Para
estudiar, o simplemente si queremos dedicar un rato a la grata lectura, a
muchos nos apetece cambiar periódicamente de escenografía. Es decir, evitamos
hacer aquellas u otras actividades siempre en el mismo lugar. Resulta interesante este cambio ambiental, pues así
favorecemos nuestra mejor disposición anímica para ese saludable ejercicio
intelectual. Por ese motivo me encaminé, en la placidez de la tarde, a uno de
los parques malacitanos que pueblan nuestra ciudad. Elegí para mi lectura uno
de sus bancos, cercano a una coqueta laguna artificial que hidrata la atmósfera.
Enfrascado en el contenido de unos ejercicios, apenas percibí que, en la
esquina del banco que ocupaba, se había sentado un hombre bastante mayor en
edad (según me confesó posteriormente) aunque sus rasgos faciales no se habían
deteriorado en demasía con el paso de los años. Tras un intercambio educado de
saludos, mi compañero de asiento permaneció en silencio, observando a lo lejos
la playa cercana, mientras que yo continuaba concentrado en el contenido de mi
lectura. Al paso de los minutos, ambos estuvimos abiertos a iniciar y compartir
un ratillo de charla.
Ros
(así llaman a Rosendo sus familiares y amigos)
hace años ya que dejó la vida laboral. En sus ocho décadas de existencia, este
hombre ha desempeñado diversas actividades, pues se trata de una persona
emprendedora y dinámica. De entre todos los trabajos que ha desarrollado,
destaca con especial recuerdo sus servicios en una
empresa de exhibición cinematográfica que, de forma lamentable, hoy ya
no se encuentra entre nosotros. Al igual que ha pasado con tantos y tantos
cines a los que la especulación urbanística, la desidia empresarial, la
competencia de otros incentivos informáticos o digitales y el cambio
generacional, ha ido haciendo desaparecer. En aquel entrañable cine, se
prestaba a realizar un poco de todo. Incluso llegó a dominar la técnica para
manejar las cámaras de proyección. Ayudaba al “maquinista” de la cabina y, en
ocasiones, le sustituía, con la mejor eficacia. Pero, básicamente su puesto
estaba en atender la entrada de los espectadores. Era el portero de ese cine. Consideraba
su trabajo en realidad tranquilo, salvo los fines de semana y películas de gran
estreno, cuando un numeroso público se agolpaba ante la puerta, formando largas
files de inquietos espectadores que ansiaban ocupar los asientos de la sala. En
esa época de la que me hablaba, no existían aún los multi-cines y las películas
permanecían más tiempo que hoy en cartelera.
Pronto
se dio cuenta, mi compañero de asiento, de la gran afición que yo sentía por
todo lo relativo al séptimo arte. En ese contexto de la conversación, decidí
hacerle una pregunta sobre la temática que estábamos hablando, pues noté su
ilusión por recordar aquellos ya lejanos momentos de su vida. “Seguro que habrá
tenido no pocas experiencias en esa fase de su trabajo ¿Recuerda
alguna anécdota o curiosidad, relativa al cine, que me pueda contar?” Mi
interlocutor calló durante unos segundos buscando, entre los anaqueles de su
memoria, esa historia o experiencia a fin de intercambiarla o compartirla con
mi interés y atención. Tomó un buen sorbo de la botellita de agua que llevaba
consigo y comenzó a narrarme, de forma pausada, esa experiencia que fluía desde
una vivencia no olvidada.
“Pues sí, amigo, hay algo interesante que te puedo
contar. Voy a elegir una determinada historia, por el valor humano que su
contenido encierra. A ver qué te parece. Era yo entonces muy joven ….. estamos
hablando de principios de los años sesenta. Estrenamos una película de
nacionalidad española y aquel sábado fue mucha gente a su proyección. Igual
sucedió el domingo, cosa lógica por tratarse de un día festivo. Pero ya en
lunes, el público asistente decayó notablemente. Aquel día, entre las escasas
personas que asistía a la primera sesión, me fijé en una señora mayor a la que
creí reconocer entre los espectadores del fin de semana. No le di más
importancia al hecho. Sin embargo, llegó el martes y una de las primeras personas
que se acercaron a la puerta de entrada con su localidad era la misma mujer. Me
estuve fijando y comprobé que veía la película y algún trozo más del segundo
pase, pues a eso de las 7 y media abandonaba el cine."
Realmente
me encantaba cómo narraba su historia el amigo Ros. Dotaba a sus palabras con un
tono de intriga y misterio que me hacía sentir muy bien, tras ese largo rato de
estudio que había tenido con mis libros y apuntes. Volvió a beber otro sorbo de
su botellita (la vigilancia nocturna, en una edificación junto al mar, le había
dejado secuelas molestas para su garganta. También, el alcohol, según me
confesó) y continuó con su interesante relato.
