Entre los numerosos y contrastados espacios urbanos,
hay una zona que recibe todo el aprecio y la valoración por parte de la
ciudadanía. Este preciado y más o menos amplio territorio está compuesto por la
suma de todas aquellas áreas dedicadas de manera especifica a zonas verdes. Esta muy necesaria (imprescindible,
habría que decir) masa vegetal está integrada por el gran o principal parque
que existe en casi todos los municipios, al que hay que sumar todos aquellos
jardines que, con desigual tamaño, se hallan repartidos por las distintas
barriadas. Este saludable conjunto natural, además de aportar valores cromáticos
y de lúdico esparcimiento, tanto a niños como a mayores, constituye el gran
pulmón natural que limpia y purifica la atmósfera (normalmente contaminada o
viciada por la densidad del tráfico viario) que los habitantes de esas ciudades
respiran. Aunque puede haber algún tipo de titularidad privada en estas zonas
verdes, en su amplia mayoría son bienes comunales, que pertenecen lógicamente a
la colectividad municipal.
Centrándonos de manera específica en el gran Parque de la ciudad, vemos en él distintas
zonas puntualmente señalizadas. Entre todas ellas, la que generalmente resulta
más apetecible, concurrida y alegre es aquella dedicada a la infancia. En el
interior de la misma podemos ver a los niños y niñas de la primera edad, que
utilizan para su esparcimiento el conjunto de juegos instalados por el
Ayuntamiento (columpios, casitas construidas de madera, metal y plástico con
distintas dependencias, toboganes, caballitos que se cimbrean con el
movimiento, artilugios que cuando son girados producen sonidos musicales,
etc. Todos estos elementos instalados para
la diversión infantil se encuentran pintados de vistosos colores y han sido construidos
siguiendo estrictas normas de seguridad. Los críos también juegan en la arena o
en la tierra de albero, aunque hay espacios que tienen suelos cubiertos con planchas
de caucho o goma, procedentes de neumáticos triturados y reciclados, evitándose
así que los niños puedan hacerse daño en sus carreras o caídas. Normalmente,
suele haber en un ángulo de ese parque infantil una fuentecilla o grifo que,
mediante la pulsación de una tecla, emana agua potable, a fin de que los
usuarios puedan beber.
Resulta imprescindible que estos parques infantiles tengan “anclados” varios árboles
en su perímetro, para la necesaria y agradecida sombra en las estaciones o días
de intensidad térmica, además de las masas florales que esparcen el aroma, el
color y las formas vegetales, que tanto valoran los usuarios de estos recintos.
Las madres, padres, abuelos u otros familiares vigilan y controlan los juegos y
actividades de los más pequeños, que corren, saltan y utilizan algunos de los
juguetes que han llevado consigo, como bicicletas, patinetas, pelotas de goma y
todo tipo de muñecos y peluches. Estos familiares, además de controlar los movimientos
de los pequeños, se ocupan de repasar los periódicos, gozar un buen rato de
lectura, hacer punto, completar crucigramas y por supuesto mantener
conversaciones con otros adultos que también pueblan el espacio infantil.
Un personaje que no suele faltar, dentro o en los
aledaños de estas alegres zonas, es la muy agradecida figura del vendedor de chucherías. Suele ser un hombre o mujer,
generalmente de avanzada edad, que pone a disposición de los niños y sus
familiares caramelos, pipas de girasol, cacahuetes, regaliz, gusanitos, barquillos de dulce y, además de todas esas
suculentas golosinas, bolsillas con
alimento para las aves, como el alpiste o los granos de trigo. Por supuesto que
en la época en que el calor arrecía, no falta tampoco el puesto muy demandado
de los sabrosos y variados helados.
Para los usuarios de uno de estos parques
infantiles, resultaba familiar la imagen de una señora, probablemente anclada
en su quinta década vital, que acudía sola todas las tardes al jardín de los niños y que
cubría su cabeza con un pañuelo de seda blanco.
En invierno llegaba a eso de las cuatro, mientras que en verano su “esperada”
aparición se producía un par de horas después.
