En las variadas “pandemias”, explícitas o implícitas, que hoy afectan al género humano, una de las más lacerantes es aquella que universalmente se denomina SOLEDAD. Tiene una penosa y cada vez más abundante presencia en la realidad de nuestras vidas. Las cifras de las personas que viven solas son preocupantemente elevadas, según informan los organismos estadísticos, con el agravante de que esos “angustiosos” dígitos no cesan de aumentar en el discurrir de los días. En tan amplio “ejército” de solitarios, los hay quienes se llevan mejor con esa ausencia de compañía, mientras que la gran mayoría de aquéllos la sufren en silencio. Tienen que ayudarse con “peligrosos” fármacos o con el consuelo religioso para compensar su prolongado e ingrato aislamiento social y la indiferencia relacional. Es obvio de que la persona es un ser social por naturaleza. En base a ello esta ausencia relacional resulta contra natura, en aquellos seres que tienen la desgracia de padecerla. En este contexto se inserta nuestro relato de esta semana.
OVIDIO Venecia, 53, ha carecido de suerte con los vínculos amorosos en su ya larga vida. Ha trabajado como ayudante de un camionero que se encargaba de repartir las pesadas o medianas mercancías que adquirían los clientes en unos grandes almacenes de la capital malagueña. Hace unos años comenzó a tener severos problemas con su espalda, por el peso notable de las mercancías que tenía que transportar a los respectivos domicilios de la muy variada clientela del gran centro comercial. Los problemas vertebrales subsistían y agravaban, por lo que incluso tuvo que pasar por el quirófano. Pero su columna vertebral estaba bastante deteriorada, por lo que un tribunal médico decretó su incapacidad laboral total, por el riesgo que tenía de “quedarse” en una silla de ruedas. A los 51 alcanzó su “gozosa” jubilación.
La convivencia durante ese medio siglo de vida junto a su madre viuda, doña RAMONA, le resultaba agradable y “vital”, lo que, sumado a su propio carácter, un tanto raro y reservado, generó que no formara una familia. La suya era la que tenía, desde que nació, con su madre y así se mantenía feliz y satisfecho, con su trabajo, sus diarios paseos, su distracción cinematográfica los fines de semana, sus horas pasivas frente al aparato de televisión y la escasa lectura que realizaba. Nunca fue muy dado al disfrute con las páginas escritas ni estudiante aventajado. Lo suyo era la fuerza aplicada a su trabajo de mozo para la distribución de paquetería, mientras que la espalda le respondía. En el ecuador de su existencia, esta posibilidad había quedado cercenada por el muy lesivo traumatismo vertebral.
Esta simple, modesta y acomodada estructura vital quedó drásticamente cercenada cuando una noche de noviembre, doña Ramona quiso irse bastante pronto a la cama, lo que resultaba inusual en su comportamiento, ya que gustaba acostare bastante tarde, viendo los programas televisivos que las distintas cadenas emitían. Comentó que esas gachas con miel que había preparado no le habían sentado bien. A la mañana siguiente, la querida madre de Ovidio ya no despertó. Se había ido “sin sufrir” habiendo cumplido sus 81. Su desconsolado hijo, con la ayuda generosa de Adeodato, vecino de puerta, se encargaron de todo lo necesario tras el fatal desenlace. Lo más grave para el antiguo repartidor era sentirse en la orfandad más absoluta, a pesar de los 53 años que tenía. Había sido un gran “faldero” de su querida mamá, por lo que llegaba la hora de recomponer su existencia, a fin de afrontar con la mejor suerte el futuro solitario que inevitablemente le aguardaba.
Dado su raro, osco y extraño carácter, esta empresa no le iba a resultar fácil. En distintos momentos. Algunas vecinas y amigas de su difunta madre trataron de que hiciera amistad con señoras adaptadas a su edad, que solían ir a las tareas sociales del ropero parroquial. Pero Ovidio siempre conseguía excusarse, escaparse y liberarse de las simpáticas “encerronas” que las generosas amigas de su madre le organizaban. Pero una vez que le faltaba la razón básica de su vida, su situación anímica comenzó a sufrir un grave deterioro, lo cual era bastante lógico, tras la irreparable pérdida.
Después de pasarlo bastante mal durante semana, su vecino Adeodato le facilitó los datos de un joven psicólogo, que con métodos innovadores (siempre ostentaba su estancia de un año en la India, para su formación) había conseguido tratar con éxito la depresión que su mujer Eduarda sufría desde hacía décadas. El profesional recomendado tenía por nombre HERNÁN FELICES. Después de un par de consultas (60 euros cada sesión) y la recomendación de algunos antidepresivos, el facultativo le habló con meridiana claridad.
