jueves, 1 de agosto de 2024

GLORIA Y TIERRA

Es una ley que, por más que repetida, los humanos somos tozudos en no querer aprender ni aplicar. Y no es complicada su comprensión, ni difícil su adaptación a la realidad individual de cada persona. Pero son muchos a quienes les agrada vivir de espaldas a esa evidencia, lo que en su largo caminar les genera decepciones, frustraciones y sentimientos dolorosos. Definamos, al fin, esa ley para los humanos desde una forma metafórica:  después de mucho “subir”, lo más probable es que hay que “bajar”. En la juventud nos mantenemos erguidos, pero al tiempo nos alcanza la madurez y después la decadencia, que algunos denominan vejez. Entonces esa verticalidad ósea se ha tornado en una curva, cada vez más pronunciada, a lo largo de nuestra columna vertebral.  A los tiempos de arrogante soberbia, siguen las horas amargas de la inevitable humildad. A partir de estas digresiones, abordemos de plano la narración de nuestra próxima historia.

GERMÁN Gonzaga Llerena, desde su infancia siempre aficionado a los libros y al disfrute de la cultura, había finalizado su grado o licenciatura de Historia, en la facultad de Filosofía y Letras malacitana. Tras ese trascendental período en su vida, que fue su paso por el Campus de Teatinos de la UMA, con 23 años se enfrentaba a la dura realidad de unas opciones laborales que no eran muy numerosas. Tenía novia desde hacía unos años y su lógico deseo era poder formar una familia. VERÓNICA, su pareja, gozaba de trabajo “estable” en una gran cadena comercial de establecimientos dedicados a los productos para el cuidado corporal de la belleza. Germán, con el incentivo de convivir con la persona que amaba, quería y necesitaba, recorrió prácticamente la totalidad de centros educativos de titularidad privada de la capital y también muchos del área provincial. En la mayoría de estas empresas dedicadas a la educación, recibía buenas palabras, aceptación de su currículo y esa promesa amable de que “estudiarían “ su opción, para cuando hubiese alguna vacante en la plantilla de profesores o maestros.

Contactó con algunos compañeros amigos de la facultad, que llevaban tiempo preparando oposiciones. Le explicaron que el camino a recorrer era bastante duro y sacrificado. En las convocatorias anuales para la especialidad de Historia, no se ofertaban muchas plazas y en las mismas tenían clara ventaja aquéllos que ya estaban “en las listas” de profesores interinos, habiendo hecho sustituciones de compañeros titulares más o menos largas en el tiempo.

También sopesó la posibilidad de optar por alguna plaza de auxiliar de archivos y bibliotecas públicas o privadas, pero también aquí la situación era bastante “cerrada”, pues apenas había “huecos” y los concursos de méritos para la contratación eran en sumo espaciados y cerrados en ocasiones o preferentes para la promoción interna.

Así que, después de pasar meses dando vaivenes, siempre con resultados desalentadores, Vero le hizo esa sugerencia, que ya la había escuchado en boca de sus padres. “¿No has pensados en buscar “algo” aunque sea de forma provisional, en sectores ajenos a la enseñanza o vinculados con tu especialidad?” Germán tampoco era ajeno de que su expediente era más bien “normalito”, por lo que sus posibilidades de intentar quedarse en algún departamento de la facultad de letras eran también bastante improbables o remotas.

Las hojas del almanaque iban cayendo y esa anhelada boda se iba retrasando por razones obvias, siempre de naturaleza económica. Así que una mañana se levantó dispuesto a romper con esa desesperante inercia. Tras el desayuno, se echó a la calle dispuesto a poner en práctica lo que había estado “barruntando” en una noche de intermitentes insomnios. Como se veía con buen porte y fluida capacidad de palabra, intentó probar suerte en el ámbito comercial. A este fin, eligió el sector de grandes almacenes, en el que pensaba le sería más fácil luchar por un puesto de trabajo, dada la variedad y versatilidad de las ventas. Reflexionaba, con fundamento, que su novia Verónica, con un módulo de auxiliar administrativo en FP, había encontrado un “prometedor” acomodo laboral en esa prestigiosa cadena de establecimientos para el cuidado estético del cuerpo.

