Aunque siempre hay un origen más o menos definido
en los cambios de la tendencia económica, los ciclos positivos de actividad y los
depresivos de contracción se ven también influenciados por elementos
difícilmente inteligibles que nos sugieren un destino caprichoso en sus
decisiones para la suerte de la mayoría social.
Cuando estamos completando los últimos años de la
segunda década del Siglo XXI, parece evidente que en los parámetros de la
macroeconomía hay un claro cambio de tendencia hacia la recuperación, lo que
que nos anima a creer en una nueva fase de crecimiento: tanto en la producción, como en el consumo y, por
supuesto, en la creación de riqueza. Es
de lamentar que en la creación neta de empleo, específicamente los contratos de
larga duración, la tendencia aún es dubitativa, pues el trabajo ofertado es
sólo para períodos muy limitados, a lo que se añade una rígida e “injusta”
legislación para el despido (claramente a favor del capital empresarial) y una
legislación laboral con derechos aún muy recortados para la clase trabajadora. El
porcentaje de paro actual en nuestro país aún ronda la inquietante e inasumible
cifra del 20 % de la población en edad laboral, datos aún muy alejados con
respecto a los países que caminan con diligencia por la senda de la plena
recuperación.
A pesar de estos condicionantes, ya vuelven a verse
en las ciudades españolas grandes grúas trabajando a buen ritmo. Ello hace
posible la generación de nuevos edificios y esa positiva dinamización de la
economía derivada de la actividad constructora, sobre muchos solares que han
estado vallados y olvidados durante todos esos años de la crisis económica más
reciente que el mundo ha conocido y padecido.
Es evidente que la actividad constructiva no sólo
pone el punto de mira en la generación de grandes manzanas de viviendas, sino
también sobre muchos pisos de segunda mano que son comprados a fin efectuar
sobre ellos las necesarias y urgentes reformas. El instrumental constructivo también
opera sobre esas antiguas casitas unifamiliares que hoy son derribadas a fin de
levantar pequeños bloques de viviendas, en función del espacio y la normativa
municipal para la altura de las nuevas edificaciones. Y aquí comienza
precisamente nuestra historia, en la que se mezclan valores, comportamientos,
recuerdos y voluntades, sin olvidar la mano caprichosa de la suerte, el azar o
ese destino del que hablábamos, siempre incierto e inesperado con el misterio
de sus complejas decisiones.
Gran parte de los cincuenta y dos años que en la
actualidad tiene Edalio los ha dedicado a
trabajar, bajo el sol y la lluvia, en el ámbito de la construcción. Hijo y
nieto de albañiles, desde los diecisiete años de edad ha estado vinculado al
cemento, a la arena, al ladrillo, al pico y a la pala, aprendiendo y ejercitando
el manejo de todos los instrumentos y máquinas que son utilizados en ese duro y
necesario oficio de levantar estructuras para la habitabilidad de los humanos. Cientos
y cientos de familias viven hoy en casas en las que él, junto a sus compañeros
del tajo, han aportado horas y horas de esfuerzo laboral. En estos últimos años,
los capataces le han ido encomendando trabajos más llevaderos para el esfuerzo,
en función de su edad y las “cicatrices” que ya acumula su fornido cuerpo: tanto
llevando la carretilla y poniendo hiladas de ladrillos, como preparando el
hormigón o transportando sobre sus hombros los sacos del yeso y cemento. En
esas y otras funciones, siempre ha demostrado su laboriosidad y responsabilidad,
reconocida y aplaudida por sus compañeros, jefes y superiores. En la actualidad
tiene encomendado el manejo electrónico de las grúas y también conduce y
articula la controlada potencia que desarrollan las palas excavadoras.
En esta soleada mañana de otoño, el esforzado
operario se encuentra derribando los viejos muros de una casita mata, ubicada
en una barriada de la zona oeste de la ciudad. Sentado en su pequeña cabina,
articula los mandos de la gran pala excavadora que golpea con toda la fuerza
las paredes de una modesta vivienda unifamiliar, rodeada desde hace años de
otros grandes bloques con numerosas plantas de pisos y apartamentos. Amontonando
los cascotes de hormigón, los ladrillos y los herrajes en una de las esquinas
del solar, observa como la pala de su vehículo se enfrenta a una gran losa. Esta
gran tapadera parece cubrir una especie de depósito bajo el suelo, utilizado tal
vez para acumular agua o servir de pequeño habitáculo o sótano, para la familia
que aquí residía. Aunque la gran losa resiste en principio los repetidos impactos,
finalmente se resquebraja ante la fuerza del mecanismo móvil.
