Mañana … serán muchos lo que ya no estarán. Esta
certeza va unida a otra que nos dice que otros tantos, cifra arriba o número más
abajo, también llegarán. Y para la suerte del resto quedará la incertidumbre de
la permanencia, sin datos concretos para el tiempo o el lugar. Es una muestra
de inteligencia aceptar la ineludible realidad vital: a pesar de todos los
panegíricos, loas, exageraciones y recuerdos emocionados, sinceros o
teatralizados, la gran e indiscutible verdad de la humanidad es que somos prescindibles y fácilmente sustituibles. Representamos muy poca cosa, apenas “nada”, en la
magia o maquinaria esotérica de la inmensidad natural. Este aserto es más que
incontrovertible. La sensatez reclama con inteligencia su humilde y serena aceptación.
En base a esta evidencia, convendría interiorizar y
llevar a la práctica la siguiente reflexión: A partir de ahí ¿qué sentido, utilidad o justificación tiene que
sumemos a nuestro proceder cotidiano todos esos enfados, avaricias, egoísmos,
envidias, orgullos, honores, impaciencias, maldades, sufrimientos, intolerancia,
desasosiegos, violencias, gritos y desasosiegos …? Con franqueza, habremos de
admitir que dicha forma de actuar, añadiendo a nuestros comportamientos esas y
otras negativas e inútiles actitudes, poco añade al equilibrio de nuestra
conciencia. Por el contrario, tan banales actitudes
dilapidarán nuestro tiempo vital, ensombrecerán nuestra imagen y desde luego degradarán
nuestra sentimiento y percepción de la felicidad, potenciando la tristeza interior
y el rechazo social desde el entorno en el que el destino nos haya ubicado.
Acerquémonos ya, con razonable interés, al
personaje protagonista de nuestra historia. Laura
Diana había nacido en el seno de una familia “bien” de origen helénico,
muy acomodada en lo económico gracias a la herencia patrimonial creada por
parte del abuelo Tesalos, patriarca y
organizador de una poderosa industria cervecera, afincada en estos tiempos como
núcleo matriz en la zona sur la actual Chequia. Nada les faltó a los cinco hijos del matrimonio formado por Asclepios y Kiara,
pues aparte de gozar una amplia serie de comodidades e incentivos materiales,
todos ellos fueron inscritos en centros educativos de elevado prestigio, a fin
de que recibieran una educación muy cualificada para su futuro inmediato. Los
cuatro hermanos de Laura resultaron ser unos críos y jóvenes caprichosos,
“malcriados” en la más absoluta y descuidada tolerancia. Poco dados al esfuerzo
y a la tenacidad ante el estudio, ninguno de ellos tuvo voluntad o interés por
ir la universidad. Sólo les apetecía el objetivo de pasarlo lo mejor posible,
disfrutando y dilapidando el abundante patrimonio familiar en fiestas, juergas
e incluso en la práctica desordenada de la bebida y las relaciones humanas, todo
ello ante la mirada irresponsable de una padres que no ejercían como tales. Sus
progenitores centraban básicamente su interés en el excitante mundo de los negocios
y en mantener “engrasada” la máquina de incrementar los ingresos, a fin de
sustentar la vida fastuosa que practicaban y gozaban, sin la más mínima
prevención o equilibrio ahorrativo para el futuro.
Por el contrario, la única niña del matrimonio, precisamente
la más pequeña en edad de los cinco hijos, mantenía desde pequeña un carácter
bien diferente con respecto a sus irresponsables y banales hermanos. Laura fue
la única que cursó estudios universitarios, obteniendo una brillante licenciatura en ciencias químicas, con el razonable e
inteligente objetivo de seguir en su momento comandando la poderosa industria
cervecera patrimonial.
Un inesperado y doloroso acontecimiento vino a
condicionar bruscamente la vida de esta familia. El luctuoso hecho fue el desgraciado accidente aéreo que sufrió el alma mater
empresarial Asclepios Samaras, cuando se trasladaba pilotando su propia
avioneta desde Atenas a Praga. Su fallecimiento provocó que Laura Diana, la más
pequeña de sus descendientes, se tuviera que hacer cargo de la compleja
dirección empresarial de la internacionalizada y prestigiosa marca cervecera Samos. Expresado de una forma brusca pero distintiva,
el resto de sus cuatro hermanos eran unos perfectos inútiles cuya única
destreza era el malgastar el dinero que no producían, viviendo de la forma más
parasitaria y degradada posible, a pesar de su vital juventud.
