viernes, 28 de febrero de 2020

UN REVELADOR HALLAZGO, EN UNA TARDE DE VIENTO.

Hay personas que tienen como permanente y desafortunado hábito el quejarse por casi todo. Son aquéllos a los que parece nunca le vienen las cosas a su gusto, recreándose en los “lamentos” más o menos infundados. La lista de los agravios que dicen soportar es amplia y variada. Es como si tuvieran un amplio dossier o enciclopedia, de donde extraen el argumento que sea a fin de justificar sus suspiros, críticas y enfados, sumidos todos ellos en un infantil y cansino protagonismo. Entre esas molestias que manifiestan soportar nos encontramos el frío o el calor; la lluvia o la sequía; el precio o la calidad de las cosas; el sabor de los alimentos; los argumentos e interpretaciones  fílmicas o teatrales; el ruido o el silencio; el campo o la playa; el cansancio y dolor muscular o articular; la radio y la televisión; la talla de los zapatos o en la ropa; la lentitud o la rapidez… También la “derecha”, el “centro” o la “izquierda” ideológica. En definitiva, casi todo les parece mal (son personas negativas, por naturaleza) y nos aturden con su quisquillosa manera de ser. Son los “quejicas profesionales” que acaban amargándonos tantas tardes de posibilidades para la ilusión. La mejor terapia, contra estos inconformistas permanentes, es tratar de hacerles el más relativo caso. Evitar concederles la importancia de la que carecen, pero que ellos están siempre buscando con sus críticas constantes y lamentos banales, tan alejados de un saludable sentido positivo de la existencia.

Uno de los motivos para la queja o protesta en este incómodo tipo de personas es el viento, elemento meteorológico que les condiciona el proyecto a desarrollar en el día, la ropa a utilizar e incluso el estado anímico en que se encuentran. A esta necesaria dimensión de la naturaleza atmosférica suelen dedicar escasas o nulas palabras bonitas, “adornándola” por el contrario con gruesos epítetos descalificatorios.  Pero ¿qué es el viento? Por definirlo con palabras fáciles de entender, es el aire que se mueve, con más o menos violencia o rapidez, desde un  lugar a otro en la atmósfera. Si expresamos esta realidad natural con un lenguaje geográfico o técnico habría que decir: es el aire que se desplaza de un lugar con alta presión o anticiclón, a otra zona con baja presión atmosférica o borrasca. A partir de ahí, los obsesivos de las quejas no conocen o valoran las bondades de ese viento que dicen denostar.

Resumamos algunos beneficios de esta magnitud natural, sea en forma de suave brisa, viento o impetuoso temporal, según la intensidad y rapidez en ese desplazamiento eólico de la masa de aire. 
El viento empuja las velas de las embarcaciones que se desplazan en el mar; facilita la generación de una energía limpia e inagotable, en los campos o centrales eólicas (Eolo, en la mitología griega era el dios de los vientos); mueve las aspas de los molinos que producen la  harina, el aceite o el vino; facilita la dispersión de las semillas vegetales por toda la naturaleza; ayuda a secar la ropa lavada y puesta en los tendederos; facilita la “curación” de algunos alimentos, tanto en la chacinería, como en el pescado, también la maduración de los caldos o vinos en las bodegas; mueve el oleaje, para favorecer la oxigenación y la vida marina; balancea el ramaje de los árboles en los bosques, además de las mieses de cereales o leguminosas en los sembrados, para su proceso edafológico, movimiento con el que estos elementos naturales simulan “tener vida”; refresca los días de intenso calor; despliega los lienzos de las banderas y otras piezas textiles ornamentales y simbólicas; produce esos limpios sonidos, con los que identificamos las diferentes estaciones anuales; los comercios de ropa también reciben su influencia, para la venta de las prendas de abrigo… Justo sería también acordarse, en este momento, de las varillas rotas de los paraguas, la caída de las cornisas mal fijadas, el vuelo de los sombreros y las gorras y, dramáticamente, la destrucción de tejados y viviendas, con los ciclones tempestuosos que asolan a veces nuestras ciudades. También y de alguna forma, la dimensión eólica del aire es uno de los protagonistas de la siguiente historia.

