Todo ejercicio profesional es importante para el enriquecimiento y desarrollo de la
colectividad social en la que nos hallamos inmersos, aunque algunas personas jerarquizan
esos servicios en función de criterios muy discutibles y casi siempre injustos.
Esta valoración desigual sería un planteamiento penosamente erróneo, porque
todo trabajo que se preste con legalidad, responsabilidad y eficacia, pensando en
el el servicio a los demás, resulta valioso e inexcusablemente necesario. Piénsese
en la desaparición sorpresiva de cualquier oficio o desempeño laboral. Más
pronto que tarde, dicha función sería echada en falta y reclamada por todos aquellos
que están habituados y necesitados de esa habilidad, trabajo o
especialización.
Aceptada esta razonable y obvia premisa, también
hemos de reconocer que, a causa de esa misma diversidad laboral, cada oficio posee unas peculiares características y exigencias,
que los hacen diferentes de aquellas otras prestaciones o actividades generadas
en el seno de la sociedad. De esta manera, los trabajadores que ejercen un
determinado oficio pueden desarrollar determinadas y específicas vivencias que serán por lógica muy diferentes de las
que protagonicen otros profesionales en el heterogéneo contexto laboral. La significativa
y curiosa historia de esta semana va a estar centrada precisamente en el
“mágico”, complejo y trascendente mundo de las aulas escolares.
A lo largo de nuestro periplo profesional, muchos
docentes hemos tenido la experiencia de leer, en los folios de exámenes o
incluso en los trabajos temáticos, líneas y textos escritos por los alumnos, cuyo
contenido poco o nada tenía que ver con respecto a la temática o a los
interrogantes planteados en esos controles. Era frecuente el cambio de una
respuesta (que no se dominaba) por otra diferente (que por supuesto carecía de
relación alguna con respecto a lo que se estaba preguntando). Pero incluso en
otras ocasiones aparecían textos o frases inesperadas, a través de los cuales
los escolares aportaban opiniones, reflexiones, sugerencias, peticiones o
quejas, cuyo contenido estaba ocupando un lugar y un momento no especialmente
adecuado para su exposición. Sobra matizar que, además de las horas de clase o
aquéllas otras dedicadas a la acción tutorial, existían y existen numerosos
cauces para que los estudiantes manifiesten sus opiniones y digresiones, cuya
naturaleza se halla al margen de las cuestiones normalmente planteadas en una prueba o control de evaluación.
Y este es el origen de esta historia, que tuvo lugar en un centro educativo de
titularidad pública, ubicado en territorio andaluz.
La profesora Elsa Nodiela había
decidido, aquella calurosa tarde de junio, suprimir su programada visita
semanal a la piscina municipal. La acumulación de exámenes que le restaban por
corregir aconsejaba sacrificar esa apetecible práctica deportiva. A causa de
esta premura, decidió cambiarla por la rutinaria pero necesaria actividad
correctora, ya que la fecha evaluación final de curso se hallaba bastante
cercana en su realización. Desde su infancia le había gustado practicar la
natación, tanto en la playa durante los meses veraniegos, como en las piscinas
climatizadas cuando ya no era posible practicar este saludable ejercicio en el
mar por la agudeza térmica del invierno. Ciertamente esta deportiva afición
también tenía un fundamento orgánico. Desde su nacimiento padecía una notable
escoliosis en la columna vertebral, desviación que le producía molestias y a
veces intensos dolores. Los médicos trataron de corregir esta deficiencia con
los ejercicios gimnásticos y, en concreto, animando a la chica que practicase con
regularidad la natación. Comenzó a asistir con asiduidad a las piscinas siendo
muy pequeña y ya nunca abandonó su intensa vinculación con esta hídrica
actividad.
En su formación escolar, tras la etapa de
secundaria, Elsa optó por matricularse en la facultad de Filosofía y Letras, a
fin de especializarse en una materia en la que siempre destacó. Su intensa afición
por la lectura y su habilidosa creatividad literaria encontró un inteligente
acomodo en las aulas universitarias, en donde obtuvo con brillantez la
licenciatura de Filología Hispánica. Posteriormente a su graduación, supo
compaginar perfectamente tanto el largo sacrificio temporal para la preparación
de oposiciones de profesorado en educación secundaria, como la relación
afectiva que mantenía con Delio, un joven
madrileño afincado en Málaga, estudiante de fisioterapia en la UMA. Las numerosas
horas de estudio y sacrificio dieron su fruto, pues Elsa aprobó las difíciles
pruebas opositoras para la función docente en la primera oportunidad en que
pudo participar. Tras un par de destinos provisionales, desde hace dos años
ejerce como profesora titular en un Instituto de Enseñanza Secundaria, ubicado
en una pedanía de la atractiva comarca rondeña a pocos kilómetros de la propia
capital de la Serranía. Es más o menos el mismo tiempo en que lleva casada con
su pareja de “siempre” Delio quien, con su titulación en fisioterapia, encontró
también acomodo laboral en un centro de rehabilitación y fitness ubicado a
pocos metros de la conocida y comercial calle Espinel.
