Era
viernes, en un mes ya con el sabor alegre de una Primavera cercana. Aquella
sexta y última hora lectiva de la semana estaba reservada, en el horario
docente, para desarrollar la acción tutorial con mis alumnos de Secundaria. Nunca
faltan motivos para el buen aprovechamiento de esta interesante sesión
educativa, dinamizada con un grupo de adolescentes asignados por la Jefatura de
Estudios. Ciertamente esta hora de clase, con la que finaliza una intensa
semana de trabajo, resulta un tanto complicada de cubrir. De lunes a viernes,
los estudiantes han estado realizando actividades, con más o menos acierto, en
todas las disciplinas y materias curriculares, previamente establecidas en la
necesaria programación. Junto a los diversos contenidos asimilados, por ésta y
otras aulas han ido pasando muchos Profesores con el noble objetivo de motivar
el aprendizaje, además de (como vínculo innegociable) enriquecer la formación
integral en lo humano. Estando ya el calendario cercano a Junio, con un elevado
nivel térmico por estos lares del sur peninsular, había
preparado al efecto un par de actividades, en mi opinión aceptablemente
atractivas, a fin de proponerlas para esa última hora de una semana más.
Con
ambos esquemas prediseñados en unos dossiers organizados el día anterior, me
dirigía hacia el aula 23, destinada a un grupo de 3º de la ESO, pensando por el
camino claustral cuál de las dos opciones iba a ser la elegida. Ya, dentro del
aula, viendo el ambiente de cansancio que predominaba entre los adolescentes,
les propuse una actividad facilita y que fuera útil para todos. Iban a construir un pequeño relato (sólo unas
líneas), acerca de una pregunta de la que me interesaba conocer, básicamente, el
tono y la argumentación elaborada como respuesta. Tras esos quince minutos de
redacción (es bueno que no pierdan el hábito positivo de escribir) pediría
voluntarios para que expusieran un resumen de lo que habían redactado. Tras la sucinta
exposición del alumno participante, sus compañeros le harían preguntas aclaratorias
sobre el tema propuesto, para después elegir entre todos la más original y
sugerente respuesta. Ese alumno o alumna recibiría, como pequeño reconocimiento
a su exposición, dos invitaciones para una película
en el principal multicines de la ciudad (entradas que me había preocupado de gestionar
unos días antes). La dirección de esas salas de proyección me entregaron, muy
amablemente, ambas invitaciones de manera absolutamente gratuita.
Los
cursos de tercero de la ESO son, por naturaleza, un tanto difíciles para
atender. Sus integrantes son chicos y chicas inmersos en esos catorce años que
dibujan la adolescencia. Etapa de cambios, físicos y de carácter, que exigen,
en los padres y educadores, paciencia, tacto y cariño, no exento de autoridad. Pero,
en general, siempre agradecí en los alumnos su nobleza y generosidad. Otra cosa
eran las ganas de sacrificarse en el estudio, pero aquí hay otros muchos
factores que explicarían no pocos “fracasos” escolares. Vayamos a la pregunta
planteada, objeto de esta sesión educativa. “¿Cuál fue
el juguete de vuestra infancia que recordáis con más aprecio y afecto? No
olvidéis que tenéis que explicar los motivos que os hacen elegir ese juguete”.
Parece
que gustó la pregunta y la gran mayoría de los presentes estuvieron escribiendo
durante ese trocito de tiempo, modelando letras y palabras. Unos quince minutos
después, abrí el turno de intervenciones. Ese
viernes sólo habían faltado dos alumnos, de un listado de veintinueve. Desde
luego, trabajar con colectivos tan numerosos exige habilidad, mano izquierda y
grandes dosis de psicología, ciencia a la que todos los profesionales docentes
somos muy aficionados, al margen de cursillos o titulaciones. Comenzaron, al
efecto, las diferentes intervenciones que fueron numerosas. Tal vez por el
efecto de las entradas de cine y también por ese sentimiento que nos hace
recordar, con agrado, aquellos adorables años de nuestra infancia. Por supuesto
que muchos niños han padecido incómodos nublados y lágrimas en esa
trascendental etapa de su vida pero, en general, suelen prevalecer en el
recuerdo las imágenes más placenteras.
Comenzaron
a salir, a la luz pública de la conversación, aquel peluche que aún hoy se
conserva. Muñecos de toda naturaleza zoológica o cinematográfica. Por supuesto,
los balones y pelotas de goma siempre tienen su buen lugar en los gustos para
el deporte. La primera bici o esa cocinita para hacer “comidas” con el menaje
de aluminio o plástico tan bien imitado. Muñecas Barbie, o de otra categoría
social, se entremezclaban con ese cochecito teledirigido, cuyas pilas siempre
parecían estar fallando en los momentos más interesantes del juego. Alguno citó
su primer gran libro de cuentos y en otras hubo lugar para recordar el elástico
y el juego de la comba, junto a las demás amigas del vecindario. También los
cromos, el fuerte de los soldados y los indios, sin olvidar a esas canicas de
cristal que se ganaban y perdían por la habilidad demostrada para su
lanzamiento sobre el suelo.
Me
llamó la atención que no se citaran juguetes o artilugios muy sofisticados, en
su construcción, precio y manejo. Ello me hace reafirmarme en que los juguetes
sencillos, aquéllos que facilitan el ejercicio imaginativo, tienen siempre un
lugar de privilegio en ese mundo de la ilusión, frente a otras alternativas
(electrónicas e informáticas) que, desde luego son también atrayentemente divertidas.
