viernes, 25 de febrero de 2022

AQUELLA CARTA, QUE VALERIO NUNCA ESCRIBIÓ.

La historia de este muy entrañable relato tiene como localización el entorno estudiantil universitario, en las tierras nazaríes de la bella ciudad de la Alhambra. Durante la séptima década de la anterior centuria, Granada, al igual como también sucede en la actualidad, mostraba ese hervidero variopinto de jóvenes que poblaban las distintas facultades de su muy prestigiosa universidad, procedentes tanto de la propia capital y provincia, como desplazados para el estudio desde las otras provincias hermanas de Andalucía y de España. Muchos de estos jóvenes en formación residían en pisos alquilados, aunque otros muchos también tenían el gozoso privilegio de estar adscritos a alguno de los numerosos Colegios Mayores universitarios repartidos por toda la romántica ciudad.

Aunque normalmente estos establecimientos para la residencia y formación de los estudiantes estaban organizados por géneros, había colegios mayores que tenían una sección masculina y otra femenina, ubicadas en distintos pabellones. A pesar de esta organización independiente residencial, las dos secciones compartían determinadas actividades comunes, de naturaleza lúdico-cultural. Además de utilizar un comedor común, los chicos y las chicas asistían juntos a la impartición de conferencias, seminarios, proyecciones cinematográficas, representaciones teatrales, sesiones y cursillos de música y tecnología, excursiones a la naturaleza, visitas monumentales o viajes programados para el estudio.

En el Colegio Mayor Universitario Mixto, Virgen de las Nieves, al igual que ocurría en otros centros de la misma naturaleza formativa, estudiaban jóvenes de muy distinto origen, condición sociológica, carácter personal y, por supuesto, vinculación con una determinada facultad o especialidad científica. Entre los estudiantes, contrastaban aquellos que poseían dotes innatas para el liderazgo, por su protagonismo, capacidad para la iniciativa y el dinamismo colectivo, simpatía, extroversión y otras cualidades, que atraían y conformaban grupos afines en función de su proverbial influencia, con otros escolares menos espectaculares, más reservados o prudentes con sus intimidades y privacidades. Era también natural que surgieran vínculos afectivos y de amistad entre los propios estudiantes del colegio mayor o relaciones sentimentales con aquellos compañeros de otros colegios e instituciones universitarias. En ocasiones eclosionaban algunas rivalidades juveniles, por la amistad o atracción hacia determinada chica o chico, no faltando incluso infidelidades que navegaban en el mundo psicológico de los celos, las ilusiones frustradas o los anhelos imposibles.

En ese curso del 69 -70, habían llegado al Colegio Mayor dos residentes, ambos de la misma generación cronológica, muy diferentes en carácter, pero al tiempo complementarios, como después tendremos oportunidad de relatar. De una parte, LAURA, joven de naturaleza muy abierta, espontánea, algo impulsiva e hiperactiva, gustándole mucho el protagonismo. Buena estudiante, pero también aficionada a las fiestas, bailes, con el ruido ensordecedor y disfrute de todo tipo de “saraos”. La locuacidad y fluida expresividad que sabía aplicar a todos aquellos que le rodeaban, le abría puertas sociales a cada momento. También “amaba” esa forma de vestir a la última moda. No rechazaba la asistencia al cine o al teatro, aunque le agradaba más el espectáculo abierto, con las posibilidades relacionales que estos entornos posibilitaban. Estudiaba Técnicas Publicitarias y Sociología. 

El otro gran protagonista de nuestra historia era VALERIO, colegial mucho más sosegado, tranquilo, introvertido, cerebral y prudente que su compañera Laura. No era especialmente abierto a las fiestas masificadas, pues prefería esa vida más apacible que tanto relaja Tenía hábitos más clásicos en torno a la vestimenta diaria y desde pequeño era un gran aficionado a la cinematografía, especialmente los estrenos de arte y ensayo que contaban siempre con su fiel asistencia. Se había matriculado, bien ilusionado, en Historia Antigua, pues era un gran estudioso de la cultura clásica.

¿Cómo fue posible que dos almas o seres tan diferentes llegaran a congeniar de forma tan intensa y afectiva? Tal vez porque se complementaban perfectamente, como dos piezas o engranajes diferentes pero concordantes de un mecano, debidamente entroncadas. Lo que a uno le faltaba, al otro le desbordaba y viceversa. Sus respectivos caracteres agradecían esa virtualidad en el compartir los contrastes.