“Amigo Ovidio, hay una regla de oro que te esforzarás en cumplir. Procura, aunque te cueste mucho trabajo por tu carácter, tener siempre alguna persona a tu lado, en casi todas las circunstancias diarias de tu vida. Padeces un síndrome intenso de soledad. Busca de continuo a personas diversas, que te acompañen en los más repetidos momentos. Has de olvidarte de timideces, recelos y demás prevenciones. Comienza por lo más fácil y paulatinamente abordarás empresas de mayor envergadura para conseguir esos objetivos de socialización. Para mañana martes, buscarás a un amigo que te acompañe en los paseos”.
Cuando a la mañana siguiente Ovidio se fue a pasear por el gran parque de Málaga, eligió a un hombre que estaba sentado solo en uno de los bancos de madera del parque sur. Parecía algo mayor que él. Dudaba cual iba a ser su reacción, porque no lo conocía de nada.
“Buenos días, amigo. Me gustaría dar un largo paseo hacia el morro de levante. Mi médico me dice que no debo hacerlo en soledad ¿Le importaría acompañarme? Mi nombre es Ovidio y hace unos meses perdí a mi madre, a la que hecho muchos de menos en cada momento”.
El señor en cuestión, una persona bien modesta, se llamaba TIMOTEO Aldana y había sido fontanero de profesión hasta su jubilación. El pobre hombre se sintió motivado u obligado para ayudar al desconocido “gordinflón” que se le había acercado. Aunque pasaban los minutos, no acababa de salir de su asombro. Poco a poco, al artificial clima que se había generado se fue diluyendo, comenzando el intercambio de datos entre los insólitos amigos, que caminaban hasta esa parte del puerto en donde amarran los cruceros.
Una de las indicaciones del psicólogo Felices era la de que no repitiera en demasía y que cada día u hora cambiase de personajes.
Después de pasar una buena mañana, se fue acercando la hora del almuerzo. Se despidió de su nuevo amigo, para dirigirse después hacia una casa de comidas de precios económicos. Allí, en el restaurante, repitió la misma representación realizada durante la mañana. Se acercó a una mesa en donde comía un hombre de ascendencia marroquí, MUSTAFÁ Civantos, “le importaría que compartiéramos mesa, amigo” El interpelado dudó con manifiesta extrañeza, pues pensaba que tal el hombre que le hablaba fuera “maricón”. De inmediato Ovidio le narró la historia del psicólogo. El musulmán aceptó a “regañadientes, pero durante todo el resto del almuerzo lo miraba de reojo, con abierta desconfianza “no fuera a propasarse”. Al final, cada uno pagó su cuenta, se saludaron y adiós. Mustafá se sintió muy liberado al alejarse de aquel dudoso sujeto.
Por la tarde, tras la siesta, Ovidio paseaba por la zona monumental de Alcazabilla, acercándose a un hombre que miraba la cartelera de las películas proyectadas durante esa semana, en el cine Albéniz. El aficionado al cine, se llamaba FERRÁN Mariana y era un turista catalán. “Le agradaría ver esa película que mira en el expositor junto a mí. Estoy solo, compréndalo. No me gustaría tener que ir sin compañía al cine”. El cada vez más asombrado turista (que padecía de un tic en el ojo izquierdo, que le hacía pestañear de continuo), dudando acerca de las verdaderas pretensiones del misterioso personaje que le había “abordado”, temiendo que fuera un “ratero” o una persona de objetivos “sexuales” hacía él. De forma súbita, prácticamente a media carrera, dio una acelerada “jopá” controlando bien la cartera de su bolsillo y poniendo abundante tierra de por medio.
El fracaso con el turista no amilanó a Ovidio, Sentía la necesidad de tomar un café. Tras nuevos fracasos, por desconfianza manifiesta, tuvo el acierto de invitar a un juglar callejero. Un joven italiano, con limitada limpieza en su ropaje y en su organismo, una especie de hippy llamado SALVIANO Vivanco, que tocaba la guitarra, disponiendo un platillo para las propinas delante de su improvisado escenario. Estaba situado entre dos palmeras y algo de césped, frente a la Alcazaba y el Teatro Romano. Encantado de la generosidad del extraño paseante, pudo ºmerendar como dios manda, gracias al monedero del extraño “benefactor” (este hombre debe ser un religioso sin hábito, que cada tarde sale a realizar una buena acción. A ver si mañana vuelve. Igual quiere impartirme doctrina).