En realidad, la pregunta destacaba el valor afectivo
concedido para ese juguete de los primeros años de nuestras vidas.
Pero
llegó la intervención que más impacto provocó. Fue protagonizada por una linda
jovencita de origen oriental, llamada Sue Linn.
Nacida en China, sus padres y tíos regentaban, desde hacía años, un negocio de
artículos de regalos, en una importante calle del barrio próxima a nuestro
Instituto. Excelente estudiante, en muy poco tiempo logró dominar bastante bien
la expresión del castellano. Era admirable su capacidad para comunicarse
también en inglés y, por supuesto, en su idioma natal.
“El regalo que recuerdo con más aprecio (aún hoy lo
conservo) es una magic box. Se trata de una pequeña cajita o cofre de madera,
recubierto de un fino metal labrado con decoración de dibujos que representan
flores, hojas y otras formas geométricas muy bonitas. Al recibir una luz
directa, el metal refleja destellos de colores a su alrededor. En la parte
interior tiene incrustados cristales de colores, plaquitas de metal dorado,
nácar y unas pequeñas conchitas que deben provenir del mar. Al abrirlo, suena
un poco de música, que resulta alegre y deliciosa. Cuando era muy pequeña, un
amigo de mi familia, que se iba a ir a vivir muy lejos de nuestra aldea, me lo
regaló, ya que yo jugaba mucho con sus dos hijas. El misterio de esta linda
cajita es el siguiente: cuando tienes un profundo deseo en tu vida (no tiene
que ser necesariamente material) lo escribes en un trocito de papel que
introduces en la magic box. Tiene que ser algo que tu anhelas con mucha fuerza
y que sea bueno para tu vida. En la mayoría de las ocasiones, esa necesidad que
tienes en tu corazón se suele cumplir. Cuando me la entregó, el papá de mis
amigas me advirtió que sólo podía pedir ese buen deseo una vez en el año. Así
que he de elegir muy bien lo que deseo,
ya que tengo que utilizar esa especie de magia de año en año”.
Aunque
algunos compañeros se intercambiaban miradas sonrientes, aparentando
incredulidad, al escuchar las palabras de Sue, la gran mayoría atendían con
suma atención y respeto la expresión (muy convincente, sin duda) de esta
aplicada amiga de grupo. Me atreví a preguntarle si podía narrarnos alguna de
las peticiones que le habían sido atendidas. Tomándose unos segundos, a fin de
bucear en su memoria alguna petición atendida por esa misteriosa cajita, nos
contó esta bella y simple historia:
“Hace un par de años, el negocio de mis padres no marchaba
bien. Sin saber el por qué, la gente dejó de entrar en nuestro establecimiento
y las ventas de cada día eran cada vez menores. Los gastos que supone tener un negocio abierto, a pesar de la gran
dedicación de toda la familia, hacía que a fin de mes apenas llegábamos con
seguridad para comer. Yo veía a mis padres muy entristecidos y con esa
preocupación que nos hacían estar a todos bastante infelices. Mi petición de
ese año la escribí en un papelito y la introduje dentro de mi cofre mágico. Le
dije a mis padres que el cofre iba a darnos la solución para nuestros
problemas. Ellos me respondieron con una sonrisa. Sé que esa misma noche,
estuvieron hablando hasta altas horas de la madrugada. A los pocos días vi a
mis tíos, quienes junto a mi padre, comenzaron a cambiar la organización
interna de la tienda. También hicieron una pequeña obra en el exterior, para
modificar la apariencia de nuestro establecimiento. Tras esos cambios (añadimos
productos de alimentación, antes sólo se vendían regalos) poco a poco, la gente
volvió a entrar en la tienda, para comprar sus necesidades. En un par de meses,
la preocupación de mi familia se había transformado en alegría. Las monedas
volvieron a entrar y el negocio se salvó”.
Ahora
ya todos los compañeros guardaban un respetuoso silencio ante la sinceridad y
confianza de su amiga. Creo que la decisión era clara y nadie hizo el menor
comentario en contrario. Tomé las dos invitaciones de cine y se les entregué a
Sue, entre los aplausos de todos nosotros. Posteriormente, me llevé a casa
todas las redacciones a fin de repasarlas y al tiempo conocer un poquito mejor
a mis “tutorandos” como, cariñosamente, les llamaba. Conduciendo mi vehículo
por la gran arteria viaria, paralela al cauce del río, reflexionaba acerca de la gran metáfora que la chica nos había enseñado a
todos aquellos que escuchábamos sus sencillas palabras.
La
sutil “magia de la cajita” había conseguido
el efecto deseado. Conociendo la generosa voluntad de su hija, los padres de
Sue habían reflexionado y emprendido un camino inteligente para salvar la estabilidad de ese negocio que daba
de comer a toda la familia. Decidieron renovarlo. Tanto en la organización de
los productos, como ampliando sus objetivos de venta. Además, buscaron una
imagen más atrayente para el público que circulaba por la calle. No pocas veces,
los milagros se hallan cercanos y revestidos de sencillez, a poco que sepamos
utilizar la eficacia de la imaginación y la racionalidad.-
José L. Casado Toro (viernes, 3 octubre,
2014)
Profesor
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