Por
más que cueste concederle el suficiente margen de verosimilitud, se producen
hechos y situaciones, un tanto increíbles, que pueden estar muy cerca de
nuestra realidad. El azar o la casualidad nos suelen
deparar las sorpresas más insospechadas en el discurrir cotidiano. Y eso fue lo
que, a grosso modo, ocurrió, en aquella mañana de miércoles. Como suelo hacer,
una o dos veces por semana, acudí a practicar un poco de natación, en una de las piscinas
públicas que pueblan el perímetro urbano de la ciudad. Sin duda, este
ejercicio es una de las actividades más reconfortantes para la salud. Especialmente
grata y vitalizante para el estrés anímico que la densidad diaria nos
proporciona. Como en todas estas instalaciones, existen unas taquillas a disposición y servicio de los usuarios.
En ellas puedes guardar tus enseres personales, introduciendo una moneda
recuperable que libera la llave correspondiente a ese pequeño, pero útil,
espacio. Al igual que hago todos días en que voy a nadar, dejé mi toalla y la llave de
la taquilla junto a la gradería que rodea a la gran cubeta acuática. Ese
espacio suele estar poblado de toallas y llaves, pertenecientes a todos
aquellos que realizamos los ejercicios sobre esa agua limpia y con sabor a sal
que nos acoge.
Una
vez que llevé a cabo los repetidos recorridos de ida y vuelta, por espacio de
unos cincuenta minutos, salí del agua y
recogí mi toalla junto a la llave que estaba bajo la misma. Tras saludar a los
socorristas y monitores, me dirigí a la taquilla a fin de recuperar la bolsa
deportiva que allí tenía depositada, antes de pasar por la ducha y los
vestuarios. De forma un tanto mecánica, introduje la llave en la cerradura. No
me funcionaba en el bombín, por lo que tuve que reintentarlo. Volvió a fallar,
así que repas é el número de la plaquita que lleva colgada. Tal vez, me habría
equivocado de taquilla (181 por 182). Pensé que no me había fijado bien,
en un principio, por lo que abrí sin más dificultad la taquilla aneja. Miré en
su interior y, para mi sorpresa, caí en la cuenta que había cogido una toalla
muy parecida a la mía (azul celeste y algunas líneas anaranjadas) junto a una
llave también equivocada. Seguro que ambas prendas estaban juntas, al borde de
la piscina. Antes de cerrar la taquilla me fijé en que, junto a un pequeño
maletín beige, su propietario había dejado un reloj y una pulsera o esclava (en plata y oro, de joyería) la
cual me resultó curiosamente familiar. Era similar, o exactamente igual, a la
que yo había regalado a la chica, con la que estaba saliendo, con motivo de
nuestro primer aniversario. Y lo más preocupante del caso era que en ese
corazón, que nucleaba el aro dorado, lucían las iniciales grabadas, correspondientes
a las de Cristina y mi propio nombre. Estaba
seguro, completamente seguro, que esa pulsera era la que yo había comprado y
mandado a grabar. Por supuesto, los números de la fecha coincidían,
puntualmente, con los del inicio de nuestra relación.
Un
tanto pensativo en la preocupación, y tras cerrar ese pequeño espacio, volví a
la gran piscina y localicé mi toalla y la llave, cambiándolas por las que en un
principio había tomado por error. Ambas tenían un colorido estampado prácticamente
similar. Ya en casa, le seguía dando vueltas en la cabeza al tema de la pulsera
que reposaba en aquella taquilla. Eran demasiadas coincidencias,
por lo que las dudas me sobrevinieron de forma un tanto traviesas. La verdad es
que no recordaba si, en los últimos días, Cristina había llevado puesta en su
muñeca la pulsera que yo le había regalado. Esa tarde, a las siete, habíamos
quedado citados en la puerta de la academia, donde ella se está preparando para
unas futuras oposiciones a la Administración local. Obviamente, iba a estar
pendiente acerca de si ella llevaba o no la preciada pulsera. Podría haberle
preguntado por el móvil. Pero preferí contarle, personalmente y de forma
detallada, el curioso cambio que había tenido con las toallas y llaves en mi
tiempo para la natación.
Tomábamos
un helado, sentados en una de los establecimientos que alegran el Puerto
malagueño. Desde nuestro encuentro en la tarde, me fijé que su brazo no portaba
la dichosa pulsera. Tras comentar algunos hechos, más o menos intrascendentes, le pregunté directamente por esa pieza de joyería, que no
lucía en su muñeca. De inmediato observé como su cara y estado de ánimo
cambiaron de color y equilibrio, respectivamente. Aunque en un principio su respuesta
fue que la tenía en casa y que la reservaba para ocasiones especiales, pronto
cayó en un inusual silencio (ella es un tanto compulsiva, en sus necesidades de
expresión). En lo poco que habló, a continuación, era evidente su incomodidad
desde la pregunta que yo le había efectuado. Terminamos nuestra merienda y la
acompañé hasta su domicilio, pues me comentó que esa noche le tocaba estudiar
algunos temas atrasados que le habían explicado en la academia.
