La forma de comportarse en muchas personas confirma
la afirmación de que es un “arte” saber distraerse,
organizando con inteligencia e imaginación el mayor o menor número de horas
para el ocio disponible. La realidad es que no todos saben cómo entretenerse.
Si esta incómoda realidad afecta a personas jubiladas o que afrontan el trauma
de la viudez, la situación se complica, pues han de abordar su abundante tiempo
libre asumiendo además el trauma de la soledad. Y no siempre hay amigos
cercanos, dispuestos a echar una mano para la ayuda.
En general, las personas
que acceden a la jubilación, especialmente si carecen de una equilibrada
y adecuada formación, suficiente voluntad y dinámica imaginación, aplican gran
parte de su “nueva vida” a diversas actividades, aburridamente repetitivas.
Sinteticemos algunas de las más usuales: los hay quienes pasan horas y horas
con un sedentarismo pasivo, delante del monitor de televisión; otros dedican su
tiempo ocupando esos bancos en los parques, “actividad” que les permite
descansar y observar el caminar de los demás viandantes; pensamos en aquéllos
que se sientan en una mesa de las cafeterías o bares, extendiendo el tiempo de
la consumición todo lo que pueden y más; los bancos de las iglesias y la
asistencia a las ceremonias religiosas supone también un recurso habitual en el
tiempo vespertino de muchas personas mayores; muchos se entregan a esos repetitivos
paseos, sin la menor prisa, recorriendo lugares en un ida y vuelta continuo sin
la menor motivación, como no sea el desear que tiempo avance; y aquel otro
grupo de los que visitan, una y otra vez, al médico de familia en el
ambulatorio, planteando al galeno todo tipo de dolencias, reales o imaginadas
en su mentes “calenturientas” y obsesivas.
Ciertamente, en las
ciudades son mayores las posibilidades lúdicas para las personas
“retiradas”, después de una larga vida laboral: los jardines para su descanso
suelen ser numerosos, al igual que las asociaciones de jubilados. En esos
núcleos urbanos las ofertas culturales y de espectáculos gratuitos (conciertos,
proyecciones de cine, conferencias, museos, exposiciones, etc.) son más
frecuentes en su desarrollo. Pero en las zonas rurales,
especialmente en los pueblos pequeños, la oferta se limita porque los recursos
oficiales y privados para la distracción de los mayores se reducen (con
respecto a los disponibles en las ciudades) o son prácticamente inexistentes.
Este es el caso que afecta al protagonista de nuestra interesante y muy entrañable
historia.
Gervasio Barranco había estado, durante toda su vida laboral, trabajando como
peón agrícola por cuenta ajena. Desde hace aproximadamente un año, con sesenta
y tantos “abriles” acumulados sobre su ajado cuerpo, goza ya de un merecido
retiro, cobrando una modesta pensión. Esta modestia económica es debida a que
sus desleales patronos no habían cotizado de manera adecuada por su persona. En
realidad, este apacible campesino manifiesta que no necesita mucho para mantenerse,
porque vive solo en su casita “mata” de toda la vida, tras haber enviudado,
hace ya más de un lustro, de su mujer Bernarda,
con la que convivió “dios sabe los años”, pues se casaron cuando él volvió del
servicio militar.
Comparte cierta amistad con el “tío Jonás,” un
carpintero también jubilado con el que algunos días de la semana suele echar
algunos ratos. No se ven más a menudo pues entre ellos surge pronto la
discusión, ya que este vecino piensa en lo político de una forma muy opuesta a
la suya, que es claramente conservadora, muy de “derechas”. Tiene una vecina, Candela, que cada medio día le lleva un plato de
comida caliente a su casa y le lava periódicamente la ropa, dedicación que
Gervasio compensa con una pequeña aportación económica, dada su corta
disponibilidad de renta. En general, ahora que ya no trabaja, se aburre “como
las ostras”. Heliodoro, el único hijo que
Bernarda y él trajeron al mundo, se afincó en su juventud por tierras
catalanas, a donde emigró para trabajar en una filial de la SEAT, como tornero
fresador, fabricando piezas para motores. Está casado y con hijos, pero la
relación con su padre es más bien fría: algunas llamadas telefónicas, de tarde
en tarde, y poco más. En definitiva, el jubilado Gervasio mantiene una vida básicamente
solitaria, tranquila y sosegada, aunque especialmente cansina y sin apenas
alicientes para la novedad.