Hacía apenas una semana en que Mariela había roto con su pareja Fraso, después de casi un año de relación afectiva. Eufrasio, compañero de estudios en la facultad de Filosofía y Letras, estaba cada día más condicionado por su concienciación y activismo de naturaleza política, perteneciendo a diversas plataformas y comités antisistema, próximos a la ideología ácrata. Esa mentalidad libertaria, que tenía una clara influencia paterna (un profesional mecánico de coches y motos, en un taller de la población malacitana) también quería aplicarla a las relaciones que mantenía con su pareja, actitud con la que Mariela no “comulgaba”, ofreciendo una firme reticencia para preservar su intimidad. El colmo de la exigencia y el subsiguiente desajuste afectivo llegó una tarde de domingo, cuando Fraso le dio un pequeño mitin ideológico acerca del amor libre, tendencia en la que él era un ferviente profeso. Como consecuencia, la joven mandó a “hacer viento” a tan libertario compañero, respuesta a la que el chico no opuso especial resistencia o discrepancia: “Ya encontraré a otra pareja más abierta que tú, a la aplicación del sistema libertario en las relaciones de sexo”, desafortunadas palabras que sellaron esos ocho meses de vínculo en pareja, período en el que hubo buenos y más complicados momentos.

El sábado se había presentado con ese nublado plomizo que para muchos no estimula precisamente a la actividad. Mariela no tenía para ese día una urgencia clara para aplicarse en el estudio, pues no había pruebas cercanas en la facultad. A media mañana había telefoneado a su amiga de curso, Graciela, a fin de dar juntas una vuelta por la tarde, merendar y acudir al cine, para ver “Parásitos”, ganadora de los últimos premios Oscar 2020, concedidos por la Academia de Hollywood. Quedaron citadas a eso de las 17 horas, en las cercanías de la Plaza de la Merced, para hacer la merienda en alguno de los populares establecimientos para el tapeo y las infusiones instalados en la zona norte del populoso lugar. Irían después al cine, en la sesión de las ocho. Sin embargo la meteorología se iba “estropeando” a medida que iban pasando los minutos, levantándose un fuerte viento de levante que cimbreaba las ramas de los árboles, los toldos y las ventanas de las viviendas. Graciela estaba sola aquel día en casa. Sus padres, Casimiro y Leonora, estaban disfrutando de una excursión de cuatro días, por tierras de Ciudad Real, organizada por la Peña El Relicario, a la que ambos pertenecían. En cuanto a su hermano mayor, Tobi, estudiante de “Teleco” tenía la tarde comprometida con un grupo de clase, ya que estaban preparando una próxima acampada para el siguiente “finde” en una zona rural del alto Guadalquivir. Se trataba de una familia sencilla, modesta, de clase media/baja, sin mayores problemas de convivencia.

Serían aproximadamente las 16:30 horas cuando una llamada en su móvil la despertó de su apacible letargo, disfrutado apaciblemente en el sofá del salón. Graciela se disculpaba ante la imposibilidad de poder acudir a la cita programada. La abuela había sufrido una dolorosa caída en casa y se veía obligada a acompañar a su madre al servicio de urgencias, donde la señora mayor tendría que ser reconocida por los facultativos. Mariela no se desanimó por el contratiempo. Se abrigó un poco y decidió “echarse a la calle” para dar un buen paseo y tal vez acudir a la película inicialmente prevista.  Pero a la desagradable ventisca se había unido un constante “chirimiri” de lluvia que mojaba el cuerpo, a pesar de la protección del paraguas. La intensidad eólica del aire racheado mojaba diversas partes del cuerpo. Precisamente su paraguas de color violeta acabó, como los de otros viandantes, con las varillas lastimosamente dobladas. Ante la perspectiva de una tarde en extremo ventosa, enfriado e hidratado el cuerpo por la lluvia constante, tomó la decisión de volver al hogar familiar. Allí, después de prepararse una suculenta merienda, consistente en infusión de jengibre en una  taza caliente con bebida de soja, además de unas galletas, comenzó a darle vueltas a la cabeza, pensando en cómo pasar el resto de la tarde.

Recordó que de pequeña disfrutaba rebuscando en el viejo arcón de madera, que había pertenecido a su abuela Marcela y que permanecía guardado en el amplio trastero que su padre compró en su momento, al trasladarse a ese su piso de siempre. Le apetecía repetir aquellos días de “travesuras” cuando su madre estaba ocupada en las tareas de la casa o había salido a la calle. A este fin tomó la llave del trastero, bajando a continuación al garaje comunitario. Una vez franqueada la puerta de ese espacio para el desahogo familiar, se topó con las bicis, el viejo tocadiscos, algunas “chamarretas” pasadas de moda, muchos juguetes de la infancia e incluso losetas sobrantes  de la última  reforma realizada en la cocina del piso. Y allí seguía el viejo y nostálgico arcón de madera repujada de encina, con rígidos apliques metálicos de protección. Pero había olvidado la “medieval” llave de hierro, que liberara la pesada tapa. En pocos minutos volvió con esa llave de anticuario, cuya forma tanta gracia le hacía. Una vez levantada la pesada tapa, se encontró con ese apasionante “tesoro” de los viejos y entrañables recuerdos familiares que la abuela siempre se había preocupado en conservar.