Hipermercados, supermercados, grandes almacenes, librerías, centros culturales, espectáculos de cualquier índole, oficinas, gestorías, etc. recibieron en un par de días los currículos de Germán, quien también iba “matando” el tiempo” perfeccionando el inglés, aunque probaba igual suerte con el alemán, idioma muy prometedor para los tiempos actuales.

En ocasiones la suerte se muestra generosa. Un día venturoso de septiembre, ya avanzando hacia los 26 años, recibió una llamada telefónica procedente del departamento de recursos humanos de unos muy conocidos y prestigiosos grandes almacenes, con sede en casi todas las provincias españolas y en algunas localidades de notable densidad poblacional. Y en esa esperanzadora entrevista, fue la primera vez que conoció a un personaje al que nunca iba a poder olvidar: don LEÓNIDAS Callejón Fonseca (53) “temible” jefe de personal de los afamados almacenes. De porte “teatralmente” elegante, con ese medio siglo de vida muy bien llevado, cabello primorosamente teñido y peinado con un marrón suave que le rejuvenecía, incisivos ojos azules, barbilla o mentón pronunciado, traje gris cortado y hecho a medida, camisa bordada blanca, portando en lugar de la cotidiana corbata una coqueta pajarita en el cuello, dándole un porte de cualificada intelectualidad, como si perteneciera al cuerpo diplomático. Calzaba unos bien lustrados zapatos negros tipo charol (con alzas evidentes, que incrementaban en unos cm la figura de la principal autoridad laboral). Excesivamente gesticulante en sus manos, que estaban primorosamente cuidadas por una experta manicura, parecía un “trilero” de alta cualificación. Expresión permanente de carácter imperativo, que reflejaba e imponía unas formas arrogantes y soberbias de carácter que en modo alguno trataba o recataba de disimular.

Más que una entrevista de carácter laboral, aquellos 25 m. de contacto tuvieron el carácter de un interrogatorio. Sólo faltaba el foco policial de intensa luz blanca, que vemos en las pantallas de cine clásico. El escénico ambiente generaba una acción despectiva del superior, humillando sin misericordia ni cortapisas al pobre solicitante de un puesto laboral para trabajar en la “gran marca”.

48 horas después, Germán recibió una comunicación electrónica en la que se le comunicaba que iba a ocupar una plaza de sustitución temporal por embarazo de una dependienta en el departamento de librería, dado su currículo al efecto. El contrato quedaba fijado en tres meses prorrogables. Plenamente feliz por la positiva comunicación, fue muy puntual el lunes siguiente, a las 8 en punto de la mañana, en las dependencias del gran centro comercial., Allí recibió las indicaciones básicas, proporcionadas por el compañero Julián, de manera especial acerca del sistema de cobro informático y el uso de las tarjetas del centro. Rodeado de libros, su felicidad era manifiesta. Desde el primer momento se dispuso a ordenar volúmenes en sus estantes correspondientes, aclarando las dudas que planteaban los clientes, consultando determinadas obras en las páginas web de las diferentes editoriales y encargándose de gestionar las peticiones de los libros que no estaban disponibles en el stock bibliográfico de su departamento.

Cada día, en horas variadas, aparecía la temida figura “majestuosa, imperativa y ejecutiva” de don Leónidas, que fiscalizaba los más pequeños detalles y asuntos. Cuando el jefe de personal observaba algún posible fallo en su opinión, la bronca era “sonada”. En realidad, cuando don Leónidas pasaba por delante de los dependientes, éstos prácticamente “se cuadraban” como si pasara un teniente general del ejército, revistando a sus disciplinadas tropas. Sólo les faltaba hacer patente el saludo castrense, ante el superior que tiene el mando de la tropa.  

Germán siempre cuidaba de ir bien enchaquetado y con corbata “por lo que pudiera pasar”. En este punto un día y de forma inesperada don Leónidas se dirigió a él con la displicencia que le caracterizaba.

“Mire Vd. Gonzaga, vaya con presteza al departamento de ropa masculina y pida que le presten una corbata como dios manda, pues con la que se ha opuesto va haciendo el ridículo, mostrando el mal gusto en la elección. No olvide que, en modo alguno, puede degradar el prestigio de la marca para la que trabaja y le paga el sueldo mensual”.