El joven matrimonio había fijado su residencia en
una zona céntrica y emblemática de Ronda, alquilando para ello un pequeño ático
con vistas al Puente Viejo sobre el río Guadalevín. La pareja se sentía muy a
gusto viviendo y trabajando en una ciudad rebosante de historia, tradiciones y
atractivos enclaves naturales, además de estar muy bien comunicada con las
localidades del entorno malagueño y sevillano. Aunque los fines de semana,
especialmente los domingos, solían hacer algún excusión por la naturaleza (cuando
el tiempo acompañaba) de lunes a sábado los horarios laborales de uno y otro
cónyuge dificultaban el poder estar juntos,
pues Delio tenía que permanecer en el gimnasio preferentemente durante las
tardes, mientras que la profesora terminaba su jornada laboral a las tres de la
tarde, teniendo que sumar un tiempo de transporte hasta llegar a su apartamento
de unos 30 minutos. Al igual que esa misma tarde, dedicada a la corrección de
ejercicios, Elsa solía tomar sola el almuerzo alrededor de las cuatro y, tras
descansar durante unos minutos tendida en el sofá, se preparaba la merienda y
se ponía a preparar las clases. Algunos días gustaba dar una vuelta por el
súper o los jardines del entorno, sin olvidar la elaboración tanto de la cena
como la comida del día siguiente. Pero en esa tarde de junio, jueves, lo
urgente y prioritario era descargarse un poco de esa “montaña” de folios que aguardaban
su corrección y calificación. Quedaba apenas
una semana y poco más para la fecha fijada por la Jefatura de Estudios para la
realización de las evaluaciones finales.
El tiempo obviamente apremiaba.
Como la templanza térmica de junio era intensa por
estas zonas de la Serranía, Elsa se preparó un té frío, infusión que le ayudaba
a mantenerse despierta en función de los grandes “madrugones” que tenía que
darse, pues iniciaba diariamente sus clases a las 8:15, entre lunes y viernes.
Ya se ha explicado que el desplazamiento hasta la ubicación del Instituto
educativo le llevaba aproximadamente no menos de 35 minutos. Tenía
perfectamente asumido el hábito de madrugar. Entre lectura y lectura de las
heterogéneas caligrafías aplicadas por sus alumnos (algunas de ellas
verdaderamente difíciles o casi imposibles de “descifrar”) solía poner algo de
música (mezclando alguna pieza sinfónica, con canciones románticas o piezas
acústicas instrumentales) o bien se daba cortos paseos por el apartamento,
ordenando alguna de las cosas que Delio acostumbraba a dejar de por medio en el
salón o en el dormitorio. Retomó los ejercicios de primero de bachillerato, con
su bolígrafo rojo bien dispuesto no sólo para
corregir las faltas ortográficas sino también (lo más importante) hacer una
pequeña valoración en el margen izquierdo de cada folio acerca del contenido de
algunos párrafos escritos por los escolares. En ese momento estaba con un
examen un tanto “flojo de contenido” en sus respuestas. Iba anotando puntos
parciales y tenía la convicción de que la suma difícilmente llegaría al cinco,
a tenor de la deficiente calidad o acierto en los párrafos escritos. Pero su
sorpresa fue mayúscula, cuando al leer el último folio, la alumna en cuestión añadía, tras la última pregunta, un texto de
bastantes líneas, cuyo contenido le
impidió seguir corrigiendo esa tarde, tras leerlo una y otra vez:
“Apreciada
profesora Elsa. Me lo he pensado mucho y al fin he decidido añadir estas líneas
al final de los folios de examen. Sé que no he estudiado lo suficiente, por eso
acepto sin rechistar la nota que Vd. crea que merezco. Pero lo importante es
aquello que tengo que decirle. Y lo hago porque creo que Vd. es una buena profe
y una buena persona. A pesar de mis dieciséis años y de mi apariencia alocada e
irresponsable, sé distinguir sin problema las cosas buenas y malas. Y no me
siento bien cuando veo que a una persona como Vd. le están haciendo daño. Hay
una persona muy cercana en su vida que le está haciendo mucho daño de una forma
oculta. Lo sé desde hace un par de meses, pero no sabía lo que hacer. No quiero
que a una buena mujer, como es mi profe la engañen de una forma tan miserable.
