Resulta
grato y saludable pasear junto a la orilla del mar,
caminando, a ser posible descalzo, por la arena de la playa. Especialmente, en
esos días en los que el verano ya se ha despedido y son escasas las personas
que también comparten ese deambular cotidiano junto a las olas, el olor a
marisma y la placidez de un sol que tonifica y reconforta. Sea primavera, otoño
o incluso invierno. Hay ciudades a las que el destino ha querido regalar esa
mirada al mar, sintiéndose aduladas por una situación latitudinal u orográfica
de verdadero privilegio, al margen de cualquier estación en el tiempo
atmosférico. Sus amaneceres o atardeceres, templados y plenos de luminosidad,
invitan a disfrutar de la naturaleza,
gozando por esos caminos que te hacen pensar, sentir y vibrar, con esos
latidos que sólo tú percibes desde un ánimo agradecido y halagado. Y así, un
día tras otro, desde muy temprano o sonriendo ante la puesta del sol.
Decía
que son escasas las personas que, a esas horas tempraneras, también hacen ese
plácido ejercicio de dejar huellas traviesas por la arena. Algunas incluso se
atreven a dar un valiente chapuzón en un agua ya térmicamente fresca para el
equilibrio corporal. A pesar de que caminas un tanto ensimismado, por la
composición del paisaje teñido de belleza, se te van
haciendo familiares determinadas personas que, desde su anonimato, te acompañan
en ese disfrute del paseo matinal. No suele haber niños. Son horas para
las obligaciones escolares. Te encuentras con aquella señora que parece
extranjera, siempre con su bolsa de plástico donde guarda las conchitas o
piedrecitas, bruñidas por la fuerza del agua, que recoge con primorosa atención
e ilusión. O ese par de mujeres, en la medianía de la edad, que se afanan por
broncear sus cuerpos, ya bien tostados, tendidas sobre toallas azul y fucsia,
siempre del mismo color, Suelen ubicarse muy próximas a la gran chimenea o
torre mastodóntica que, con humilde arrogancia, sabe mezclar la historia y el
amor. Y también una caña varada, con su mano abierta al mar. Cerca de la misma,
una sillita de pescador sostiene a un hombre descalzo, de gorra y gafas
oscuras, camiseta blanca y pantalón raído hasta las rodillas, que espera lo que
sólo él puede o sabe imaginar. Son esos
gestos y miradas silenciosas que te acompañan cada mañana, a veces cada tarde,
en el disfrute de tu intimidad.
Lo
veía, un día tras otro, en la alternancia de mis paseos, con la fácil identidad
de su modesto chaleco de tela vaquera, pantalón corto del mismo tejido
deportivo, guante de bricolaje en la mano derecha y una gorrilla celeste, que
me impedía conocer el nivel de su evidente alopecia. Se agachaba, una y otra
vez, pero no recogía esos caracolillos o conchitas en las que se afanan los
coleccionistas o los artesanos de figuras con restos marinos. No, lo que iba
echando, en una gran bolsa que llevaba colgada en su hombro izquierdo, eran
restos de alimentos, papeles, plásticos, latas vacías, cajetillas de tabaco,
colillas, hojas de periódicos, envoltorios, incluso compresas y similares que
el oleaje había depositado junto a la orilla de la playa. Recorría, caminando
despacio y dibujando zig-zags en sus pisadas, todo el lineal de ese trozo de
costa occidental, llenando su bolsa de aquellos restos
indeseados para la contaminación y suciedad del lugar. Discretamente lo
fui siguiendo, desde la lejanía, y pude comprobar que ese equipaje residual,
medianamente repleto de la recogida de basura, era atado y cerrado, dejándolo
en uno de los contenedores habilitados en la zona para depositar los restos ya
utilizados por sus propietarios. Después, sacó otra de esas grandes bolsas de
plástico y continuó con su esforzada, pero benefactora, labor para proteger
este trocito de naturaleza, maltratado por el descuido y la incultura
cívica de tantos jóvenes, chicos y
mayores.
“Buenos días,
perdóneme que le interrumpa en su trabajo. Llevo varios días observándole y
admiro el esfuerzo que lleva a cabo todas las mañanas. Incluso me he preguntado
si esta encomiable labor la realiza por decisión propia o pertenece a alguna
sociedad u organismo que le encomienda la limpieza de la playa. Desde luego,
gracias a Vd. esta playa del oeste está mucho más limpia y aseada para los que
se bañan o simplemente vienen a pasear o descansar, tomando el sol, sobre la
arena ¡Qué bueno sería, si todos cuidáramos un poco más de aquellos lugares
públicos que visitamos! Bueno, mi nombre es….”
Me
encuentro ante una persona fuerte, sobrado de peso y con la piel curtida por la
abundante exposición al sol. Se me queda observando unos segundos, dubitativo,
pero pronto reacciona y se esfuerza en mostrar su amabilidad. ¿Le apetece que compartamos un café? Sentados ya
en un chiringuito cercano, con muy escasa clientela a esas horas tempranas de
la mañana, se muestra receptivo a mi curiosidad. Apenas pronuncia sus primeras
palabras, en un forzado castellano, compruebo su evidente origen
extranjero. Efectivamente nació y se
crió en Irlanda. Me habla de unos estudios o especialidad que posee en
prospección de hidrocarburos, lo que le llevó a viajar por medio mundo,
investigando y trabajando en el entorno del preciado combustible fósil. “Oro
negro” ha sido llamado, origen de tantas realidades, beneficios y ambiciones.