La buena y sonriente señora permanecía en esta
lúdica zona entre dos y tres horas, pues parecía no tener
prisa u otros asuntos que hacer. ¿Por qué los pequeños aguardaban con
impaciencia la llegada de Celeste (así era también el color de sus ojos) un día tras otro? El motivo de
esta espera era porque, nada más entrar en la zona de los juegos, acudía
aplicando un paso lento y casi majestuoso al puestecito de los caramelos, a fin
de comprar algunas chucherías que, una vez sentada en su banco preferido (a la
sombra de un viejo roble) se prestaba a ir repartiendo entre los numerosos
niños que se le acercasen. Cada tarde solía elegir una chuche diferente, ya
fuese el gran paquete de palomitas de maíz, las bolitas de caramelos o ese gran
cartucho de pipas tostadas de girasol, por supuesto de aquéllas que no ten
Además de repartir las dulces golosinas, gustaba de
dialogar con los pequeños, entre las miradas complacidas de sus madres o
padres, haciéndoles algunas sencillas preguntas: “¿Y tú cómo te llamas? ¿Tienes muchos hermanitos? ¿cuál es el juego que
más te divierte? ¿Sabes ya leer? ¿Te gustan los dibujos animados? ¿Te has
portado bien hoy o te han tenido que regañar? Muéstrame con los dedos ¿cuántos
añitos tienes? ¿serías capaz de enseñarme, mañana u otra tarde, algún dibujo
que hayas hecho tú con los lápices de colores? El resto del amplio tiempo
que disfrutaba en el parque lo dedicaba a observar, con una amplia sonrisa que
siempre llevaba expresa en su rostro, los incansables juegos y ocurrencias de
los más pequeños, a lo largo de cada tarde.
Entre los asiduos visitantes del parque infantil, también
había un “abuelo” con apariencia de ser bastante mayor que, siempre cubierto con
su sombrero azul oscuro, se sentaba en uno de los bancos de madera a gozar de
ese espacio para la tranquilidad. Se llamaba Amaro y alguna vez comentó que en sus años de actividad
había sido soldado de infantería. Ya en su viudez vivía en el domicilio de
Alicia, la única hija que habían tenido y quien recientemente había decidido
romper con un marido que la hacía infeliz. Tenía tres nietos, en plena
adolescencia, que cursaban respectivamente el último año de la ESO, el
bachillerato y el primer año en la Facultad de Derecho. Alicia estaba siempre
muy ocupada con su trabajo, pues era miembro de un importante taller de diseño
gráfico, que colaboraba con diversas empresas publicitarias así como con grupos
editoriales locales y regionales. Él mismo, en sus tiempos de milicia, había
sido una persona en extremo activa, pero ahora en su vejez y con todos esos
achaques que surgen en las canalizaciones de la estructura corporal, trataba de
combatir esa pasividad del sillón ante la televisión, echándose a la calle,
para hacer un poco de ejercicio al caminar y para conocer otras personas de
diferentes caracteres. Su gran esfuerzo, ciertamente algo obsesivo, era el de
molestar lo menos posible en casa, pues comprendía que los “mayores” no deben
interrumpir o alterar esa vitalidad desbordante que irradian los jóvenes, con
sus ilusiones y proyectos inmaculados. Salía temprano de la vivienda, echaba
algún rato en la biblioteca del barrio con los periódicos del día, recorría la
longitud del Parque más de una vez y ya volvía a casa, en donde más de un día
almorzaba solo o preparaba algo de comer para aquellos que estuvieran en casa.
Por las tardes era frecuente que acudiera a la zona infantil del parque, pues
reconocía que el despreocupado y sano comportamiento de los más pequeños le
vitalizaba profundamente.
Amaro Balbiana tenía previsto, desde hacía unos
días, acercarse a la señora de las chuches (como muchos la conocían) pues
estaba interesado en conocer algo más de la vida que atesorada aquella generosa
señora, que tan bien se llevaba con los niños. Aprovechó una de las tardes para
acercarse hacia donde ella estaba y tras presentarse le expuso con toda sencillez
el objetivo de su pregunta.
