbre le entregó una moneda de un euro, colaborando para que el antequerano juntara para el billete de vuelta. El abrumado y despistado personaje le dio repetidamente las gracias y siguió su camino hacia la Estación ferroviaria, Málaga Maria Zambrano. De todas formas, había algo en aquel “escénico” encuentro que Alejo le provocaba desconcierto. Se preguntaba, cuando volvía a su domicilio, si también Arsenio se había dejado las tarjetas bancarias en la cartera olvidada. Precisamente si había estado de consulta en el Clínico habría tenido que presentar la tarjeta del SAS o el DNI … algo no le cuadraba.

Encontró la respuesta a sus dudas cuando, dos semanas después, pasaba por la misma zona, volviendo de las oficinas del servicio técnico de la marca para la que trabajaba. Curiosamente ese día llevaba puestas las gafas oscurecidas, para evitar la intensidad solar. Quiso el azar o el destino que se le acercara un hombre al que inmediatamente reconoció. Era Arsenio “el antequerano” quien comenzó la ya conocida plática con la misma historia del billete para Antequera.  Alejo no lo dejó terminar. Cortés, pero enérgicamente, le dijo: “Hace unas semanas ya le di para que pudiera juntar para el billete con destino a Antequera. No me va a contar la misma historia otra vez”. En ese momento, Arsenio, sintiéndose descubierto en su falsedad, le respondió con muy malos modos y a gritos, encarándose con el hombre que lo había descubierto:

“Y qué quiere, de algo tengo que comer cada día. No me venga con monsergas”.

Alejo se retiró prudentemente de la discusión, poniendo distancia a paso ligero del supuesto antequerano, sin dinero suficiente para comprar el billete de vuelta. Se prometió a si mismo que no se dejaría engatusar por otro “vivales” que necesitara “juntar” para un billete de bus.  

A partir de estas y otras vivencias, el sentido generoso del técnico reparador y montador, aunque no desapareció, se fue revistiendo de una más estricta prudencia. Pensaba que era bueno y socialmente conveniente ayudar a esos compañeros de vida a los que el destino, la suerte y sus propios valores no les estaba poniendo fácil, ni mucho menos, el sustento de cada día. Pero también consideraba que había mucho “caradura” suelto, con los que había que tener un especial cuidado. Su progresiva desconfianza se puso a prueba con otra experiencia interesante, tanto para la reflexión como para el comportamiento necesariamente adecuado.

Ocurrió (ya era curiosamente frecuente) en el entorno intercambiador de la estación de autobuses, línea de metro y estación ferroviaria malacitana. El jueves por la noche le llegó a su móvil telefónico un mensaje de empresa, indicando que tenía un servicio urgente en un hotel de Fuengirola, en donde habría que reparar uno de los dos lavavajillas industriales que se había estropeado esa misma tarde. La temporada alta turística exigía presteza en la reparación, pues la densidad de ocupación en el hotel era elevada. Cuando en la mañana del viernes, bastante temprano, fue a tomar su vehículo de empresa, comprobó con preocupación que fallaba el motor de arranque. Como tenía a pocos metros de casa un buen taller de reparaciones, dejó las llaves del vehículo a un mecánico amigo para que le resolviera la reparación. Entonces, con su carrito trolley de herramientas y piezas de recambio, se dirigió a la estación ferroviario, a fin de coger el tren de cercanías hasta el mismo centro de Fuengirola. El hotel a donde tenía que dirigirse distaba sólo unos 6oo metros desde dicha estación terminal de la línea costera.  

A llegar a la estación, cayó en la cuenta de que no había desayunado. Al ser tan temprano, se dirigió a una de las cafeterías y bares cercanos, para tomar un café bien cargado y con soja de calcio añadiendo algo de comer, como un croissant pasado por la plancha de cocina, con una lámina de queso de cabra y otra de jamón cocido, con unas gotitas de aceite de oliva virgen, sabrosa especialidad de la casa. Tomó asiento en una mesa exterior al establecimiento, pues el calor ya “apretaba” a pesar de la hora temprana del día. No habían pasado unos minutos, cuando vio acercarse a una mujer mayor, que tiraba con su brazo derecho de otro carrito trolley que parecía lleno ropa.

