viernes, 1 de julio de 2022

MÁGICO E INESPERADO REENCUENTRO CON LAS ESTRELLAS.

Es costumbre bastante generalizada en los viajeros, cuando tienen la oportunidad de visitar un determinado lugar, buscar y comprar algún producto típico de la zona que recorren, como recuerdo personal o para regalar a familiares o amigos cercanos. Para conocer esos atractivos recuerdos, suelen preguntar al guía que los dirige o incluso a los naturales o residentes del municipio, quienes normalmente se prestan gustosos a informar y complacer el interés del turista o visitante que llega a su localidad. En general, cualquier objeto representativo suele cumplir esa simpática misión, aunque es bastante común que el material que se adquiera suela ser preferentemente alimenticio o vinculado a algún monumento representativo.

Hipólito Aliaga, administrativo de Renfe, cumple horario laboral en la taquilla de atención al cliente, escuchando y resolviendo las preguntas, quejas y sugerencias de los viajeros que utilizan el popular servicio ferroviario. A sus 35 años, había convivido durante aproximadamente un septenio con Minerva, una azafata de tierra, también administrativa, de la empresa aérea Iberia. De esta unión conyugal no habían tenido descendencia genética, decisión adoptada de común acuerdo por la joven pareja. La frialdad relacional entre ellos, especialmente durante los dos últimos años de convivencia les había aconsejado poner fin a la misma, aunque Hipólito mantenía la fundada sospecha de que había un tercero en discordia, quien motivaba los cambios sentimentales de su compañera. En definitiva, fue una ruptura muy civilizada entre dos personas que ya no encontraban razones de peso para seguir juntos en sus respectivas trayectorias vivenciales. Fue precisamente Minerva quien decidió abandonar el piso alquilado que compartían, en la barriada universitaria de Teatinos de la capital malagueña.

El administrativo de Renfe afrontó relativamente bien la nueva situación de su vida, distraído y profundamente ocupado por sus obligaciones laborales. Pero durante los fines de semana (trabaja entre lunes y viernes desde las 8 de la mañana hasta las 18 horas de la tarde, con un descanso para el almuerzo de dos horas) el abundante tiempo libre de que dispone le llevó a buscar algunos incentivos lúdico-culturales a fin de llenar el lúdico horario de ocio. Desde la niñez era un gran aficionado al séptimo arte, visionando los mejores estrenos cinematográficos avalados por la crítica, siendo un habitual espectador de las películas proyectadas en las pantallas del cine municipal Albéniz, siempre en V.O.S. Salir a la naturaleza, para hacer recorridos senderistas, era también otra lúcida opción que Hipólito practicaba junto a Minerva desde los primeros inicios de su ahora frustrada convivencia. Y, por supuesto, atender en lo posible a las necesidades del piso en el que residía (limpieza, alimentación, lavado de ropa, etc).

En cuanto a los paseos sabatinos o domingueros, solía elegir alguna determinada localidad de la provincia malagueña que tuviera lúdica motivación o ese encanto que tanto nos impulsa en nuestros proyectos. Partía muy temprano desde la estación de autobuses, con su mochila a la espalda y un buen calzado para recorrer kilómetros y kilómetros de naturaleza, llevando a la práctica ese sano ejercicio turístico y senderista que tanto le atraía y vitalizaba. Cuando el bus llegaba a uno de esos más de cien municipios de que consta la provincia de Málaga, lo primero que hacía era visitar algún monumento significativo del lugar elegido para esa jornada, fuera un palacio, una iglesia, una fortaleza militar o algún edificio cultura. Y de inmediato, el incentivo de visitar la naturaleza más agreste, vital y significativa, para el sano ejercicio del organismo. Hasta las dos o las tres de la tarde, no frenaba su mecánico y deportivo caminar. A la hora del almuerzo no tenía mayor problema para la elección. Preguntaba al primer aborigen o paisano que se encontraba si podía recomendarle un buen establecimiento de saludable comida casera, en el que pudiera encontrar algún plato típico de la zona. El informante podía ser en ocasiones un policía municipal, el propietario o vendedor de algún quiosco de prensa o la primera señora o el apacible jubilado que paseara sin prisas y sin destino. De inmediato recibía, con la simpatía y hospitalidad del lugar, la información precisa de dónde mejor acudir para la necesaria restauración.

En esos recuerdos para llevar de los lugares visitados, tenían un suculento protagonismo los dulces, a los que Hipólito siempre ha sido un buen aficionado. Para su fortuna, la ingesta de esos pasteles no repercutía de manera excesiva en su diámetro corporal, gracias a un activo metabolismo orgánico y a la práctica de ese placer que supone caminar en los fines de semana por los espacios urbanos y naturales.