Se conocieron más íntimamente en una celebración colegial con motivo del “cumple” de un compañero, en un lluvioso octubre, cuando ambos cursaban 1º de Facultad. La fiestecilla se disfrutaba en las instalaciones del Colegio Mayor mixto en el que ambos residían, institución escolar ubicada en las sugestivas tierras nazaríes, con recuerdos a sultanes, favoritas, estanques y arrayanes. En realidad, no se cayeron especialmente bien durante esa primera gran ocasión para el conocimiento recíproco, pero al paso de los días y las semanas fueron buscando los momentos y las oportunidades para intercambiar las palabras, las miradas, los gestos y algunas meriendas, que tan bien gratifican. Sobre todo, eran muy oportunos esos instantes o fases en que el ánimo decaía, pues entonces siempre solía estar allí el “compa” o la “compa” para echar un cable a ese espíritu debilitado o bajo de forma.

Durante este primer curso de facultad, la relación entre ellos realmente no pasó de una simpática amistad, más intensa que lo normal, para dos compañeros colegiales. El protagonismo espectacular de Laura reunía en torno a su bien parecida figura a muchos “pretendientes”, anhelos que naturalmente gratificaban su ego. Valerio, por el contrario, solía permanecer más bien en un segundo plano, viendo y analizando los movimientos de unos y otros compañeros, esperando tal vez esa oportunidad, sin duda difícil o muy complicada, para poder acceder naturalmente a la “reina de la fiesta”. Pero como antes se ha matizado, cuando uno de ellos entraba en “nublados” anímicos, mágicamente aparecía el otro con la intensidad de la luz.

Hubo episodios generosos entre ellos que de alguna forma iban vinculándolos para una mayor proximidad afectiva. Por ejemplo, una incómoda gastroenteritis de Laura, pesada y molesta, que frenó temporalmente los ímpetus festivos de la colegial. Pues allí estaba Valerio, para prestarse a acompañarla al médico del seguro escolar y también para recordarle y controlar la ingesta de los medicamentos, noble gesto que ella valoraba y agradecía. En correspondencia, la chica supo estar junto a él para acompañarle a Montilla, su localidad natal, en los momentos luctuosos del fallecimiento de la abuela materna, óbito que lógicamente mucho afectó al colegial, dada la unión filial que existía entre abuela y nieto.

Otra de las cualidades de Valerio era esa actitud de disponibilidad para el multiservicio que algunas personas tienen la suerte o habilidad de poseer. El ser un “manitas” para intentar y muchas veces lograr arreglar problemas materiales de cualquier índole, también le abrió “simpáticos y útiles” caminos de acceso para la consideración hacia la joven por la que luchaba, en muy dura competencia con otros compañeros de mejor “fachada” para la proximidad. En ocasiones era una maleta con la cerradura encasquillada que no abría, un transistor cuya rueda de sintonización no corría como debía o un bastón de senderismo cuyo eje no se podía  ajustar debidamente para el gusto de quien lo va a utilizar. Dificultades de esta naturaleza encontraban fácil solución en la habilidad manual de este estudiante de Antigua, hijo único de un eficaz artesano de la madera, carpintero de la ciudad cordobesa de Montilla. Cuando la joven se sentía abrumada, con más o menos fundamento, allí estaba “el cobijo” acogedor que ofrecía la sensatez y sosiego del compa Valerio, siempre dispuesto para esa ayuda que tanto se valora, por modesta o pequeña que parezca.

A pesar de que el perfil de uno y otro colegial era tan diferente, fue en el segundo año de estancia en el Colegio Mayor cuando “formalizaron” su relación afectiva, ante la sorpresa de muchos que no acababan de ver juntos a la muy contrastada pareja. Con gran inteligencia, ambos supieron respetar los movimientos de privacidad del compañero con el que habían formado pareja. Eran muchos los días en que ella asistía a sus fiestas de toda naturaleza junto a sus amigas, mientras que él continuaba enfrascado en sus estudios y lecturas del pasado. Permanecían vinculados, en la fidelidad de la distancia. 

