viernes, 26 de noviembre de 2010

COMPENSACIONES Y VIVENCIAS, TRAS UN PAUSADO O ÁGIL CAMINAR.


En ese navegar de los sentimientos alternantes, que preside nuestras respuestas a los ciclos del tiempo, aparecen días teñidos por un intenso nublado. No meteorológico, precisamente, sino anímico, existencial. ¿Es que se ha vuelto todo en nuestra contra, pensamos? Desde el incómodo madrugón mañanero, hasta algunos desagradables avatares laborales. Sumemos a ello las actitudes hostiles del entorno, con esas personas que, en su variopinta actividad, intercambian la gratitud de la amabilidad por la incomodidad de la brusquedad. Esa gestión que no se resuelve; aquel arreglo que no se ejecuta; tus o sus palabras desafortunadas y aquellas miradas incoloras, decepcionantes, para tu persona. Te ves ante el plato de alimento, con el mismo sabor de ayer o de pasado mañana que poco, o nada, te dice; una tarde interminable donde reina la nobleza del aburrimiento y una llegada de la noche que, para colmo, no se dibuja del intenso anaranjado fuego sino por una densa neblina grisácea que difumina la creencia para la visión ilusionada. En pleno reino de las estrellas, el cielo se torna egoísta y no comparte sus luces plateadas con los que, desde aquí abajo, suspiran con sueños transparente, imposibles o reales. Debo matizar que, en no pocas ocasiones, solía comentarles a esos alumnos, con los que yo también aprendía en las aulas, algo así como “cuando llegue la noche, repasad las ilusiones, logros y aventuras que os ha deparado la jornada. Errores y aciertos. Luces y sombras. Sobre todo que, en ese día que fenece hayan nacido realidades por las que merezca el esforzado valor del caminar. Que no haya sido un día perdido, sino ganado, para vuestra persona. ¿Fue bueno el día de ayer? ¿Tuvo algún sentido para grabar en la memoria?” Como respuesta, esos ojos y gestos expresivos tras los que lees la rutina opaca que recuerda un ayer carente de profundidad y, tal vez, otro muy parecido de lo que van a protagonizar para mañana. Todo esto lo resumo en una frase más que significativa: lo mejor de este día es que haya pasado ya, presto para el olvido. Algo bueno debía de tener, entre esa selva de monótona somnolencia.

Por el contrario, hay otras fechas del calendario que merecen quedar grabadas con letras azules y verdes en el revelador diario de nuestros recuerdos. Las cosas parecen salir, de manera encadenada, con el precinto alegre de lo positivo. Hay más sonrisas, fluye el optimismo, observamos con el mejor semblante la suerte de las gratas oportunidades y somos generosos en compartir nuestro gozo con aquellos que pueblan el perímetro inmediato de nuestras vivencias. La atmósfera se torna luminosa en su transparencia, mientras los colores fuerzan la intensidad de un espectro esperanzador. Necesitamos creer, tener fe, en la bondad que nos rodea y el optimismo toma carta de naturaleza en el devenir del minutero que nos estimula. En la parcela laboral, la normalidad es un valor con el visado de la serenidad. Reparamos en gestos y detalles que nos hacen creer y agradecer la nobleza afectiva de los demás. Incluso nuestros alumnos, para los que trabajamos en el taller de la enseñanza, tienen ese día un comportamiento receptivo y colaborador. El intercambio que con ellos negociamos se vuelve enriquecedor para los objetivos que ellos y nosotros, sus profes, pretendemos. En casa, la amistad para la convivencia se reviste del afecto y la confianza imprescindible. No necesitamos elevar nuestra voz, pues los bajos decibelios contienen de sobra el ímpetu de lo verdaderamente solidario. Percibimos que el yo es insuficiente y egoísta. Es más agradable sentir, apreciar y considerar la presencia del tú y los demás. Nos preocupa, con un temor edulcorado, que ese día ponga punto final a su transcurso, pues esa cita en el almanaque, con tantos incentivos acumulados, nunca la podemos y debemos olvidar. Es el patrimonio inconcreto de la suerte. La bondad de haber sabido convivir, sentir el aroma de la naturaleza y el bullir estructurado y dinámico de la gran ciudad.

Sin embargo, hemos de reconocer que estas dos imágenes, opuestas en el día a día, no suelen aparecernos como compartimentos estancos y separados. Todo lo contrario. Lo más frecuente es que se nos den heterogéneamente mezcladas, pues así están escritas las páginas de la vida. Desde que nos levantamos, tras el descanso nocturno para la reestructuración fisiológica y anímica de nuestro cuerpo y espíritu, hemos de aceptar los cromatismos fríos y ocres que comparten su quehacer con otros que resultan cálidos y dinamizadores. En nuestro diario caminar, hay resultados para el bien y “cosas” que se han estropeado en su malestar. Es una contabilidad agridulce y variada porque así es la naturaleza de una existencia en el espacio contrastado de la humanidad. Por eso quería pensar y comunicar hoy esa fórmula en la que en no pocas veces nos apoyamos con necesitada humildad. Una equilibrada ley de las compensaciones, para hacer más digerible y confiado nuestra percepción de la realidad. Tal vez esta ley no aparezca en los archivos de la jurisprudencia. No la encontraremos en los manuales de física que reposan en los paneles de nuestras estanterías. Esa ley justiciera permanece, vibrante e insoslayable, en los huecos insondables de la conciencia. Comentemos, con la mayor simpleza, la fuerza incuestionable de su grandiosa realidad.