“No, no se preocupe, buen hombre. En realidad ese
interrogante que Vd. me hace ya me la han planteado otras personas. Unos y
otros quieren conocer el por qué actúo de esta manera. Y la explicación no es
difícil de entender, siempre que se conozcan algunos retazos de mi vida.
Fui hija única de unos padres exageradamente
estrictos en su mentalidad. Tenían antecedentes de una lejana nobleza, de la
que al llegar a su generación no quedaba nada. Ni títulos, ni poder económico
alguno. Paro había que aparentar. Mi padre era un simple auxiliar
administrativo en el Ministerio de Justicia. Mi madre una señora muy religiosa,
siempre con sus ínfulas y vanaglorias. Pensaban que eran superiores a los
demás, sin el menor fundamento para esa soberbia actitud. Y esa forma de ser y
actuar también la aplicaban en mí, con una muy estricta educación. No querían,
en mi infancia que me relacionara con los “otros niños de la calle”, pues
vivíamos en un modesto piso inserto en una barriada obrara. No me dejaban jugar
con los niños que yo veía desde mi balcón y eso me hacía sentirme mal, pues yo
quería jugar y correr con esos otros vecinos que tanto disfrutaban. Para colmo
no tuve hermanos, con los que podía haber compensado esa forma absurda de
comportamiento que me era impuesta.
De esta forma, los meses y años fueron pasando y
pude salir de aquel “encierro” aunque tampoco el destino se mostró propicio con
la pareja que tuve. Era una persona que cuidaba mucho la mirada externa, celoso
hasta la médula y autoritario en su proceder sobre mi persona. No tuve hijos con
él, entre otros motivos porque en su ego tampoco le gustaban los niños. Tampoco
lo permitía la naturaleza de mi cuerpo, parece ser. Y no eran tiempos como los
de ahora, en que la ciencia médica hace maravillas en un laboratorio. Lo único
que este hombre me dejó, cuando se fue al otro mundo, no hace muchos años, es
una modesta pensión que me permite ir tirando, sin dilapidar los gastos.
Una tarde me di una vuelta por estos jardines y me
sentí muy feliz con lo que veía. Madres y familiares con sus retoños, viéndoles
jugar con esa sana y santa inocencia que sólo los niños atesoran. Necesitaba
establecer empatía con ellos, compartir su alegría, sus ocurrencias, sus
movimientos y juegos. Entonces pensé que una bella forma de acercarme a los
pequeños era repartiéndoles estas pequeñas golosinas, que ellos sinceramente
agradecen. El poder hablar con ellos y recibir sus respuestas, además de sus
miradas y sonrisas, me vitalizaba. Y aquí sigo. Muy contenta y feliz. Compensando
muchas de las absurdas carencias que he sufrido en mi vida.
Tal vez esté preguntándose si he podido ser
malinterpretada, por esa relación que establezco con los pequeños a través de
las golosinas. Ha habido algunos casos de progenitores que no veían bien o
dudaban de mis intenciones con sus hijos. Pero han sido los menos. En general,
no ha sido así. Yo no presiono a los niños. Son ellos los que se acercan a mi.
Para ellos soy como la “mamá de las chuches”. La señora del pañuelo blanco en la cabeza, que reparte golosinas”.
Amaro quedó maravillado de la triste y preciosa
historia, que su interlocutora había aceptado transmitirle. Entonces él se
sintió también “obligado” como correspondencia y generosidad, a narrarle
algunos de los retazos, a modo de pinceladas significativas, que habían ido
conformando su ya larga existencia. Celeste escuchó con suma atención todo lo
que le transmitía aquel hombre que, habiendo tenidos muchas experiencias en su
larga vida, ahora gozaba con ese clima vitalista y sano que unos niños jugando
proporcionaban a su cansada vista, alegrando vitalmente su corazón.