“Como estarás ya imaginando, el miércoles, ocurrió la
misma escena. Me tenía totalmente intrigado el comportamiento de esa mujer.
Debo aclararte que su desplazamiento lo hacía con una cierta dificultad,
ayudándose de un pequeño bastón, dada su corta estatura. Ese miércoles, cuando
a eso de las 7 y media salía de la sala de butacas, me animé a preguntar a la
señora acerca del motivo de su comportamiento. Con ojos de mirada cansada y
entendiendo mi interés acerca de su repetida asistencia a la sala, me contó
entre suspiros y alguna que otra lágrima el fondo de su historia. Esta mujer
estaba viviendo en una residencia de ancianos, atendida por las Hermanas de la
Caridad. Amante de la lectura, vio en el periódico la noticia del estreno de
esta cinta que estábamos proyectando. Reconoció, entre los actores secundarios,
un nombre que ella nunca podía olvidar. Ese intérprete era una persona muy
próxima a su memoria. El único hijo que había tenido en su larga existencia.
Los avatares de la vida, muy complicados para su familia, hicieron que ese hijo
estableciera su residencia en la capital madrileña, olvidando el afecto y
cariño necesario que una madre debe recibir. Hacía un par de décadas que de él
nada sabía, hasta ver su nombre en el periódico de la sala de lectura.
Realmente, había asistido por primera vez a nuestro cine el lunes. Y cada día,
sacaba su entrada, con el esfuerzo propio de unos ahorros muy limitados que las
hermanas le administraban. Su objetivo…… ver a su hijo. Muy cambiado,
físicamente, pero al que reconocería entre mil y un actores. Era la hermosa
ilusión de una madre.”
“Le rogué esperara unos minutos, pues me ocupé de llamar
al encargado, resumiéndole básicamente la bella historia que Adela me había
contado. Fabián no lo dudó ni un instante. Fue a taquilla y trajo el importe de
la entrada, que le fue devuelto a la buena mujer. Le indicó, con todo el
afecto, que podía seguir viniendo al cine cada día, de forma absolutamente
gratuita. Ver a un hijo “perdido”, aunque sólo fuera en pantalla, merecía todo
el respeto y generosidad por parte de la empresa. La mujer, un tanto
emocionada, dio las gracias y se marchó hacia la que era ahora su casa. Las
hermanas servían la cena a las 8 en punto de la tarde.”
Había quedado profundamente ensimismado ante una historia de sentimientos
contrastados. El cariño maternal se había superpuesto a ese egoísmo pleno de
desafecto, por parte de un hijo que había olvidado o ignorado las raíces de
donde procedía. Parece ser, que Adela estuvo yendo cada día a su cita de las
cinco ante la pantalla. El celuloide de treinta y cinco centímetros, hacía
posible el milagro de poder estar cerca de un ser amado, durante esos minutos
que en la película el actor participaba. La película estuvo en cartelera exactamente
dos semanas y ni un solo día dejó de ir, ante la puerta de entrada, una humilde
madre enriquecida por un corazón cariñoso. Ese viernes, último día de
proyección, cuando Adela abandonó su butaca camino de la puerta de salida,
Fabián y Ros la estaban esperando con un gran sobre en la mano. Lo abrieron
ante la anciana, mostrándole unos cartogramas de la película que ellos querían
regalarle. En esas fotografías, se veía nítidamente escenas en las que
participaba Carlos, ese hijo recuperado por la “magia de la sábana blanca”. Adela
se marchó feliz, con el valioso sobre, portándolo bajo su brazo izquierdo. Eran
las 7 y media de la tarde. Nunca más la volvieron a ver.
Me
despedí de Rosendo dándonos un fuerte apretón de manos. Con gratitud, vi
alejarse a este hombre que había sabido compartir con un compañero de banco una
bellísima y nostálgica historia. Me había prometido que si otra tarde teníamos
la oportunidad de coincidir, buscaría otras experiencias y vivencias para
contarme. Por allí cerca, dos pequeños perseguían inútilmente a unas palomas.
El brillo del sol, que ya languidecía, cubría de un manto anaranjado el azul
cielo de las aguas del lago. Caí en la cuenta de no haber preguntado a Ros por
el título de la película. Seguro que él no lo habría olvidado. Volví caminando lentamente
hacia casa, dando un reconfortante paseo. Continuaba pensando en ese sencillo y
bello relato, del que había sido partícipe. Las palabras de este inesperado
amigo compartían y transmitían sentimiento y verdad.-
José L. Casado Toro (viernes, 17 octubre,
2014)
Profesor
Me he emocionado leyéndote. Un relato muy tierno. Gracias por compartirlo. Un abrazo.
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