viernes, 19 de febrero de 2021

LA INESPERADA RESPUESTA DE ALEXIA.


La forma de comportarse en muchas personas confirma la afirmación de que es un “arte” saber distraerse, organizando con inteligencia e imaginación el mayor o menor número de horas para el ocio disponible. La realidad es que no todos saben cómo entretenerse. Si esta incómoda realidad afecta a personas jubiladas o que afrontan el trauma de la viudez, la situación se complica, pues han de abordar su abundante tiempo libre asumiendo además el trauma de la soledad. Y no siempre hay amigos cercanos, dispuestos a echar una mano para la ayuda.

En general, las personas que acceden a la jubilación, especialmente si carecen de una equilibrada y adecuada formación, suficiente voluntad y dinámica imaginación, aplican gran parte de su “nueva vida” a diversas actividades, aburridamente repetitivas. Sinteticemos algunas de las más usuales: los hay quienes pasan horas y horas con un sedentarismo pasivo, delante del monitor de televisión; otros dedican su tiempo ocupando esos bancos en los parques, “actividad” que les permite descansar y observar el caminar de los demás viandantes; pensamos en aquéllos que se sientan en una mesa de las cafeterías o bares, extendiendo el tiempo de la consumición todo lo que pueden y más; los bancos de las iglesias y la asistencia a las ceremonias religiosas supone también un recurso habitual en el tiempo vespertino de muchas personas mayores; muchos se entregan a esos repetitivos paseos, sin la menor prisa, recorriendo lugares en un ida y vuelta continuo sin la menor motivación, como no sea el desear que tiempo avance; y aquel otro grupo de los que visitan, una y otra vez, al médico de familia en el ambulatorio, planteando al galeno todo tipo de dolencias, reales o imaginadas en su mentes “calenturientas” y obsesivas.  

Ciertamente, en las ciudades son mayores las posibilidades lúdicas para las personas “retiradas”, después de una larga vida laboral: los jardines para su descanso suelen ser numerosos, al igual que las asociaciones de jubilados. En esos núcleos urbanos las ofertas culturales y de espectáculos gratuitos (conciertos, proyecciones de cine, conferencias, museos, exposiciones, etc.) son más frecuentes en su desarrollo. Pero en las zonas rurales, especialmente en los pueblos pequeños, la oferta se limita porque los recursos oficiales y privados para la distracción de los mayores se reducen (con respecto a los disponibles en las ciudades) o son prácticamente inexistentes. Este es el caso que afecta al protagonista de nuestra interesante y muy entrañable historia.

Gervasio Barranco había estado, durante toda su vida laboral, trabajando como peón agrícola por cuenta ajena. Desde hace aproximadamente un año, con sesenta y tantos “abriles” acumulados sobre su ajado cuerpo, goza ya de un merecido retiro, cobrando una modesta pensión. Esta modestia económica es debida a que sus desleales patronos no habían cotizado de manera adecuada por su persona. En realidad, este apacible campesino manifiesta que no necesita mucho para mantenerse, porque vive solo en su casita “mata” de toda la vida, tras haber enviudado, hace ya más de un lustro, de su mujer Bernarda, con la que convivió “dios sabe los años”, pues se casaron cuando él volvió del servicio militar.

Comparte cierta amistad con el “tío Jonás,” un carpintero también jubilado con el que algunos días de la semana suele echar algunos ratos. No se ven más a menudo pues entre ellos surge pronto la discusión, ya que este vecino piensa en lo político de una forma muy opuesta a la suya, que es claramente conservadora, muy de “derechas”. Tiene una vecina, Candela, que cada medio día le lleva un plato de comida caliente a su casa y le lava periódicamente la ropa, dedicación que Gervasio compensa con una pequeña aportación económica, dada su corta disponibilidad de renta. En general, ahora que ya no trabaja, se aburre “como las ostras”. Heliodoro, el único hijo que Bernarda y él trajeron al mundo, se afincó en su juventud por tierras catalanas, a donde emigró para trabajar en una filial de la SEAT, como tornero fresador, fabricando piezas para motores. Está casado y con hijos, pero la relación con su padre es más bien fría: algunas llamadas telefónicas, de tarde en tarde, y poco más. En definitiva, el jubilado Gervasio mantiene una vida básicamente solitaria, tranquila y sosegada, aunque especialmente cansina y sin apenas alicientes para la novedad.