Han
transcurrido unos meses, después de
estos hechos. Una tarde, con latido y aroma primaveral, Amaro Balbiana paseaba
sin rumbo fijo por una calle eminentemente comercial, en la zona del nuevo
centro de la ciudad. Había ya tomado su café con leche de las cinco, acompañado
de ese pequeña ensaimada, cuyo sabor y forma tan golosamente disfrutaba. A
pasar junto a unos grandes almacenes, se fijó en uno de los escaparates que
estaba bien decorado con muchos libros apilados, todos con el mismo título y
edición. PLACER Y GLORIA, EN UNO DE LOS JARDINES DE LA
CIUDAD. Le resultaba curioso ver apiñados tantos ejemplares de una misma
novela. En un lateral del escaparate había un cartel que con grandes letras
anunciaba la celebración ese mismo día, a las 19:30, de una conferencia en el
departamento de cultura del establecimiento, con la asistencia libre de los
interesados. Tras la exposición, la conferenciante firmaría los libros de la
obra que había escrito y que ese día presentaba. Para su asombro y sorpresa, había una foto de la conferenciante y autora que,
aunque mucho más “arreglada” Amaro reconoció sin
dificultad. Esa escritora no era
otra sino Celeste, la señora del pañuelo blanco, la “mamá de las chucherías”.
El corazón le latía a un
buen ritmo, pues hacía algunos meses que aquella buena mujer había dejado de
aparecer por los jardines del Parque ¡Era la misma de la foto, la autora del
libro! Miró su reloj de pulsera y comprobó que faltaba media hora para el
inicio del acto. Hizo tiempo hasta que a la hora fijada entró en el
departamento de cultura del establecimiento. El salón estaba abarrotado de
asistentes, por lo que se tuvo de conformar con ocupar uno de los asientos
traseros del espacioso recinto. Allá a lo lejos, flanqueada por un afamado
escritor local y el director de publicaciones de la editorial, estaba Celeste.
Parecía tener muchos años menos de la veterana imagen que ofrecía en el parque,
con la gran bolsa de gusanitos en las manos y rodeada de niños sonrientes.
Tras la presentación de
los compañeros de mesa, la escritora estuvo explicando muchos de las causas que
le habían llevado a escribir su nueva investigación, en forma novelada, acerca
de la sociología de las respuestas y los comportamientos en los jardines y
parques urbanos. Porque en el libro no se hablaba solo de los niños y sus
padres, sino también de los mendigos, los vagabundo, los ancianos, las personas
solitarias y las jóvenes parejas que iniciaban el camino del amor. Y también esa
acre figura que nubla y eclipsa la bondad natural, la de algunos pervertidos.
Cuando finalizó la
interesante presentación, en medio de una salva de aplausos, se formó una gran fila
de lectores, que con el libro recién comprado, esperaban su turno para la
dedicatoria. Amaro observaba el “espectáculo” desde lejos. En un momento
determinado, sus ojos se cruzaron con los de Celeste, quien nerviosamente
sonrió y continuó con sus firmas. Amaro decidió abandonar el salón, caminando
lentamente entre los numerosos volúmenes expuestos en el departamento de
librería.
Poco antes de tomar el bus, quiso pasarse una vez más por el gran Parque de la ciudad, ese sosegado espacio que tan bien conocía. Se dirigió al jardín de los niños, a esa hora ya casi vacío de visitantes. Durante unos breves minutos estuvo recordando a las dos Celestes. La apacible y generosa señora del pañuelo blanco, con sus chuches para los críos. Y también a la dinámica escritora, que firmaba su última publicación en el departamento de librería de un gran centro comercial. ¿Dos identidades en una misma persona? Camino ya de casa, se prometió acudir algún día a la biblioteca pública de su barrio, con la esperanza de poder sacar en préstamo el libro de Azul Candial, el nombre que firmaba el novedoso volumen presentado comercialmente esa misma tarde.-
CELESTE Y AZUL.
LA SEÑORA DEL
PAÑUELO BLANCO
José
Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
26 Febrero 2021
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