sábado, 30 de septiembre de 2017

DESAJUSTE ENTRE LA TITULACIÓN PROFESIONAL Y LA ACTIVIDAD LABORAL.

El ejercicio racional o controlado de la observación supone, para todo aquél que lo lleva a efecto, una positiva cualidad, cuyo valor faculta para conocer mejor el entorno en el que nos hallamos o sobre aquellas personas u otros elementos materiales que tenemos ante nuestra visión. Esta realidad se ejemplifica a través de muy numerosas opciones: disfrutar con la serena contemplación de un paisaje en la naturaleza, analizar los heterogéneos elementos que vitalizan y enriquecen una estación ferroviaria o analizar el mensaje explícito o subliminar que nos transmite el pintor o el escultor, en su creatividad artística, son significativos ejemplos que pueden avalar esa afirmación inicial acerca de la virtud que supone practicar el interesante hábito de la observación.

Hay determinadas profesiones cuyo ejercicio exige poseer tan importante y útil capacidad. Esta afirmación se fundamenta en que las personas que llevan a cabo dichas actividades han de usar, de manera inexcusable, la información obtenida para el mejor desarrollo de sus obligaciones laborales. Citamos como ejemplos, entre otros, el trascendental trabajo de los policías, junto a la labor que desempeñan los investigadores científicos, los psicólogos y psiquiatras, los profesores, los críticos de arte, los comentaristas de cine, los escritores y un largo etc.  De todas formas, ante el estrés de la vida actual en que nos hallamos sumidos, es una saludable costumbre saber “parar” en los minutos del día, a fin de captar esos detalles, esos datos, esos mensajes, que nos son ofrecidos desde un entorno próximo o mediato. La información obtenida nos puede ser útil para muchas cosas pero, de manera especial, para comprender mejor el convulso mundo en el que nos ha correspondido vivir. 
 
Una apenas soleada mañana de Enero, me hallaba esperando la llegada del bus. En ese momento, había otras dos personas junto a mí en la parada. Una de ellas era una chica joven, que aspiraba el humo de su cigarrillo de manera compulsiva. A la llegada del autobús, antes de incorporarse al mismo, arrojó al suelo su cigarrillo que estaba aún a medio quemar. A escasos metros de ese lugar había una papelera y enfrente de la marquesina unos grandes contenedores de residuos. Cuando el bus inició su marcha, la colilla humeante quedó allí sobre el suelo, ensuciando de forma lamentable e incívica el pavimento y la pl ambientalástica ambiental. Esta parada del transporte municipal se encuentra situada muy próxima a mi domicilio. Por ello he de utilizarla casi a diario, a fin de trasladarme al centro de la ciudad o para hacer, posteriormente, algún transbordo entre buses.

En la mañana siguiente, de nuevo me encontraba en ese mismo lugar. En esta ocasión, no había nadie más que esperase la llegada del bus municipal. Sin embargo observé que un operario del servicio municipal de limpieza se encontraba en las inmediaciones, desarrollando su abnegada labor. Se trataba de un muchacho joven que limpiaba del pavimento las hojas caídas desde los árboles, los numerosos envoltorios y papeles arrojados al suelo, además de algunas colillas esparcidas sobre las losetas próximas. Me fijaba en el trabajo que con diligencia desarrollaba este joven operario. Destacaba por la pulcritud en el aseo de su celeste uniforme, así como la limpieza en sus zapatos deportivos. De la misma forma, mostraba su cuidadoso y limpio corte de pelo y un estilo, casi primoroso, en la forma de llevar a efecto su labor de barrido y limpieza. Su imagen algo me decía, aunque no sabía exactamente qué. Lo que desde un principio deduje, a través de esos detalles subliminares en la percepción, es que esa persona no parecía ser el típico hombre de la limpieza callejera.

Lo imprevisto vino a continuación. Nuestras respectivas miradas se cruzaron. Entonces se acercó hacía mí y con una sonrisa nerviosa me transmitió las siguientes palabras:

“Profesor ¿no se acuerda de mí? Bueno, han pasado ya… unos doce años, desde que hice mi ultimo curso de bachillerato en el Instituto donde Vd. impartía clase. Entiendo que, con el paso de los años y con tantos alumnos en la memoria, será complicado recordar a la totalidad de sus antiguos alumnos”.