Desde hace unas semanas, Gervasio se ha “aficionado” en acudir con excesiva e injustificada frecuencia al ambulatorio de su pueblo, Villanueva de la Almazara, perteneciente a la provincia de Jaén y que no supera los 600 habitantes. En este centro asistencial pasa visita su veterano y conocido médico de familia, don Efraín de la Ménsula, quien sólo puede dedicar dos días a la semana a este municipio, pues ha de atender también a otros dos núcleos más de población, ubicados por la zona. El anciano campesino agradece con esmero esos minutos que puede “echar” con don Efraín, exponiéndole la consabida y repetida cantinela del “me duele aquí”, “me duele allí”, “duermo muy mal por las noches” “obro mal desde hace unos días”…etc. Siempre hay algún motivo para ir semanalmente a la consulta del doctor y sacar unas medicinas, recetadas por el facultativo, en la farmacia de don Liborio, que también se halla situada, al igual que el centro médico, en la plaza principal de la localidad.

Una tarde de consulta, en la que el aburrido vecino le exponía sus supuestas dolencias al bueno y paciente galeno, éste quiso hablarle claramente, a fin de enderezar la línea repetitiva que cada semana tenía que representar, a modo de psicólogo de la conducta, con su obsesivo paciente:

“Mi buen amigo Gervasio, nos conocemos desde hace ya muchos años y te he de hablar con afecto, no exento de claridad. En verdad, no te ocurre nada. No te voy a recetar más medicinas, para curar algo que no tienes. La única enfermedad que te afecta profundamente es el aburrimiento, en este pueblo donde no abundan precisamente los motivos para la diversión. Como tienes mucho tiempo libre y no sabes en qué ocuparlo, le das repetidas vueltas a la cabeza, inventándote dolencias imaginarias y ese recurso peligroso del “pastillaje”. La toma innecesaria de comprimidos puede perjudicar, según tu edad, a muchos órganos importantes del cuerpo. Por todo ello me gustaría preguntarte. ¿Qué te gustaba hacer o en qué destacabas, en aquellos lejanos tiempos de tu infancia o adolescencia?” 

“Mire Vd. don Efraín, mis padres me pusieron muy pronto a trabajar, pues apenas había cumplido los doce o catorce años. Eran tiempos de gran necesidad y toda entrada de dinero en casa era muy bienvenida. Como creo que ya sabe, trabajar la tierra ha sido mi única y gran dedicación, durante una “pila” de años. Es lo único que he sabido hacer y creo que bien. Pero de más pequeño recuerdo que, cuando ando iba a la escuela con aquellos buenos maestros que eran don Remigio y la Srta. Marcela, a los que recuerdo con veneración y respeto, me gustaba mucho escribir. Se me daba bastante bien, pues esos santos maestros me enseñaron no sólo las cuatro reglas, sino también a tener buena letra en la escritura y … a no sacar errores de ortografía en las palabras. Buenos palmetazos me ganaba, si me pasaba en las faltas, además de tener que copiar esas palabras mal escritas 100  o  200 veces”.

El buen médico vio una “válvula de escape” en esta infantil y sencilla confidencia, manifestada por su pertinaz y aburrido paciente semanal. Se incorporó lentamente de su asiento, dirigiéndose a un vetusto armario de madera, color caoba. De una carpeta, que reposaba en uno de los estantes, extrajo unas cuartillas blancas, que permanecían sin escribir. Hizo lo mismo con algunos sobres, también blancos, aunque algo amarillentos, debido a la oxidación del paso del tiempo. Cuartillas y sobres, los introdujo en una pequeña carpeta de cartón celeste, entregándosela a su desconcertado interlocutor.

“Gervasio, te entrego papel y sobre. Cada semana me vas a traer una larga carta, escrita por ti con esa buena letra que dices conservas. La vas a dirigir a una mujer con la que deseas contactar en amistad y a la que, desde luego, no conoces. Te inventas un nombre  y una dirección, en la provincia que desees. En el sobre, pones solo el nombre de esa mujer y la dirección que hayas imaginado. Después de que me la leas, procederemos a cerrar el sobre y yo me encargaré de echarla al buzón de correos, con el franqueo correspondiente. Cada semana, recuerda, me traes una carta. A ver si tenemos suerte y recibes una respuesta de esa persona “soñada” en tu bien poblada cabeza. Después de las consultas con los otros pacientes, nos iremos a tomar un café, cada una de esas tardes, que buena falta nos hace, para merendar. Y también tomaremos un buen hojaldre, para mantener a tino nuestros cuerpos”.

