Curva
tras curva, un buen coche, con los achaques propios de su cansada mecánica,
asciende voluntarioso por una carretera de paisaje cambiante. Con el progresivo
aumento en la altitud, la vegetación “de escalera
geográfica” se va transformando, cota a cota, hasta ir pr ácticamente mutándose a un grisáceo pedregal y áspero monte, ante la
ausencia de nieve en este comienzo de agosto. Ahora sestea, plácidamente, la
temporada baja. Pero, durante el invierno, en esta famosa estación situada a no
muchos kilómetros del Mediterráneo, los esquiadores se deslizan sobre las heladas
laderas, con la osada intrepidez del viento. También saben hacerlo con esa aterciopelada
suavidad de un mar inmaculado y brillante, en período de calma. Por estas
ondulaciones hacia el cielo, el motor del vetusto Ford sufre los “males de altura”,
rugiendo una carburación cada vez m ás dificultosa para los objetivos
certeros de ascenso al albergue.
Allá
en todo lo alto, más cerca aún de las nubes y con una atmósfera que respira pureza,
un hombre cansado, por el alcohol y los traspiés de la rutina, pretende recuperar algo del sosiego perdido y, sobre todo,
volver a sentir y gustar el placer comunicativo de la creatividad literaria. El
proyecto de un nuevo libro, iniciado hace ya unos meses, sólo se ha materializado
en unas cuartillas que, una vez y otra, suele romper. Es tozudo en su
exigencia, ya que lo escrito hasta el momento sigue sin convencerle. Su
colaboración diaria en el periódico de la cadena se ha tornado, de manera
preocupante, en aburrida, sosa y sin ese hálito motivador para la lectura. Así
se lo ha comunicado, sin componendas o florituras (lo cual es habitual en él)
uno de los jefes de sección del medio informativo donde, hasta el momento,
trabaja. Y para poner guinda a este sombrío panorama, tiene problemas de
diálogo e interacción con su único hijo adolescente, el cual vive junto a su ex
mujer y el compañero afectivo de ésta.
Con
todo esto bulléndole por la cabeza, y presentando el ánimo un tanto degradado, ha reservado una estancia mensual en ese albergue,
ahora casi vacío de clientes. Los consejos de ese buen amigo, Marcel, han sido
decisivos para su gesto de apartarse, durante unas semanas, de un estrés
cotidiano que le inestabiliza y deprime. Tiene absoluta confianza (necesita creer en ello) de
que puede recuperar parcelas de su autoestima degradada, por culpa de todo, de
él mismo y de nadie.
En
este momento de la temporada, el pequeño albergue vive como en un somnoliento,
pero agradable, letargo. Su principal materia prima, para el estímulo y la
oferta, se halla ausente por los ciclos naturales de la meteorología. Sólo unos
escasos neveros, en determinadas oquedades de los
riscos y laderas, son mudos testigos de ese agua helada que se resiste a viajar
a otras latitudes, ahora en el estío del agosto. Pero se está bien por allá
arriba, a unos casi tres mil metros de altura. Atmósfera
limpia y fresca, desde la mañana a la noche. Acústica rítmica sosegada,
modulada por la brisa y esos intérpretes anónimos cuyo trabajo también viaja acurrucado
en el viento. Tranquilidad, paseos por los desiertos senderos, el ciclo de las
tres comidas, a horas muy adelantadas. Tampoco faltan esos buenos ratos para la
lectura y generación de relatos, frente al manoseado teclado de su ordenador. A
veces el Internet suele fallar, como ventana abierta a ese mundo del que ahora
quiere estar alejado, pero Marcel, gerente y
principal propietario de esta residencia, le ha asegurado que el lunes van a
subir unos técnicos para mejorar las conexiones que, desde ahora, utilizarán el
propio circuito eléctrico del edificio.
Son
escasos los personajes que intervienen en esas vivencias veraniegas que laten
en el albergue. Junto a Marcel y su prudente esposa Clara,
está José, un coloquial y reflexivo camarero,
que ofrece sus sabios consejos a todos aquellos a quienes piensa debe ayudar.