Ello no era óbice para que cuando llegaba el fin de semana o en otras oportunidades singulares, encontraran el hueco y el dinero necesario para irse a tomas sus tapas y copas a un ventorrillo con mucho encanto y escasa limpieza en el cuidado, llamado El Palangana, que tenía su sede en una callejuela empedrada en pleno centro del barrio del Albayzin. Este misterioso y onírico local era un conocido punto de encuentro para todos aquellos que gustaban del ambiente bohemio y romántico de esas noches con cielo de estrellas y sones de las horas “tocadas” en el relativamente próximo campanario de la iglesia de San Nicolás. Allí, en tan romántico y contracultural tugurio podías firmar una reconciliación, arreglar un “entuerto” o encontrar inspiración para esa obra siempre inacabada en las rebeldes páginas de tu mesa de trabajo. También para escuchar los sentimientos nocturnos generados en las cuerdas de una guitarra, que “hablaban” de los embrujos y los amores imposibles, en algunas de las torres bermejas de la vecina Alhambra. Y allí, cada ronda traía como compañera suculenta e inseparable, una deliciosa tapa, cuya repetición permitía llenar los estómagos y embriagar las mentes con la ingesta incontrolada y onírica de los tintos y las cervezas. Sería innecesario añadir que la pareja había formalizado sus relaciones en una cálida e inolvidable noche de otoño. En las “institución” del Palangana, bajo la mirada benefactora y alcoholizada del tío Fermín, que dormitaba su barroco despertar en una vieja silla de madera con asiento de anea, emanando su cuerpo un rancio hedor, pero mezclado con mágica y sencilla naturalidad. 

El destino había querido unir a una chica de Úbeda y a un joven de Montilla, en la singular y única Granada. En el estudio, en la amistad, en el afecto, en la atracción y en la distracción lúdica, que también es formación. Durante las vacaciones, los dos compañeros y pretendientes intercambiaban cartas, contándose las pinceladas del verano, no todas, pero sí algunas interesantes, en una época en que las conferencias telefónicas eran costosas, el whatsapp aún no había nacido y los chats informáticos eran figuraciones de iluminados y ensoñadores futuristas. Y la llegada de un nuevo otoño, llevaba aparejado ese reencuentro para un nuevo curso, siempre lleno de secretos y realidades dibujadas en el sutil y frágil sentimiento de la proximidad.

Pero tuvo que llegar un octubre del 72, porque también el destino, siempre caprichoso, así lo quiso. Y durante esa noche desabrida, con el viento “trastornado” que no augura buenas sensaciones, Laura y Valerio fueron a tomar unas tapas ¡cómo no!  en el Palangana, tras una tarde de estudio que ambos habían respetado.

“¿Qué te pasa, compi? Te veo algo raro. Te conozco bastante bien, Hay algo que quieres decirme, pero que no te atreves. Sabes que esos misterios me gustan y atraen. Pero creo que ya te estás pasando en el misterio. Tómate otro trago y abre, como bien sabes hacer, tu mente y esa alma generosa que tanto aprecio y valoro”.

“Lauri, tengo que ser sincero contigo. Debes buscarte una pareja estable y que te merezca. Te sobran cualidades. No tendrás el menor problema para ello. No te niego que podemos seguir siendo buenos amigos, pero lo nuestro no tiene futuro. Debes entender que no es el pensamiento de una sola noche. Sino de otros muchos desvelos, a lo largo de un muy largo verano que me ha enseñado a ser coherente conmigo mismo y por supuesto con los demás. Y en esos demás, sólo estás tú. Créeme, no hay una tercera persona. Sé también que puedo pedirte que no me preguntes los porqués o las sinrazones.  Es mejor ahora, que después. No pienso sólo en mí. Antes, por supuesto, he pensado en ti. Siempre tendrás un lugar en mi corazón. No lo dudes. Pero sería un craso error… el continuar”.

Ninguno de ambos veinteañeros quiso rasgar los silencios. Las dos copas de tinto permanecieron allí inacabadas sobre la grasosa mesa que apenas traslucía el barniz original. La tapa para compartir de morcilla frita con patatas a lo pobre se fue enfriando, ante la mirada turbia del tío Fermín, quien desde su rincón favorito observaba a esos dos jóvenes estudiantes que esa noche no sonreían y apenas intercambiaban ya sus miradas. Lo que más extrañó o asombró a Valerio, de aquella durísima noche para la franqueza, fue la actitud dócilmente pasiva de Laura, comportamiento bastante inusual en su temperamento. El dinamismo y la persuasión de la chica aquella noche no quisieron aparecer o tener su habitual protagonismo. Laura aceptó sin más.  