Se sintió muy “pequeñito” ante la grandeza de quien le hablaba u ordenaba. No se le pasó por la mente hacer objeción alguna, porque el sentido imperativo del Sr, Callejón Fonseca era de tal calibre que daba miedo fijar la mirada en sus ojos azulados y saltones, por lo que pudiera pasar. Él era un pobre empleado, eventual. Tocaba callar y obedecer. Tras la descortés reprimenda, Leónidas se giró y “taconeando” en el parquet beige del suelo, a modo de un oficial de la SS germana, abandonó la sección de librería.

En una nueva y desagradable ocasión, otro comportamiento “amable” del jefe de personal: “Gonzaga, tome una bayeta y limpie el bloque de manuales del premio Planeta del escaparate. Algunos “lucen” el polvo del descuido. Esos penosos detalles de suciedad no hablan de su interés por ofertar productos limpios y bien presentados”.

En todas estas ocasiones, Germán (y también el resto de los empleados) sólo acertaban a decir “sí, señor, don Leónidas. De inmediato reparo este error”. Al menos, Germán tuvo la satisfacción de ver renovado su contrato, ahora por un período de seis meses, ya que las bajas en estos centros comerciales de numerosos dependientes son muy frecuentes. Y así, el titulado en Historia fue sumando meses, hasta llegar al primer año y medio de comercial. Ello le fue facilitando que se animase a ir buscando un buen alquiler, para celebrar, en su momento, la boda con su amada Leonor. Decidieron emparejar sus vidas, antes de pasar por vicarías y registros civiles.

Pero cierto día, por cierto bien nublado en la meteorología, una mañana de septiembre, Germán, a punto de cumplir los veintisiete y ya viviendo en pareja con Verónica en un piso alquilado en el antiguo Camino de Antequera, zona Puerto de la Torre, estaba ordenando una mesa de ofertas, con obras biográficas de ilustres personajes símbolos de su tiempop. Escuchó una voz detrás suya, que reconoció de inmediato, con el consiguiente y habitual aceleramiento cardiaco cuando tenía cerca al Sr. Callejón Fonseca. “Gonzaga, pase por mi despacho a las 11 en punto. Tengo que hablar con Vd.”

Cuando Germán entró, tras pedir el subsiguiente permiso, en el despacho correspondiente al jefe de personal, don Leónidas estaba sentado detrás de su mesa. No hizo ademán alguno de levantarse ni de ofrecerle el saludo de mano. Tampoco había silla delante de la mesa del jefe, por lo que el empleado tuvo que permanecer de pie.

“Tengo que comunicarle que, a partir de mañana, va a dejar de prestar servicio en la sección de librería, por necesidades de servicio. Mariola puede llevarlo perfectamente sola. Vd. va a pasar, a partir de mañana miércoles, a la sección de bebés.”

En esta ocasión, Germán no pudo mantenerse más en silencio o responderle con el habitual “Sí señor, don Leónidas, lo que Vd. mande”. Se sentía profundamente indignado de que se le apartarse de un departamento que, por su formación académica, era el más idóneo para prestar un adecuado servicio.

“Perdone, don Leónidas. Llevo casi tres años prestando, en mi opinión, un buen servicio en el departamento de librería, que concuerda perfectamente con mi formación. Los clientes creo que salen satisfechos cuando se les atiende en sus peticiones. Comprenda que yo de ropa infantil y de bebé no entiendo casi nada. De hecho, aún no tengo descendencia en la unión que mantengo con mi pareja. Le rogaría que me mantuviera en la sección de librería”.

Los azulados y saltones ojos del jefe de personal se transformaron cromáticamente en rojos de furia. La palomita, hoy violácea, se le soltó, dado el nivel de adrenalina que le subía por el rostro.

“¡Cómo se atreve a discutir la orden de un superior! ¡Es Vd. un joven irresponsable! ¡Mañana lo quiero ver en infantil y si le escucho la más mínima objeción, ahí tiene la puerta de la calle!”

“Sólo le he rogado que reconsiderara su decisión” “Vd. no es nadie para indicarme lo que yo tengo que reconsiderar. Es Vd. un dependiente insolente” (El jefe de personal no hablaba, gritaba a cara destemplada).