Efectivamente, en principio tenía una imagen difusa de la persona con la que hablaba. Pero había algunos rasgos faciales, junto a las breves palabras que intercambiamos, que me hicieron reconocer al que había sido un buen estudiante en ese último curso de la Educación Secundaria. Quise conocer un poco más acerca de cómo le había ido, desde su marcha del Instituto, pero la inminente llega del autobús me aconsejó proponerle que podríamos hablar con más detenimiento en otro momento, cuando él hubiese finalizado su horario laboral. Quedamos para el día siguiente por la tarde.
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Pensaba que no me había equivocado, tras este agradable reencuentro con uno de mis antiguos alumnos. La aplicación de un poco de observación a los detalles, revelaba con claridad que esa persona, que tan bien estaba realizando su trabajo, no era el prototipo usual del operario que realiza esa digna actividad de mantener limpias nuestras calles. Esperaba con interés los minutos de charla que ambos habíamos acordado mantener.

Él y yo fuimos puntuales, ese miércoles tarde. A la hora emblemática de las cinco, habíamos elegido una cafetería / tetería, en la zona del centro histórico malacitano, muy cerca del afamado Museo Picasso. Valero, mi joven interlocutor, mostró, desde un primer momento, una admirable locuacidad en su capacidad expresiva.

“Profesor, ha sido una alegría volver a encontrarle, después de tantos años sin saber apenas nada de Vd. Fue allá en el 2002-2003, cuando compartimos el curso de la Selectividad. Saqué una buena puntuación en la prueba y emprendí la aventura universitaria. Estuve un año en Ciencias Empresariales, por influencia familiar. Pero aquello no era lo mío. En el curso siguiente quise ser fiel a mis preferencias y cambié de facultad. Desde siempre me han apasionado las letras. Hice Filología Hispánica, sin mayores problemas, carrera que terminé en el 2008. A nadie se le oculta que el problema de las salidas profesionales, en esta especialidad académica, se agudizó aún más, por el comienzo de esta terrible crisis económica que aún, de alguna forma, estamos padeciendo. Con mi título “a cuestas” me puse a buscar trabajo. Esa dura e ingrata aventura, que te hace aterrizar en la realidad.

Mi perfil estaba, obviamente, en el ámbito de la docencia. En los centros de titularidad privada me mostraban las carpetas que tenían, todas ellas llenas de solicitudes y expedientes a la espera. Y en la pública, unas listas de contrataciones, a las que por mis méritos y antigüedad, difícilmente podía acceder. A los "profes" que se jubilaban (Vd. conoce, mejor que nadie esta situación) no se les sustituía. Sus horas eran repartidas entre los compañeros que ya tenían plaza en el centro. En el difícil tema de las oposiciones, ahí sigo, pero las convocatorias han sido sacadas a cuentagotas. Ya sabe … con las plazas ofertadas, las posibilidades eran y son sumamente escasas.

Llevaba ya siete años sumido en esta depresiva dinámica, subsistiendo gracias a la cobertura de mis padres. Mi pareja también aportaba algo, con algunos ¨trabajillos" que le salían. La situación era ya desesperante, se lo aseguro. Y entonces surgió esta opción de la limpieza, hace más de un año. Me dije: ¿Y por qué no? Con treinta y un años, no había tenido aún la experiencia de un necesario y estable contrato laboral.

Probablemente se habrá extrañado al verme barrer las calles. Pero de algo tenemos que vivir. Lo hago con mi titulación universitaria colgada en las paredes de casa, con muchos cursillos realizados (ahora estoy mejorando el English, por las tardes. Acudo a una academia municipal) y sacando horas por la noche, con el temario de oposiciones…”

Pasamos un par de horas, sumamente agradables, de conversación. Le comenté que, en mi opinión, la decisión que había adoptado era sin duda inteligente. A final de mes podría llevar un sueldo a su familia, aunque ese salario procediera de una actividad que, obviamente, no cuadraba con la titulación y preparación superior que, con tenacidad, él se había labrado. Lo importante era seguir con su proceso formativo y preparatorio de esas oposiciones docentes que, más pronto o tarde, llegarían a convocarse. Entonces lucharía por una oportunidad laboral que, en este caso, si estaría acorde con sus preferencias y la titulación que sustentaba ese legítimo y comprensible deseo.

