jueves, 18 de julio de 2024

ENTRE EL ROQUEDO, LA ARENA Y EL MAR

Como en casi todas las actividades que emprendemos en el curso de los días, el factor escénico y el complemento acústico son elementos muy importantes para sustentar y facilitar el buen fin de los objetivos propuestos. Resulta frecuente y necesario tener que cambiar periódicamente de “localización” ya que la que habitualmente utilizamos deja de inspirarnos o ayudarnos en la tarea que estamos desarrollando. Sirvan de base estas líneas introductorias, para comenzar el relato de esta nuestra nueva historia semanal.

MÁXIMO Aliaga, 46, ejercía la maravillosa e imaginativa profesión de escritor. Era un profesional de las letras, de reconocido prestigio, que habiendo cursado los estudios universitarios de Filología hispánica y trabajado como docente de Lengua y Literatura en un colegio privado de confesionalidad religiosa, centro ubicado en la barriada malacitana de El Palo, decidió un día (tras una fase reflexiva previa) abandonar la tiza y el encerado. Consideraba más consecuente con sus ideas, ceder su puesto de profesor a otros compañeros con más vocación para la enseñanza de adolescentes. A partir de ese crucial momento, iba a centrar sus esfuerzos para dedicarse a lo que más le gustaba y realizaba: escribir historias para la distracción reflexiva de los amantes de la lectura.

En este paso trascendental que se disponía a afrontar, también influyó otro cambio fundamental en la intimidad de su conciencia: decirle a MARIEMMA, su pareja de casi una década, que debía seguir los impulsos de su corazón, continuando su caminar por la vida con ese amor “juvenil” llamado Pelayo, que había encontrado en sus clases de yoga y pilates, desarrolladas en el polideportivo municipal. La ruptura del enlace fue rápida y en extremo civilizada. El pequeño apartamento que compartían en la zona del Parque litoral de Málaga lo vendieron “a buen precio”, repartiéndose la cantidad acordada con el comprador como bienes gananciales.

Para su nueva residencia, Máximo buscaba un habitáculo próximo al mar, pero lejos del bullicio de las densificadas zonas urbanas, condicionadas por el turismo o la centralidad. Tuvo la suerte de cara, al encontrarlo en una tarde iluminada por la oportunidad: se trataba de una antigua casita “mata” de pescadores, que “exigía” unas básicas reformas (aseos, cocina y esa romántica cubierta de toscas tejas antiguas, un tanto “desdentadas”. La vivienda en cuestión estaba encastrada en un arenoso roquedo terminal de la Penibética costera, entre las playas de la Araña y Playa Virginia. Carecía de edificio alguno a su alrededor, pero a no mucha distancia podían encontrarse diversas viviendas diseminadas (probablemente consecuencia de la “autoconstrucción”) y un muy útil supermercado instalado en un área urbanizada, para resolver las necesidades de la subsistencia.

Contrató una buena línea de Internet y adquirió un nuevo mobiliario básico de austera madera de pino. Como en broma o gesto simbólico, puso un rótulo junto a la recia puerta de entrada, en donde se leía VILLA FICCIÓN. Y de esa sencilla manera, el imaginativo escritor desarrollaba su nueva vida, alejado del tumulto acústico de lo urbano, pero con la gratitud salina y ritual del oleaje y arenal marino. Pero había que subsistir, por lo que además de dedicar largas horas al teclado de la creatividad literaria, se buscó un cómodo trabajo, impartiendo algunos cursos de técnica de composición escrita en centros educativos y sociales, subvencionados por la concejalía de cultura municipal de Rincón de la Victoria, con un interesante aporte económico que sumaba a los ingresos por la venta de sus publicaciones (dos colecciones de cuentos, de buena aceptación comercial en las librerías). Su inmediato objetivo estaba centrado en la elaboración de una primera novela, tarea que obviamente era un propósito de notable complejidad.  

