viernes, 29 de julio de 2022

EL DULCE ENCANTO DE LA JUVENTUD.


Cada una de las etapas, en la vida de las personas, tiene sus caracteres, sus incentivos y, también, sus limitaciones. Expresándolo de una forma coloquial, cada una de esas fases temporales contiene elementos positivos y otros que los percibimos como indeseados. Todo ello va en correlación, lógicamente, con la evolución cronológica y física de las personas. Cuando en una fase se alcanzan elementos positivos, se pierden otros vinculados especialmente a la etapa anterior. Por ejemplo, se incrementa la experiencia y tal vez se acumulan un mayor número de bienes materiales, pero se van reduciendo cotas de potencialidad física. Otra característica representativa de esas fases existenciales consiste en que muchas personas suelen estar insatisfechos con los caracteres propio de la etapa en que viven. Estos humanos añoran o “envidian” los valores propios de otras generaciones: el niño quiere hacerse mayor, pero al adulto le gustaría mantener esa juventud que paulatinamente va perdiendo al cumplir años. Obviamente es más fácil mirar hacia adelante, como hace el niño, que añorar el pasado perdido, en los sentimientos de los ancianos. Ese niño conseguirá “ser mayor”, pero el adulto no podrá volver a ser niño, al menos físicamente.

Vamos pues a conocer una historia, cuya realidad no es infrecuente. Los protagonistas de este episodio son dos seres, diferenciados notablemente en sus respectivas edades.

Un hombre inmerso cronológicamente en el grupo social de la “tercera edad” caminaba tranquilamente por la acera de una arteria vial malagueña. Concretamente, lo hacía por el paseo marítimo del Este, también denominado Antonio Machado. Como ocurre en la mayoría de las ciudades del territorio español, hay carriles dentro de las aceras peatonales señalados para que circulen por ellos bicicletas y patinetes eléctricos. La mayoría de estos carriles “bici” están debidamente marcados y tintados en el pavimento. Pero hay calles y zonas en esas ciudades en los que esos carriles para ciclistas no están debidamente dibujados, ya sea por la rapidez de su establecimiento o por el ahorro económico de su señalización. En el caso de esta historia, el carril para bicicletas y patinetes sólo estaba marcado por unas pequeñas pegatinas circulares en el suelo, intermitentes y pequeñas, separadas en su recorrido por aproximadamente un metro de distancia entre una y otra. La visión de esta señalización no era muy “llamativa” para motivar precisamente la atención de su existencia. Cuando paseas frecuentemente por esos lugares, ya es fácil memorizarlas, cosa que no ocurre cuando el tránsito por la zona es dilatado en la frecuencia. Es cierto que hay peatones que invaden esos carriles, pero es más frecuente que sean los propios ciclistas quienes circulen por la parte de la acera que más les convenga o guste.

La situación del caminante o peatón es cada vez más incómoda, pues aparte de esa profusión de carriles para ciclistas y usuarios de patinetes eléctricos (algunos circulando a gran velocidad) están los espacios ocupados por las mesas de las cafeterías, bares y restaurantes, precisamente situados sobre esas zonas peatonales. Hay calles y zonas de las ciudades en las que caminar por las aceras resulta un ejercicio incómodo, intranquilo e incluso peligroso.

Una tarde de verano, Mauro Cervilla, antiguo mecánico de vehículos caminaba con lentitud y sosiego por el Paseo Marítimo, situado en el litoral este de la capital. Acumulando más de siete décadas en su organismo, disfrutaba con la salina y fresca brisa procedente del mar. El trozo de acera que quedaba, entre el carril bici (señalizado con las aludidas pegatinas) y el muro de contención del paseo era más bien estrecha, por lo que muchos viandantes se introducían en la zona reservada para las bicicletas y los ciclistas penetraban también, con manifiesto desenfado, en la zona estrictamente peatonal. A esa hora de la tarde (el reloj se acercaba a las 19 horas del día) el público en la zona era bastante numeroso, densificando el espacio útil disponible.

En un momento concreto, un ciclista que circulaba con notable velocidad por la zona salió del carril bici, con la mala fortuna de darle un fuerte golpe al propio Mauro, que iba pisando la línea imaginaria de las pegatinas en el suelo. El golpe le hizo caer al suelo. Un par de transeúntes se acercaron al aturdido peatón, ayudándole a levantarse y a sacudirse el polvo de la calzada. El ciclista, causante del impacto, un joven que apenas tendría dos décadas de vida, viendo las consecuencias de la velocidad inadecuada que había aplicado y que había invadido claramente la zona peatonal, además de la actitud de los transeúntes presentes que le decían a gritos que se detuviese, se bajó al fin de su bicicleta. Cuando todos los presentes y el propio Mauro esperaban que se disculpara y que se prestara al auxilio de una persona mayor, aún aturdida y magullada, se encontraron, para su sorpresa, con una actitud zafia y violenta por parte del joven causante del altercado, el cual gritaba a viva voz que él iba por su carril y que “el viejales” se le había metido en “su” terreno.

