Hay que reconocerlo, mal que nos pese. No resulta
fácil aplicar un poco de empatía a nuestras reflexiones y comportamientos. La
realidad es que estamos demasiado atenazados por nuestros egos y problemáticas.
Pero al menos cabría preguntarse qué ocurriría si lográsemos ubicarnos en esa
otra parte de nuestro protagonismo vivencial y profesional. ¿Qué piensan los
demás acerca de nuestro proceder? ¿Cómo puedo ponerme en la piel de ese otro para
mejor comprenderlo? Si en algunos momentos de nuestro proceder nos viéramos
realmente desde esa otra plataforma, aquella desde la que se nos contempla en
el día a día, sería probable que llegara a nosotros una mejor autorreflexión y un
cambio necesario en muchas de nuestras actitudes y respuestas. Pero como no es
posible que estemos, al mismo tiempo, dentro y fuera de nosotros, tenemos que
recurrir a ese saludable ejercicio mental que supone la
empatía. No ya solo acerca de cómo se sienten los demás o tratando de
comprender las circunstancias ajenas, sino también y sobre todo (lo cual es
desde luego complicado) tratar de imaginarnos y mentalizarnos acerca de cómo se
nos ve desde el plano exterior de nuestra intimidad..
Serían abundantes los ejemplos a citar, a fin de
practicar este difícil, pero muy positivo, ejercicio de vernos y analizarnos
desde ese entorno en donde desarrollamos nuestra habitual tarea. El profesor ¿tiene verdadera conciencia acerca de
cómo “le ven” realmente sus alumnos? El médico ¿sabe
realmente situarse en el lugar que ocupa ese paciente a quien atiende? El actor ¿conoce fidedignamente cómo se está
percibiendo su interpretación desde el repleto o más bien vacío patio de
butacas? El líder político ¿se imagina como es
interpretada su gestión, por parte de aquéllos que sufren o gozan las
consecuencias de sus decisiones? El padre
¿logra bajarse de su pedestal generacional a fin de entender la mirada y las
respuestas de su hijo? El vendedor de un centro
comercial ¿es capaz o intenta interpretar cómo recibe el cliente sus esfuerzos
por negociar la mercancía? El mítico cantante
¿capta con realismo los fundamentos emocionales de aquellos jóvenes o menos
jóvenes que enfervorizados le vitorean? El sacerdote
¿se preocupa por analizar, asumir y rectificar acerca de las consecuencias que
su pastoral clerical origina en la feligresía que tiene encomendada? Todos
estos ejemplos y más muestras se reducen o simplifican en uno sólo: la dificultad de ponernos en esa otra parte de nuestra
acomodada y egoísta seguridad, tanto para tratar de interpretar mejor el
“pequeño mundo que nos rodea”, como también para sacar consecuencias acerca
cómo se nos entiende o interpreta desde ese otro mundo exterior a nuestra
persona.
A poco que paseemos por el heterogéneo puzle urbano
que conforma la ciudad, nos cruzaremos con algunos y variados ciudadanos necesitados que reclaman nuestra atención y ayuda
material. Esta relevante situación permanece consolidada, tanto en
épocas de contracción económica, como también (aunque parezca un contrasentido)
en esos otros periodos en los que hay una más o menos intensa generación de
riqueza. Son personas menesterosas que nos plantean su petición para que
colaboremos con las necesidades que padecen, utilizando para ello diversas
modalidades. En general solicitan algunas monedas y soluciones con las que
poder paliar sus actuales carencias, aunque también nos manifiestan la urgencia
de tener alimentos concretos, a fin de saciar su necesidad y la de sus
allegados (hijos pequeños, normalmente). Dichas peticiones se nos hacen
mientras estamos sentados en el exterior de alguna cafetería o restaurante,
aunque también cuando esperamos en las paradas en algún transporte público o a
las salidas de comercios de la más variada índole. Además de estas solicitudes
“directas”, hay otros peticionarios que se sientan en el suelo y permanecen en
silencio, mientras exhiben un pequeño cartel en el que hay escritas unas breves
palabras con las que explican su precaria o dramática situación. En otras
ocasiones esos textos son más detallados en su explicación. También hay
personas que, por el contrario, tampoco dicen nada al respecto, pero utilizan
como reclamo algún instrumento musical con el que entonan melodías bastante
conocidas y gratas al oído. Unos y otros exponen delante de su persona la
correspondiente bandeja, funda de la guitarra, plato o gorra, en donde ya
reposan algunas monedas que otros viandantes han dejado antes que nosotros.
También los hay quienes practican diferentes habilidades, exhibiendo saltos y
piruetas atléticas, bailes (preferentemente tangos) destrezas con el juego
aéreo de pelotas u otros objetos, viéndose, cada vez más, aquellos
peticionarios que, disfrazados y pintados con los más variados atuendos,
permanecen inmóviles hasta que el sonido o percusión de alguna moneda que cae
sobre su cesto provoca su inmediata y agradecida respuesta, siempre basada en
la originalidad que su imaginación y atuendo ha preparado.