Las horas que integraban el día, para este profesional de las letras, eran bastante repetitivas en el discurrir del calendario. Se levantaba bastante temprano y, tras el aseo y el desayuno, llegaba el tiempo de ponerse a escribir con ese “compañero inseparable” que era su portátil MAC. Palabra a palabra, idea tras idea, se iba conformando ese cuerpo narrativo que, de una u otra forma, enlazaba la ficción imaginativa con el fundamento de la realidad circundante, vivida o conocida a través del poderoso cuerpo mediático que nutre nuestro conocimiento. Máximo intercalaba en su sugestiva tarea los necesarios descansos, a fin de mantener “fresca” la creatividad de su potencialidad imaginativa. También por las mañanas sacaba tiempo para organizar un poco su nuevo hogar. Dedicaba un día a la semana, generalmente los miércoles, para desplazarse al súper próximo o incluso para visitar el mercado de El Palo, a fin de comprar el necesario sustento para la semana. Le gustaba también dedicar esos minutos imprescindibles para lo culinario, en su pequeña pero acogedora cocina, aunque había días en los que después del mediodía visitaba un grato “chiringuito” playero, reconvertido en un tosco restaurante, denominado EL TIMONEL. En este campechano ambiente, Palmiro, su dueño, junto a su mujer Candelaria, le ofrecían esa saludable comida casera caliente, que tonificaba su cuerpo, menú en el que nunca faltaban los frutos del mar, normalmente recién pescado en la noche anterior: “la medicina divina”, como la llamaba, con esa marinera llaneza, el buen y amistoso restaurador.

Por las tardes, después de un necesario descanso, Máximo dedicaba un buen rato a la creatividad de las palabras, ya fuese utilizando el teclado o usando ese bolígrafo BIC de “toda la vida” para dar realismo a sus personajes, sobre las páginas de su bloc cuadriculado con tapas celestes, como la celestial agua del mar. Cuando iba llegando el dorado o anaranjado atardecer, disfrutaba con uno de sus grandes placeres: dar un largo paseo por la orilla del mar, por donde rompen las olas, para escuchar el rítmico sonido del agua y gratificarse con el aroma salino de la marisma. Era también el momento propicio para soñar despierto, con esos rayos solemnes de color áureo que nos envía y regala el gran astro solar, a modo de dones providenciales, cuando se dispone a iniciar su postrer viaje diario por otras regiones de nuestro planeta. Ese pasear pisando descalzo la fina arena lo hacía disfrutar como un niño pequeño, incitándole a jugar con la espuma inmaculada y sedante que las sosegadas aguas mediterráneas saben cómo deleitar y acariciar. Agua dulce para el ánimo y salada para la epidermis, con el encanto aromático de los jazmines y los azahares que llegaba ayudado por la brisa, desde alguna generosidad vecinal.

El joven “mago” de las historias caminaba ensimismado en sus pensamientos, dudas y creatividades, haciendo nacer a esos personajes dibujados en su mente y que, de manera paulatina, iban tomando vida para el amor, el azar, la aventura, la ilusión la incertidumbre y la esperanza. En un instante concreto, se había detenido para otear la línea del horizonte, cuando percibió que alguien caminaba sobre la arena, cerca de su persona.

Se trataba de una joven de cuerpo delgado, cabello liso y ojos entre grises y celestes, que vestía una deportiva camiseta blanca y unos pantalones bermudas de color azul marino. Portaba en su mano derecha unas sandalias de color beige. Ofrecía un rostro agradable de marcada inocencia, que a Máximo le pareció angelical. También como él, paseaba descalza por la orilla de esa playa de suave arena y no muy frecuentada a esas horas avanzadas de la tarde. Al caminar en paralelo, intercambiaron un amable saludo y por allí siguieron deambulando y dejando pisadas dibujadas en la receptividad de la arena. Volvieron a encontrarse en días sucesivos, pues parece que ambos apetecían pasear durante esas horas en que el sol se va despidiendo, sin molestar por el nivel térmico de sus rayos sobre la piel. En uno de esos reencuentros, Máximo percibió que la chica buscaba algo en la “inmensidad” de la arena, con la suerte de pisar algo metálico y brillante. Era una pequeña esclava que parecía de oro, en la que por fortuna nadie había reparado hasta ese momento. El escritor entendió que esa cadenilla era lo que parecía estar buscando con bastante paciencia su “anónima” compañera de paseos.

CLAMIA, ese era su nombre, le dio repetidamente las gracias por la suerte de recibir un objeto personal perdido entre millones de granos de arena. Con una limpia espontaneidad le explicó el motivo de esa difícil búsqueda. Su espontanea locuacidad sorprendió y agradó mucho a Máximo.