“Buenos días, señor. Me da vergüenza tener que molestarle, pero no tengo otro remedio para mi problema. Tengo que volver a mi pueblo, Alora, y solo tengo una moneda de 50 cts. Resulta que he estado unos días con una sobrina, aquí en Málaga. Nos hemos enfadado, por asuntos familiares y me ha echado de casa. Se ha quedado con el poco dinero de que disponía. El billete, como no lo he comprado con antelación, me cuesta 6,50 €. Y no tengo otro medio para volver a mi casa”.

De inmediato, Alejo se acordó del “montaje” de Arsenio, el paisano de Antequera, con el que había tenido aquel segundo encuentro tan poco agradable, por la reacción del pedigüeño. Aunque en un principio le dijo a la señora Daniela (así decía llamarse) que no le podía dar nada, al fin y dada la insistencia de la mujer le dio unos céntimos, para que le dejara tomar su desayuno en paz. Tenía la completa certeza de que era otra profesional del limosneo, con la manida historia de “poder volver a mi pueblo”.

Cuando terminó el desayuno, tomó el tren y en 45 minutos llegó a la estación fuengiroleña. La reparación del lavavajillas industrial le llevó más de dos horas y media, pues la avería era compleja, ya que tuvo que sustituir unos rodillos de caucho y metal galvanizado en la zona motorizada, desmontando numerosas piezas. Serían poco menos de las 12:30 horas, cuando volvió a tomar el tren para su vuelta a Málaga, haciendo uso del ida y vuelta de su ticket. Al bajarse en la estación Málaga María Zambrano y al pasar por la máquina del control de salida se cruzó con una persona a la que de inmediato reconoció. Era la señora Daniela, con su carrito de equipaje, que se disponía a picar en la máquina de control, para dirigirse a los andenes del tren cercanías. En ese momento iba acompañada de una chica joven, que también llevaba su billete en la mano. Podría ser la aludida sobrina de la mujer. Las miradas de Alejo y Daniela se cruzaron. Ella esbozó una tímida sonrisa que se mezcló con la expresión interrogativa del diligente y desconfiado técnico reparador. En este caso, la señora que pedía dinero lo hacía porque efectivamente necesitaba viajar.

Por su mente pasaron de inmediato las imágenes del enfadado “antequerano” Arsenio, de la extraña Gabriela que llamó en su puerta y se fue no muy contenta con los dos botes de tetrabrick, de los bohemios pedigüeños que recibieron sendos caramelos y de otras vivencias relacionadas con el asunto de la generosidad social. Se dijo a sí mismo

es necesaria aplicar la prudencia, con las personas que continuamente te están pidiendo, pero también evitar que paguen justos por pecadores. Todo es consecuencia de la “desequilibrada” sociedad que nos ha correspondido protagonizar.

 



NECESIDAD Y SOLIDARIDAD

SOCIAL

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

19  agosto 2022

                                                                                   Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

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viernes, 12 de agosto de 2022

EL AMOR CREPUSCULAR DE UN CARBONERO.

El sentimiento del amor puede llegar en los momentos y oportunidades más insospechadas. Se considera que el amor de los 15/18 años no es de la misma naturaleza que el que se puede dar y disfrutar cuando se ha alcanzado el medio siglo de vida o aquel que reporta tan plácidos y sensatos incentivos en la tercera edad crepuscular. Tal vez tengan razón quiénes así piensan y argumentan. De todas formas, es un sentimiento tan vital, renovador y feliz, que difícilmente podemos adjudicarlo a una determinada edad, con matices diferenciales según el calendario de las personas. Por supuesto, la maravillosa aventura de su disfrute se potencia, más que cuando se recibe, cuando lo ofrecemos con generosidad a los demás. Se puede sentir el amor en la adolescencia, en la juventud, en las edades adultas o en aquellas que ostentan los veteranos de la existencia. A partir de esta breve introducción, vayamos ya a nuestra bella historia de esta semana.