En esta tesitura, Germán no pudo aguantar más. “Pues, buenas tardes, Sr. jefe de personal. Quédese con su empleo y con sus muy desafortunados e impropios modales”. De esta valiente y digna forma, dio media vuelta y abandonó el despacho del arrogante y autoritario Leónidas, Callejón Fonseca. Sólo escuchó unas voces estentóreas de ¡Está Vd. despedido!

 

Han pasado los años, algo más de tres lustros. Germán Gonzaga en la actualidad imparte clase para alumnos adultos, en un centro de actividades múltiples, dependiente del Ayuntamiento malacitano, adscrito al departamento de cultura. También colabora en la organización de eventos y ciclos culturales, en la red de bibliotecas públicas de la ciudad. Con 43 años entiende que aún es joven para seguir emprendiendo objetivos que concuerden con su amor a la cultura y su socialización entre la ciudadanía. Vive sólo, pues hace años Verónica y él comprendieron que en su relación había más de amistad, que de vínculo matrimonial. Mantiene buenas amistades e incluso relaciones temporales de convivencia, pero sin someterse a las “ataduras” de una unión estable o prolongada.

Un lunes de julio, Germán viajaba en el bus municipal nº 11, camino de la barriada de El Palo, cuando iba a vivir una inesperada e inolvidable experiencia. En la parada de la Alameda sur, recogiendo a un número elevado de viajeros (eran las 10.15) observó que el último en subir, al gran bus articulado, era un anciano, caminando con manifiesta lentitud, que ofrecía evidentes muestras de decrepitud en su organismo. El interior del vehículo iba bien densificado de viajeros. Los asientos para personas con alguna discapacidad o de edad avanzada estaban ya ocupados. Entonces Germán, que iba sentado desde Teatinos en donde residía, se levantó para cederle su asiento. Cuando el anciano bastante encorvado levantó su cabeza, para agradecerle el gesto, el gestor cultural y maestro tuvo alguna dificultad para reconocer en aquella persona muy castigada por el paso del tiempo a quien menos podía imaginar: ¡Leónidas Callejón!

Su aspecto era verdaderamente lamentable, tanto en su modesta vestimenta como en la apariencia física: se había dejado una poblada barba blanca, sufriendo al tiempo una avanzada calvicie. Las bolsas debajo de sus ojos eran muy pronunciadas. Su mirada era triste y no podía evitar el temblor en ambas manos. Germán evitó mirarlo con fijeza, temiendo que lo reconociera y así no producirle el sufrimiento del bochorno en su lamentable decrepitud. Casi dieciséis años habían pasado por aquel erguido, arrogante, engreído, presumido, altanero y temido jefe de personal. Ahora era un anciano hundido en las “miserias” físicas  de la avanzada edad. Hace años, su presencia generaba miedo. Ahora, sólo inspiraba lástima.

Llegando a la parada de la barriada de Pedregalejo, Germán tenía que apearse, a fin de resolver unos asuntos culturales en la junta de distrito municipal. Cuando se dirigía hacía una de las puertas de salida, pasó al lado del anciano “don Leónidas”. Este anciano viajero, levantó bien la cabeza y con un rostro profundamente entristecido miró al flamante funcionario municipal. Entonces Germán escuchó su voz, muy diferente de la intensa e imperativa acústica que en otros tiempos esa persona solía utilizar: “GRACIAS, GERMÁN”. Hizo como si no lo hubiera escuchado, bajándose del vehículo. Pero ya desde la acera, se sintió impulsado a volver la cabeza, observando que don Leónidas lo miraba con fijeza. Se volvió de nuevo hacia la dirección de la acera a recorrer, caminando pensativo acerca de la dura experiencia que acababa de vivir.

En distintos momentos de ese y otros días, Germán reflexionó acerca de cómo el discurrir del tiempo y el destino se encargan de “bajar” a muchas personas, del “Paraíso” a la Tierra, de la Gloria a infeliz realidad. Tras nuestro injusto comportamiento, henchido de soberbia, arrogancia, injusticia, desprecio y humillación hacia los demás, llega una etapa “justiciera” que te obliga a pagar esa estúpida maldad que has aplicado en tiempos limitados de “vacas gordas”. Leónidas Callejón lo era “todo”. Pero ahora su presencia solo generaba el sentimiento de una profunda lástima. –

 

GLORIA Y TIERRA

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 02 agosto 2024

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