“No sabe cuánto se lo agradezco. Anoche me di cuenta de que había perdido esta cadenilla en mis paseos por las tardes de playa. La búsqueda era tarea casi imposible, como buscar una aguja en un pajar, pero he tenido la gran suerte de que Vd. la encontrara. Es un entrañable recuerdo de mi difunta madre ARIANA, que me la regaló al cumplir 18 años y desde entonces la llevo en mi muñeca derecha. Me recuerda a mi madre, a la que perdí hace ya nueve años. Ahora ya sumo 31 y cuido de mi padre PAULO que es pescador”.

De inmediato, Máximo le rogó que no le hablara de Vd., pues lo hacía sentirse mayor de lo que marcaba su calendario. A través de esa amistad recién nacida fue conociendo sencillos aspectos de la vida de aquella joven y estimulante amiga, que el destino había puesto en su camino. Conoció que esta modesta y pequeña familia vivía de lo que el padre pescaba durante las horas del pronto amanecer y de los dulces que la chica sabía elaborar y que llevaba para venderlos a los chiringuitos de la zona. Parece que esos pasteles tenían una gran aceptación entre los comensales que acudían a estos merenderos, especialmente durante los fines de semana, para completar los postres de sus gratos menús.

“Cada tarde me gusta darme un buen paseo a la puesta del sol, cuando menos calor hace. Aprovecho para enviar cariñosas palabras a mi madre, deseando que se sienta alegre allí en donde quiera que esté”.  

Máximo quedó maravillado con la suerte que el destino había querido depararle. Conocer a esta joven persona, con su sencillez, convicción y generosa expresividad era todo un tesoro que había que saber cuidar y conservar. Clamia tenía su domicilio a no mucha distancia del lugar en donde se encontraron aquella primera tarde, a un kilómetro, poco más, de la Ficción, la casita del escritor. Esa diferencia de edad que les separaba, unos quince años, era todo un acicate para intercambiar la experiencia con el vitalismo y “frescura” juvenil de una chica arraigada en la preciosa naturaleza marinera. Una mezcla de excelentes resultados para la creación onírica de la ilusión: la de un creativo escritor de historias, con la hija huérfana de un noble y recio pescador. ¿Cuánto podría enseñar uno al otro? La rica potencialidad de la palabra y la experiencia, con la sencillez transparente y la naturalidad de una joven vida vinculada a ese compañero inmenso de la naturaleza, como es el mar.

Clamia apenas había estudiado los cursos de primaria. Máximo era un avezado “ingeniero” de las palabras, que encontraba en su jovial interlocutora de cada tarde esa sencillez, naturalidad, espontaneidad, ocurrencia y amistad, valores infinitos para poder compensar el lastre de la rutina y el desencanto de un emparejamiento fallido. La hija de Paulo pronto comenzó a enseñarle al “maestro de las letras” el sonido mágico y solemne de cuando se escucha a través de la caracola, los divertidos dibujos que se pueden trazar en la húmeda arena playera, la armonía rítmica de las olas al romper en el rebalaje y también los cambios del tiempo, por ese cómplice juego entre las nubes, el sol y la fuerza del viento.

Una tarde Clamia no apareció sola durante ese su paseo por la playa. Venía acompañada por un “viejo lobo de la mar”, su padre PAULO, quien deseaba conocer al “estudioso” del que tan bien le había hablado su hija. Hombre de piel bien curtida por el trabajo en el mar, bajo el intenso sol o el frío caprichoso de los tiempos cambiantes. Los dos hombres se saludaron con cordialidad, bajo la sonrisa pícara, juguetona y divertida de Clamia. En poco tiempo, el diestro escritor se transformó en un alumno aventajado que escuchaba embelesado los secretos y habilidades que el rudo pescador le confiaba para “negociar” con el mar. La pesca era el oficio de este buen hombre, que había hecho su carrera no en los claustros universitarios, sino en el diario esfuerzo de salir con su querida y vieja barcaza, TITANIA, para “recoger” los frutos del mar, a veces en calma y otras embravecido por alguna razón que, con buen sentido, los humanos nunca debían osar preguntar ni aclarar.

“Pues mañana, amigo, el almuerzo lo haces con nosotros. Te voy a preparar unos pescaditos asados, con buena madera de pino, cuyo sabor no lo habrás probado jamás”.  