Desde hace unas semanas, Gervasio se ha “aficionado”
en acudir con excesiva e injustificada frecuencia al ambulatorio de su pueblo, Villanueva de la Almazara, perteneciente a la
provincia de Jaén y que no supera los 600 habitantes. En este centro
asistencial pasa visita su veterano y conocido médico de familia, don Efraín de la Ménsula, quien sólo puede dedicar
dos días a la semana a este municipio, pues ha de atender también a otros dos
núcleos más de población, ubicados por la zona. El anciano campesino agradece
con esmero esos minutos que puede “echar” con don Efraín, exponiéndole la
consabida y repetida cantinela del “me duele aquí”, “me duele allí”, “duermo
muy mal por las noches” “obro mal desde hace unos días”…etc. Siempre hay algún
motivo para ir semanalmente a la consulta del doctor y sacar unas medicinas,
recetadas por el facultativo, en la farmacia de don Liborio, que también se
halla situada, al igual que el centro médico, en la plaza principal de la
localidad.
Una tarde de consulta, en la que el aburrido vecino
le exponía sus supuestas dolencias al bueno y paciente galeno, éste quiso
hablarle claramente, a fin de enderezar la línea repetitiva que cada semana
tenía que representar, a modo de psicólogo de la conducta, con su obsesivo
paciente:
“Mi buen amigo Gervasio, nos conocemos desde hace
ya muchos años y te he de hablar con afecto, no exento de claridad. En verdad,
no te ocurre nada. No te voy a recetar más medicinas, para curar algo que no
tienes. La única enfermedad que te afecta profundamente es el aburrimiento, en
este pueblo donde no abundan precisamente los motivos para la diversión. Como
tienes mucho tiempo libre y no sabes en qué ocuparlo, le das repetidas vueltas
a la cabeza, inventándote dolencias imaginarias y ese recurso peligroso del
“pastillaje”. La toma innecesaria de comprimidos puede perjudicar, según tu
edad, a muchos órganos importantes del cuerpo. Por todo ello me gustaría
preguntarte. ¿Qué te gustaba hacer o en qué destacabas, en aquellos lejanos
tiempos de tu infancia o adolescencia?”
“Mire Vd. don Efraín, mis padres me pusieron muy
pronto a trabajar, pues apenas había cumplido los doce o catorce años. Eran
tiempos de gran necesidad y toda entrada de dinero en casa era muy bienvenida. Como
creo que ya sabe, trabajar la tierra ha sido mi única y gran dedicación,
durante una “pila” de años. Es lo único que he sabido hacer y creo que bien.
Pero de más pequeño recuerdo que, cuando ando iba a la escuela con aquellos
buenos maestros que eran don Remigio y la Srta. Marcela, a los que recuerdo con
veneración y respeto, me gustaba mucho escribir. Se me daba bastante bien, pues
esos santos maestros me enseñaron no sólo las cuatro reglas, sino también a
tener buena letra en la escritura y … a no sacar errores de ortografía en las
palabras. Buenos palmetazos me ganaba, si me pasaba en las faltas, además de tener
que copiar esas palabras mal escritas 100
o 200 veces”.
El buen médico vio una “válvula de escape” en esta
infantil y sencilla confidencia, manifestada por su pertinaz y aburrido
paciente semanal. Se incorporó lentamente de su asiento, dirigiéndose a un
vetusto armario de madera, color caoba. De una carpeta, que reposaba en uno de
los estantes, extrajo unas cuartillas blancas,
que permanecían sin escribir. Hizo lo mismo con algunos sobres, también
blancos, aunque algo amarillentos, debido a la oxidación del paso del tiempo.
Cuartillas y sobres, los introdujo en una pequeña carpeta de cartón celeste,
entregándosela a su desconcertado interlocutor.
“Gervasio, te entrego papel y sobre. Cada semana me
vas a traer una larga carta, escrita por ti con esa buena letra que dices
conservas. La vas a dirigir a una mujer con la que deseas contactar en amistad
y a la que, desde luego, no conoces. Te inventas un nombre y una dirección, en la provincia que desees.
En el sobre, pones solo el nombre de esa mujer y la dirección que hayas imaginado.
Después de que me la leas, procederemos a cerrar el sobre y yo me encargaré de
echarla al buzón de correos, con el franqueo correspondiente. Cada semana,
recuerda, me traes una carta. A ver si tenemos suerte y recibes una respuesta
de esa persona “soñada” en tu bien poblada cabeza. Después de las consultas con
los otros pacientes, nos iremos a tomar un café, cada una de esas tardes, que
buena falta nos hace, para merendar. Y también tomaremos un buen hojaldre, para
mantener a tino nuestros cuerpos”.