En los años 50, 60 e incluso los 70, del siglo precedente, aparecían en la planimetría urbana y rural de nuestras ciudades y pueblos numerosos comercios, muy apreciados y concurridos por una fiel clientela, tiendas que ya no podemos ver en la actualidad, por la evolución social y técnica de los tiempos. Sólo permanecen en las páginas de los libros, los periódicos, las revistas y en el acervo inconmensurable de la buena memoria. Uno de estos populares y desaparecidos comercios eran las carbonerías.

Algunas personas tenían en sus casas el gas ciudad, usado para hacer sus guisos, facilitar la iluminación, la calefacción y el aseo con el agua caliente. Ya en los años sesenta llegaron a los hogares las bombonas anaranjadas del gas butano, gas licuado que se convertía en una azulada llama azul en contacto con el oxígeno del aire, aplicándole algún medio de ignición. Los vecinos que no poseían estos medios combustibles acudían a las castizas y ennegrecidas carbonerías, a fin de comprar el carbón de leña en sus distintas modalidades; picón, orujo de oliva, cisco, bolas de carbón y el propio carbón mineral. Todas estas modalidades se utilizaban en las hornillas de las cocinas para calentar la comida. En las chimeneas de las casas también se guisaba, aunque allí se ponían trozos de leña o grandes troncos de árboles (pino, olivo, castaño…) tanto para preparar el potaje y el café del día, como para calentarse en los días de bajas temperaturas ambientales. Los carbones, ya fueran orujo, picón o cisco, también eran usados en el agradable y familiar brasero de metal, que se colocaba en un soporte esférico anular de madera ubicado en la base de la mesa camilla, que se cubría con el mantel correspondiente. Alrededor de esta mesa camilla tomaban asiento los miembros de la unidad familiar y, en ocasiones, los amigos que habían venido de visita.

Todo este material combustible podía comprarse en las carbonerías del barrio, en las que también se vendían litros de petróleo refinado, usando aquellas máquinas que aspiraban el combustible desde el gran bidón. El petróleo era dispensado en garrafas y botellas. Se usaba preferentemente en los hornillos del mismo nombre, en donde una cinta de fieltro gruesa rodeaba el cilindro central que aspiraba el petróleo por la zona inferior, impregnando la parte superior de la cinta, que se “encendía” acercándole una cerilla, encendedor, varilla o papel flameante, facilitando la llama subsiguiente.

Unos y otros productos podían adquirirse en las carbonerías, instaladas en amplios portales o locales que daban a las aceras de las calles. De estos comercios provenía un significativo olor a combustible fósil y también un polvo negruzco característico, que no era fácil eliminar de la ropa si ésta resultaba manchada por el contacto de esos materiales energéticos. Sobra añadir que el carbonero, después de una prolongada jornada de trabajo, tenía que dedicar un buen tiempo para asear la negrura de sus manos y resto del cuerpo, además de su ropa, que venía teñida de polvo negro procedente de la manipulación con los materiales despachados en la tienda.

A los vendedores de carbón y otras materias energéticas se les solía llamar por su nombre (sin el don), añadiendo el apelativo profesional.

Artemio “el carbonero” era un buen profesional, entrado ya en los sesenta años, quien durante su prolongada vida laboral se había dedicado a ese negocio tan solicitado en los hogares de la época. Su lugar de trabajo estaba instalado en el amplio portal de un viejo almacén. El espacio lo ocupaban unas grandes mesas alargadas, sobre las cuales descansaban unos serones de esparto con gran volumen de capacidad, que contenían el carbón vegetal, picón, cisco, orujo, bolas e incluso el carbón mineral. Sobre un enorme bidón de metal tenía aplicado un extractor/medidor para la venta de los litros de petróleo que le demandaban. Por razones obvias, todo el local estaba ennegrecido, con ese olor tan característico a combustible. El popular y conocido carbonero era de carácter dicharachero, aunque siempre apacible, con toda la clientela que acudía, casi a diario, a su tienda. Trataba siempre de mantener la sonrisa en su boca, para mejor atender a las parlanchinas clientas vecinas del barrio. Estaba casado con Eloísa, mujer muy de su casa, baja de estatura (al contrario que su marido) regordeta, excelente cocinera, que le había dado dos hijos varones Andrés y Expedito, ya emancipados y casados. Ninguno de ellos quiso seguir la senda laboral que ejercía su padre. La relación de Artemio con su mujer era más bien rutinaria, fría en lo sentimental y llevando cada uno con regularidad sus obligaciones, aficiones, rezos y distracciones. Las palabras de amor y afecto hacía mucho tiempo, años, que habían desaparecido entre ellos. Solo quedaba algo de amistad y respeto entre ambos cónyuges.