A sus veintisiete años y habiendo finalizado los
estudios y especialización universitaria no hacía más que dos, Laura tuvo que aprender muy deprisa la mejor forma de
dirigir un muy importante negocio del que dependían, sólo en la fábrica motriz
de Chequia, más de doscientas cincuenta familias, además de exportar su
reconocido producto en más de 45 países de todo el orbe. Efectivamente, el
aprendizaje de esta joven propietaria y ejecutiva fue espectacularmente
acelerado: hubo de “madurar” a marchas forzadas, introduciéndose con
desenfadada destreza en la difícil malla de los movimientos financieros internacionales.
De forma paralela supo aplicar, con impropia y asombrosa madurez, sus
conocimientos químicos para la consolidación y expansión no solo de la
producción cervecera, sino también para la diversificación de otros alimentos
afines en el organigrama de la cadena productiva. Dado los buenos resultados en
la producción y venta de cerveza, que en pocos pocos meses la marca estaba consiguiendo bajo la
mano de esta joven mujer, con gran esfuerzo imaginativo y una férrea voluntad
innovadora el comité de dirección empresarial acometió la expansión en el campo
de otros productos alimenticios, como las galletas, pastas e incluso un tipo
muy cualificado y apreciado de alimento como eran las papillas para la
nutrición infantil.
En este contexto aparece la figura de un personaje
que no solo va a condicionar los éxitos empresariales, sino también la
estabilidad afectiva de una mujer estresada por el muy intenso trabajo que se
ha echado a sus espaldas. Se trataba de un apuesto y fornido oficial técnico
que trabajaba en la planta central de Chequia, encargado de controlar el
circuito de llenado, durante el proceso de la producción cervecera. Este joven especialista
en soldaduras y circuitos eléctricos, llamado Filipos,
poseía en su habilidoso y artificioso carácter esa característica que definen
al “trepa” profesional, es decir, aquella persona que, sin grandes titulaciones
o brillantez en su currículum laboral, entra a trabajar en una empresa y, desde
un modesto puesto en el organigrama laboral, rápidamente va “escalando” puestos
de una mayor responsabilidad y retribución. La técnica utilizada por este sagaz
operario para sus continuos ascensos se basaba fundamentalmente en aplicar
“todo tipo de medios” al obsesivo
objetivo de tener más y más poder: aprovechar con habilidad los momentos y las
oportunidades, dosificando la adulación, las sonrisas, los favores y sobre todo el artificio
embriagador de la palabra, presentando el mejor rostro ante los diversos jefes
y encargados que se tienen jerárquicamente por “encima” .
Era obvio que Laura estaba admirable pero
exageradamente entregada a la intensidad y exigencias del máximo puesto ocupado
en la cúpula directiva. Pero después de trabajar casi a diario doce y catorce
horas, cuando llegaba a casa padecía esa soledad y
falta de afecto que toda persona reclama, sea cual sea su edad o
circunstancia. Ya en la cuarta década de su existencia, comprobaba que cada día
que pasaba tenía menos tiempo para disfrutar de la vida y lo que era más duro,
el sentimiento carencial ante la experiencia maternal y familiar, que le diera
un mayor sentido y proyección a su recorrido vital. Pero el caprichoso destino
y la intencionalidad de las voluntades provocaron el acercamiento de estas dos
personas. Filipos “encandila” a la solitaria Laura, a la que ofrece su prestancia,
su verborrea deslumbrante y, por supuesto, su fogosidad sexual. El matrimonio del oficial de llenado con la directora
ejecutiva se puede resumir de una manera concisa: cuatro años de vinculación,
dos críos en la descendencia, varios amantes para el insaciable e infiel marido
y un poderoso defalco de veinte millones en la empresa, por parte del ambicioso
cónyuge.
Los abogados negociaron que el infiel Filipos
aceptara el divorcio de su mujer, a cambio de
no ingresar en prisión. En pocas semanas desapareció del muestrario social, no
solo de su puesto ejecutivo en la empresa Samos, sino también de la vinculación
afectiva con la que había sido su mujer. Nada se supo más de él, aunque la
realidad de los hechos nos revelan su desembarco en tierras sudamericanas,
donde emprendió nuevas aventuras gracias a ciertos capitales que tenía bien
asegurados en la banca suiza. La soledad y el desánimo de Laura se acrecentó y dicho
estado comenzó a perjudicar su equilibrio emocional y corporal, Sin embargo, la
presencia y el cuidado de sus hijos era un poderoso acicate para recuperar en
parte la estabilidad perdida. Además, trataba de compensar sus desgracias
aplicando una proverbial y habitual hiperactividad, trabajando sin descanso con
el objetivo visceral de recuperar y saldar (lo consiguió en gran parte) los
enormes agujeros que había provocado en el patrimonio empresarial su desleal y
delictiva pareja.