Ya entrado en la cincuentena, tuvo un desafortunado accidente en una plataforma
petrolífera, anclada por el Mar del Norte, que le provocó su jubilación y una
cojera que, fuera de la arena en la playa, se hace más perceptible. Sus
palabras, viradas o amoldadas bajo la influencia británica, las pronuncia con
un ritmo cómodamente pausado, como disfrutando de un tiempo para el que no
existe la urgencia o prisas del segundero. Aprovecho el momento en que toma un
sorbo de su café, sólo y sin apenas azúcar, para comentarle brevemente la
dedicación profesional que he ejercicio en mis años de actividad laboral.
Aunque su vista la centra en la taza que ha dejado sobre la mesa, percibo que
está muy atento a la información que le transmito. Aclaro que pronto surge
entre ambos el tuteo andaluz, aunque en principio tuve que esforzarme pues,
aunque en pocos años, creo que me aventaja en la edad.
“Veo que eres un buen observador. Sí, yo también te llevo
viendo caminar, por la arena de esta playa, muchas mañanas. Hay poca gente a
estas horas y nos quedamos con las imágenes que se repiten ante nuestros ojos.
Te voy a explicar el motivo de mi esfuerzo, aunque la verdad no es difícil
entenderlo. Vivo bien, con la pensión que me ha quedado tras aquel accidente
laboral. No muy lejos de donde estamos sentados. Mi casa está cerquita de la
desembocadura del Guadalhorce, ese gran río de Málaga. ¡Vaya caudal que cogió
el otro día! El calor del verano provoca estas cosas ahora en septiembre. La
lluvia no conoce a nadie e hizo que el Guadalhorce arrasara algunas zonas
construidas tan cerca de su cauce. Sí, creo que todos debemos ayudar a limpiar
nuestra vida. Las playas, los jardines, las aceras o el interior de los
ascensores. ¡También, nuestras conciencias! (adorna esta última frase
con una educada carcajada). Ya ves, hago ejercicio caminando desde mi
casa hasta esta zona. Y, durante el recorrido, voy recogiendo muchas cosas,
muchos residuos innecesarios que no deben estar dormitando sobre la arena. Muy
cerca están los contenedores y cubos para la basura ¿Por qué seremos tan descuidados?
¿No es mejor andar sobre un suelo limpio? Si yo te contara lo que he llegado a
recoger por estas playas, desde luego las mejores de Málaga……. No, nadie me
obliga a hacerlo, pero yo así me siento bien y con la conciencia más alegre.
Ensuciamos este bonito mar que nos da vida. Unos lo hacen más que otros, pero
al fin, todos. Yo he vivido meses en esas plataformas marinas que extraen el
petróleo de grandes bolsas yacentes bajo las aguas. Y sé cómo contaminamos. Los
barcos, los emisarios de las ciudades, las personas, las fábricas…. Somos
indolentes e irresponsables, innoblemente sucios, ante la gravedad de nuestro
comportamiento con el ecosistema. Después no nos debemos extrañar de las duras respuestas
con que nos castiga la atmósfera”.
Sin
apenas darnos cuenta, han pasado los minutos y el sol ya calienta con fuerza. Miguel (Michael) guarda silencio, tras este largo
monólogo explicativo. Educadamente, entiende que ahora debo ser yo quien le
aporte mi opinión acerca de sus reflexiones y explicaciones. Seguro que también
tiene interés en conocer algo de esa persona que comparte con él la atención y el
diálogo. Tomo la palabra para elogiar, de una forma sincera, el ejemplo de su
esfuerzo diario y la admirable base argumental en que lo sustenta. Mientras
hablábamos, me fijé que el camarero que nos había atendido nos observaba desde
la barra de una manera un tanto persistente. Creí ver
que, en algunos momentos, este trabajador del chiringuito hacía como algún
movimiento con su cabeza, expresando en su semblante una evidente
desaprobación. No le di más importancia al hecho. Quise invitar a este
nuevo amigo, pues era yo quien había roto los muros del anonimato y el
silencio, acercándome a su admirable labor para el medio ambiente. Una vez que
ya terminamos nuestra consumición y, a la vez, grato diálogo, pagué la nota y
salimos hacia la calle. Miguel se me había adelantado unos metros pues, a pesar
de su cojera, daba unos pasos con un gran angular de desplazamiento. Veo que el
camarero se me acerca y, en voz baja, me dice la siguiente frase (más o menos
textual). “¿Le ha contado la historia de su trabajo
con las petroleras y toda esa letanía del ecosistema, que tan bien tiene
aprendida?” Me regala una sonrisa que tenía más un sentido preventivo de
apercibimiento. “Tenga cuidado, mucho cuidado, que
a éste “pájaro” ya lo conocemos. Es un especialista en esto de liar a la gente.
No es Vd. el primero”. Una chica joven,
que está colocando vasos usados en el lavavajillas y nos escucha, asiente con
un movimiento afirmativo de su cabeza, mirándome con firmeza a los ojos.
Pasaron
los días y no volví a este lugar de la playa. El perímetro de costa es muy
largo y ofrece otros excelentes espacios donde pasear. Pero también, cada uno
de esos días, me propongo volver a ese chiringuito varado en la arena, donde
creí encontrar un trocito de amistad, junto a la desagradable inquietud de la
duda. Tendría que preguntarle al camarero más datos sobre la advertencia que se
esforzó en confiarme. Antes de hacerlo, temo romper esa imagen tan elogiosa que
me he creado de un buen hombre, ejemplar en su esfuerzo, afanado en hacer más
agradable el paseo de sus semejantes sobre una arena limpia, donde rompen y
susurran las olas.-
José L. Casado Toro (viernes 26 octubre, 2012)
Profesor