En
ese otro mundo, bajo el suelo historiado de lo posible, suceden y laten muchas
y contrastadas historias. Es otra vida, la que se dibuja a bastantes metros de
distancia desde la superficie. En este espacio ocupado, día tras día, por un
densificado público viajero, hay un comportamiento o determinante que eclipsa a
todos los demás. El valor, incuestionable, del tiempo. Que a muchos atenaza,
que a otros condiciona y que a la mayoría beneficia, en ese afán por llegar un
poco antes a un destino que puede estar
teñido de aventura, quizás ilusión o aburrida rutina en lo cotidiano.
Hace
ya unos cuatro meses que Claudio, un licenciado
en Ciencias Químicas, con treinta y un años de edad, casado y padre de una niña
con dos primaveras, ejerce de conductor eventual en el metropolitano madrileño.
Muchos años de paro a sus espaldas, que agotan a la más poderosa de las
voluntades, le llevaron a olvidarse de su prioridad docente o investigadora. La
necesidad de un matrimonio acelerado hizo que, tras un curso formativo para
desempleados, recalara en la cabina de un tren bajo tierra, que mueve a millones
de viajeros durante cada uno de los meses del año. Su categoría, no fija en la
empresa, hace que desempeñe su labor sólo aquellos días en que es citado por el
jefe de personal. Y hoy, 27 de octubre, es una de esas jornadas en que trabaja para
el segundo turno de noche. Se siente contento, pues de esta forma va acumulando
horas de cotización, hecho que le oxigena para las necesidades básicas de una
familia que no tiene más entrada económica que la que él puede llevar a casa.
Desde
la cuatro treinta de la tarde, va realizando, una y otra vez, el trayecto asignado,
cambiando de máquina motriz para cada uno de los desplazamientos. Ese corto
recorrido entre los tres vagones le permite estirar las piernas y no estar
tanto tiempo sentado, controlando los mecanismos de la conducción. Durante las horas centrales de la tarde, la
densificación de personas que suben y bajan del tren le impiden fijarse en
demasiados detalles, en ese ir y venir de un vagón a otro. Pero ya en las horas
finales del día, el número de usuarios se hace notoriamente menor.
Concretamente, para este último viaje, observa que una
chica con apariencia adolescente, no se ha bajado en la estación término
y que se dispone a realizar el viaje de vuelta, posiblemente hasta al punto de
origen. El reloj marca la 1:15 de la madrugada. Extrañado por la actitud de la
joven (ella sola en todo el habitáculo, reposando su cabeza sobre la mano
derecha elevada) se queda pensativo, aunque camina rápidamente al otro vagón
motriz.
Una
vez que el tren se detiene (para este ultimo recorrido del día, el final queda
establecido en la estación central de Atocha) Claudio cierra todos los
dispositivos de conducción y pulsa la tecla que automatiza y activa los
mecanismos de seguridad. Sale de la cabina y al atravesar el vagón número dos,
observa con asombro que la chica permanece allí
sentada, sin muestra aparente de querer abandonar el suburbano. No hay
más personas que ellos dos en el habitáculo. Aunque tiene ganas de llegar a
casa, pues han sido muchas las horas de trabajo, se acerca a la joven,
mirándole en silencio durante unos largos segundos. Ella también observa al
maquinista, con un semblante profundamente invadido por el cansancio. Viste una
trenca muy usada de color beige, protege su cuello con una bufanda de tonos
oscuros y calza unas deportivas negras, también muy ajadas por el uso diario.
“Hola, ya estamos en el final del trayecto. Te tienes que
bajar, pues el tren no se va a mover hasta las seis y treinta de la mañana …….
¿Te ocurre alguna cosa?”
La
chica, con ojos intensamente cansados, se incorpora y agarra su trolley un
tanto aturdida. En silencio, baja del vagón y camina sin gran diligencia hacia
uno de los bancos de espera, por el andén de esta importante estación
madrileña. Tras sentarse, observa la mirada de Claudio que, frente a ella,
piensa qué seria lo más adecuado para hacer ante una persona que, obviamente,
necesita ayuda.
“Me parece que no has cenado y no sabes a dónde ir ¿Me
equivoco?” La chica asiente con la cabeza, susurrando unas palabras que
apenas se le entienden. Minutos después, ambos están sentados en torno a una
mesa, en el único bar que permanece aún abierto en la Plaza de Atocha. Un
sándwich mixto y un café con leche han sido puestos ante la joven quien, tras
probarlos, comienza a explicar a Claudio sobre la situación en que se halla.
“…..no, soy mayor de edad. Tengo ya veintiún. Llevo
apenas un año en Madrid, intentando abrirme camino haciendo aquello que me
gusta y para lo que me he preparado en el instituto. Hice un módulo de
interpretación. Mi ilusión sería asistir a una escuela profesional de arte
dramático. Pero los precios están por la nubes, por lo que tienes que ir de
puerta en puerta pidiendo esa oportunidad para actuar, al menos de figurante.