Al paso de los años la
obsesión sin mesura de esta mujer por el trabajo incrementó su perfil
convulsivo y desequilibrado. Sus hijos crecieron y la empresa funcionaba,
generando beneficios sin tregua. Pero Laura Diana cada vez se encontraba más
deprimida, solitaria y triste. Sólo los dividendos y ganancias endulzaban una existencia, en la
que el mayor activo era ese superávit económico que exigían más esfuerzo
inversor y , por supuesto, más horas de dedicación laboral. Su carácter entró
en las vías inquietantes de la patología, volviéndose desconfiada, obsesiva,
ambiciosa, colérica y exageradamente maniática.
Un domingo por la mañana en primavera, Laura paseaba sin rumbo por las
calles de Praga. Trataba de recuperar un mejor
equilibrio para su ánimo y tono corporal un tanto “enfermos”. En su incierto o indefinido caminar, desembocó
en un gran parque público. La agradable bonanza del tiempo había facilitado que
muchas madres y padres hubiesen llevado a sus hijos a ese gran pulmón vegetal,
para que disfrutaran con sus juegos inocentes y alegres. Mientras que algunos
pequeños corrían de acá para allá, entre gritos y risas, otros echaban algunas de sus “chuches” a las
aves que, confiadas, se acercaban a los niños para recoger el alimento con sus
picos. Además de esas felices familias, también ocupaban los bancos de asientos
numerosos ancianos jubilados, que agradecían la buena temperatura solar con sus
ojos enturbiados y esas palabras intercambiadas con los amigos o vecinos del
espacio ajardinado. A otros, por el contrario, se les veía más bien callados,
disfrutando aparentemente de ese silencio que pacificaba o tonificaba sus
espíritus. En general, todos ellos mostraban unos cuerpos “castigados” por el
inexorable paso de calendario sobre sus vidas. Laura también tomó asiento en
uno de los bancales de piedra, con la intención de descansar y darle calor a su
cuerpo gracias a la agradable y estimulante radiación solar.
A unos metros de distancia, sentado en otro de los
bancos, avistó a un fraile anciano. Probablemente
pertenecía a la orden franciscana, a tenor del color y la modestia de su
humilde hábito conventual. El apacible y venerable religioso mostraba, de forma
manifiesta en su estructura y epidermis corporal, los muchos años de vida que “atesoraba”.
El cabello blanco en su cabeza era muy escaso, tenía barba poblada del mismo e
inmaculado color, la piel bastante curtida y arrugada, a consecuencia de un muy
largo recorrido por estos caminos terrenales. El fraile (después se
identificaría como Jonás) no se movió de su
asiento durante gran parte de esas horas centrales de la mañana. Cuando sonaron
las campanadas procedentes de alguna torre aledaña, anunciando las dos de la
tarde, muchos niños junto a sus padres habían ya abandonado la gran zona de los
juegos, además de esos toscos y pétreos asientos para el descanso. Sin embargo
allí permanecían tanto la mujer de 42 años, somnolienta y gratificada por la
caricia solar, como el anciano fraile franciscano, que también entornaba sus
cansados ojos dirigidos al astro solar que tanto nos vitaliza. En un momento
concreto, el religioso se incorporó de su asiento, acercándose pausadamente al
lugar que Laura ocupaba. Con una paternal sonrisa, pidió permiso para sentarse
a su lado. Era evidente que deseaba expresarse. Así lo hizo, “recitando” una
larga y dulce reflexión a su intrigada interlocutora.
“Mi querida y respetada hermana. Me
vas a perdonar que haya estado observándote, durante gran parte de esta mañana.