Y ya para la cena, Ovidio decidió invitar a doña MARIANA, viuda de don Leopoldo San Antonio, antiguo factor en la aduana del Puerto malacitano. La veterana señora, aún de buen ver, nerviosa y adulada, agradecía hecha un manojo de nervios el gesto del vecino del 3º A “Mire, don Ovidio, yo a mi edad no quiero nada del corazón, pues la época del goce ya la tuve con mi difunto Leo. Aunque me extraña que, después de los 15 años en que se me fue mi querido Leo, nunca me haya hecho requiebro alguno por su parte. De todas formas, yo preparo y subo la ensalada y Vd. se encarga del café con leche.
Después de este intenso primer día de experiencia, los resultados habían resultado, en general, positivos. El viernes narró al psicólogo Hernán Felices el recorrido de ese martes, en el que se había entregado a un duro proceso de socialización. El facultativo se mostró muy satisfecho de la labor aplicada a la terapia que le había impuesto, con unos resultados netamente esperanzadores. “Para el lunes próximo te voy a poner otra tarea que, a buen seguro, la llevarás a cabo con voluntad y entrega. Vas a elegir un salón parroquial, presentándote al sacristán de la iglesia y le dices abiertamente que deseas hacer amigos. No me cabe la menor duda de que te prestará la ayuda necesaria”.
Dicho y hecho. El lunes por la tarde, Ovidio acudió a la iglesia de Stella Maris, encontrándose en la puerta del templo con el hermano carmelita JULIÁN. Le explicó al solícito fraile a grandes rasgos los problemas de soledad que le aquejaban y su firme intención de hacer amigos. El hermano carmelita, sonriendo, le rogó que lo acompañara y ambos se dirigieron hacia la zona trastera de la sacristía, dedicado a salón parroquial. “Os presento a un nuevo hermano, llamado Ovidio, que desea compartir su amistad con todos vosotros”. De inmediato, el antiguo transportista se vio rodeado por decenas de rostros, de manos e incluso abrazos, no faltando algún que otro beso. Las numerosas preguntas que le hacían se veían mezcladas por otros tantos nombres de presentación, que difícilmente podía memorizar y apenas lo dejaban “respirar”. Después de hora y media, en esta estresante dinámica, volvió a su domicilio sintiéndose exhausto, abrumado e intensamente cansado.
En un par de días, volvió a la consulta de Hernán Felices (60 euros por sesión) a quien expuso su experiencia en la clerecía carmelita del lunes, con todo lujo de detalles. Tras escucharle y felicitarle. el sagaz facultativo de la mente y los comportamientos le planteó una nueva aventura, que debería llevar a cabo en el inminente fin de semana. “Ahora vas a elegir una peña recreativa, en donde te presentarás indicando tu noble deseo de participar en sus actividades, informándote detalladamente de las condiciones de asociación. Esta actividad la trabajas el sábado y el domingo y ya el lunes nos volvemos a ver”.
Siempre obediente a las indicaciones de su galeno, acudió a una peña que de la que había oído hablar, ubicada en el barrio de la Trinidad, y cuyo nombre era LA PANDERETA. El domingo cambió de lugar y se dirigió al barrio del Perchel, para visitar otra peña llamada LA PALANGANA. En ambos centros recreativos, el ambiente que se encontró era bastante similar. Abundante público, generalmente de mediana y avanzada edad, desconcertándole el ruido ensordecedor que reinaba en las dos espaciosas salas. Los altavoces conectados a los bafles correspondientes estaban modulados a un muy elevado volumen. Música flamenca tradicional, canciones y pasodobles de las más famosas tonadilleras, con focos de luces móviles que deslumbraban por la intensidad de las luces de colores, animando a que la gente presente se echara algunos bailes. Había también parte de asociados jugando a los naipes, otros al dominó y la gran mayoría con los tableros, dados y fichas del parchís, el juego de la Oca y el universal pasatiempo de los tres en raya. Muchas tazas de café con leche poblaban las mesas y como bebida principal consumida destacaban las cervezas y algunos vinos, clarete y tinto.