El personaje central de esta historia solía vestir con modesta sencillez, presentando de manera casi continua las manos ennegrecidas, debido a la manipulación de los materiales que vendía. Era un hombre de pocas expectativas y objetivos. Su gran diversión era practicar la caza, en las épocas permitidas, por los montes cercanos a la ciudad. Los domingos, casi al amanecer, se reunía con dos viejos amigos: Floro, un antiguo policía municipal, y Braulio, que aún trabajaba en el Mercado de Mayoristas como mozo auxiliar. Bien abrigados, durante los meses fríos, tocados con la gorra típica de lana, desayunaban en un ventorrillo situado al final de Ciudad Jardín, y se encaminaban hacia las laderas de los Montes de Málaga, para disparar los cartuchos a las piezas que se pusieran a tiro. Los réditos de las cacerías eran más bien escasos: alguna libre, algún ave rapaz, alguna gallina desorientada caminando en el sitio inadecuado. Después del almuerzo, compraban morcilla, chorizo, queso y alguna pieza de pan cateto, muy valorado por Eloísa para las sopas del puchero. Su mujer centraba su tiempo en las obligaciones de la casa, entreteniendo también su tiempo con la costura, la cocina, el rato de iglesia y, por supuesto, la escucha de los programas de la radio.

Un aciago otoño del 62, para esta familia, llegaron unas fiebres mal curadas que se llevaron la vida de la Elo, dejando al carbonero solo en la casa. Ahora le quedaba su trabajo y esos dos fieles amigos, algo cascarrabias, cuando precisamente tenía la edad que marcaba el año, ya que había nacido con el siglo. Los hijos tenían y llevaban su vida y no se mostraban abiertos para atender a un padre al que sólo visitaban de tarde en tarde. El mayor de sus hijos, Andrés, cumplía horario de trabajo en las oficinas del juzgado. No pasó mucho tiempo desde el fallecimiento de su madre, para aconsejar a su padre acerca de su futuro. “Aún eres joven, Debes rehacer tu vida, pues la soledad no es conveniente para la salud corporal y mental. Eres hombre y necesitas una mujer a tu lado”.

Así que el bueno de Artemio, con su viudez inesperada, se dispuso a reorganizar un poco las horas del día. Se levantaba muy temprano, para dejar preparada la olla con algún guiso, comida que le duraba durante dos o tres días. Por la noche se arreglaba tomando unos sándwiches, un vaso de tintorro y algo de fruta del tiempo. Hombre frugal en sus pertenencias, “aprendió” a lavarse su ropa, aunque era un poco descuidado en cambiarse con frecuencia. Echaba las camisetas, los calcetines y la ropa interior en agua con abundante jabón.  Tras dejar pasar algunas horas enjuagaba estas pertenencias y las tendía en los cordeles que había puestos Elo en el balcón de su domicilio. Así iba “tirando” en el acaecer de los días.

Como no tenía aparato de televisión (en ese año 62, apenas estaban llegando a Málaga las emisiones) le gustaba escuchar la radio, especialmente con dos programas a los que era asiduo: los discos dedicados, en los que sonaban y cantaban muchas de las cantantes folklóricas de aquellos míticos años con la copla (Lola Flores, Marujita Diaz, Marifé de Triana, Concha Piquer, y los cantantes, Antonio Molina, Juanito Valderrama, Manolo Escobar, Rafael Farina  etc) y también gustaba escuchar “el parte” de noticias, tanto el de las 10 de la noche como el de las 2:30 de la tarde, por Radio Nacional España.

