Hay
personas a quienes agrada viajar, sea cual sea el medio de transporte que utilicen.
Para ellas, lo verdaderamente importante de estas experiencias es abandonar la rutina
visual de cada día, a fin de conocer otros espacios, otras costumbres, otra
pictografía existencial de la vida. En mi caso, desde siempre he priorizado los
incentivos del tren, sobre otros medios de movilidad, para la mayoría de los
desplazamientos.
La
imagen que nos regala esa siempre nueva, o muy veterana estación, es
deliciosamente excitante. Especialmente traigo a la memoria aquellos
aletargados edificios, que se llenaban de vida con la llegada de unos trenes que
esparcían abundante humo y carbonilla, con los resoplidos de sus locomotoras. Sí,
“máquinas de fuego” que enriquecían la atmósfera sociológica con la acústica
orquestal de sus ruedas chirriando sobre los raíles, pulidos y brillantes,
hasta la eternidad. No menos importante era la plástica imaginativa de aquellos
otros sonidos, a modo de sirenas intermitentes, que alegraban los espíritus,
tanto de las personas que esperaban, como la emoción de los que llegaban a un
destino sobradamente apetecido. Besos, abrazos, palabras entrecortadas e
incluso lágrimas alegres, en medio de una baraúnda de equipajes, bolsas,
maletones, que se iban cruzando entre parabienes y miradas nerviosas en la
búsqueda. El lúdico y entrañable espectáculo de una
estación de ferrocarril tiene ese don especial que difícilmente podrá
ser superado por otros espacios, organizados y dispuestos para la vitalista
movilidad de los usuarios.
Con
la necesaria diligencia, conseguí sacar un billete ida y vuelta, en el AVE que
realiza el trayecto entre Málaga y Madrid, con un precio más que interesante.
Tuve que anticipar la emisión de los billetes, pues la fechas del viaje estaban
centradas en pleno trasiego vacacional, a comienzos de julio. Una vez ya en la
estación, tras pasar por los necesarios controles, localicé en el vagón nº 16
mi asiento 7 D, junto a la ventanilla. Me preguntaba acerca de la persona que
me acompañaría en un viaje que iba a durar tres horas menos cuarto. Pocos
minutos antes del momento fijado para la motricidad del tren, veo llegar a una
señora de mediana edad que, con un maletín azul oscuro en la mano, se dirige
con firmeza hacia el lugar de mi asiento. Me saluda cordialmente y le ayudo a
disponer ese maletín en la bandeja situada al efecto. ¿Le importaría dejarme junto a la
ventanilla? Es que la visión del paisaje me tranquiliza….. ya habrá notado que
soy un poco nerviosa…. Aunque suelo disfrutar con la visión directa
que me proporcionaba mi ubicación, accedo a intercambiar mi asiento. Una
respuesta en contrario habría roto esa necesaria armonía convivencial, impuesta
por casi tres horas de trayecto.
A
poco de salir de la estación, Málaga-María Zambrano, percibo que mi compañera
de viaje es de estas personas que necesitan comunicar e intercambiar sus
palabras, de manera absolutamente continua. Mi temor no era infundado. Hasta
las dos de la tarde, cuando previsiblemente llegaríamos a Atocha, iba a sufrir
una complicada mañana que me impediría trabajar en las carpetas y folios que
llevaba conmigo. Con educada y resignada paciencia comencé a escuchar el relato
autobiográfico de aquella compulsiva compañera de asiento.
Carla, cuya edad debe andar cercana a la media
centuria, pertenece a una acomodada familia. Sus dos hijos, con los que
mantiene una fría relación, le han dado, hasta el momento, tres nietos. Hace
siete años que rompió con su marido, Evelio. Sin
tener que pasar por los juzgados, cada uno de ellos hace una vida autónoma en
todos los aspectos. Los negocios en viñas de su ex, que marchan viento en popa,
le proporcionan una disponibilidad económica para afrontar, sin miramientos,
todo tipo de caprichos.