Unas semanas después, Valerio mantuvo una entrevista con el rector del Colegio Mayor, exponiéndole su deseo de abandonar su plaza de residente, aduciendo motivos diversos y correctos, pero en el fondo escasamente creíbles. Terminó el curso en un espacioso piso de alquiler con unos amigos, ocupando una de las habitaciones que miraba al Paseo de la Bomba y el río Genil, a su paso por la ciudad. 

El tiempo siempre avanza con su ritmo uniforme e innegociable, que los humanos convertimos falazmente en rápido o lento, a medida de nuestras peculiares circunstancias o intereses. En la actualidad Laura Soria está unida en matrimonio con Roberto, ingeniero químico, al que había conocido en su segundo curso de carrera en Granada. Ambos fijaron su residencia en la zona de Pozuelo de Alarcón, zona oeste madrileña, pues trabajan en una fábrica de confección y materiales textiles instalada a varios kilómetros de su vivienda. Laura está integrada en el departamento de publicidad y relaciones públicas y su marido ejerce una importante función en el laboratorio como investigador de nuevos productos. Nunca ha olvidado su etapa relacional con Valerio, aunque no mantiene comunicación con este antiguo compañero sentimental de su primera juventud. Cuando contacta con amigos comunes, con prudente habilidad suele preguntar acerca de cómo le va a Valerio en su vida. Conserva, en los secretos de su conciencia, el origen de su atracción con el que hoy es su pareja, vinculación que se gestó meses antes de aquella decisiva noche en la “Palangana” del barrio del Albayzin.

El profesor Valerio Aliaga imparte actualmente clases en un instituto publico de enseñanza secundaria, sito en la capital salmantina. En esta emblemática y culta ciudad de la Comunidad de Castilla y León, convive felizmente con su pareja Helenio, natural de esta ciudad castellana, cualificado y reconocido profesional que diseña muebles y otros enseres para el hogar para distintas marcas de fabricantes, nacionales y extranjeras.

En numerosas ocasiones este profesional de la enseñanza se ha preguntado acerca del por qué nunca comenzó a escribir esa necesaria carta explicativa, dirigida a su compañera sentimental e íntima amiga Laura. Desde luego, careció de valentía o fuerza necesaria, durante aquella noche decisiva, para exponerle los motivos por los que ponía punto y final en la relación que mantenía con su compañera colegial. Ni aquella ni otras noches se sintió animado para aclararle su lucha por borrar u olvidar su verdadera realidad y necesidad sexual. De todas formas, él conoce perfectamente la evolución de Laura y la estable familia que hoy conforma con Roberto, a través de informaciones que ha ido recabando o le han llegado de manera espontánea y que alimentan su interés y curiosidad. No le cabe la menor duda de que la inteligencia de su antigua amiga le habrá permitido conocer el trasfondo humano que anida en muchas enigmáticas respuestas que ofrecemos, con esa casuística de caracteres, temperamentos, anhelos e inseguridades.

Laura nunca recibió esa carta no escrita, pero hoy podría fácilmente componer la realidad de su contenido. Sabe que su antigua pareja, Valerio, es actualmente feliz en el caminar de su vida. El destino quiso ser generoso en ayudarles, durante aquella decisiva noche de octubre, en un bohemio ventorrillo para sus encuentros afectivos.

 

AQUELLA CARTA QUE VALERIO

NUNCA ESCRIBIÓ

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

25 febrero 2022

                                                               Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/

 

 
 

viernes, 18 de febrero de 2022

LUCES URBANAS, PARA LAS SONRISAS Y LA NECESIDAD.