“Pero, don Efraín, y qué le cuento yo a esas
mujeres, a las que no conozco …?”
“Pues le hablas de ti, de tu vida, del trabajo que
has desempeñado, del pueblo en donde tienes tu casa, de qué haces ahora en el
transcurrir de los días, de algunas cosas bonitas que te hayan ocurrido a lo
largo de tu prolongada vida… Y les dices que por supuesto te gustaría mantener
correspondencia con ellas, para generar una sana amistad y la necesaria
distracción. Seguro que tienes cabeza y buen corazón para escribir textos e
historias interesantes”.
El generoso facultativo pensaba que todo ese
montaje era un buen método para mantener entretenido a su obsesivo e
hipocondriaco paciente. De todas formas deseaba comprobar si era cierta esa
capacidad para la escritura que Gervasio aseguraba mantener. Así que cada
lunes, el aburrido campesino se desplazaba a la consulta y en vez de relatarle
sus supuestas dolencias, leía a su amigo
el médico las cuartillas que traía primorosamente escritas, párrafos que
estaban dirigidos a una imaginaria mujer, a la que había adjudicado un bello
nombre. En el texto le contaba, a su manera, sencillas experiencias y
aventuras, que había protagonizada a través de su ruralizada existencia. Esa
lectura siempre se hacía ya cuando los demás pacientes habían sido atendidos y
se marchaban a casa con sus respectivas recetas.
Al finalizar las divertidas lecturas, Efraín valora
siempre, de manera expresivamente positiva, tanto el contenido y la calidad
expresiva del texto, como el esfuerzo y confianza que le dispensaba el confiado
paisano, con la narración de sus modestas y sencillas aventuras. Posteriormente
cerraba el sobre, con un nombre de mujer (sin apellidos) inventado y guardaba
el “valioso cargamento” en el cajón derecho de su mesa, no sin prometerle al
confiado interlocutor que a la mañana siguiente echaría el sobre al buzón de
correos, tras ponerle el franqueo correspondiente (en esos años finales del
franquismo, 20 céntimos de peseta). En realidad no tenía intención alguna de
hacerlo, sólo provocar la distracción ilusionada del buen y confiado Gervasio.
Así transcurrieron unas semanas,
acumulándose los sobres (con las cuartillas caligrafiadas) en el cajón de la
mesa del “convincente” galeno. Médico y paciente, unidos en franca amistad y
tras las lecturas de los lunes, se desplazaban al bar/cafetería/pastelería de
Blasa, en donde compartían sendas tazas de café, golosamente acompañadas con un
par de buenos hojaldres caseros, elaborados por la muy hábil confitera, dulces
muy afamados y consumidos en la comarca. Efraín nunca dejaba pagar a su amigo,
aunque éste periódicamente le llevaba a la consulta un pañil con algunas frutas
u hortalizas, cultivadas en un pequeño terreno que tenía en la parte trasera de
su casa.
Una tarde de escasos pacientes, Efraín consideró
necesario ordenar un poco carpetas y papeles, que se iban acumulando en su mesa
y cajones del escritorio. Tras hacer una buena limpieza, dejó olvidadas en una
esquina de la ya ordenada superficie las cuatro cartas de Gervasio, ya
acumuladas en otras tantas semanas de redacción. A la mañana siguiente, Herminia, la limpiadora del ambulatorio, mujer bien
dispuesta con su trabajo, entendió que esos sobres eran para echar al correo
(como a veces le mandaba el médico). Así lo hizo, por lo que las cuatro cartas “viajaron” a cuatro puntos de la geografía
española: Valencia, Burgos, La Coruña y Tenerife.
Cuando el médico se enteró de los envíos, en modo
alguno reprendió a la eficaz limpiadora. Había sido un error suyo haberlos
dejado en el mismo lugar que en otras ocasiones utilizaba, a fin de que la
correspondencia preparada fuera enviada al correo. Tres de los cuatro sobres
fueron, semanas después, lógicamente devueltos al domicilio de Gervasio,
utilizando para ello los datos del remitente. Pero quiso la magia del destino, aliada con la casualidad, que
una mañana de abril, Colás el cartero entregara una carta en el domicilio del
confiado campesino. Con sorpresa observó el remite de la misiva. Era una mujer,
que firmaba con el nombre de Alexia. Procedía
de Tenerife, destino a donde había enviado precisamente uno de sus últimos
escritos. Le temblaban las manos cuando nerviosamente abrió el sobre, que veía
con su dirección perfectamente anotada en el anverso. En su interior aparecían
dos pequeñas cuartillas, escritas a mano con una letra muy bien conformada.