Atiende también el coqueto bar, donde sirve aperitivos y meriendas. Fátima, se encarga de la cocina. En aquellos momentos
cuando abunda y bulle la nieve, le ayuda una sobrina, dado que entonces las sesenta
y tres plazas disponibles están todas ellas ocupadas por los practicantes del
skí y la aventura senderista. Finalmente, la limpieza y el orden en las
habitaciones es realizada por una atractiva joven, Cecilia,
que a sus veinticinco años ofrece un carácter amable y afectivo, presidido por
la sencillez y la espontaneidad expresiva.
Esta
chica posee un cuerpo frágil y, al tiempo, atrayente. En su mediana estatura
luce un cabello largo y ondulado, de color moreno, junto a sus preciosos ojos
castaños que muestran inocencia y bondad. El perfil de su nariz es perfecto con
la armonía de esa pequeña boca de la que fluye una expresión a veces traviesa,
en otras maternal. Irradia sencillez y serenidad. Los trazos de su rostro y la
dulce tonalidad de su voz nos hace preguntarnos qué hace este encanto de mujer,
sobrevolando por aquellas alturas inmensas de lo natural.
Todos
estas personas viven de manera permanente en ese espacio mágico de la sierra,
aunque algunos días de la semana suelen bajar a la ciudad, a fin de realizar compras,
gestiones y otras atenciones para su privacidad. Y junto a la puerta, por la
mañana, o cercano al fuego del hogar, en el anochecer, Claus,
un buenazo, grandote y tranquilo San Bernardo que, aunque parece estar siempre
dormitando, abre sus ojos de nobleza para todo aquél que quiera acariciar la
suavidad de su cuerpo.
Cuando
Héctor baja al comedor, o se sienta por la
noche junto a los leños encendidos del salón-estar, suele estar acompañado por
una joven pareja que tienen una niña pequeña, alegre y muy juguetona. Son franceses, aunque
comunican muy bien en castellano. Trabajan en la interpretación escénica y
ahora, en vacaciones, están preparando una nueva obra teatral que representarán
a partir del otoño. Poco a poco, día a día, la vida de este veterano periodista
y escritor va encontrando parcelas estables que compensan esas etapas grisáceas,
donde los nubarrones del desconcierto producen tan agreste incomodidad. Desde el
teclado de su ordenador han vuelto a generarse palabras e imágenes, colores y sentimientos,
sonrisas y miradas, dibujándose párrafos llenos de historia y latidos de vida.
Todo sustentado en el marco usual de la ficción pero, casi siempre, basado en
la racionalidad inmediata y próxima de la realidad.
“Dejé el colegio muy joven. Creo que a los trece años. Me
tuve que poner a trabajar con mi madre en la limpieza, ya que yo soy la mayor
de cuatro hermanos y mi padre tuvo un accidente en la obra. Era albañil. Le
quedó una cortísima pensión que no nos daba apenas para comer. Bueno, a mí
tampoco es que gustara estudiar. Así que llevo aquí ya para ocho años. Entre las
nubes, las nieve y el frío de la montaña. Pero no me quejo. Marcel y Clara son
muy buena gente. Es tanto ya el tiempo que llevo en el albergue, que me tratan
como a una hija, para ellos que no han podido, a pesar de sus deseos, tener
descendencia”.
Como
en muchas de las tardes, Héctor mantiene un relajado diálogo con Cecilia, antes
de la cena que, acá arriba en la sierra, se sirve a las siete y media, aún con ese
sol dorado que dibuja pinceladas bellísimas en el paisaje. Sentados ambos en
los aledaños de una gran puerta de recia madera, que mira hacia el valle, intercambian palabras, confidencias y sonrisas que
vitalizan y enriquecen lo mejor de una fluida comunicación. Claus les acompaña,
abriendo de vez en cuando sus orejas. Se diría que es para oír mejor las
palabras de aquellos que dialogan. La primaria sencillez de la joven permite
vitalizar el espíritu, cansado y abrumado, de este profesional de la pluma o el
teclado que lucha por recuperar muchos de los fundamentos que hicieron de él un
excelente escritor. También él ve, en la transparencia y alegría de Cecilia,
esa agua plena de pureza y frescor que humedece el seco erial de los tiempos sin
luz.