Como
la experiencia aconseja ir bien pertrechado de una diversificada munición,
antes de subirme a este magnífico tren compré, en un puesto de periódicos y
libros existente junto a la puerta principal del recinto ferroviario, una revista semanal del corazón, en la previsión de
que me pudiera ser útil. Efectivamente, a la media hora de estar escuchando,
sin interrupciones, a Dña. Carla, le ofrecí el susodicho semanario a fin de que
pudiera reposar sus potentes cuerdas vocales. Y me regalara un ratito en la paz
de mi conciencia ….. y oído. Vano e ilusorio recurso, el que previamente había
diseñado para estos casos de emergencia para el sosiego. La señora de cabello
negro y ojos color castaño pronto se había “merendado” coloquialmente hablando,
las setenta y pico páginas de la revista y el suplemento. Esta mujer parecía
tener una necesidad patológica para disponer de un tolerante oyente para todas
sus diatribas y comentarios. No me quedaba más remedio que (un tanto
somnoliento, pues esa noche no había dormido bien) continuar escuchando a esta
“ponente” en la oratoria, con sus más que curiosas diatribas para la imaginación.
Pasada
la califal Córdoba, utilicé la siempre interesante estrategia
de desplazarme al bar, ubicado en el vagón número dos, pasando
previamente por los servicios del moderno y cualificado suburbano. Podían ser
unos minutos para el respiro de unos oídos que ya habían resistido muchos
kilómetros de anécdotas y confidencias de esta atribulada mujer. La realidad
básica es que le tenía pavor a la soledad. Sus mejores amigas ya habían puesto
tierra de por medio, conociendo su agobiante carácter, mientras que su ex no
quería saber una palabra de quien había sido su mujer y ahora libaba de flor en
flor, buscando nuevos y juveniles néctares para el placer de cada temporada. En
cuanto a sus dos vástagos, habían centrado sus vidas, profesionalmente
hablando, en dos geografías bien distantes de la capital madrileña: Logroño y
Lanzarote. Ninguno de los cuales trabajaba el negocio del vino, pero sí temían
la presencia de una madre que desestabilizaba y desesperaba sus temperamentos
abiertos para el sosiego.
Ya
en la barra del bar, cuando endulzaba pacientemente la taza de café con ese
pobre azucarillo que en principio te ofrece el camarero de turno, la vi
aparecer con su terno de camisa vaquera celeste clara y unos pantalones piratas
muy ceñidos que, en vano, trataban de disimular sus muy generosas, en
humanidad, posaderas. Es decir, un orondo trasero de largas pulgadas, trazadas
en la diagonal del bajo vientre. Por supuesto que me ofrecí a invitarle a ese
café con un pastel de hojaldre que consumió con proverbial e indisimulado
apetito. Estuvimos un buen rato en el vagón del refrigerio, lo que dio
oportunidad para que Carla me explicara, sincerándose en su verdad, de la
estrategia que llevaba a cabo para buscar la distracción en la profundidad y
longitud de los días. Dada su amplia disponibilidad económica (en este aspecto,
Evelio no le puso reparo alguno a que gastara todo lo que quisiera, de esos
buenos capitales que él obtenía con su sagaz olfato empresarial en los blancos,
rosados y tintos, además de controlar también el sector vinagrero) esta mujer,
natural de Valdepeñas, había ideado una inteligente estrategia para encontrar
algo de diversión a su aburrimiento existencial. ¿cuál
era la estratagema que la compulsiva señora aplicaba para la aventura?
Cada
semana compraba un billete del AVE, con origen en la estación madrileña de
Atocha y con destino a un punto de la geografía peninsular, que bien podía ser
Sevilla, Málaga, Valencia, Zaragoza, Barcelona, Toledo, Valladolid, Santiago de
Compostela o Alicante…. Etc. Pasaba una o dos noches en un buen hotel de esos
atrayentes destinos y recorría el trayecto contrario, hacia su señorial ático
en el Paseo de la Castellana, próximo al Estadio Bernabéu. Siempre elegía un
billete en la clase turista, con la incógnita de conocer quién sería su
compañero o compañera de asiento. Con ellos trabajaría la conversación en lo
posible, aplicando un papel teatralizado que con el frecuente uso le había
graduado en la destreza del experto. Y no sólo se limitaba a exponer los
detalles de su vida, según el viajero correspondiente, sino que al tiempo
trataba de obtener de éste toda la información posible para su infantil y
curioso divertimento.