Todo ello originó un griterío de elevada acústica, verdaderamente desagradable. Unos pedían que se llamase a la policía, otros reclamaban una ambulancia, los más hablaban y comentaban, pero sin resolver o darle solución a la incómoda situación. El joven ciclista gesticulaba, mezclando los gritos y el comportamiento soberbio. Se le veía cada vez más excitado. Por el contrario, el protagonista lesionado del incidente, se le veía más dueño de sus nervios. Trataba de no perder el sosiego, mientras se seguía quitando el polvo de la calzada acumulado en su ropa. No creía tener lesión de gravedad en su cuerpo, pensaba que sólo había sido el susto y una “afortunada” caída, pues a pesar de sus años caminaba cada día varios kilómetros. Todo iba a ser cosa de algún que otro “cardenal” o moratón muscular. Viendo como estaban de caldeados los ánimos, aclaró a los presentes que no había sido una caída de gravedad. Entonces fue cuando se dirigió al ciclista, que se llamaba Braulio, indicándole su deseo de hablar serenamente con él, apartándose de ese griterío y murmullos que se había generado a su alrededor. “Ahora vamos a hablar tú y yo”.

Mezclando serenidad, prudencia y firmeza, con su actitud Mauro “desarmó” al joven Braulio, que asintió con su cabeza, sin pronunciar palabra alguna. Los dos implicados en el incidente, diferenciados generacionalmente y protagonistas básicos del incidente, caminaron unos metros y tomaron asiento en una cafetería cuya portada miraba al concurrido paseo junto al mar. Mauro pidió una infusión de tila, a fin de potenciar su calma, mientras que el chico al fin se inclinó por tomar una Coca Cola. Tras unos minutos, en el que ambos interlocutores se observaron detenidamente, Mauro tomó la iniciativa de las palabras.

“Vamos a ver, Braulio. Ambos somos ciudadanos, con los mismos derechos y deberes. Nos diferencia la edad que indican los DNI. He vivido más de setenta años y tú me dices que ya has cumplido los veinte. En definitiva, hemos venido a la vida en momentos diferentes. Y esa diferencia en los años, también repercute en nuestro estado físico. Por decirlo de alguna forma, estoy “más gastado” que tú. A estas alturas de mi vida, carezco de tu vitalidad, de tu fuerza y vigor, potencia que deriva de esa espléndida juventud que atesoras. Sin embargo, la vida también me ha ido dejando una experiencia que, lógicamente, tú no puedes tener todavía. Respeto la juventud de que gozas. La admiro y, por qué no decirlo, la envidio. Pero Braulio, también debes respetar mi madurez.

Ese golpe que me has dado, con la consiguiente caída al suelo, pienso que no te habría gustado que lo recibiera tu padre o tu abuelo ¿Me equivoco? No te culpo de intencionalidad, seguro que no has querido hacerme daño. Pero tu proceder, en la forma de conducir la bicicleta, puede provocar daños innecesarios a los demás, por equivocada imprudencia. Tienes que pedalear más despacio. Durante el día hay horas y minutos para hacer muchas cosas. Debes evitar salirte de tu carril”.

“Pero también vosotros, los peatones, entráis en nuestro camino. La calle es de todos” respondió Braulio, volviendo a gesticular con los brazos.

“Los peatones podemos cometer errores ¡qué duda cabe! Pero no vamos montados en ningún vehículo y la velocidad de nuestro desplazamiento apenas puede superar los cuatro km. por hora. Vosotros vais por las aceras a más de veinte e incluso treinta. Podemos pisar a algún viandante, pero nada más grave. Me has podido producir una fractura ósea, difícil de curar a mi edad”.

La tensión inicial entre ambos había prácticamente desaparecido. El ciclista se mostraba cada vez más dispuesto a narrarle algunos datos sobre su vida. Información que no era agradable, en modo alguno. Braulio no había conocido a su padre, quien abandonó a su madre, a pesar de estar embarazada. La oscura vida de esa mujer abandonada, que no había gozado del blindaje de la cultura ni tenía oficio “reconocido”, provocó que Braulio fuera criado por su abuela Germinia, quien aún a sus muchos años continúa lavándole la ropa y poniéndole un plato de comida en la mesa en la sucesión de los días. Respeta mucho a esta anciana mujer, que ha sabido criarle y que considera como su verdadera madre. De su madre genética también hace años que nada conocen. Con humildad y sonrisa en su boca, el joven reconocía que nunca había destacado en los estudios, abandonándolos prácticamente al finalizar la etapa primaria, Sin embargo, manifestaba su destreza y afición para el trabajo con la madera, tarea para la que se consideraba un “manitas”. Comentaba que en las tardes de aburrimiento y “malos pensamientos”, se sentía animado e incluso feliz, acudiendo a una carpintería del barrio donde reside, observando el trabajo del buen Aniceto, ya con muchos años en su vida, que hace y repara muebles. Este buen artesano le deja hacer pequeños trabajos con la madera y para quien a veces realiza servicios de entrega, recibiendo a cambio algunas monedas, que “siempre vienen bien”.  