Una mañana, mientras acababa de abrir la carbonería, vio pasar por la acera de enfrente y camino de su trabajo a una conocida vecina y clienta desde hacía más de dos décadas. Tendría unos diez años menos que él y era mujer de profundo comportamiento religioso. Esa vecina trabajaba en una confitería de la cercana calle Carretería, vendiendo dulces y pasteles como contratada (entonces se decía “colocada”). Aunque rellena de cuerpo (especialmente en el trasero y las piernas) conservaba un rostro agradable, sin una sola arruga. El carbonero sabía que en sus años mozos esa convecina no había tenido suerte con el amor, pues le contaron que un legionario le echó los tejos pidiéndole relación. Lorenza, ese era su nombre, se sintió ilusionada, “colada” y prendada de la fortaleza orgánica que mostraba el viril soldado del tercio, entregándose a su pretendiente con “locura” de jovencita enamorada. Pero aquella fogosa y exuberante pasión se frustró con gran dolor de la chica, pues el militar dejó embarazada a una costurera de 21 años y todo se fue a pique. Ahí terminó el noviazgo. Los jefes del cuerpo legionario ordenaron imperativamente al soldado Fermín Cascales, cuadrado y en posición de firme, que preparara la boda de inmediato, ceremonia que tuvo lugar dos semanas más tarde, actuando de padrino el comandante jefe del tercio correspondiente, vistiendo el condecorado oficial uniforma castrense. La ilusionada y frustrada Lorenza permaneció soltera y así aún seguía en ese momento, a pesar de sus años.

Aunque en los últimos años la relación de Artemio con Eloísa era bastante plana y fría, ante su carencia física en estos momentos de soledad la echaba profundamente de menos. Un día tras otro sentía acremente el trauma de la soledad. Y soportaba el cargo de conciencia de no haber valorado lo importante que era su mujer en su rutinaria y plana vida. Se decía, una y otra vez: “se sufre mucho la perdida de lo que has tenido tan cerca y no has sabido valorar”. Entonces esa mañana, en los albores cálidos de la primavera, vio a Lorenza, que caminaba hacia su trabajo y de una forma natural notó cómo se le iban despertando los ardores de la necesidad sexual. Recordando los consejos de su hijo Andrés, comenzó a darle vueltas a la cabeza, pensando si él podría conseguir una compañera, como Lorenza, para los años que le quedaran de vida. Esa misma noche después de cenar, cogió bolígrafo y papel y decidió escribirle una breve carta, que repitió hasta en dos ocasiones. No sólo por su difícil caligrafía y las faltas que pensaba podría tener, sino también por el contenido de lo que iba a transmitir a la conocida y ahora atraída vecina. A la mañana siguiente, cuando tenía seguridad de que Lorenza no estaba en casa, por haberla visto pasar, echó la misiva por debajo de la puerta de su casa. El domicilio de la confitera, una antigua casa mata, estaba a sólo cuatro números del local que ocupaba la carbonería.

“Admirada vecina Lorenza. Nos conocemos desde hace muchos años. Has sido una fiel clienta de mi negocio. Te tengo que decir que desde siempre me ha gustado tu figura y tu manera de ser. Ahora que he enviudado, no dejo de pensar en ti. Eres una bella y buena mujer, que no ha tenido suerte en los amores. Ya sabes que mis dos hijos hacen su vida. Yo necesito a una persona cerca de mi, para quererla, respetarla, para trabajar duramente pensado en su bienestar. Quiero hacerla feliz. Creo que esa mujer eres tú. No tengo duda para ello.

Aunque eres más joven que yo, en realidad no te saco demasiados años. Y todavía tengo fuerzas para ser un buen y fiel marido. Si quisieras darme una oportunidad, me conocerías más a fondo. Te darías cuenta de que soy un hombre bondadoso, que sabe respetar a las mujeres. Conmigo no lo pasarías mal. Saldríamos los domingos a comer e iríamos al cine por la tarde.

MI intención sería quitarte de trabajar. Llevas muchos años vendiendo pasteles y te has ganado un buen y merecido descanso. Te dedicarías sólo a la casa, como una gran señora que eres. Espero tu respuesta, que confío me digas sí, para el bien de los dos. Artemio”.