Le pido por favor que no me descubra. No quiero meterme en líos. A mi edad, no
sabría defenderme. Vigile a las personas que están cerca de Vd. Le pido por
Dios, que no enseñe esto que le he escrito a nadie. Por favor no lo haga. Una
alumna que mucho valora su persona y trabajo . Lara”.
El extraño párrafo personal que esta alumna aportaba,
al final de los folios de examen, condicionó ese fin de semana en la vida de
Elsa. Le costaba trabajo admitir que una alumna adolescente, con la que apenas
había intercambiado comentarios relativos a la especialidad de su materia,
tuviera conocimiento de algún asunto que pudiera incidir en su vida privada o
profesional. ¿A qué se estaba refiriendo exactamente
esta joven? ¿Por qué no había hablado con ella personalmente? Le daba
vueltas una y otra vez al enojoso asunto, tratando de no perder los nervios.
Ante todo tenía claro que debía atender la petición que Lara le hacía. Tenía
que actuar con la máxima cautela. Era obvio que una entrevista entre las dos
mujeres era necesaria. Pero antes de hacerlo quería conocer todo lo que fuese
posible acerca de la vida de esa chica, perteneciente a un grupo escolar del
que ella no era tutora. El lunes, sin más falta, hablaría con Paula del Riego, profesora de inglés y tutora de ese
grupo de bachillerato, a fin de recabar más información acerca de esta alumna. Se
lo plantearía de una forma habilidosa, para no perjudicar o incumplir la
petición expresa planteada por la chica. Tampoco creyó oportuno comentarle nada
a Delio, pues si lo hacía iba también a “estropearle” el fin de semana con esa
misteriosa y extraña confidencia escolar. Había que disimular y actuar con
inteligencia y prudencia.
El mismo lunes estuvo hablando con su compañera de
claustro sobre Lara Cadial, justificando su interés por motivos de evaluación,
con respecto a la calificación que iba a concederle y su situación en las demás
materias. También inquirió información acerca de si tenía alguna que otra falta
disciplinaria en su expediente. Con suma habilidad conoció que se trataba de
una hija única, probablemente de madre soltera. Parece ser que el padre
genético de la adolescente no tenía desde hacía años relación alguna con su
hija ni con la madre de la chica, una
mujer bastante joven (parece que tuvo a Lara con no más de diecisiete) y que
trabajaba en la actualidad desempeñando funciones de cajera en un importante
supermercado de la localidad. Ese mismo día, después de recreo, estuvo
impartiendo su clase en el 1º de bachillerato A. Durante toda la clase trató de
evitar cruzar sus ojos con los de Lara, esforzándose en ofrecer una apariencia
de absoluta normalidad, aunque “la procesión” iba por dentro. Por parte de la
estudiante, la actitud fue similar. Elsa comprendía que no debía dilatar en
mucho una conversación personal con Lara. Era la única forma que podría avanzar
en el esclarecimiento de esos consejos y avisos, muy inconcretos, que había
leído en los folios de examen y que le habían provocado una gran desazón e
inseguridad.
Sólo veinticuatro horas más tarde, cuando sonó el
timbre del tiempo de recreo a las 11:30 de una luminosa mañana de junio, Elsa
permanecía en la puerta del aula ocupada por el 1º de bachillerato A. Esperó a
la salida de los alumnos y cuando lo hizo Lara se acercó a ella con una sonrisa. “Entenderás que tenemos que dialogar, Lara. Si por
alguna razón no quieres que lo hagamos en estos minutos de descanso, me dices
cuándo te muestras dispuestas para hacerlo”. Elsa había decidido que
podían dialogar sentadas en unos de los numerosos bancos que estaban ubicados
en los pasillos que rodean el gran patio central, dedicado a zona deportiva.
Pero su joven interlocutora le pidió que prefería hacerlo en privado.
Atendiendo a este deseo, profesora y alumna se dirigieron a uno de los
despachos utilizados por los profesores para entrevistarse con los padres
cuando éstos acudían al centro educativo. Su muy joven interlocutora llevaba en
sus manos una bolsa de snaks como “desayuno, lo que popularmente se conoce
entre las personas muy jóvenes como una bolsa de “gusanitos”.