Entre los numerosos transeúntes que recorrían las
calzadas peatonalizadas del centro urbano comercial, durante una templada tarde
de Primavera, se encontraba un diplomado en fisioterapia, llamado Cecilio Venegal, que trabaja durante el horario de
mañana (y algunas tardes) en un centro privado de rehabilitación física. Los
datos de su documento de identidad reflejan que se encuentra cronológicamente
en la cuarentena avanzada de su vida, siendo una persona que, tras algunas
experiencias convivenciales, decidió desde hace unos años vivir solo en un piso
inserto en un vetusto y céntrico bloque rehabilitado, situado en la zona más
antigua y tradicional de la ciudad. En este su paseo
vespertino, considerando la benevolencia térmica, del día prefirió
sustituir las también frecuentes asistencias a las salas cinematográficas por
un relajante caminar a través de las calles, plazas y jardines que pueblan el
marco urbano de todas las ciudades. Cuando se dirigía a la atractiva y
cosmopolita zona del puerto marítimo, pasó por delante de un hombre de edad
avanzada, quien laboriosamente tocaba su viejo acordeón, entonando melodías que
mezclaban diversos géneros musicales, todas ellas muy gratas para el oído de la
transitada audiencia. Este “juglar callejero”
permanecía sentado en una modesta “silla de pescador”, exponiendo delante de su
manoseado instrumental un “gastado” platillo brillante de aluminio, donde
reposaban diversas monedas. Todas ellas eran en ese momento de color
cobrizo.
En esa vorágine de peticiones “caritativas” que
cada día le reclamaban, Cecilio solía entregar algunas monedas aunque, al ser
tan frecuentes las solicitudes de ayuda (especialmente cuando pasaba por las
zonas más transitadas por la afluencia turística) no siempre se mostraba tan generoso
en detener su paseo y sacar el monedero de su bolsillo. Pero esa tarde de jueves,
se sintió motivado por la melodía que interpretaba el habilidoso acordeonista (Yesterday, la famosa y emblemática canción compuesta
por The Beatles) y mientras buscaba unas monedas en su bolsillo tomó la
decisión de conocer un poco más a este personaje, músico para el auditorio
abierto, al que de vista ya conocía pues siempre se colocaba por ese entorno
urbano monumental para trabajar con el “avejentado” instrumento que emitía un
sinfín de notas musicales.
Tras dejar caer su modesta aportación, sobre el bruñido
platillo de aluminio recaudatorio, recibió la sonrisa cómplice de
agradecimiento por parte del artista callejero, lo que influyó en aguardar unos
intensos par de minutos hasta que finalizase el mensaje compartido que ofrecía
el maestro musical. Las manecillas del reloj marcaban ya una hora apropiada
para tomar alguna infusión o refresco como merienda. Venciendo su timidez o
prevención inicial, se prestó a invitar al
instrumentista para que compartiera un refrigerio con su persona, amable
gesto que su interlocutor aceptó con gratitud y necesidad, pues le confesó que
sólo llevaba en su estómago el medio bocadillo que le habían preparado en unos
comestibles cercanos, poco más allá de las trece horas. Mientras ambos
compartían sendos cafés, con algún hojaldre de "compaña", el fisioterapeuta trató
de indagar en la vida de un hombre mayor que trataba de ganarse un plato de
comida cada día, aplicando con paciencia el mensaje motivador de sus canciones
sobre la generosidad fraternal de los transeúntes.
Tobías Calafranca (ambos interlocutores se habían intercambiado
cordialmente sus nombres respectivos) atendía con especial atención (mostrando
una expresión divertida) la concreción de interrogantes que acerca de su
persona el generoso paseante le planteaba, tal vez de una forma atropellada y
nerviosa. Al buen hombre le extrañaba que, por la profesión que Cecilio le
había confiado que desempeñaba, le interesara conocer tantos aspectos de una
persona que trataba de ganarse modestamente la vida tocando música y pidiendo
“la voluntad” a los transeúntes. Al fin este muy humilde ciudadano tomó el
protagonismo de la palabra, comenzando a desvelar no pocos aspectos, curiosos o
más relevantes, de su “cinematográfica” y viajera existencia.
“Tengo ya muchos años acumulados
sobre esta vapuleada epidermis, mi buen amigo Cecilio. Fíjate que llegué a este
mundo cuando apenas había finalizado esa cruel guerra que puso fin a la vida de
casi cincuenta millones de personas. Hay que ser insultantemente bárbaro, para
llegar a perpetrar tamaño desafuero. Ya te habrás dado cuenta, por mi forma de
hablar, que no nací en este país que ahora me está dando su paternal cobijo.