Desde el primer momento en que llegaste al parque, he creído percibir en tu
rostro un semblante de profunda infelicidad. Como puedes comprender, nada sé de
ti. Pero en mi larga andadura por la vida he aprendido a conocer un poco más a
mis hermanos, con tan sólo analizarles sus rostros, sus gestos y esos
comportamientos cotidianos que tanto y bien nos identifican. He visto que observabas
con cariño y con una cierta “carencia” o nostalgia la alegría que transmitían todos
esos pequeños que jugaban con lo mas modesto y valioso que nos ofrece la
naturaleza. Sabían divertirse con las ramas que reposan en el suelo, con esas
hojas que el viento ha hecho caer de los árboles o con el surtidor de agua
transparente y fresca, que sacia la sed de nuestros cuerpos, entre tantos otros
beneficios. También mirabas y apetecías la humilde placidez que mostraban esos ancianos
limitados en sus energías, pero que se sienten satisfechos recibiendo la templanza
del sol, la suave brisa que acaricia sus cuerpos y esas palabras amables que pueden
intercambiar con las generosas personas que se prestan a escucharles y a darles
unos minutos de fraterna y caritativa amistad.
Pero en ti no existe esa alegría, esa
paz, ese sosiego, que tus ojos y corazón contemplan en todas esas pequeñas o
mayores personas que “saben” disfrutar con sencillez de la vida. Por tu forma
de vestir, creo adivinar posees abundantes bienes materiales. Sin embargo, el
sentimiento de felicidad no viene por ese camino. Tu lo comprobarás , día tras
día. Existen otras rutas que debemos
recorrer para reencontrarnos a nosotros mismos y, de manera especial, para poder
apreciar y valorar lo pequeño, lo más modesto, lo que la naturaleza nos ofrece
sin pedirnos nada, nada a cambio. El valor de las pequeñas cosas, querida Laura
Diana, como me acabas de decir que te llamas. Muy posiblemente, alguna vez te
has propuesto cambiar en tus hábitos, en tus comportamientos, en tus valores, proyectando
importantes modificaciones en tu forma de vivir. Pero una y otra vez has dejado
esos cambios para más adelante, sin atreverte a realizarlos con la necesaria
decisión y valentía. Eso nos ocurre a los humanos. Nos cuesta sentarnos a
reflexionar, para después actuar. Si lo deseas, puedes contarme algo de aquello
que te hace sufrir. Tal vez mis consejos puedan ayudarte a sentirte algo mejor”.
La profunda desazón e insatisfacción que albergaba
el corazón de Laura se abrió con esperanza, ante la paternal escucha de aquel inesperado
observador y bondadoso religioso, de mirada cansada, pero que “irradiaba” una fraternal
y paciente solidaridad. A grandes trazos y durante generosos minutos, la
abrumada y compulsiva ejecutiva le narró los contrastados avatares que había
tenido que vivir. Pero sobre todo hizo hincapié en una obvia realidad: el poder
económico y social que a diario ambicionaba, ciertamente no había incrementado la
percepción y sentimiento de la tan necesaria felicidad. Por el contrario, se
sentía neciamente esclavizada en una dinámica de más trabajo, más dedicación,
más ingresos, más poder… sin que estos incrementos tuvieran correlación con esa
alegría del alma que había percibido en el juego de los niños o en el envidiado
sosiego que demostraban los ancianos. Esas personas mayores que gozaban, llenos
de paciencia y sencillez, la templanza térmica del sol o que tan bien
compartían la invisible acústica de los silencios, junto a los aromas y la
plástica cromática que nos regalan las flores con admirable generosidad.
Laura Diana asumía que no resultaban fáciles, ni de
aplicación urgente, los significativos y valientes y arriesgados cambios que
debían ir transformando su vida. Pero, tras tomar conciencia de su inteligente necesidad,
los fue implementando, gradual y pacientemente en sus calendarios de cada día. En
modo alguno obvió lo que para ella había resultado más decisivo: aquella
sorpresiva conversación o reflexión en voz alta mantenida con aquella buena
persona llamada Jonás, al que nunca más pudo encontrar sentado en un banco de
ese gran parque ciudadano. En repetidas ocasiones volvió a ese gran espacio
vegetal, de manera especial cuando se
sentía más agobiada, estresada o vacía de comprensión, afecto y equilibrio
anímico.
En ocasiones, Laura Diana se ha preguntado si la
trascendente conversación que mantuvo con el bondadoso e inteligente religioso
realmente existió. O si, por el contrario, sólo fue una onírica muestra de esos
sueños que se tornan y revisten de realidad, en el seno de la selva abigarrada que
tejen nuestras ambiciones, carencias y
desconsuelos.-
EN LA SELVA CONVULSA Y ABIGARRADA DE
LA CULTURA SOCIAL.
José L. Casado Toro (viernes, 08 MARZO 2019)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga
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