Hay muchos objetos y elementos vinculados a nuestra andadura vital, tanto de uso privado, como pertenecientes a la comunidad ciudadana, a los que no siempre concedemos el valor correspondiente a su verdadera importancia. Sólo cuando no podemos acceder a su eficaz y necesaria posesión, caemos en la cuenta de su verdadera significación para nuestras vidas. No sería difícil o complicado hacer una relación de estos elementos, cuya proximidad y utilidad la tenemos asumida y que comparten o hacen posible nuestra convivencia. Son numerosos y de importancia o trascendencia desigual, en función de nuestras específicas necesidades. Pensemos en el agua, el sol, los árboles, el mar, el oxígeno del aire… Pero también en los miles de inventos para nuestra convivencia, que la Humanidad ha ido creando a través de los siglos, aplicando a su consecución el estudio, la experimentación, la imaginación y la admirable constancia en el esfuerzo.

La historia que a continuación se desarrolla no nos habla de elementos o recursos de tan especial trascendencia, como los ya enunciados. El protagonista nuclear de este relato es una providencial farola callejera.

La acción se desarrolla en un barrio urbano, poblado mayoritariamente por vecinos de muy humilde condición. En ese popular espacio de la ciudad, el porcentaje de personas mayores y de vecinos más jóvenes sin trabajo es elevado, contrastando con otros barrios en los que el nivel socioeconómico de sus habitantes es notablemente más avanzado. También aquí el índice de marginalidad supera ampliamente los niveles de otras esas zonas más “acomodadas” en sus niveles de riqueza. 

El origen de este barrio obrero, al que pusieron el nombre de La Esperanza, se encuentra en los ya lejanos años de la posguerra civil española. La arquitectura aplicada a los edificios levantados en esta área de la ciudad es muy repetitiva y de estética en sumo rudimentaria, con materiales constructivos de baja calidad. Los paramentos exteriores de las viviendas son en su mayoría encalados, apenas hay fachadas de ladrillos vistos o con mármoles o piedras similares. Al paso de los años, el descuido en la conservación de las casas ha proyectado una visión de deterioro que empobrece aún más el nivel socioeconómico medio de sus residentes. El trazado de zonas verdes y de juego o descanso, para niños y mayores, respectivamente, es muy reducida, potenciándose la densificación poblacional en horizontal, ya que los edificios carecen de mucha altura. Y esto se hizo porque la superficie del terreno disponible era abundante en aquellos difíciles años 40 de la pasada centuria.

Aquí se concentra una “pastilla poblacional” de personas sin grandes recursos que, con el paso de los años no ha gozado de una evolución hacia el desarrollo económico, sino que incluso se ha ido incrementando esa marginalidad social que suele derivar en comportamientos vinculados con la delincuencia. Sin embargo, y como contraste, las relaciones humanas entre muchos de los vecinos suelen ser cordiales, fraternales y solidarias, dentro de las carencias materiales y de promoción social que la mayoría soporta. Los sucesivos gobiernos municipales han trazado, entre sus propagandísticos propósitos, algunos proyectos y mejoras urbanísticas y sociales, para ésta y otras barriadas de la ciudad. Pero la mayoría de esas promesas han ido quedando en la atmósfera de los olvidos, especialmente para este barrio de la Esperanza, en el que el “despegue” socioeconómico va de manera palmaria extremadamente lento al paso de las décadas.

Un día de invierno, el Ilmo. Sr. alcalde de la ciudad volvía de una importante reunión administrativa que había tenido en una provincia hermana. El conductor de su vehículo oficial evitó pasar por las calles del centro urbano, debido al excesivo tráfico que suele haber en esa hora en que la tarde cae ante la llegada de la noche, cuando lo trasladaba a su domicilio particular, en el otro extremo de la ciudad. Atravesaron entonces una serie de calles del barrio de La Esperanza. Al primer munícipe de la capital le llamó la atención lo deficiente o pobremente iluminadas que estaban las calles por las que el vehículo estaba circulando. Reflexionando acerca de lo que había podido observar, a través de los cristales del coche oficial, llamó el lunes siguiente al concejal encargado de esa zona, a fin de que arbitrara los medios adecuados para mejorar el servicio de iluminación. Con ello pretendía incrementar la calidad de vida de los vecinos y reducir, al tiempo, los actos de la delincuencia potenciada por la falta de luz en las calles de la barriada. Pero los fondos municipales, derivados hacia otros proyectos más “interesados” de las zonas “nobles” de la capital, no daban para la instalación de una gran estructura luminosa, precisamente en un barrio de gran perímetro urbano y notable densidad poblacional. Así que se fueron instalando y mejorando los puntos luminosos, por las calles y plazas más habitadas y transitadas del barrio, aunque no en la cantidad necesaria, por lo que estos faroles y farolas quedaban muy alejadas unas de otras.