Camino
de casa, reflexionaba sobre el por qué no le había contado lo ocurrido esa
mañana en la piscina. Hubiera sido lo más lógico, a fin de aclarar todas mis
dudas. Pero su cambio expresivo, cuando le hice alusión a la pulsera, me había
provocado y dejado en un “mar” de dudas. Tal
vez sentí un poco de miedo sobre una respuesta que, en la verdad, podría
caminar por los senderos más insospechados. Y si la hubiera perdido o se la
hubieran quitado o robado ¿no hubiera sido más lógico su explicación o
comentario al respecto? Cada vez estaba más seguro de que la joya que había
visto en la taquilla de la piscina, por el error o confusión en las llaves, era
la misma que, con ilusión, había regalado en esas fechas tan emblemáticas que todos
tenemos en nuestras vidas. Si realmente Cristina no la tenía ya consigo, en los
próximos días o semanas tendría que explicarme qué es lo que realmente había
sucedido. Desde luego, ni ella ni yo habíamos sido
unos modelos de recíproca confianza, durante ese ratito que compartimos.
Poco
más de las once y media, en la noche. Me suena el móvil y compruebo que es
Cristina quien está llamando. Un poco alterada, al otro lado de la línea, me
dice que necesita explicarme algo importante y desagradable.
“Tenía que haber
sido más sincera contigo, cuando estábamos sentados en la cafetería. Pero es
que se trata de un tema algo incómodo y desagradable (lo estoy sufriendo desde
hace ya una semana) y me daba un cierto
temor o pudor conocer la reacción que ibas a tener cuando lo supieras. Creo que
te lo debo explicar con todos los detalles, pues ocultar estas cosas no conduce
a buen puerto. Sabes que mi hermano pequeño, el que se tuvo que casar, lo
despidieron de la empresa de mensajería donde trabajaba, hace ya casi siete
meses. En realidad, sólo tenía un contrato eventual por lo que no le dieron
prácticamente nada, cuando lo echaron a la calle. Ahora, con una niña pequeña,
pagando un alquiler de cuatrocientos euros, sólo tienen las horas esporádicas
que consigue su mujer, trabajando en una empresa de limpieza. Lo están pasando
canutas. Vienen a comer a casa de mis padres todos los días.
Yo creo que ha
sido él. Hace doce días, vi que la pulsera había desaparecido de un joyerito
que tengo en mi dormitorio. En un principio pensé que la hubiera podido perder.
Y que también me la hubieran quitado. Pero habría tenido que ser en mi propia
casa. Y, claro, sospeché de él. Pero viéndole tan alterado, y con esos cambios
tan drásticos en su ánimo, no me atreví a acusarle o preguntarle por su autoría
en ese posible robo. Desde luego mañana, cuando venga a comer con su mujer y la
niña, voy a hablar con él, privadamente, para preguntarle por este incómodo
tema. Te explicaré toda la respuesta que obtenga. Y quiero que sepas
perdonarme, por no haberte dicho la verdad cuando esta tarde me hiciste la
pregunta. Te aseguro que lo estoy pasando bastante mal. El haber perdido tu
precioso regalo. Y las dudas con respecto a mi hermano y sus problemas. Todo
ello me tiene también alterada”.
Cuando
finalizó su muy larga explicación, me correspondió a mi narrarle la experiencia,
con todos los detalles necesarios, que había tenido esa mañana en la piscina
pública. También tuve que disculparme por no haber sido sincero, cuando
hablamos durante la merienda. Ahora lo que teníamos que hacer era no perder los
nervios. Ella hablaría con su hermano y, a tenor de su respuesta, buscaríamos
la mejor solución para este desagradable asunto.
Al
día siguiente no pudimos vernos, a causa de mi trabajo. Volví tarde a casa y,
tras la cena, le hice una llamada. Percibí la voz de Cristina un tanto
deprimida o afectada por el desánimo. Me dijo que, efectivamente, había tenido
una discusión muy desagradable, en palabras, con su hermano. Éste, en primer
lugar había negado ser el autor del robo aunque, más tarde, reconoció su
autoría. La había vendido en una tienda de compra-venta
de oro y empeños, a fin de conseguir algún dinero con el que subsistir.
Que se sentía desesperado, con la situación económica y anímica que estaba
atravesando. Y que al final, su padre había intervenido en la terrible
discusión que ambos mantenían. Este hombre había decidido pedir cita a un
psicólogo amigo, a ver de qué forma este profesional podía ayudar a su hijo.
Con
los datos oportunos, Cristina y yo fuimos a esa casa de empeños. Allí nos confirmaron
que, tal como sospechábamos, habían tenido esa joya. Pero que había sido
comprada, hacía ya unos cuatro días. Vivimos tiempos de crisis y radicalismos.
También, de angustia y desesperación. De absurdos y mentiras. De presiones e
inestabilidad. ¿Para cuándo, la esperanza en la
racionalidad? Pero el destino, como tantas veces ocurre, nos habla y
explica. El mera azar había provocado que la confusión de unas toallas y unas
llaves me desvelaran el inicio de una historia que, más pronto o tarde, habría
tenido lógicamente que conocerse.
Ahora,
cuando vuelvo de realizar mis ejercicios de natación, tengo especial cuidado en
no confundir la toalla que utilizo, ni las llaves de mi taquilla. Las sorpresas
suelen aparecer en los momentos y lugares más insospechados para nuestros
deseos. En nuestro segundo aniversario,
Cristina iba a tener una pulsera igual o mejor que la protagonista material de
esta historia. Aunque el mejor regalo debe ser siempre…. fomentar y enriquecer,
en cada uno de los días, la confianza recíproca.-
José L. Casado Toro (viernes, 21 junio, 2013)
Profesor
jlcasadot@yahoo.es
Wuuuooou!! Vaya historia,hay que ver el destino, qué caprichoso es! Y estoy totalmente de acuerdo con que hay q fomentar la confianza recíproca!
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