Bien es cierto que, con las naturales diferencias, en Argentina se habla
también el español. Y eso es sin duda una gran ventaja para mi persona. También
“chapurreo” (cosas de la vida) algo de otros idiomas, como el inglés, el
italiano, el francés… con esas frases que aplicas para lo más inmediato. Así
consigues que te entiendan en esos países que aparecen en los atlas y que en
verdad ¡existen! Sí, he viajado mucho, he sido un vagabundo errante por el
mundo, a pesar de que en muchos sitios no han sido muy generosos con mi suerte
y necesidad.
Aprendí en mi juventud algo de
música, lo cual me ha permitido “comer” en muchos de los días. ¿Quién me
enseñó? Te preguntarás. He tenido dos benditos maestros. Primero, una gran
señora que pongo en los altares. Era mi madre. Se llamaba Estrella del Mar, una maravillosa y ejemplar mujer
que me supo educar, entregando su vida por esos escenarios costrosos y
apestados garitos de las tinieblas. Todo ello para que a su pibe no le faltara
eso mínimo que te permite subsistir. De pequeña ella había estudiado el
pentagrama. Y bastante fue lo que me enseñó. Y el otro maestro, por extraño que
a vos os parezca, ha sido mi oído, ahora ya con repetidas “goteras”. Siempre
tuve buena cualidad para interpretar o tocar, mejor o peor, lo que otros bien
tañían con sus instrumentos musicales. La verdad es que he metido mano a muchos
oficios, bueno… la verdad que hacía lo que podía, pero era la música la que
siempre me sacaba de los peores atolladeros. Con ello he podido conocer a
muchos buenos “hermanos” y a otros
tantos que no destacaban por lucir o compartir esa bondad. El egoísmo es la
epidemia de esta centuria. Tuve también, justo es reconocerlo, tiempos mejores,
junto a otros en que carecí, en mi pesar, de ese valor y latido que para todo
hombre o mujer es sagrado: la libertad. Enjaulado te sientes como los animales
en cautividad, sufriendo la falta de poder ir de acá para allá. Pero así se
mueve esto, hermano. Y es mejor aceptarlo, si no quieres “drogarte” con el
acíbar del desencanto. Sin duda, hay cosas bellas, muchas y cercanas, que le
dan color y luz a la vida. Aunque pueden parecer pequeñas, representan lo
más valioso que tenemos. Una de ellas,
tu generoso gesto. Poder compartir este ratito con vos, en esta hermosa y
luminosa tarde de primavera”.
El asombro de Cecilio era manifiesto, ante la
manifiesta y profunda locuacidad de su veterano interlocutor. Veía que éste
disfrutaba con fruición de la merienda, pero sobre todo de la posibilidad de
que se le escuchara, gozando de ese privilegio en poder compartir los
recuerdos, bastante firmes, de su memoria. Sin duda había sido una muy acertada
decisión el haberse acercado en esa templada tarde de jueves al músico del
acordeón y ofrecerle un trocito de amistad, además de una pequeña ayuda
material. Los minutos pasaban y Tobías seguía platicando. Cuando se veía en su
tosco pero gran escenario, sobre las grandes losetas del suelo y su humilde
sillita de pescador, sabía generar los gratos sonidos con los que casi todos (a
peso del disimulo) disfrutaban, además de sonreír a todos aquellos que se
detenían, aunque solo fuese durante unos segundos. Sin embargo ahora tenía la
posibilidad de enriquecer una interesante narración, con la que poner color,
datos y curiosidad al marco inconcluso de su lienzo vital.
“A mi me gustaría explicarle a muchas
paseantes algo que lo que ahora os voy a decir, hermano Cecilio. Igual no se
dan cuenta, pero debían entender que yo siento pudor, sí vergüenza, no tengo
por qué ocultarlo, al tener que suplicar unas monedas, aunque lo haga de una
manera no persuasiva, aunque sí explícita. No quiero ni pretendo molestar a
nadie, solo deseo que se sientan bien mientras que escuchan esas piezas que me
esfuerzo sean gratas para el oído. Eso de pedir “plata” directamente… no va
conmigo. No es un feo orgullo, pero me hacen mucho bien todas esas monedas que
se dejan caen en el platillo y que probablemente sobran en muchos valijas. Son
como pedacitos de oxígeno que me permiten y ayudan a respirar. Voy solventando
como puedo el tema de la comida. Acudo a un comedor social en donde consigo, no
todos los días, esa bolsa de alimentos, tras esperar a veces horas que desde
luego a casi todos los menesterosos nos sobran. Por nuestra edad, situación y
achaques corporales. Hay días en que, por esos avatares imprevistos que nos
vienen, no puedo ponerme en cola. Y ese día el estómago aguanta vacío ¡Pero bien
sabe hacerlo! ¿qué otro remedio tiene? Emite esos sonidos y ruidos, no tan
hermosos como los que salen de este teclado, que perteneció a un humilde pero
gran acordeonista al que conocí en mis andanzas por la Rumania (sic) al que
cuidé en sus desventuras. Cuando al fin emprendió el viaje (para abandonar esas
miserias y absurdos dolores terrenales) me había dejado su único y gran
patrimonio. El pobre se llamaba Rasvan, toda
una vida … para atesorar un acordeón. Desde luego que suena muy bien y ahora me
ayuda a ganarme el pan.