“Se me ocurre, Braulio, el por qué no vamos a algún centro de Formación Profesional para preguntar cómo te puedes matricular en un ciclo de carpintería y muebles. En el barrio donde vivo hay un centro del que tengo buenas referencias. Precisamente conozco al conserje, porque vive en mi bloque. Si te animas nos podemos ver el lunes por la mañana y nos acercamos a ver cómo está la cosa”.

Braulio asentía, como un “niño pequeño”, recibiendo la ayuda y el consejo de un buen hombre, al que había atropellado, lleno de experiencia y sabiduría. El azar del destino había unido a dos generaciones muy contrastadas en edad (podían representar las imágenes de un abuelo con su nieto). Dialogaba la madurez con la juventud. La fuerza vital, con el sosiego de la experiencia.

A partir de aquella tarde, gracias a la sensatez de Mauro, la amistad se fue gestando entre esos dos seres tan diferentes y necesitados. El intercambio entre sus capacidades fue fructífero y benefactor, especialmente para Braulio, pero también para el veterano Mauro, que necesitaba esa alegría y entusiasmo de un joven que se estaba “abriendo” a la vida.

Y al fin llegó la necesaria disculpa. Fue noble y espontánea, mostrando esos fundamentos positivos que todas las personas atesoran.

“Señor Mauro, le quiero pedir perdón. Me he pasado de frenada y le he podido hacer un gran daño. Es Vd. un hombre cabal. Una muy buena persona”.

Esa forma de disculparse agradó al anciano mecánico quien con llaneza respondió al joven interlocutor:  

“Aunque has tardado en hacerlo, creo que tus palabras te salen del corazón. Tú también eres una buena persona, aunque las circunstancias y la vida no te lo han puesto fácil. Por cierto, no debes tener más de veintipocos años…” Señor Mauro. Nací con el siglo y encima un 14 de febrero ¿Qué le parece?” “Pues muy romántico. Me gusta ese día, aunque sea un tanto comercial. Todavía suelo llevarle a mi mujer y compañera en la vida algún ramito de flores, para mostrarle mi agradecimiento y cariño, por todos los años en que me ha “aguantado”. Se llama Adela y los dos andamos medio siglo más sobre tu edad. No, no hemos tenido hijos. Por eso me gusta tratar a la gente joven con delicadeza y cariño”.

El chico confesó a su compañero de mesa que tenía novia. Se llamada Estrella y que era muy buena chica. Que ambos tenían la ilusión de irse a vivir juntos, aunque él no quería dejar a su abuela sola, pues era bastante mayor y la consideraba como su propia madre.

Ahora lo primero que tienes que hacer es prepararte para trabajar en lo que te gusta y posees capacidad y aptitud para hacerlo bien. Después tendrás muchas décadas por delante para gozar de la vida con esa chica que, sin duda, debe ser muy linda” La respuesta de Braulio, con una amplia sonrisa, fue mostrarle en su móvil la foto de la chica.

La tarde siguió avanzando, hasta que el sol anaranjado se fue diluyendo en el celeste azulado del cielo y también en el perfil urbano de los edificios colindantes a la pareja de esa nueva amistad. Se despidieron con un abrazo, quedando citados a la puerta del IFP ubicado en la barriada de Las Flores, donde reside el reflexivo y antiguo mecánico.

“No me faltes el lunes a nuestra cita. Piensa que es por tu bien, por tu futuro. Puedes encontrar un buen trabajo en alguna empresa de muebles o que trabaje con la madera de las puertas y provea de materiales a la construcción”.

En la finalización del relato nos haremos una necesaria pregunta: “¿Acudió Braulio, ese lunes inmediato, al encuentro con un buen hombre dispuesto a prestarle la ayuda necesaria para su futuro profesional? Es más positivo, alegre y … esperanzador pensar que efectivamente ese encuentro se produjo, con la puntualidad del recíproco afecto. - 

 

EL DULCE ENCANTO DE

LA JUVENTUD

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

29 julio 2022

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Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/



 



 

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