Edalio conoce algunos datos de esta vivienda que
ahora están convirtiendo en un árido solar. Siempre le ha gustado comentar con
sus superiores, en los minutos del desayuno o durante esa hora para reponer
fuerzas con lo que lleva preparado en la fiambrera, para la comida del
mediodía, acerca de la obra o el edificio que están construyendo, reparando o,
como en este caso, derribando. Genoveva, su
mujer, se esmera en cocinarle ese filete empanado, las patatas cocidas y
aliñadas que tan bien le salen y añadirle esa pieza de fruta, bien cortada,
pues conoce la escasa habilidad y pereza de su marido para manejarse con las
frutas de pelar.
Adrián, un capataz que suele estar muy bien
documentado (la típica persona un poco “cotilla”) le explicó que esa casita
pertenecía a un matrimonio bastante mayor. Tras el fallecimiento reciente de su
propietario Aquiles, su esposa Mariana, con ciertos problemas de movilidad había
accedido a irse a vivir con la mayor de sus hijas, Diana,
que vive sola tras la separación matrimonial que hubo de afrontar. Ella y sus
otros dos hermanos han presionado a su madre para vender esa casita de su
propiedad. El solar fue adquirido al fin por una empresa constructora, con el
objetivo de edificar pequeños pisos o apartamentos de un único dormitorio. La
zona donde está ubicado ese suelo se encuentra muy bien situada y el metro
cuadrado construido sale bien rentable para su comercio en el mercado
inmobiliario.
Dada la hora en que sucede el encuentro con la gran
loseta, Edalio piensa que lo más urgente era echar los escombros de la tarde en
una camioneta que esperaba junto al solar. Una vez terminada su labor y antes
de marcharse a casa, dedica unos minutos a ver qué hay debajo de la gran loseta,
resquebrajada por el impacto repetido de la pala. Aparta unos cascotes y mira
hacia el interior del pequeño habitáculo que estaba cubriendo. Observa que en
ese espacio, del tamaño de medio barril sólo hay bastante suciedad. Con una
barra de hierro remueve las piedras y los escombros que habían caído en su
interior descubriendo, para su asombro una caja de madera, color caoba. Su
tamaño sería similar al de esas cajas de cartón que hay en las zapaterías, para
guardar los números grandes que calzan los caballeros. Tentándole la curiosidad
(sus tres compañeros de tajo ya se habían marchado) sube a la superficie ese
inesperado descubrimiento.
Al abrirlo (rompiendo con un martillo la cerradura)
su sorpresa fue aún mayor. Se encuentra con dos grandes calcetines de lana
beige, ambos llenos de billetes y monedas, de aquellas que se utilizaban en
España antes de la llegada del euro. Por los fajos de dinero en papel y por las
monedas de cien y cincuenta pesetas, deduce que allí hay un buen capital. Junto
a esas grandes calcetas, hay un pequeño fajo de cartas franqueadas: cuenta
hasta ocho sobres para el correo, todos ellos devueltos a su remitente.
Aquella noche apenas puede dormir. No sabe qué
hacer con esa caja de madera y su contenido, que, por una débil tentación, se
ha llevado a casa. A la mañana siguiente se levanta bien temprano, sin apenas
haber podido conciliar el sueño salvo en pequeñas “cabezadas”. El fornido
albañil es una persona de buena voluntad y primario carácter. “Toda la vida
trabajando como un mulo y ahora, que tengo la oportunidad de darme un buen
capricho, la conciencia me remuerde pues
me está diciendo que ésto no se debe hacer”. Cuando su Geno se levanta, a fin
de prepararle el tazón de café con leche y el bollo tostado con aceite que
suele tomar para desayunar, le confiesa todo lo que le ocurrió ayer tarde en la
obra. Su mujer, con los ojos aún llenos de lagañas y con sus encanecidos
cabellos desordenados y grasosos por el calor de la noche, tras guardar apenas
diez segundos de silencio, le dice:
“Anda, no seas tan tonto y necio,
como siempre. Lo primero que tienes que hacer es contar el dinero que hay en
los calcetines. Me dices que son pesetas, de las de antes. Pero esas monedas
las llevas a un banco y te las cambian por euros. Y las cartas, si no las quieres
leer, las echas a las brasas de la candela. Que hoy tengo que preparar un buen
puchero. De todas formas, harás lo de siempre. Te conozco, para mi desgracia,
bastante bien. ¡Puñetas de honradez! Eres un cabezón que nunca saldrás de pobre.