Ya en mi domicilio, contrastaba la realidad de este antiguo buen alumno, con la falsa propaganda que los dirigentes políticos realizan acerca de sus logros en la creación de empleo. Ya no es sólo la situación de aquéllos que siguen sin encontrar un puesto de trabajo, sino la dura evidencia de las personas que desempeñan un tipo de actividad que en modo alguno está acorde con la preparación y titulación que han recibido en sus años de formación. Y, en no pocas ocasiones, el propietario del negocio les exige una dedicación laboral que, lamentablemente, no retribuye en justicia al final de cada mes. “O lo tomas o lo dejas”. Y si reclamas, te enseñan la puerta, sin más miramientos. Al menos, Valero, se halla trabajando en una actividad de titularidad pública, aunque para llevar a cabo su labor de cada día, en modo alguno necesita toda la preparación universitaria que ha recibido durante el largo lustro de su formación.

Algunas semanas después volví a encontrarme con este joven, que desarrollaba su labor de limpieza por las calles de mi barriada. Intercambiábamos algunas palabras de ánimo y siempre ese proyecto que se dilataba en el tiempo para volver a reunirnos alguna otra tarde, a fin de tomar café manteniendo una amistosa conversación. Hasta que una noche sonó en mi móvil la llegada de un mensaje Whatsapp. La lectura de este largo texto me llenó profundamente de razonable alegría.

“Profesor, quiero que sea Vd. de los primeros amigos con quien compartir una agradable noticia. Siguiendo su consejo, pude hablar hace unos días con el Concejal de Cultura del Ayuntamiento. Le expliqué mi caso. Unos días después me llamó a su despacho. Viendo mi titulación universitaria, me ofrecía colaborar con la Escuela Municipal de adultos, en los cursos de alfabetización. Durante dos tardes a la semana, estoy enseñando a personas mayores, que quieren mejorar sus destrezas, especialmente en el lenguaje y en otros ámbitos del conocimiento. Esos días de clase me son intercambiado por mi tarea en la limpieza viaria. Y me ha prometido que me buscará algún otro puesto en Cultura, para que no tenga que volver a coger la escoba. Sé que esta información le alegrará. Gracias por sus consejos y palabras de ánimo. Un abrazo. Valero”.

En este contexto profesional de los trabajadores de la limpieza, desde hace algún tiempo me cruzo en las calles de mi barriada con una mujer joven que, al igual que Valero, realiza esa necesaria labor municipal de adecentar el descuidado e incívico comportamiento de algunos conciudadanos sobre las calles, plazas, aceras, jardines de nuestro entorno. Esta joven, llamada Salia, realiza su trabajo con un aseado uniforme del Ayuntamiento, extremando el cuidado de su cabello y el arreglo coqueto de su rostro. Percibiendo que soy vecino de la zona, cuando me cruzo con ella me devuelve el saludo del “buenos días” con amable deferencia. Precisamente, un vecino me comentó hace unos días las palabras que intercambió con la bella operaria. “Le dije: Srta. Con esa manifiesta belleza que Vd. posee ¿cómo no ha probado suerte en el mundo de las modelos profesionales u otro ámbito similar, donde la imagen tiene tan claro predicamento? Sólo me respondió con una sonrisa, dándome las gracias. Continuó desarrollando con esmero su labor”.

Cuando a veces me cruzo con Salia, observo que porta unos auriculares en sus oídos, conectados mediante cable a un pequeño aparato fijado con una pinza en el bolsillo de su uniforme. Probablemente un iPod conteniendo música. Es una forma inteligente y divertida de alegrar ese duro trabajo.

Esta época, que nos ha tocado protagonizar, ofrece contrastadas y numerosas  imágenes de personas “desclasadas” por la diacronía entre la profesión que desempeñan y la titulación o especialidad en el que fueron formadas. Y no hay que olvidar, también, los incalificables comportamientos de algunos empresarios, faltos de escrúpulos, que explotan y “maltratan” innoblemente los derechos de estos trabajadores (exagerados horarios no retribuidos, salarios insuficientes y lejos de la normativa, negación a darles de alta en la Seguridad Social, trato humano despectivo e incluso despótico). Y todo ello se permiten hacerlo ante la inacción o ineficacia de los servicios oficiales de inspección. ¿Hasta cuándo vamos a seguir soportando a estos nuevos caciques de la indignidad?



José L. Casado Toro (viernes, 29 Septiembre 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga



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