Me permiten dormir en una colchoneta.
Es en un pequeño piso que “okupamos” hasta veinte sin hogar. A la hora de
descansar se ocupa todo el espacio, lo posible y también ese rincón donde se
puede poner una manta sobre cartones. Al patrón que lleva ese “garito” (uno más
en mi vida) hay que pagarle un euro diario. Tenemos el agua y la luz cortada
¿Cómo la podríamos pagar? Ya te puedes imaginar de donde “sacamos” las velas,
para no tropezar por la noches. Los monseñores tienen bien asegurados sus
ingresos, no se van a preocupar por unos cirios que desaparecen por “milagros”.
Para lavarnos la cara, hay que traer agua de una fuente que hay allá cerca, en
las Lagunillas. De los contenedores sacamos mucho material útil: vasijas, ropa,
zapatos, material para vender e incluso alguna comida envasada. Pero ya sabes,
en el invierno convivimos con el frío. Y el verano, con el tufo y los aromas
que despiden nuestros cuerpos sudorosos. Cecilio, los pocos hogares de acogida
están colapsados, allí no cabe un alfiler. Os cuento todos esto para que vos
entendáis nuestra situación. Yo avanzo bien los setenta. Pero ya sabes que
tampoco hay trabajo para aquellos que ya han pasado los cincuenta e incluso con
muchos menos años. A la gente que circula no le debía dar vergüenza pararse,
siquiera unos segundos, y sacar de su valija alguna “platilla” que nos hace
mucho bien a todos, pero especialmente a lo que no molestamos al suplicarla.
Las personas debían pensar en que cuando ayudan, a mi o a otros como yo, se están
ayudando también a ellos mismos para sentirse un poquito mejor”.
Esta larga y fructífera plática hizo avanzar las
manecillas de los relojes, hasta no estar muy lejanas las campanadas de las ocho
de la tarde. Con sus miradas y gestos
ambos contertulios comprendieron que era el momento oportuno de poner fin a
este instructivo y reflexivo encuentro, entre un ciudadano no pudiente, que
nada más necesitaba para sus comodidades básicas y otro ciudadano al que la
suerte, su voluntad y las circunstancias le hacían imprevisibles cada día el
sustento alimenticio, el alojamiento e incluso las razones para seguir
caminando en esta su postrera etapa existencial. Se despidieron con ese afecto
fraterno que se genera entre dos personas que desde ahora ya se conocían y
entendían un poquito mejor. Cuando Cecilio estrechó la mano de Tobías, este
percibió que también llegaba a su mano un recio y pequeño papel azulado. Eran
muchos trocitos de “oxígeno” juntos, en ese convincente argot que, de forma tan
didáctica, había sabido expresar el muy veterano y artista juglar callejero.
Con el paso de los días fueron frecuentes los nuevos encuentros entre
Tobías y Cecilio. El tañedor del acordeón, mostrando una amplia sonrisa,
siempre volvía a interpretar el inmortal Yesterday
para la memoria. Esa inmortal melodía que, en un grato día de Primavera, acercó
el conocimiento recíproco entre dos personas separadas en su edad y
circunstancias, pero desde ya próximas en muchas de las identidades que nos
sustentan. En esos breves contactos se intercambiaban amables palabras, esos
vocablos y sonrisas que nos confortan y que transmiten su cálido afecto. Y
siempre el platillo de Tobías vibraba de alegría, ante la percusión de
unas monedas que caían benefactoras en
su seno.
Pero desde aquel Otoño “inamistoso”, se fue
repitiendo el paso de Cecilio por el escenario urbano que solía ocupar su amigo
Tobías, sin que volviera a encontrarlo tocando el viejo acordeón de Rasván. ¿A
quien preguntar? ¿por dónde buscar? ¿alguien sabe algo del “argentino” por lo
que pudiera pasar? Pero, desde ese otro lado de la
ciudad, sólo llegaban las nebulosas respuestas que la imaginación y el
raciocinio permiten interpretar, con ese frágil sosiego en el recuerdo y el
cálido afecto extraviado de la nostalgia y la amistad.-
DESDE ESE OTRO LADO DE LA CIUDAD
José L. Casado Toro (viernes, 29 MARZO 2019)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga
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