Caminaba
despacio, marcando físicamente las pisadas, hacia la próxima parada del bus. Era
la noche de un domingo, en junio, soportable en lo térmico aunque algo
incómoda, debido a la intensa humedad. Esta situación meteorológica es bastante
usual en las ciudades portuarias, debido a la inmediatez nutriente de la gran masa
hídrica que conforma y reina en el mar. Y
allí, debajo de la marquesina acristalada, un par de
chicas muy jóvenes estaban hablando acerca de esa tarde que finalizaba
en la noche. El panel digital marcaba los datos de la temperatura, alternados
con aquellos otros que informaban sobre la llegada de los próximos autobuses. Me
fijé en los quince largos minutos que tendríamos que conceder a la espera. Como
las dos jóvenes se expresaban a viva voz, pude participar anónimamente en su
diálogo, escuchando parte de la historia que intercambiaban en palabras.
Eran
compañeras de aula, posiblemente en algún instituto de la zona oeste malagueña.
A tenor de la edad que ambas representaban, estudiantes de secundaria. Las
ubicaría en cuarto de la ESO (entre los quince y los dieciséis años de edad). Auri, la más delgadita, melena corta ondulada, ojos
castaños y brackets correctores, llevaba un vestido celeste y blanco, muy
veraniego, con unas sandalias de tiritas, también blancas. Era la más expresiva
de las dos, pues su amiga Lucía, con más gramos
en su cuerpo, se limitaba básicamente a escuchar. De cabello castaño claro,
cubría su cuerpo con una rebeca de punto blanca que la protegía de la fuerte
humedad que nos deparaba la noche, un cortísimo pantalón del mismo color, con
unas sandalias planas, en este caso de color beige. No resultaba difícil
introducirse, con ese necesario y educado disimulo, en la conversación que las
dos jovencitas mantenían. En ese momento de la noche, no había nadie más en la
parada, así que ellas dos dialogaban mientras que yo, pacientemente, asistía
reflexivo a la peculiar retórica que utilizaban.
“Luci, yo no te he querido quitar al Víctor. Lo que pasa
es que él ya no está por ti. Empezó a tentarme con los mensajitos en clase y ya
lo tenía pegado como una lapa a todos los sitios que iba. Ya sé que no te gustó
cuando nos vistes con el manoseo en la escalera del patio. Pero a mi me daba
corte decírtelo. Qué quieres, que a mi mejor amiga vaya una mañana y le diga
que he estado de magreo con su Víctor. Te lo tienes que quitar de la cabeza.
Ahora está por mí. Y yo no te quiero hacer daño. Pero a mi me mola en cantiá. Y
ya hemos hecho nuestras cositas. Nos pusimos a tope. Pero no querrás que te lo
cuente….. Supuestamente, las mismas que ha hecho contigo. Tienes que pasar ya.
El Gabri también está mu bien. A poco que lo pongas a tono, lo tienes como un
faldero detrás tuya. Es más feíllo que el Víctor, pero me han dicho que pa meté
mano es un artista”.
Lucía
atendía resignada a las “doctas” y fraternales palabras de su amiga íntima Auri,
con el semblante triste y cariacontecido. Asentía con ese movimiento de cabeza
que suple la desgana en el ejercicio de las frases.
“No, si yo sé, Auri, que tú no me la has pegado. Ha sido
él quien se ha cansao. Le gusta la variedad. Pero mira que liarse con mi mejor
amiga. Pa mí es un niñato consentío. Y lo conozco mu bien, por fuera y por dentro.
Ahora está contigo y punto. Mejó que hablemos de otras cosas, porque ya estoy
del Víctor hasta los …. ¿Has hecho las tareas pa mañana. En todo el finde, yo
no he cogío un papé. Pa eso estaba yo. Ahí están las tareas esperándome. Como
se entere mi madre, me mata”.
Faltaban
ya siete minutos, según marcaba el avisador digital, para la llegada del
catorce. Hacía un par de minutos que se había
incorporado una nueva usuaria, a esta parada situada en el ecuador
métrico del Parque norte, enfrente del edificio del Rectorado. Era una señora entrada
en años y con gafas oscuras, a pesar de la noche. Me llamó la atención los
dibujos grabados en la piel de su bolso. Sin duda venía del cine, pues hacía
como que leía el prospecto informativo de un cine cercano. De esos que te
ofrecen alguna somera información acerca de la película que proyectan en
pantalla. En realidad, se la notaba con un cierto tono de preocupación. Con ese
gesto nervioso que solemos hacer, para distraer el tiempo, echó manos de su
móvil y realizó una marcación táctil. Tras esperar unos segundos, comenzó a
dialogar con un interlocutor, previsiblemente aquél con quien había estado en
la profundidad de la tarde. A pesar de que tenía un buen tono de voz, me
resultaba difícil seguir el hilo de una conversación, más o menos construida o
articulada a base de frases entrecortadas.