De forma inesperada, recibes hoy un correo que, en su breve contenido, se adorna de palabras y sentimientos amables. Para ti, ese agradable gesto supone un refuerzo terapéutico en ese ánimo, algo o mucho, degradado por la tosquedad del entorno. Sabes valorarlo en su importancia y logra arrancarte una dulce alegría. ¡Menos mal! Gracias, por tu llegada. Otro ejemplo, de los cientos a miles que se pueden aportar. Acudes un uno de los comercios que pueblan la populosa barriada de la urbana densidad. Eres atendido por una persona agradable que se esfuerza porque te encuentres bien en su trato más que familiar. Cuando te despides, con tu mercancía en mano que acabas de comprar, le miras a los ojos y con una sonrisa de agradecimiento le compensas con esas palabras de tonalidad suave que saben comunicar “es Vd muy amable. Me ha atendido muy bien” Y recuerdas a ese otro dependiente nervioso cuyo incómodo trato te esfuerzas en olvidar. Has sufrido la decepción de una amistad fallida, para la que tanta ilusión habías dedicado con tu mejor voluntad. En medio de un profundo dolor que afecta a tu privacidad, tienes la oportunidad de dar un largo paseo por ese camino que se hermana junto al mar. Te acompaña un rítmico oleaje, de olas blanquecinas y acústica embravecida que saben acariciarte los pies al caminar. La tarde se va haciendo noche, y el cielo eternidad, dibujando un espectro cromático de belleza no fácil de concretar. Y piensas, y meditas, ¡cómo compensa el alimento de esa naturaleza, ante la ingratitud de esa persona a quien entregaste confianza, afecto, lealtad y necesidad! No has tenido suerte en el examen. Unas preguntas rebuscadas que era impropio suponer que se iban a plantear. Temes que los resultados de tu escrito, por más folios rellenados, no convenza a quien tiene la potestad y responsabilidad de calificar. Efectivamente, fluyen los resultados que resultan aciagos para tus expectativas de aprobar para avanzar. Vuelves a casa desilusionada, caminando por el adoquinado de esas calles adustas, privadas de asfaltar. Y en un modesto escaparate reparas en un libro que te reclama para comunicar. Habla de una historia de relaciones, en las que el amor, esa necesariamente, no ha de faltar. Un autor consagrado y un título que apetece para combatir la ocre soledad. En realidad, está escrito a modo de memorias de una vida en la que el cine y el escenario han llenado la vida de un personaje conocido y envidiado en otros momentos, para el arte y la felicidad. Aceleras el paso por esas aceras pobladas y solitarias de siluetas y rostros que se cruzan al pasar. Comienzas a descubrir su contenido en la comodidad de tu cuarto y la noche se hace mágica olvidando ese mal resultado en la calificación que has de aceptar.

Y así otras muchas experiencias que contrastan luz y oscuridad, ilusión y desaliento, fuerza y debilidad. Hay personas, reconozco, que no asumen el valor de estos vaivenes que la vida te va deparando, de la forma más natural y lógica posible. Pero al menos te queda la convicción de que esos momentos desafortunados van a tener su compensación con otras experiencias más agradables que sustentarán esa esperanza tan necesaria en que situaciones y respuestas mejoren para tu suerte, esperanza y serenidad. En todo caso, esos cambios a lo positivo deben estar también determinados por nuestra propia acción personal. Si nos sentimos solos, en el ámbito de lo material o espiritual, no debemos cruzarnos de brazos y esperar que un maná salvador descienda del más arriba hacia el suelo físico que pisamos. Habrá que poner de nuestra parte esa cuota necesaria de interacción que favorezca o posibilite esa modificación en el aislamiento que degrada el ánimo y potencia la pasividad. Me acuerdo, en este momento, en esa frase impresa en la tradición popular que, con sabiduría, manifiesta el “no hay mal que cien años dure”. Salvando las distancias en el dicho tradicional (evidente, en su contenido, hay una plataforma de pura lógica) lo adecuo al sentido que este artículo trata de plantear. Por una elemental ley estadística, el ser humano, en las sociedades avanzadas, no se halla permanentemente vinculado a un azar en el que reine permanente el mal de la desgracia. Esos vaivenes y alternancias en los eventos nos permiten vivir y avanzar con la ilusión de mejorar en nuestro viaje, misterioso en su destino, de lo existencial.

Un paseo entre jardines; ese sensual atardecer junto a la marisma de la playa; descubrir y compartir la vida encerrada en unas páginas luminosas y mágicas; un regalo inesperado, que te hace feliz por su significación afectiva; aquella llamada oportuna, para el recordar; una agradable conversación con una merienda por disfrutar; la película que te reclama, para imaginar y soñar; la ansiada amistad que has recuperado, cuando nadie (ni tu mismo) lo hacía presagiar; ese arreglo hogareño que hacía tiempo necesitaba su realidad; una oración con tu conciencia, para vincularte con una anhelada paz; tener fe en las personas, para creer un poco más en tu propia realidad; disfrutar y valorar los minutos y segundos, ahora que se te ofrecen dadivosos para su mejor utilidad. Y…. unas niñas que juegan sin descanso, junto a unos mayores que saben disfrutar el sosiego, cruzando sus miradas, compartiendo el cariño que atesoran en su recuerdo y en la placidez de una trayectoria admirable para ejemplo de todos los demás. Una flor, una sonrisa, una mirada y unas palabras en voz baja. Ahí puedes hallar el grato valor de la amistad.-

José L. Casado Toro (viernes 26 noviembre 2010)

Profesor

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