Repasando y jugueteando con unas y otras prendas, reparó en el fondo del arcón. Allí descansaba, en una de las esquinas, una cajita de madera, primorosamente labrada, a modo de cofre, con la cerradura bien “echada”. Su tamaño era similar al de una caja de zapatos. Lo intentó un par de veces, pero la cerradura cumplía eficazmente con su cometido. Recordó que Tobi, su hermano, en cierta ocasión le enseñó a usar una ganzúa, para abrir determinadas cerraduras. Utilizaba para ello una pequeña navajilla, de punta afilada, con la que se liberaba el clip de cierre, mediante una serie de giros aplicados con cierta destreza. Se preguntó si su hermano conservaría aún aquella vieja y útil navajita de acero. Subió una vez más a la casa, rebuscando en el ordenado desorden de una habitación utilizada por un activo joven de 21 años. En uno de los cajones de la mesa de estudio, perdida en un mar de papeles y objetos varios, encontró para su suerte la pequeña navajilla plateada, con el mango azul de nácar.

Probablemente fue al quinto o sexto intento, la oxidada cerradura permitió que el clip del bombín saltara, con lo que la tapadera del coqueto cofre quedó liberada. ¿Y qué había en el interior del reducido habitáculo? Envuelto en un lienzo de fieltro rojo, encontró un manojo de cartas (no las contó, pero seguro que su número superaba la decena) en sobres bien amarillentos, debido al paso natural del tiempo. Esas cartas estaban fechadas a mediados de los años cincuenta de la anterior centuria y la repetida destinataria era la añorada y querida abuela Marcela. Los escritos estaban remitidas por un tal Ventura

Al estar los sobres abiertos, Mariela no tuvo dificultad alguna para acceder a los contenidos del misterioso o extraño remitente. Tenía toda la tarde/noche disponible para leer, con extrema y traviesa curiosidad, qué le escribía este hombre a Marcela. Tras una hora y media de nerviosa lectura (el contenido de algunas misivas tuvo que repetirlo más de una vez, para entender mejor las razones y comportamientos de unos y otros protagonistas en la muy “peculiar trama”) se vio ya en condiciones de tener una idea más o menos cabal del misterio que encerraba el inesperado cofre. Se preparó una apetitosa infusión de jengibre, añadiéndola una cucharada de leche condesada que ayudaría a endulzar la bebida caliente, sentándose a continuación sobre su cama, apoyando la espalda en unos mullidos y cómodos cojines rellenos de goma espuma, que servían a modo de cabecera. Fue hilando todos los flecos de lo que sin duda pudo ser una gran historia amor, en sus raíces familiares.

Eran los años cincuenta, en la cronología central de la España franquista. No era fácil en aquel tiempo de rígidas censuras e hipócritas costumbres, condicionadas por el nacional catolicismo, mantener un comportamiento ilícito y secreto en lo sexual, por esos pueblos rurales de la más profunda y austera Castilla. En ese especio geográfico estaba situada el hogar de los abuelos, por parte de su padre. No cabía duda alguna, a tenor del contenido de las calidad y tiernas misivas. La abuela Marcela “engañaba” a su esposo Efrenio con ese individuo, probablemente dotado con “irresistibles” atractivos, llamado Ventura. Lo más extraño del caso, es que en el contexto de esos intercambios, tanto epistolares, como también de otra más intima naturaleza, aparecía la palabra “embarazo” y la alegría de ambos por haber dado a luz a un crío, del que no se decía nombre alguno en las cartas. Mariela siempre pensó que la abuela sólo había tenido un hijo que, lógicamente era su padre Casimiro. Por lo tanto se preguntaba, una y otra vez ¿qué había detrás de toda esta trama? Caían abundantes goterones de lluvia en la calle, el fuerte viento silbaba sin descanso, cimbreando las juntas y cristales de las ventanas, mientras la joven estudiante de Filología Hispánica cavilaba una explicación coherente, que pusiera un poco de luz a una historia que, por momentos, se iba tiñendo de variados cromatismos adjetivales.