“Pero, don Efraín, y qué le cuento yo a esas mujeres, a las que no conozco …?”

“Pues le hablas de ti, de tu vida, del trabajo que has desempeñado, del pueblo en donde tienes tu casa, de qué haces ahora en el transcurrir de los días, de algunas cosas bonitas que te hayan ocurrido a lo largo de tu prolongada vida… Y les dices que por supuesto te gustaría mantener correspondencia con ellas, para generar una sana amistad y la necesaria distracción. Seguro que tienes cabeza y buen corazón para escribir textos e historias interesantes”.

El generoso facultativo pensaba que todo ese montaje era un buen método para mantener entretenido a su obsesivo e hipocondriaco paciente. De todas formas deseaba comprobar si era cierta esa capacidad para la escritura que Gervasio aseguraba mantener. Así que cada lunes, el aburrido campesino se desplazaba a la consulta y en vez de relatarle sus supuestas  dolencias, leía a su amigo el médico las cuartillas que traía primorosamente escritas, párrafos que estaban dirigidos a una imaginaria mujer, a la que había adjudicado un bello nombre. En el texto le contaba, a su manera, sencillas experiencias y aventuras, que había protagonizada a través de su ruralizada existencia. Esa lectura siempre se hacía ya cuando los demás pacientes habían sido atendidos y se marchaban a casa con sus respectivas recetas.

Al finalizar las divertidas lecturas, Efraín valora siempre, de manera expresivamente positiva, tanto el contenido y la calidad expresiva del texto, como el esfuerzo y confianza que le dispensaba el confiado paisano, con la narración de sus modestas y sencillas aventuras. Posteriormente cerraba el sobre, con un nombre de mujer (sin apellidos) inventado y guardaba el “valioso cargamento” en el cajón derecho de su mesa, no sin prometerle al confiado interlocutor que a la mañana siguiente echaría el sobre al buzón de correos, tras ponerle el franqueo correspondiente (en esos años finales del franquismo, 20 céntimos de peseta). En realidad no tenía intención alguna de hacerlo, sólo provocar la distracción ilusionada del buen y confiado Gervasio.

Así transcurrieron unas semanas, acumulándose los sobres (con las cuartillas caligrafiadas) en el cajón de la mesa del “convincente” galeno. Médico y paciente, unidos en franca amistad y tras las lecturas de los lunes, se desplazaban al bar/cafetería/pastelería de Blasa, en donde compartían sendas tazas de café, golosamente acompañadas con un par de buenos hojaldres caseros, elaborados por la muy hábil confitera, dulces muy afamados y consumidos en la comarca. Efraín nunca dejaba pagar a su amigo, aunque éste periódicamente le llevaba a la consulta un pañil con algunas frutas u hortalizas, cultivadas en un pequeño terreno que tenía en la parte trasera de su casa.

Una tarde de escasos pacientes, Efraín consideró necesario ordenar un poco carpetas y papeles, que se iban acumulando en su mesa y cajones del escritorio. Tras hacer una buena limpieza, dejó olvidadas en una esquina de la ya ordenada superficie las cuatro cartas de Gervasio, ya acumuladas en otras tantas semanas de redacción. A la mañana siguiente, Herminia, la limpiadora del ambulatorio, mujer bien dispuesta con su trabajo, entendió que esos sobres eran para echar al correo (como a veces le mandaba el médico). Así lo hizo, por lo que las cuatro cartas “viajaron” a cuatro puntos de la geografía española: Valencia, Burgos, La Coruña y Tenerife.

Cuando el médico se enteró de los envíos, en modo alguno reprendió a la eficaz limpiadora. Había sido un error suyo haberlos dejado en el mismo lugar que en otras ocasiones utilizaba, a fin de que la correspondencia preparada fuera enviada al correo. Tres de los cuatro sobres fueron, semanas después, lógicamente devueltos al domicilio de Gervasio, utilizando para ello los datos del remitente. Pero quiso la magia del destino, aliada con la casualidad, que una mañana de abril, Colás el cartero entregara una carta en el domicilio del confiado campesino. Con sorpresa observó el remite de la misiva. Era una mujer, que firmaba con el nombre de Alexia. Procedía de Tenerife, destino a donde había enviado precisamente uno de sus últimos escritos. Le temblaban las manos cuando nerviosamente abrió el sobre, que veía con su dirección perfectamente anotada en el anverso. En su interior aparecían dos pequeñas cuartillas, escritas a mano con una letra muy bien conformada. Alexia, la firmante de la comunicación en respuesta, tenía que ser una persona con estudios, tanto por la caligrafía , como por la redacción del texto, según pudo comprobar de inmediato.