Así, en la popular Plaza de los Claveles, con un perímetro cuadrangular generoso, sólo se pusieron dos farolas, cuando habrían hecho falta al menos instalar el triple de éstas, para iluminar convenientemente la zona. En las horas nocturnas, esta plaza y el resto de las principales arterias viarias quedaban, por tanto, deficientemente iluminadas. Quiso la decisión de los técnicos instaladores que una de esas dos farolas fuera adosada precisamente a una antigua vivienda de tres plantas más bajo y sin ascensor, con efectos providenciales para una serie de personas de condición extremadamente humilde y necesitada. Comentemos acerca de estas personas, residentes en el barrio, que se vieron especialmente beneficiadas.

 

Este pequeño bloque de viviendas, en uno de cuyos pisos reside una anciana viuda y sin hijos llamada AMANDA, se encuentra en un estado constructivo de gran deterioro. La muy veterana señora hace meses que cumplió su octava década de vida, en un estado físico aceptable, teniendo en cuenta su ya avanzada edad. Ha vivido siempre en ese pequeño piso de alquiler, que tiene por número el 3º B, dedicándose profesionalmente a la costura y sastrería, trabajando para cualquier cliente que solicitara su servicio, cobrando a cambio de su labor unas cantidades en modo alguno elevadas que, al menos, le daban para vivir con suficiente modestia a ella y a su marido (mozo cargador del puerto malacitano). Desde hace casi cuatro años, ha tenido que dejar la práctica de tan artesana y laboriosa actividad, por sus avanzadas deficiencias visuales. Las vecinas de ese viejo caserón, que siempre han apreciado su bondad de carácter, con solidaria frecuencia muestran su generosidad con la pobre convecina, llevándole algún plato de comida caliente, poniendo en práctica esa bella frase de “donde comen tres, pueden comer cuatro”. Las trescientas cincuenta pesetas que recibe cada primero de mes, como pensión de viudedad por su difunto esposo, apenas le dan para afrontar los gastos normales de la mensualidad, teniendo en cuenta que de esa módica pensión ha de dedicar 100 pesetas para el necesario pago del alquiler.

Desde hace un mes y a causa de los impagos de los recibos a la compañía de electricidad, le ha sido cortado el suministro de electricidad. Ante la difícil situación (la buena señora manifiesta que lo primero y urgente es pagar el alquiler de la casa y después el básico alimento de cada día) cuando la luminosidad solar va desapareciendo en lo avanzado de la tarde, cena lo poco que tiene y se va muy pronto a la cama. La carencia de fluido eléctrico le impide encender la radio o entretenerse con algo de lectura o labor de punto, contando con la dificultad de visión para sus ya cansados ojos.

Sin embargo, el “milagro del cielo” se ha producido para su suerte. Una de las dos grandes farolas que se han instalado en la plaza, ha sido adosada precisamente en la pared de su bloque. En concreto, el foco luminoso permanece situado a la misma altura del piso ocupado por doña Amanda. La potencia de las cuatro potentes bombillas que lo componen facilita la llegada de una aceptable luminosidad en el interior del piso 3º B. Ello le está permitiendo a esta modesta anciana que, a la llegada de la noche, especialmente en las estaciones del otoño y del invierno, pueda tener un poco de luz en el interior de su vivienda, para realizar las tareas necesarias de la casa, evitándole al tiempo el riesgo de peligrosos tropezones o caídas para su muy ajado cuerpo. El azar del destino o la decisión espontánea del técnico municipal ha generado la sonrisa y sosiego de esta buena mujer, sintiéndose feliz con ese poquito de luz que entra por las ventanas en las noches para su buena suerte.

 

La iluminación de la plaza que proyecta la nueva y apreciada farola es también celebrada por la propietaria de un pequeño puesto de chucherías, al que acuden los niños y también algunos padres para satisfacer sus ilusiones de esos suculentos productos que tanto gustan, alimentan y distraen. Las pipas tostadas de girasol, los cacahuetes, los altramuces, los caramelos de café con leche, las bolitas de anís, los chupachups, las barritas de regaliz, los chicles, etc, son algunas de las atractivas mercancías que se venden en ese puesto para el paladar. Nadie conoce con exactitud la edad de esta vendedora de chuches, llamada doña LARIANA, aunque ella se ufana de haber vendido caramelos a varias generaciones de clientes que, a sus muchos años, hoy son abuelos, padres y sus “retoños” de corta edad.