“No, si a mi no me importa. En realidad, lo entiendo,
aunque no me pidas que te lo aplauda. Las cosas están así y hay que echarle
mucho aguante. (Silencio, para la escucha de la otra persona que habla). Ya, pero tu nunca lo vas a hacer. Tus hijos y eso. Pero
ya no tienen siete años. Seguro que acabarían por entenderlo. Además, la gente
joven pronto se dispone a organizar su vida. Y con su noción del tiempo, nos ven
a los mayores como dinosaurios de otra galaxia. (Nuevo silencio) Te lo dije esta tarde. Tú ya no la soportas…… no, pero
ella a ti tampoco……. Os estáis haciendo daño y yo sigo aquí de invitada……. No
Mario, no te veo con valentía. Y yo porque estoy muy sola, que si no…… Estoy ya
muy harta y cansada, Mario, con mi pobre situación entre vosotros”.
Esta
mujer, aparentemente atrapada y utilizada, en el viejo triángulo afectivo, había
ido elevado, de forma paulatina su tono de voz. A medida que el enfado potenciaba
su desequilibrio anímico. No me fue posible conocer su nombre ya que éste es
posible fuera pronunciado, pero al otro lado de la línea. Vestía con una
aparente informalidad, pero cuidando una básica elegancia para esta tarde/noche
de domingo. Vaqueros de marca, una camisa bordada, de color celeste claro y
unas sandalias negras con un cierto tacón, ya que no podía ostentar un cota
destacada en su más bien corta talla.
¡Vaya!
Apenas había reparado en ella. Con sus ojos sensuales y sonrisa picarona,
trataba de motivar nuestra atención. Había una cuarta
mujer. La noche iba de féminas, en el repertorio. A través del cristal,
iluminado por un suave neón acaramelado, nos estaba invitando a compartir, con
su atrayente y frágil figura, un apasionado crucero para la aventura. Sería por
esas aguas, llenas de historia, sosegadas, azules y transparentes, en el helénico
y latino Mediterráneo. Cuatro mujeres, cada una de ellas con diferente
escenografía, qué mejor honor para este comienzo de junio, ansiada antesala de
ese reconfortante e inminente verano. ¿Y tú como te
llamas? Me preguntaba, pensativo y travieso. Pero los personajes
insertos en la cartelería suelen ser reacios en desvelar la intimidad de sus
nomenclaturas. No recibí respuesta alguna, a mi lúdico e infantil interrogante.
Al
fin, el parpadeo luminoso del panel nos avisaba de la inminente llegada del “catorce”
que nos acercaría, recorriendo las correspondientes estaciones urbanas, a esos
hogares que nos identifican.
Auri
y Luci, vitalizando su simple espontaneidad, continuaban con sus reflexiones, afectivas y
escolares, camino de ese lunes donde casi todo, dicen …… vuelve a empezar. Para
ellas este domingo, que ya casi dormitaba en sus bostezos, habría tenido
expectativas ilusionadas, realidades para la aventura y, también, nublados
acromáticos de esos que invitan a seguir creyendo en la espera.
La
señora, amiga de Mario, al fin no se subió al bus. La vi alejarse, confundida o
desorientada, a pasos inciertos, camino de una situación indefinida. Parece ser
que el tal Mario pretendía ese juego prevalente en el que sólo quieres las
cartas que te sonríen, pero no aquéllas que exigen tu definición y valentía. Un
caradura de diseño, con el ego como pobre y decadente estandarte.
¡Ah!
y la chica del crucero. Viendo que ya no había público atento en la parada,
aprovechó para irse a tomar un café calentito al McDonald’s cercano de la Marina. Es el único que a esa
hora, más allá de las once, permanece abierto para clientes solitarios en
domingos sin tiempo.
El
diestro conductor, que nos acercaba en su obligación a nuestras intimidades
sociales, aceleraba sin pausa con el pedal de las prisas. Sus movimientos y
gestos lo confirmaba. Se sentía ya, a estas horas para
las aceras vacías, bastante cansado de dar tantas vueltas a lo mismo,
por esas calles, plazas y marquesinas. Y yo me entretenía observando, a través
de un cristal torpemente rayado con el “te quiero, Ana” una ciudad
que simulaba estar dormida.
Me
seguía preguntando, sin ánimos para la respuesta, por qué hemos creado neciamente
los domingos por la noche, cuando resultan más
atractivos esos lunes, miércoles o viernes….. cuando luce, con todo su
esplendor e ilusión, la mañana.-
José L. Casado Toro (viernes, 5 julio, 2013)
Profesor
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