Te voy a preparar el tazón del desayuno, que capaz eres de llegar hoy tarde al
trabajo con esa historia de la caja y el dinero”.
Pero Edalio es como es. Una persona que sabe bien
distinguir lo que está bien de aquello que nos puede hacer enrojecer. A pocos
minutos de las ocho de la mañana, ya se encuentra en la obra. Llama al capataz
Adrián y le entrega una bolsa que contiene la misteriosa caja de madera. En ese
momento, su jefe inmediato estaba hablando con uno de los aparejadores. Los
dos, tras recibir la breve explicación del honrado albañil, se comprometen a
llevar al director de la constructora el curioso descubrimiento que hizo la
tarde anterior el operario.
Cuando Cecilio Baltanás,
el propietario de la inmobiliaria recibe la bolsa con la caja de madera, se
encierra en su despacho. Lo primero que hace es contar la cantidad de dinero
que está guardado dentro de los dos calcetines altos de lana. Esa contabilidad
le lleva hacerla unos diez minutos, pues se recrea analizando las antiguas
pesetas y las ilustraciones de los antiguos billetes de curso legal. Después
toma en sus manos los ocho sobres. Comprueba que todos están dirigidos a la
misma persona, un tal Benito VIllaldrás. En el
frontal de cada sobre hay un sello indicativo de que el envío ha sido devuelto
por ausencia del destinatario. La remitente también, en todos los casos la
misma persona, una mujer que firma con el nombre de Mariana. Evidentemente, se
trata de la señora mayor que ha vendido la propiedad del inmueble.
Hay siete sobres cerrados y otro más que en su
momento fue abierto. Tras dudar durante unos minutos, puede más su curiosidad y
lee detenidamente el contenido caligráfico de la hoja de libreta cuadriculada
donde está escrito el mensaje. De manera evidente, la ortografía, redacción y
caligrafía denotan una autoría perteneciente a una persona de muy limitados
estudios. Queda profundamente impresionado por el contenido de la cuartilla,
escrita por ambas caras. Se toma parte de la mañana para reflexionar sobre el
caso (cursó en su momento la licenciatura de derecho y empresariales). Esa
misma tarde decidió realizar unas llamadas de teléfono, a los tres hermanos,
hijos de la señora Mariana. Les ruega acudan a su despacho, cuando les sea
posible, pues tiene algo importante que comunicarles.
Con la mayor premura, los tres hermanos se ponen de
acuerdo para estar en la inmobiliaria a las 7:30 de la tarde. Están intrigados,
e interesados al tiempo, acerca de las misteriosas palabras que les ha
comentado por teléfono el propietario de la empresa que ha comprado la antigua
vivienda de sus padres, a fin de derribar la casa y edificar unos apartamentos.
Extremando la puntualidad, a la hora fijada Diana, Efrén y Héctor se hallan sentados en el
despacho de Sr. Baltanás, al que lógicamente ya conocen. Se trata de un
sesentón regordete, con alopecia banalmente disimulada y muy ceremonioso en sus
formas expresivas y empresariales. Siempre les llamó la atención la longitud de
sus pobladas patillas, que les hacía recordar la imagen histórica de un aguerrido
bandolero de Sierra Morena.
“Buenas tardes. Les agradezco
encarecidamente su pronta presencia y disponibilidad. Ayer tarde, un operario
de mi empresa, mientras trabajaba con una pala excavadora en la vivienda que su
señora madre nos vendió, se topó con una plataforma o tapadera de hormigón, que
cubría lo que aparentemente había sido usado como aljibe o pozo ciego, en la
zona de la cocina de la vivienda. Comprobando el interior de ese habitáculo, descubrió
entre los escombros esta caja de madera, color caoba, que Vds, están
contemplando. Esta misma mañana la ha entregado al jefe de obra, que me la ha
traído de inmediato con la mayor y honrada diligencia.
Por mi responsabilidad, sobre la
propiedad actual del inmueble/solar, me he visto obligado a conocer su
contenido, del que muy probablemente no tengan Vds. conocimiento y que,
obviamente, les pertenece. Digo esto porque, en la firma del contrato de
transmisión de la propiedad, pude conocer el estado actual de su señora madre,
Doña Mariana, con unas muy limitadas facultades físicas pero sobre todo
mentales, a la que deseo, con el sentimiento más noble y profundo de mi
corazón, todo lo mejor, por supuesto.