Durante la estación primaveral y veraniega anochece bastante tarde, pero cuando llega el otoño y los fríos del invierno, el sol se oculta pronto y la señora propietaria del puesto ha de cerrar el tingladillo, puesto que el mismo carece de conexión con la red eléctrica y la visión de los productos que oferta y el intercambio de las monedas para su compra se hace dificultoso.

Por fortuna, gracias a la instalación de esta nueva gran farola, su puestecito (como ella lo llama) se ve ahora bien iluminado cuando el sol de oculta tras el horizonte, permitiéndole estar más tiempo esperando a esos críos que llegan ilusionados para comprar la dulce o salada “mercancía” o manjares a cambio de sus perras gordas, perras chicas, dos reales y, en ocasiones algunas pesetas. La ubicación del tinglado está muy cerca de la puerta del bloque en el que reside doña Amanda, por lo que la providencial farola cumple también con las necesidades de esta comerciante de las chuches de los buenos sabores. A doña Lariana se la ve ahora más feliz y contenta pues su puesto de trabajo puede estar abierto más tiempo, confraternizando no solo con los niños, sino también con los vecinos adultos que suelen pararse para “echar unas palabras” con la amable comerciante.

 

LUPE y ELIAN son dos jóvenes enamorados, que esperan ansiosos las tardías horas del día, momento en el que pueden estar cerca el uno del otro, para decirse, con las miradas y con las dulces palabras, el cariño que ambos se profesan.

Se conocieron en una fiesta o guateque dominguero, en el que participaban otros muchos chicos y chicas, amigos o simples conocidos. Todos estaban pasando muy bien la tarde, con los bailes y esas copas “de recia garrafa” en torno a un gastado picú (pick up) que a duras penas hacía sonar los míticos discos de vinilo, con canciones de Elvis Presley, Duo Dinámico, Simon y Garfunkel, los Brincos, Los Bravos, los Sirex … Desde el momento en el que fueron presentados, intimaron y cayeron enamorados bajo las flechas sentimentales de Cupido.

Elian trabaja “en lo que sale”, ya sea albañilería, carpintería, pintura, electricidad, etc. mientras que Lupe sirve barras de pan, civiles, roscas, violines y recios panes catetos, en la panadería de don Raimundo, quien también elabora, junto a su mujer Ambrosia, unas populares y sabrosísimas tortas de aceite con anís “matalauva”. Cuando abandona su trabajo en la panadería, Lupe sabe que casi siempre Elian la está esperando, con el propósito de pasar un delicioso rato juntos. Suelen sentarse en un banco de madera, situado en la Plaza de los Claveles, asiento al que algunos gamberros arrancaron una de las traviesas, prácticamente desde su instalación y que nunca ha sido reparado. Los padres de ambos enamorados no quieren que sus hijos “hagan manitas” encerrados en sus cuartos, por lo que ambos decidieron sentarse en ese banco callejero, cubierto del rocío que trae la noche.  Allí se intercambian intimidades y frases cariñosas, que después en la madrugada recordarán con la emoción y el sentimiento de la distancia.

Ese banco de las confidencias está ahora mucho mejor iluminado, gracias a la potencia de la nueva farola, por lo que Elian puede disfrutar mejor con los ojos verde claros de su amada, mientras que Lupe puede peinar mejor, con sus manos de nácar y terciopelo, el “rebelde” cabello castaño de su muy querido pretendiente. Sobra añadir que este “hospitalario” banco de madera está situado a muy escasos metros del perímetro intensamente iluminado por la farola encastrada en el bloque donde reside doña Amanda. 