“Vamos a ver, querida Lara. Aunque
una prueba de examen no es el lugar más adecuado para transmitir lo que
particularmente necesites decirme, agradezco mucho tu voluntad en hacerlo, pues
entiendo que quieres ayudarme. Pero entiéndelo: necesito y te pido que me
amplíes la información. Por muy intrigada y preocupada que yo me sienta, sabes
perfectamente que no he comentado este hecho con nadie. Absolutamente con
nadie. Ni con Paula, tu profesora tutora, ni con tu familia, ni con el jefe de
Estudios o el Sr. Director. Por este motivo y porque creo que sientes un
aprecio por mi persona, necesito que me aclares, en lo posible, qué está
ocurriendo y qué tengo yo que ver en esa situación. No te importe el tiempo que
podamos ocupar. Ahora después tienes una clase de Historia de la Filosofía. Si
llegas un poquito tarde no has de preocuparte, pues yo le explicaré a don
Agustín que he tenido que hablar contigo. En fin, ¿está ocurriendo, Lara? Por
favor, ahora necesito que me ayudes, pues comprenderás que me sienta
lógicamente inquieta y preocupada”.
Los veinticinco minutos que restaban para finalizar
el tiempo de recreo resultaron insuficientes, pera el diálogo que mantuvieron profesora
y alumna. Aunque ésta comenzó a llorar, tras sus primeras palabras, pronto se
calmó ante la mirada comprensiva y serena de una profesora que la escuchaba con
atención y dulzura, evitando todo gesto o palabra que pudiera desestabilizar aún
más a la nerviosa adolescente. A eso de las 12:30 Elsa acompañó a Lara a su
aula de clase, haciéndole una señal oportuna a su compañero Agustín que sonrió
a las dos mujeres, comentando que iba a hacer un resumen para que Lara pudiera
seguir el ritmo de esa clase de la que llevaban unos treinta minutos de
desarrollo. Aunque Elsa trataba de aparentar un esforzado autocontrol, a medida
que pasaban los minutos se sentía cada vez peor. Habló con el jefe de estudios,
indicándole su patente indisposición (justificó que el desayuno le había
sentado bastante mal). El compañero Marcos le respondió que no se preocupase.
Para la última clase que le quedaba, enviaría a un profesor de guardia. “Vete a casa y tómate algo que te ayude a mejorar ¿Podrás
conducir sin problema?”.
Ha sido un verano
vacacional profundamente duro y amargo para Elsa Nodiela. Pero ahora, cuando ya
ha comenzado el otoño con el nuevo curso, se
siente mucho más fuerte y decidida a seguir su marcha por la vida. Sólo tiene
treinta y cuatro años … toda una vida por hacer ante su espléndida juventud.
Sigue ocupando ese ático apartamento que mira hacia el Puente Viejo, en el
entorno del Tajo rondeño. Aunque ahora vive sola, sopesa la petición que le ha
hecho una nueva compañera profesora, que ha de realizar una sustitución hasta
final de curso, en el sentido de compartir el apartamento, pagando los gastos
correspondientes a esa utilización. Este año ejerce como tutora de un 2º de
bachillerato A, precisamente el grupo donde está una joven adolescente de
diecisiete años, llamada Lara Cadial, el apellido de su madre. Entre profesora
y alumna existe un gran afecto y una connivencia recíproca para mantener el
silencio de una historia que las unió, en confianza, generosidad y amistad. La
madre de Lara, Alba Cadial, continúa asistiendo
a las clases de fitness, en el gimnasio donde ya no trabaja Delio, desde Julio
de ese año. Este fisioterapeuta abandonó su residencia rondeña y parece que
ahora presta servicio en un complejo deportivo ubicado en el distrito madrileño
de Moratalaz. La separación jurídica entre él y Elsa se ha realizado de manera
amistosa, muy bien llevada a cabo por los abogados de los antiguos cónyuges.
El hecho que desarrolló la base argumental de esta
historia tuvo su origen cuando un viernes de mayo, cerca de las tres de la
tarde, Elsa acababa de terminar sus clases y Delio la estaba esperando a las
puertas del centro. A la salida del recinto escolar ambos cónyuges se besaron y
entrelazaron sus manos, como dos enamorados. Una de las alumnas que vieron tan
sentimental escena, fue precisamente Lara Cadial, que se quedó inmovilizada, no
pudiendo reprimir una frase que nunca olvidará “Pero…pero si ese… el marido de mi
profesora, es el mismo hombre que algunos días sale con mi madre. No me lo
puedo creer …..”.-
VIVENCIAS
DESDE EL MÁGICO MUNDO DE LAS AULAS
José L. Casado Toro (viernes, 15 MARZO 2019)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga
No hay comentarios:
Publicar un comentario