“Sé que te agradan mucho las historias que te cuento, en
nuestros diarios ratitos de charla. Como ves, un periodista ha de poseer esa
capacidad física y profesional para captar, por acá y por allá, esa noticia,
aquella información que, debidamente interpretada y explicada, se traslada, con
un buen soporte gráfico, a los lectores. Las anécdotas surgen por doquier, en
el momento menos pensado. Son esos detalles y experiencias que tanto te hacen
sonreír y disfrutar, al recordarlas y narrarlas. Como sabes, esta mañana bajé a
la ciudad. Y me he permitido traerte un pequeño regalo. En mi opinión, uno de
los más hermosos que se pueden hacer a la persona amiga. Es un libro repleto de
pequeños relatos. Son fáciles de leer pero, al tiempo, contienen esa capacidad
milagrosa que alimenta y nutre nuestra imaginación. Estoy seguro que muchos de
ellos te van a emocionar, distraer e, incluso, te harán soñar. Con esos ojos
tan preciosos que la naturaleza te ha concedido, podrás ver y recrear esas
escenas en las que tú eres una importante espectadora. Como en el cine ¿verdad?”.
La
joven, como una disciplinada discípula, asentía y callaba. Pero sin poder
ocultar un traviesa placer, pleno de bondad y complacencia. Recibió el regalo,
agradecida y halagada.
“¿Por qué no me escribes alguna frase, en la
contraportada? Me gustaría que lo hicieras. A ti eso de juntar unas palabras
con otras, se te da muy bien. Eres un maestro, hablando y escribiendo. Me va a
hacer mucha ilusión, cuando lea alguna de las historias, repasar una y otra vez
las lindas palabras que hayas querido ponerme”.
Discurrieron,
como las aguas del río, las semanas y los días. Héctor, sintiéndose recuperado
y con fuerzas para la lucha diaria, decidió que había llegado el momento de
volver a las raíces profesionales y sociales. Aquella noche de lunes, en una romántica y difícil despedida, Cecilia y él decidieron
bajar a la ciudad para cenar. Disfrutaron de un coqueto restaurante sembrado,
como una flor más, en ese jardín lleno de aroma, ritmo y misterio, allá en todo
lo alto del Albaycín granadino. Los dos
comensales cruzaron miradas ansiosas. Intercambiaron gestos y palabras.
Prometieron esperanzas y anhelos, para el mañana. Para todos y cada unos de los
días. Un beso y un adiós, bajo una luna acogedora que….. también sonreía.
Y
han pasado amaneceres y atardeceres, silencios y desvelos, en una joven que
confía. Cecilia sigue con su trabajo, esperando ilusionada la llegada de una
carta, una llamada o esa presencia, a la que tanto ansía. Y alguna tarde,
cuando la nieve no es muy terca, para dificultar la subida, ha caminado despacio
hacia el trono o altar de la Virgen blanca. Allí
observa con recato a esa Señora que reina en la montaña, sobre las sierras, las
aguas y las brisas. Le ha contado sus esperanzas, le ha transmitido su alegría
y aquellas palabras de futuro que un buen hombre, más de una vez, le prometía.
Sí, en aquella noche de luna, cantada y bailada a modo de zambra y requiebro,
por entre esas callejuelas empedradas y atentas para la compañía.
“Seguro que ha de venir, no me lo puedes quitar. Necesito
a ese buen hombre que le va a dar razón y sentido… a la realidad y sencillez de
mi vida”.-
Tras
diversos avatares, en lo profesional y en la intimidad de lo humano, Héctor, de
vuelta para tantas cosas, quiere dar una sorpresa a la persona que tanto supo y
quiso ayudarle. En un principio, aturdido en la duda y el ego, había pensado en
silenciar esa etapa en la sierra. Después ha comprendido que en lo más verdadero
y humilde se hallan razones para el por qué de los días. Con su viejo Ford
recupera esas entrañables laderas, ahora regadas con un intenso frío que no
puede eclipsar la alegría.-
José L. Casado Toro (viernes, 28 junio, 2013)
Profesor
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