En medio de aquella “marabunta” por los altavoces se anunciaba el juego de la silla, cuyo ganador recibiría una morcilla de Ronda, que algún asociado había cedido para los juegos. Al “desesperado” Oviedo también le hicieron participar en el juego del karaoke, pasando el hombre una gran vergüenza, ya que él no había cantado en su vida. Pero ni por esas, tuvo que cantar el Yo Soy Aquél de Raphael, cuando las risas y el general “choteo” llegaba hasta la calle.
Tanto ese sábado, como el domingo, cuando llegó a su casa, en el barrio del Molinillo, con la cabeza que le daba dolorosos “tumbos, hubo de tomarse sendos paracetamoles, echándose en la cama casi sin cenar. Estaba temiendo que las experiencias del psicólogo acabaran llevándolo al hospital.
El lunes por la tarde, de nuevo acudió a la consulta del psicólogo, narrándole las “aventuras” del fin de semana, siendo felicitado por el facultativo, quien le prescribió nuevas “actividades”. “A partir de mañana, vas a acudir a la sede de algunas cofradías de la Semana Santa. Te recomiendo, entre otras, la Expiración, la Esperanza o el Rocío u otras que tú consideres. Una vez visitadas, elige una de ellas y te inscribes como hermano. En estas cofradías vas a tener la oportunidad de conocer a mucha gente”.
“Pero son Hernán, que yo no soy católico practicante. Aunque me bautizaron e hice la 1ª Comunión, me casé por el juzgado”.
“¡No importa, alma de dios! Lo importante es la acción social que vas a desarrollar en estas sociedades o agrupaciones, que poseen un gran predicamento en la vida ciudadana. Conocerás a muchas personas, como lo hiciste cuando estuviste en las peñas recreativas. Así te sentirás menos solo y realizado.
Ese martes Ovidio, con la diciplina habitual acudió a la sede de la cofradía de la Virgen del Rocío, en calle Victoria. Nada más entrar en la sede, escuchó unas voces corales: estaban ensayando unos cantos rocieros para la futura etapa de romerías, con destino a la localidad de Almonte. Fue recibido con gran fraternidad y amistad, por el vocal de cantos rocieros, AVELINO Lapiedra, quien, ni corto ni perezoso lo integró en el grupo coral “tú sigue la línea tonal y aquí tienes una hojita con el texto que estamos practicando”. Cuando Ovidio comenzó a cantar, a viva voz, la oración a la Virgen, el divertido cachondeo de quienes le escuchaban fue de alto nivel, porque tampoco el cante era una cualidad puntual en el antiguo transportista de paquetería.
Esa misma noche, después del sofoco padecido en la sede rociera, estuvo serenamente reflexionando acerca de la terapia impuesta por el prestigioso psicólogo de los sesenta euros la sesión. Llegaba a la conclusión de que todos estos movimientos que había tenido que ir desarrollando en las dos últimas semanas lo habían dejado bien acompañado y notablemente agotado y “abrumado”. No sólo en el aspecto físico, sino sobre todo en el ámbito anímico-mental. Por supuesto que también el gasto en todas esas sesiones terapéuticas lo iban notado sustancialmente en sus bolsillos. La verdadera realidad es que había conocido a excesivas personas en un relativamente corto periodo de tiempo. Y ese cambio tan trascendental y rápido, en la sencillez de su vida, no lo hacía sentirse más feliz que antes.
A consecuencia de estos pensamientos, en la mañana del miércoles había tomado una firme decisión. No volvería a la confradía de los cantos rocieros, sino que por el contrario salió a la calle con la intención de cortar con la dinámica en la que se sentía atrapado, con la enorme y “folklórica parafernalia” que había tenido que soportar, en las peñas, en las sacristías y cofradías. Se desplazó directamente a una tienda de artículos deportivos, Deportes Zulaica, y pidió hablar con el encargado de este popular comercio de calle Calderería.
“Gracias por atenderme y aconsejarme. Mi intención es comprar una caña de pescar, cuyo manejo y funcionamiento no sea muy complejo. Nunca he practicado la pesca, pero admiro la paz que transmiten aquellos que pacientemente practican esta actividad, esperando pacientemente en la orilla de las playas o en alguna zona al borde del mar”.
El propietario del establecimiento encargó a un joven dependiente que ayudara, sin reparar en tiempo, a este veterano cliente, explicándole las nociones básicas para llevar a cabo el arte de la pesca con caña. Incluso le vendieron un par de cajas, con los cebos más adecuados para tener éxito en esta tranquila y plácida actividad con los tesoros del mar.
LA TERAPIA CONTRA
LA SOLEDAD EN OVIDIO
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
Viernes 26 julio 2024
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