 

Uno de los numerosos indigentes que viven en el barrio, habitando en la casa de todos como es la calle, se le conoce por el nombre de EUSEBIO. En ocasiones ha comentado que así se llamaba su padre, “la única persona que realmente me ha querido”. Por este motivo, pide que se le mantenga ese nombre, al margen “del que pongan los papeles”. Además de la caridad que recibe de los vecinos, vive de la recogida de cartones y periódicos usados. Pero en lo que más se afana es realizando a diario una minuciosa rebusca en los contenedores de basura, recogiendo elementos de metal, zapatos viejos, objetos diversos del hogar, ropa de cualquier calidad y algunos muebles, etc. Todos esos materiales los lleva al rastro dominguero, a fin de para cambiarlos por unas bien venidas pesetas, con las que medio saciar su necesidad de alimentos y esa bebida que le embriaga para olvidar la realidad de su historia.

Cuando llega la noche, el cielo estrellado lo contempla rodeado de cartones tomados de aquí y de allá, además de algún viejo jergón, ausente de aseo y deshilachado, con el que protege su vapuleado cuerpo de la fuerte humedad y baja temperatura reinante. Su preferido cobijo lo tiene debajo de ese banco de madera usado por Lupe y Elian para sus intercambios amorosos, quienes ya han abandonado la plaza. En ese modesto e improvisado dormitorio descansa el veterano mendigo, alumbrado por la luz somnolienta procedente del farol o farola de la Plaza de los Claveles, elemento urbano de iluminación que presta servicio, ayuda y protección a todas esas personas que comparten su cercanía. Lógicamente, cuando el sol se marcha y la noche llega.


Pero una aciaga tarde la luz de la farola no se encendió. Tampoco en las noches y madrugadas siguientes, cuando eran las horas de su solidario protagonismo ¿Qué había ocurrido? Tal vez fuera por el cansancio de las bombillas, por algún mal contacto o la desidia profesional del lucero, encargado de darle a los interruptores necesarios para que la luz se mostrase. Así que, durante muchos números del calendario, la popular plaza sólo estuvo iluminada por la farola opuesta que, a pesar de su voluntad, carecía de la fuerza y potencia suficiente para llegar a los dominios espaciales de la farola averiada.

Fueron muchos los que entristecieron sus ojos y el sentimiento de su ánimo. Doña Amanda ya no tenía luz en casa, cuando llegaba el oscurecer de las tinieblas. Doña Lariana se vio obligada a cerrar antes de hora su tenderete de las chucherías, pues en esas estaciones en que las hojas caen y el viento enfría, la buena iluminación es necesaria para no confundir los caramelos y las barritas del regaliz, también las perras gordas con las perras chicas. Elian y Lupe seguían sentándose en su banco preferido, pero no podían gozar como antes en sus pupilas con el celeste claro de los ojos de ella, ni de la morena brillantez que mostraba el recio cabello de él. También a Eusebio, pues ahora no le llegaba bien esa cálida luz teñida de oro, que le hacía ver con claridad el bollo de pan con aceite o con lo que el día regalara, como suculento menú para alimentar la noche. La plaza de los Claveles ya no era la misma de antes, aquel convivencial entorno que clarificaba bien las palabras y miradas y generaba no escasas sonrisas. 

Dos miembros del C. N. de Policía, cuando patrullaban una noche de marzo por el barrio de la Esperanza, observaron que la deficiente iluminación de esta céntrica plaza de los Claveles era propicia para facilitar actos delictivos. Cumpliendo con su responsable obligación, dieron parte a los servicios operativos del Ayuntamiento de la ciudad de esta anomalía. El concejal de zona ordenó, 48 horas más tarde, que fuese reparado, a la mayor premura, ese punto luminoso.

La sustitución de las “cansadas bombillas” y algún cable “traicionero” fue realizada con éxito, para que Amanda volviera a sentirse feliz, teniendo claridad en su piso. Para que Lariana pudiese ampliar el horario de su puesto de chuches, con el disfrute de la chiquillería y también los mayores. Lupe y Elian vuelven a disfrutar con la mejor visión de sus muestras de cariño, unidos y abrazados en ese su sentimental aposento para los encuentros. De Eusebio nunca más se supo. Hacía semanas que no se le veía desarrollar su cansino recorrido por los entornos de la zona. Quizás hoy continúe paseando su esperanzado esfuerzo para la recogida de “residuos valiosos” por los espacios siderales, en ese inmenso firmamento donde sonríen los luceros, las cometas y las estrellas. –

 

 

LUCES URBANAS PARA LAS SONRISAS 

Y LA NECESIDAD

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

18 febrero 2022

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