Próximo
ya a Puertollano, en la provincia de Ciudad Real, ambos volvimos a nuestros
hermanados asientos. Dada la franqueza de mi interlocutora, me sentí obligado a
llevar el protagonismo de la conversación con el consiguiente descanso para sus
bien trabajadas cuerdas vocales. Le conté algunos elementos anecdóticos, o más
significativos, de mi actividad profesional y familiar. A pesar de que me
esforcé en ser cordialmente esquemático en la exposición de los hechos
personales, Carla aprovechaba cualquier posible inflexión en mi discurso para
inquirir más detalles que enriquecieran el tejido de lo narrado. Hubo un
detalle que, desde el comienzo del azaroso o divertido (según los intervinientes)
viaje llamó mi atención. A pesar de ser una mujer bien entrada en kilos, se
doblaba sobre la horizontal de su asiento para hablarme y atenderme
frontalmente, mirándome siempre a la cara. Tal
vez un gesto estudiado, a fin de controlar mejor mi atención para su persuasiva
obsesión por comunicar y dialogar.
Completamente
extenuado, por la sofocante aventura que había tenido que soportar, arribamos
al fin a ese extraordinario puzle viario de vías que organizan la entrada en la
principal estación ferroviaria de España. Atocha
suponía una luz en la esperanza para huir del aturdimiento que me había
embargado durante las casi tres horas de viaje. Me despedí de la señora Carla Torregrosa dejándole, por supuesto mi dirección
electrónica para unos posibles intercambios de e-mails que, en modo alguno, yo
tenía la intención de atender. Una ensalada y una manzana al horno fue mi
suculento almuerzo, antes de echar una buena siesta hasta las seis de la tarde
en un hotel muy cercano a la Plaza de Callao.
Tras
las diversas gestiones de esa tarde noche y el día siguiente, hice el viaje de vuelta acompañado esta vez por un fraile carmelita, de avanzada edad, en cual se
pasó todo el viaje hasta Málaga leyendo el libro escrito por Pilar Urbano,
titulado La
gran desmemoria. Lo que Suarez olvidó y el Rey prefiere no recordar,
publicado por la Editorial Planeta, publicación que ha dado lugar a una gran e
incómoda controversia mediática. Corto saludo cuando llegó a su asiento y, ya
en Málaga, otro de despedida con una frase que procuraré no olvidar: “que Dios le
proteja y guie en sus decisiones, siempre que actúe con actitud responsable”.
Esa
misma noche tuve una llamada, pasadas las once horas, de mi colega en el
despacho Martín Castrallana. Desde el otro
lado de la línea tuve que escuchar estas reveladoras palabras, que me sumieron
en el mayor asombro y desconcierto:
“¿Cómo es posible que te hayas prestado a este
espectáculo, que ahora está siendo visitado en You
Tube, por centenares de usuarios. Sales en
esa divertida página titulada “El incauto de cada día”. Se te ha estado grabado
durante el viaje que hiciste a Madrid. habiéndose elaborado un hábil montaje en
el que se han unido y recortado frases y palabras que mantuviste con esa “falsa
viajera”. Probablemente una periodista del tres al cuarto. Han hecho un
continuo manipulado que te ridiculiza en gestos, respuestas y hechos de tu
vida. Es una página que está teniendo mucho éxito en la red, porque el montaje
que se realiza provoca, con los gestos, imágenes y palabras del engañado
protagonista, las carcajadas en el
espectador del link.”
Cuando
vi el archivo completo, material que duraba unos 12 minutos, los colores de
vergüenza y la indignación subsiguiente recorrían todo mi rostro. Me acordé de la
tal Carla Torregrosa. ¿Dónde llevaría inserta su cámara? Este impresentable personaje
había estado jugando y grabando, con mi confianza y estoica paciencia. Cada vez
te puedes fiar menos de la gente. Pero,
a pesar de que siempre somos un poco niños, la reflexión más serena que podemos
obtener es que estas experiencias te ayudan a crecer y madurar en la vida.-
José L. Casado Toro (viernes, 24 octubre,
2014)
Profesor
Estimado Jose Luis:
ResponderEliminarEl relato ha sido genial. Solo espero que sea fruto de tu imaginación.
Un abrazo y feliz viernes.
Rampy.