En el interior de la caja hay dos
grandes calcetas de lana, conteniendo monedas y billetes del antiguo curso
legal. Exactamente suman 850.000 pesetas. Unos cinco mil cien euros, haciendo
un cambio aritmético. Entiendo que son unos ahorros paciente y admirablemente
reunidos por sus padres. Observo, por la
expresión de sus rostros, que no tenían conocimiento de todo lo que les estoy
contando. Como les decía antes, ese dinero les pertenece. Supongo que en el
Banco de España les pueden hacer el cambio correspondiente, a la moneda de
curso legal.
Pero es que además había un pequeño
fajo con ocho cartas. Sólo una de ellas estaba abierta. Las otras permanecían
cerradas y devueltas al remitente, en este caso Doña Mariana. Por imprudencia,
mi secretario ha leído esa carta abierta, hecho que repruebo y del que les pido
las más sinceras excusas. Lógicamente , como director de la empresa y
propietario actual del solar, este empleado me ha transmitido, básicamente, el
contenido de esa misiva. Es un historia de naturaleza privada y que, en mi
opinión, de una cierta gravedad para su estabilidad emocional. Vds. me indican
lo que hago con estas cartas: se las entrego, les digo el contenido de ese
sobre abierto, o se destruyen … Lo que sí les quiero avisar, por
responsabilidad (soy también abogado) es que el contenido de esa misiva puede
afectarles emocionalmente con gran intensidad en sus vidas”.
Los tres hermanos pidieron unos minutos de
intimidad para poder hablar entre ellos. Cecilio les dejó solos en su despacho
para que libremente tomaran la mejor decisión al respecto. Pasados unos quince
minutos, Diana reclamó su presencia y en presencia el empresario habló a sus
hermanos.
“Como hermana mayor, he leído el
contenido de esa carta abierta hace unos minutos. Quiero deciros que nuestra
madre tuvo, durante una parte de su matrimonio, una secreta relación con otra
persona ajena a nuestro padre. Por el contenido de ese texto, le transmitía a esa
persona (sé quien era, pero también os digo que ya dejó de existir) que él era
el padre del hijo o hija que estaba en su vientre. Como la carta no lleva fecha
manuscrita, es difícil concretar a qué hijo se refiere. Lo cierto es que uno de
nosotros tres es hijo/a de ese señor. (silencio profundo. Se miran los unos a
los otros).
Quizás en las demás cartas se aclare
la paternidad exacta de este hombre. Por mi parte, no quiero remover más esa
vida pasada de nuestra madre, hoy muy limitada física y mentalmente. Pienso y propongo
que esas cartas deben ser destruidas. Nos hemos criado como tres hermanos de la
misma sangre y remover todo nuestro pasado sería hacernos sufrir inútilmente. Por
mi parte considero, desde lo más íntimo del corazón, que tengo dos hermanos y
vosotros tenéis una hermana. Eso es lo verdaderamente importante. Esto es lo
único que nos debe importar”.
Después de esta exposición tan reflexiva y sensata,
por parte de Diana, Efrén y Héctor asintieron en el mismo sentido. Miraron con
seriedad y aceptación a Cecilio, autorizándole implícitamente a que destruyese
esa y el resto de las cartas. El abogado empresario así lo hizo, pronunciando
unas breves palabras: “demostráis una gran humanidad y comprensión hacia
vuestra madre. Os admiro profundamente. Es mejor olvidar, porque así seréis más
felices. Yo me voy a encargar que las pesetas de estas calcetas se conviertan
en euros. Esos 5.100 euros los voy a completar hasta los 6000 para que se os
entreguen a cada uno de vosotros un cheque de 2000 euros y hagáis con ese
dinero lo que estiméis más adecuado”.
Los tres hermanos volvían a sus respectivos
domicilios en silencio, pero caminando relajadamente. Diana
les comentó, antes de separarse: “este fin de
semana venís con vuestras familias a comer a casa. Nos haría a todos bien. Yo
me encargo de prepararlo todo”. Se dijeron adiós con sendos besos y unas
cálidas sonrisas. Mientras, en el domicilio de Edalio, Genoveva
decía a su marido unas palabras llenas de resignación: “Llevamos
casados veintisiete años. Eres así y no vas a cambiar en la madurez. Tengo que
aceptarte como eres. Dicen que la honradez es una forma de riqueza. Lo mejor
será creernos esta frase. Anda, vamos a cenar…”
José L. Casado Toro (viernes, 22
Septiembre 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga
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