Alexia, la firmante de la comunicación en respuesta, tenía que ser una persona
con estudios, tanto por la caligrafía , como por la redacción del texto, según
pudo comprobar de inmediato.
“Estimado,
nuevo amigo, Gervasio.
He
sentido una gran alegría y sorpresa al recibir tu, totalmente, inesperada y
cariñosa carta. Aunque utilizas en la misma ese simpático “tuteo” andaluz,
mezclándolo con el respetuoso Vd. yo voy
a emplear la primera de las formas, para alcanzar una mayor familiaridad y
proximidad. Aunque dirigías el texto a una mujer llamada Alejandra, el cartero
amigo, que lleva décadas trayéndome la correspondencia, tiene experiencia y
sabe que algunas personas utilizan indistintamente ambos nombres. Acertaste con
el nombre de la calle (faltaban las palabras Avenida de…) y en cuanto al número
de mi también casita “mata” es el 22 y no el 5 que anotabas en la dirección,
pero la veteranía de Adriano, el buen cartero, también acertó en traerme el
sobre a mi buzón. Tengo que confesarte que, al igual que tú, también yo enviudé,
hace ya unos nueve años. Según algunos datos que aportas, tenemos que tener una
edad bastante paralela (me faltan muy escasas semanas para convertirme en una
persona septuagenaria).
He
dedicado una parte importante de mi vida al creativo trabajo de la costura.
Como modista particular, he “vestido” a muchas personas, la mayoría mujeres,
pero también a hombres y a niños. Esta importante habilidad la debo agradecer a
mi querida y entrañable abuela, la noble persona que realmente me crió y me
enseñó a manejar con destreza las tijeras, la aguja, el hilo y el dedal. Mi
difunto marido, Calixto, se ocupaba de llevar, con admirable esfuerzo, nuestro
ventorrillo (creo que ahí en el sur lo llamáis chiringuito) de la playa, aunque
cuando yo podía le ayudaba, preferentemente en la cocina y en la ordenación del
local donde se atendían a los clientes. No tuvimos hijos en nuestro bien
avenido matrimonio, por lo que recibir una carta, tan sincera y hermosa como la
tuya, me ha hecho un gran y estupendo bien para ayudarme en tantas horas de
soledad.
Soy
muy aficionada a la jardinería. Me agrada plantar semillas o esquejes y verlos
crecer, en todas esas macetas que lucen sus preciosas flores, alegres,
cromáticas y olorosas que pueblan casi todo los rincones de mi casita. Te
enviaré, más adelante, algunas fotos de mi patio lleno de flores y, cuando tu
lo desees y consideres oportuno, intercambiaremos algunas fotos personales, a
fin de conocernos un poquito mejor.
Mucho
me agradaría, te confieso me haría una gran ilusión, que me continuaras
escribiendo, narrándome, con esa sinceridad y limpieza humana que es todo
bondad, cómo transcurren y organizas las horas en cada uno de los días, desde
el siempre alegre amanecer, hasta que el sol se oculta despidiéndose tras la
quebrada línea de las montañas. Seguro que va “buscando e iluminando” nuevas
aventuras en su exacto y cíclico recorrido. Sería ocioso añadir mi promesa de
responder a todas tus cartas. Lo haré con decidida ilusión. La alegría de
escribirlas sólo se ve superada con la emoción que se siente al recibirlas. Con
infantil impaciencia espero tu pronta y valorada respuesta. Resulta emocionante
tener un buen amigo, que ha llegado de esta forma mágica a tu vida y que vive
en un encantador pueblecito de Andalucía. Aún no me lo puedo creer.
Con
todo mi afecto. Alexia Alejandra.
Cuando el Dr. Efraín Ménsula conoció esta asombrosa
historia, sólo acertó a decir una frase
que provocó las risas en el bueno de Gervasio: “desde luego tengo que incluir este
nuevo y maravilloso fármaco, que con mis
consejos has sabido crear, en mi Vademécum profesional.”
LA INESPERADA RESPUESTA
DE ALEXIA.
José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
19 Febrero 2021
Dirección
electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog
personal:http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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