Pero la competencia es atroz, en este mudo del espectáculo. Mis padres, gente
humilde, tratan de ayudarme. Pero hay dos hermanas, más pequeñas, a las que también
han de atender. Mi padre va de peonada en peonada, cuando hay algo que hacer en
la tierra. Yo he tenido durante este año algunas cosillas, que apenas me
permitían pagarme la habitación alquilada. Pero en los últimos meses, nada de
nada. No hay trabajo, y hace tres días que me echaron de la habitación que
ocupaba. Llevaba ya dos meses sin pagarla. He dormido a la intemperie, pero
ayer vino un tiempo de espanto. Con este frío, el lugar donde me encuentro más
calentita es en el metro. Una amiga me dio un bono con tres viajes…. Me he
pasado gran parte del día, haciendo un viaje tras otro, sin salir de aquí
abajo, pensando en qué hacer. Mis padres y hermanas viven en Minglanilla, un
pueblecito de Cuenca. Volver allí sería muy duro, pero es que aquí en Madrid no
tengo nada. Ni puedo pagar un billete de bus para el viaje”.
Claudio
es un hombre de buen corazón. Conoce, en propia carne, la situación angustiosa
que soportan aquellos que se levantan, un día tras otro, sin tener un horario
laboral al que atender. Entiende la situación por la que está pasando Miriam, al igual que miles de jóvenes para los que
este cruel sistema económico tiene escasas respuestas. Marca, entonces, el
número de su domicilio, y habla unos minutos con Silvia,
su mujer. Le explica la situación que tiene ante sí. Y tras apagar el móvil le
dice a la joven:
“Bueno, debo estar un poco loco, pero he hablado con mi
mujer y ambos estamos de acuerdo de que, al menos esta noche, te quedes en
casa. Tenemos un sofá de esos que se abren….. Mañana, cuando estemos menos
cansados y tengamos la mente más fresca, veremos de qué forma podemos ayudarte.
Verdaderamente la noche está muy fría, aquí afuera. Andando a mi casa…….. son
unos veinte minutos. Pero como tienes poco equipaje, no se te va a hacer muy
duro el trayecto”. Miriam asiente con una agradecida sonrisa. “Gracias, sois muy buenas personas” ¡Que frío hace esta
noche. Está todo muy helado!”
Aquella
madrugada, Silvia y Claudio hablaron largamente, a pesar de lo avanzado del
reloj, mientras la joven invitada dormía profundamente tras un día de
desconcierto y abandono. Un vaso de leche caliente con unos bizcochos, ayudó a
calmar ese apetito castigado por muchas horas sin probar bocado durante el día.
La inteligencia y generosidad de Silvia era bien conocida por su marido. Fue
ella la que, en ese diálogo de madrugada, sugirió una posibilidad que podía
resultar útil para todos.
“Tienes la
mañana libre. Me dices que te han dado otro día de sustitución, a partir de las
cuatro de la tarde. Puedes localizar a Evaristo, antes de que se vaya al
Sindicato, y le explicas la situación. Seguro que él hará algo, al igual que
tan bien supo ayudarte con esos cursos de formación. Recuerda aquellas llamadas
de teléfono que, posteriormente, hizo ante la dirección del Metro. Le tenemos
que estar muy agradecidos”.
Evaristo es un alto dirigente sindical que vive en el
bloque contiguo a la vivienda de Claudio. Es persona afable y siempre dispuesta
a prestar ayuda a sus convecinos y amigos. Al conocer el caso de la joven Miriam,
actuó con la diligencia que en él es proverbial. Y resultó todo más fácil de lo
esperado. Su propia madre, una señora ya octogenaria, necesitaba atención para
los fines de semana, cuando su cuidadora habitual tenía que desplazarse a un
pueblecito de la provincia de Ávila para afrontar problemas de sus propios
padres. En cuarenta y ocho horas, Miriam pudo disponer de una habitación en el
caserón donde vivía la madre del sindicalista, encargándose de una serie de
tareas hogareñas y del cuidado directo de la señora mayor, entre viernes y
domingo. Conociendo, al tiempo, las ilusiones interpretativas de la chica,
Evaristo la fue poniendo en contacto con personas vinculadas al mundo de la
interpretación.
Hay
días en que parece estar todo tercamente nublado y árido para la ilusión. Sin
embargo, en la transición de una noche, el gesto generoso de un conductor del
metropolitano madrileño cambió, de manera positiva, esa joven vida
desesperanzada. Aquel otoño se había transformado en
primavera, para una chica desorientada, refugiada en uno de los vagones del Metro.
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Han
pasado ya unos años, desde aquel inesperado encuentro, entre un maquinista del
Metro y una chica solitaria. Fue en la noche del 27 de octubre. En la
actualidad, Claudio y Silvia han rehecho respectivamente sus vidas con nuevas
parejas. Evaristo ha tenido que dejar su puesto directivo en la organización
sindical, tras unos escándalos financieros.
Miriam
trabaja con intermitencias, tanto en la escena teatral como en algunas series
de televisión. No es una gran estrella del espectáculo, pero se gana
honradamente la vida, haciendo aquello por lo que siempre luchó: actuar ante el
público. Todos los años, en esa ultima semana de octubre, contacta con los
teléfonos de Silvia y Claudio. Les agradece, con profundo cariño. la generosidad
que tuvieron con ella aquellos días de un frío otoño, en los que su barco
existencial navegaba sin rumbo a la deriva.
Todos
los nombres están modificados, en esta bella y entrañable historia.-
José L. Casado Toro (viernes, 31 octubre,
2014)
Profesor
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