Dejó pasar unos cuantos días, mientras mantenía el fajo de cartas a buen recaudo en el fondo de unos de los cajones de su mesa de trabajo. Pero durante el siguiente viernes, coincidieron solos en casa por la tarde padre e hija. Mientras merendaban, Mariela se levantó de la mesa y acudió a su cuarto para recoger el conjunto epistolar de su abuela, presentándolo a su padre con una valiente sonrisa seguida de la correspondiente pregunta: “Papá, me puedes explicar la verdadera historia que expresan estas cartas? No me cabe la menor duda de que tú puedes ayudarme a comprender este puzle sentimental”.

La expresión de Casimiro, de manera inesperada, no fue de extrañeza. Sabía que alguna vez, ese manojo de cartas, que él bien conocía, iba a salir a la luz. Por lo tanto sonrió a su inquieta hija diciéndole: “Vamos al salón y conversamos tranquilamente. No te preocupes que te explicaré el trasfondo que hay detrás de todos esos párrafos, que habrás leído más de una y dos veces. Algún día tenía que pasar. Y ha ocurrido cuando una maravillosa hija, ya mayor de edad, ansía conocer un poco mejor acerca de su pasado familiar. Pero antes tráeme, por favor, una copita de ese anís dulce que sabes tanto me gusta. Me ayudará a ser más expresivo”.

“Tu abuela Marcela era una buena mujer. Te lo aseguro. Pero como tantas veces ocurre en la vida, nuestra perfección es limitada. Se sentía infeliz, aunque lo disimulaba (según me han contado) ante el hecho penoso para ella de no poder quedarse embarazada, impidiéndole tener descendencia. El abuelo Efrenio, su marido, era impotente. Entiéndeme, desde un punto de vista químico. Eran años de escasez y sin los adelantos con los que tu convives en la actualidad. El abuelo, que era un hombre de pueblo, tozudo, sin apenas cultura, pero muy cumplidor de su trabajo en el campo y con el ganado, a su manera también sufría, a ver que su Marcela era desgraciada … “por su culpa”. El buen hombre se sentía responsable de esa pena que afligía a “su hembra”. Así que un buen día, la cabeza y el corazón de Efrenio le llevaron a cometer la “locura” de negociar un amor prohibido con Ventura, un ex legionario que al abandonar el Tercio se había dedicado a la crianza de ovejas, vacas y caballos. Este libertino personaje había procreado muchos hijos y no dudaba en liarse con toda la que se le pusiera a “tiro”. Era compañero en la tasca del abuelo, quien le entregó un buen dinero y algunas yeguas por el servicio que le iba a prestar, que no era otro que “rondar “ a la Marcela en secreto, por supuesto, y dejarla preñada lo antes que fuera posible (no era preciso esperar en demasía, dada la probada potencia sexual de este verdadero macho ibérico”.

Mariela escuchaba a su padre con toda la atención del mundo. Poco a poco iba vislumbrado esa entramada historia, que difícilmente se le había podido pasar por la cabeza. En cuanto a Casimiro, aunque trataba de mostrar entereza, la procesión le iba por dentro. Confesaba a su hija que Efrenio no era su padre genético. Que él era producto a la desesperada de un marido impotente, que contrató a “un vivales” del sexo para que su mujer tuviera un hijo, ya que la química de su organismo no se lo iba a permitir nunca, con los conocimientos de aquella ya muy lejana época.

“De hecho, Mariela, yo conocí la verdadera historia de mi procreación cuando con 19 años, tu abuela se puso muy malita, con unas fiebres que pensábamos que se iba a marchar a la otra vida. Sintiéndose tan mal, me confesó que yo era hijo de un hombre que la rondó durante unos meses y que al cabo del tiempo desapareció del pueblo. Algunas personas han comentado que se fue al África. No lo sé … de él nunca más se supo. Corría una leyenda o chascarrillo en el pueblo (ha llegado a mis oídos) que situaba al Ventura de portero y jardinero en un convento de monjas teresianas ¡Pobres hermanas sucesoras de la Santa de Ávila, en caso de ser cierto este comentario popular!”

Con el bagaje temático de aquellas doce cartas de amor, Mariela escribió su primer libro, como joven y prometedora autora literaria. Hoy, además de impartir clases en un instituto público de enseñanza secundaria, ejerce también como escritora profesional, llevando publicados hasta el momento tres novelas, creaciones con las que han tenido un apreciable éxito de ventas en las librerías. Por cierto, ese su primer libro lleva en la tercera página una especial dedicatoria. Con gratitud, cariño y admiración para Marcela, una mujer valiente en tiempos difíciles. Gracias, por la vida”.-



UN REVELADOR HALLAZGO, EN
UNA TARDE DE VIENTO



José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
28 Febrero 2020
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           





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