Padre e hija vivían en una “artesana” casita de autoconstrucción progresiva, a base de ladrillo, piedra y madera, cuyo origen era un “cuartillo” para guardar los enseres y artes de la pesca. Ese originario almacén, Paulo había sabido agrandarlo. Su tarea la había realizado con el esfuerzo de sus manos y la inteligencia de su amor por su inolvidable Ariana y la preciosa hija que esta le había dado y que ahora paliaba su ausencia compensando la soledad. La distribución de aquella simple y artesana casita la constituía un saloncito enlosado con losetas de barro andaluz, dos pequeños dormitorios, una cocina reducida en su espacio, pero muy funcional y un cuarto de baño sin especiales lujos, pero con todo lo necesario para el aseo.  

Efectivamente la comida que disfrutó el ilusionado invitado fue en sumo suculenta, preparada con la singular experiencia y exquisitez de un doctorado en las artes del mar. Sopa de pescado, besugo asado con patatas y verduras salteadas, con una bandeja conteniendo los distintos tipos de pasteles que Clamia desde hacía tiempo preparaba y que llevaba a restaurantes y chiringuitos de la zona, dulces que eran bien apreciados por su presentación y sabor.

Para el viernes, Paulo había invitado a Máximo a una jornada de pesca, en su barcaza TITANIA, para la que partieron navegando muy de mañana, a fin de evitar una prolongada exposición solar. Dada la inexperiencia del “aprendiz, éste había comprado la tarde anterior unas pastillas anti-mareo, para soportar mejor el balanceo del posible oleaje, pues se tenían que retirar unas millas de la línea de costa. Aprendió mucho en esas horas navegando por las cálidas y ese día serenas aguas mediterráneas. Hicieron una pequeña pesca de arrastre, con bastante suerte, pues después de que ambos tiraran del copo, la bolsa con las capturas estaba bien llena de “riqueza” plateada.

Durante ese amanecer, en un momento de apacible silencio, el veterano y curtido pescador, inquirió a su invitado una pregunta, que dejó algo desconcertado a Máximo, aunque en algunas de las noches, desvelado o con travieso insomnio, esa situación se le había pasado por la mente.

“Maestro de las letras. ¿Tienes alguna intención con Clamia?  A mí me parecería bien, porque veo que eres un hombre cabal. Le llevas unos años, es verdad, pero ella es una mujer muy buena y laboriosa. No me gustaría que cayera en manos de gente malvada y que la hicieran sufrir.  Creo que ella está por ti. Se la ve en sus ojos cuando te mira y cuando hablamos de tu persona. Y te hablo así, porque yo me uní a Ariana ya en la cuarentena, siendo ella mucho más joven. Sé que mi vida no va a ser mucho más larga y que tú nunca harías daño a mi niña”.

Máximo observó que el viejo pescador trataba de ocultar algunas lágrimas que brotaban desde la espontaneidad de su mirada. Le puso su mano sobre el hombro y pausadamente le explicó su intencionalidad sobre el humano e importante asunto que tan sencillamente su amigo le había planteado.

“Amigo Paulo, yo aprecio con toda mi alma a ese ángel que tiene el precioso nombre de Clamia. Bien lo sabes. Hace muchos meses en que me retiré a este maravilloso y sencillo lugar, buscando la paz y los silencios “sonoros” del mar. Trataba de reencontrarme conmigo mismo, tras la dura experiencia de un matrimonio roto, que yo no provoqué. Por supuesto que he pensado mucho en tu hija. Me ha ayudado a sentirme un hombre feliz, en esas tardes que nos encontrábamos en el paseo por la arena de la playa. Cuando la veo y dialogo con ella, a la caída del sol, me siento una persona diferente, siempre en lo positivo. Te confieso que estoy muy esperanzado e ilusionado con ella. Tenerla cerca de mí sería el mejor premio que me podrían conceder. El tiempo hablará. Claro que me gustaría convivir con ese ángel que tienes por hija. Debes estar confiado y tranquilo. Nunca la abandonaré. Pero como estarás comprobando, quiero ser persona responsable y sobre todo prudente”.

Los dos hombres, reciamente emocionados, se abrazaron, fraternalmente, cimbreados por el suave oleaje del mar.

La magia del destino se adelanta siempre al limitado, en sus posibilidades, conocimiento humano. Y ese futuro que Máximo y Clamia van a protagonizar será, a no dudar (Paulo lo presiente) fructífero, para dos vidas que se quieren y necesitan. Dos jóvenes vidas que buscan, en la armonía del cariño, complementar la sencillez de su andadura vital. –

 

 

ENTRE EL ROQUEDO, LA ARENA

Y EL MAR

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 19 julio 2024

                                                                                 Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

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