Cuando Lorenza volvió a casa, después de cerrar la confitería, se encontró con ese sobre sin franqueo, en cuyo anverso sólo aparecía el nombre de Artemio. Profundamente extrañada, extrajo la cuartilla manuscrita de su interior. Tras leerla, el sofoco y los temblores de piernas se apoderaron de su relleno cuerpo. Tuvo que ir de inmediato al servicio, porque su aparato digestivo se había descontrolado. Intensamente abrumada, fue posteriormente a la cocina para hacerse una infusión de hierbas relajantes, que había comprado hacía unas semanas en el convento de Santa Clara, en donde estuvo de excusión parroquial. Aquella noche apenas pudo dormir.

Al día siguiente, cumplió con su trabajo en la confitería, sin parar de darle vueltas al conocido e imprevisible pretendiente que le había salido a sus cincuenta tres años de vida. Como seguía sintiéndose mal, habló con los propietarios de la confitería, los hermanos Blanes, que atendieron sus razones y le dejaron la tarde libre, a fin de que se recuperara. A las cinco de la tarde, hora de apertura de la Iglesia, la parroquiana ya estaba en su interior, comenzando a rezar un misterio del rosario, a la Virgen de la Concepción. Después pidió ser escuchada en confesión con don Edelmiro, el cura párroco de la parroquia.

Tras escucharlas, con paciencia y bondad paternal, el orondo y sagaz sacerdote, se propuso templar los ardores enfadados de una de sus mejores feligresas.

“Vamos a ver, Lorencita, ante todo debes calmarte, pues es Dios quien te ha puesto en esta prueba y Él nunca te va a abandonar. Conozco al carbonero Artemio desde hace varias décadas. Él y yo somos de la misma “quinta”. Aunque no viene por la iglesia, es un buen hombre, honrado y muy trabajador. Es aún joven y desea rehacer su vida tras su dolorosa viudez. Eso que sin sentirlo manifiestas “de que es un “viejo verde” son los ardores propios de tu sorpresa, por la bondadosa proposición del comerciante de carbones. Esa responsable es propuesta merecedora de reflexión sosegada y de caridad cristiana, ante la santa prueba que Nuestro Señor ha querido poner en tu ejemplar caminar hacia el goce eterno. Con la experiencia que me proporciona mi larga labor pastoral y evangélica, pienso que ese buen hombre te puede hacer feliz en los años mozos de tu madurez. ¿Por qué no le das una generosa y caritativa oportunidad? Si lo ves oportuno, no me importaría mediar entre vosotros, dada mi pastoral autoridad. Sobre todo, rezando por vosotros, para que el Sr. os guíe y os proteja se las acechanzas del diablo, Satanás”. 

“Lo que Vd. diga, Padre Edelmiro”.

Mes y medio después, en un sábado reluciente primaveral del mes de la flores, Artemio y Lorenza se unieron en santo matrimonio, ante la bendición representativa del cura don Edelmiro, celebrante de esta unión, a la que asistió “todo el barrio”. La muchedumbre, entre vítores y aplausos, echó el correspondiente arroz purificador sobre los veteranos y bien trajeados contrayentes. Los padrinos de la boda fueron Andrés y Expedito, los hijos del carbonero. Recibieron como primer regalo una medalla de la Virgen de los Desamparados, imagen a la que era muy devota la antigua pastelera. Sus patronos de la confitería se encargaron de elaborar la gran tarta nupcial, cuya cúspide aparecía presidida por un bien construido bracero de caramelo, con las brasas correspondientes, también de caramelo, y a cuyo alrededor estaban dos figuritas de chocolate cogidas de la mano. Hubo tarta “para todo el barrio”.

El amor sentó protagonismo en la vida de Artemio, ya bien entrado en los sesenta. Ambos esposos forman un matrimonio ejemplar. El carbonero sigue yendo a cazar los domingos. Se siente feliz y acompañado por una fiel mujer, que sabe llevar la casa y atender con sumisión sus obligaciones conyugales. Lorenza, que ya ha dejado su antiguo trabajo, está gozosa de la felicidad y la protección que el destino le ha proporcionado. Se siente feliz junto a buen hombre al que respeta y sabe cuidar, siempre con el mimo de una madre y el cariño de una esposa. –

 

EL AMOR CREPUSCULAR

DE UN CARBONERO

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

12 agosto 2022

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