“Estimado, nuevo amigo, Gervasio.

He sentido una gran alegría y sorpresa al recibir tu, totalmente, inesperada y cariñosa carta. Aunque utilizas en la misma ese simpático “tuteo” andaluz, mezclándolo con el respetuoso Vd.  yo voy a emplear la primera de las formas, para alcanzar una mayor familiaridad y proximidad. Aunque dirigías el texto a una mujer llamada Alejandra, el cartero amigo, que lleva décadas trayéndome la correspondencia, tiene experiencia y sabe que algunas personas utilizan indistintamente ambos nombres. Acertaste con el nombre de la calle (faltaban las palabras Avenida de…) y en cuanto al número de mi también casita “mata” es el 22 y no el 5 que anotabas en la dirección, pero la veteranía de Adriano, el buen cartero, también acertó en traerme el sobre a mi buzón. Tengo que confesarte que, al igual que tú, también yo enviudé, hace ya unos nueve años. Según algunos datos que aportas, tenemos que tener una edad bastante paralela (me faltan muy escasas semanas para convertirme en una persona septuagenaria).

He dedicado una parte importante de mi vida al creativo trabajo de la costura. Como modista particular, he “vestido” a muchas personas, la mayoría mujeres, pero también a hombres y a niños. Esta importante habilidad la debo agradecer a mi querida y entrañable abuela, la noble persona que realmente me crió y me enseñó a manejar con destreza las tijeras, la aguja, el hilo y el dedal. Mi difunto marido, Calixto, se ocupaba de llevar, con admirable esfuerzo, nuestro ventorrillo (creo que ahí en el sur lo llamáis chiringuito) de la playa, aunque cuando yo podía le ayudaba, preferentemente en la cocina y en la ordenación del local donde se atendían a los clientes. No tuvimos hijos en nuestro bien avenido matrimonio, por lo que recibir una carta, tan sincera y hermosa como la tuya, me ha hecho un gran y estupendo bien para ayudarme en tantas horas de soledad.

Soy muy aficionada a la jardinería. Me agrada plantar semillas o esquejes y verlos crecer, en todas esas macetas que lucen sus preciosas flores, alegres, cromáticas y olorosas que pueblan casi todo los rincones de mi casita. Te enviaré, más adelante, algunas fotos de mi patio lleno de flores y, cuando tu lo desees y consideres oportuno, intercambiaremos algunas fotos personales, a fin de conocernos un poquito mejor. 

Mucho me agradaría, te confieso me haría una gran ilusión, que me continuaras escribiendo, narrándome, con esa sinceridad y limpieza humana que es todo bondad, cómo transcurren y organizas las horas en cada uno de los días, desde el siempre alegre amanecer, hasta que el sol se oculta despidiéndose tras la quebrada línea de las montañas. Seguro que va “buscando e iluminando” nuevas aventuras en su exacto y cíclico recorrido. Sería ocioso añadir mi promesa de responder a todas tus cartas. Lo haré con decidida ilusión. La alegría de escribirlas sólo se ve superada con la emoción que se siente al recibirlas. Con infantil impaciencia espero tu pronta y valorada respuesta. Resulta emocionante tener un buen amigo, que ha llegado de esta forma mágica a tu vida y que vive en un encantador pueblecito de Andalucía. Aún no me lo puedo creer.

Con todo mi afecto. Alexia Alejandra.

Cuando el Dr. Efraín Ménsula conoció esta asombrosa historia,  sólo acertó a decir una frase que provocó las risas en el bueno de Gervasio: “desde luego tengo que incluir este nuevo y maravilloso fármaco, que con mis consejos has sabido crear, en mi Vademécum profesional.”

 

 LA INESPERADA RESPUESTA

DE ALEXIA.

 

 

José Luis Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

19 Febrero 2021

 

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Blog personal:http://www.jlcasadot.blogspot.com/

 




 

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