Iniciaba destino a pueblos de amplia densidad demográfica y a otras zonas habitadas por unos cientos de habitantes. Después del ejercicio caminante y las visitas culturales, antes del viaje de vuelta preguntaba una vez más a los viandantes con los que se cruzaba o incluso en algún bar de la localidad por ese producto típico, más o menos afamado y elaborado en el lugar. Como ya se ha explicado, el recurso más sugerido o aconsejado era el típico dulce o chacina, que a pesar de ser domingo podía localizar y adquirir perfectamente, en esas tiendas o casas particulares siempre con las puertas abiertas al turista viajero. Así también dinamizaba la economía de estos parajes humildes, alejados de la maquinaria del gran comercio instalados en los centros urbanos. Fruta, aceite, vino, los roscos y tortas conventuales… casi siempre había algo original para llevar.

Cierto día en el inicio del verano, Hipólito, tras finalizar su habitual recorrido dominguero (esta vez por la senda litoral de una bella y tranquila localidad de la costa occidental malagueña, en el límite con la “frontera” gaditana) se acercó a un hombre mayor que estaba cuidando una pequeña zona ajardinada junto a la iglesia de la villa. Mantuvo un breve y grato diálogo con este vecino, llamado Severiano, que ejercía de sacristán en ese templo. Obtuvo una interesante información, para comprar y llevar algo de la tierra.

“Amigo viajero, vive en el pueblo no lejos de donde estamos, una señora de bastante edad, a quien todo el mundo conoce como María. Es muy habilidosa, pues elabora unos primorosos paños de crochet blancos que son muy útiles y decorativos para colocarlos encima de la mesa del salón o en las mesitas de noche, adornando con estilo las estancias de la casa. Esta señora, que parece no tiene familia, vino a vivir a este pueblo hará unos diez años. Parece que la buena mujer tenía unos ahorros y compró una casita antigua, que estaba casi en ruinas, en una pequeña loma que goza de excelentes vistas al mar. Un albañil local se la fue arreglando, aunque ella residió desde el primer día en ese lugar, del que se prendó con gran ilusión. Es persona agradable y cariñosa en el trato. Vive sola y la verdad que nunca se ha visto que vengan familiares a visitarla. Parece que no tiene muchos medios económicos, pues viste con cierta modestia y ese esfuerzo de elaborar pañitos, de todos los tamaños, le permite ir sacando unos euros para sostener sus necesidades básicas, que no son muchas. Sus labores los lleva a la mercería del Leandro, para que este los exponga en su escaparate, pagándole una pequeña comisión por cada uno de los que el comerciante logre vender.

Si le interesa comprar alguno, cosa que le animo hacer ya que hará una buena acción y se llevará para casa una preciosa artesanía hecha por manos diestras, no podrá adquirirlo en la mercería del Leandro, que está hoy cerrada por ser domingo. Pero puede ir directamente a la casita de doña Maria, siguiendo por este camino terrizo de la izquierda, en donde se encontrará con la Cuesta de la Espuela, en cuyo final está esa casita blanca con las tejas marrones, tirando a rojas. Dada la proximidad del mar, suele haber encima del tejado algunas gaviotas. De ahí el nombre de la vivienda, que a pesar de su modestia tiene un bonito rotulo de cerámica junto a la puerta donde se lee Villa Gaviota.  Allí vive la señora. Caminando no va a tardar más de diez minutos y se ve que eres un gran deportista. Incluso tardarás menos. Le dices que te ha mandado el Seve, para que te ponga un buen precio por el pañito que vayas a comprar. No es “carera”, tiene unos precios muy ajustados. No te vas a arrepentir de ese estupendo regalo para llevar a casa”.


El amable y dicharachero informante recibió de Hipólito el agradecimiento efusivo por su sencilla y documentada amabilidad, poniendo camino de inmediato a Villa Gaviota. Disponía todavía de casi tres horas, antes de tomar el bus de vuelta a Málaga. Con las indicaciones recibidas, se encontró en pocos minutos ante una linda construcción, de reducido volumen, con una entrada enriquecida con numerosas y bien cuidadas macetas. Del portón de entrada colgaba una campanita, a modo de “timbre”. Tras hacerla sonar, esperó unos segundos, escuchando a continuación una melodiosa pero algo ronca voz desde el interior de la vivienda ¿Quién es? Hipólito manifestó su deseo de adquirir alguno de los paños de crochet que le había recomendado el sacristán. De inmediato el portón se abrió, apareciendo frente a él una señora de avanzada edad, vestida modestamente con un delantal. Estaba sin pintar y el peinado, aun tintado, dejaba entrever las raíces canosas derivadas del calendario. Cubría su delgado cuerpo con una ajada camiseta celeste, unos vaqueros de pala ancha y calzaba unas sandalias muy usadas de cuero beige claro. Era evidente que venía de la cocina en la que, dada la hora, estaría fregando los platos del almuerzo.

“Pase, joven, no se quede en la puerta. Le mostraré algunos que tengo en casa y aún no he llevado a la tienda. Me gusta tener siempre unas cuantas labores en la reserva, para atender a los visitantes que vienen en domingo. Podrá elegir aquel que más le agrade, para llevar a su novia o mujer”.

La señora Maria tenía la casita muy arreglada y llena de detalles (preferentemente de objetos de cerámica) que favorecían una muy hogareña decoración. El suelo de la casa era de loza rústica andaluza y en cuanto al mobiliario era básicamente de madera, destacando los asientos de anea de las sillas. A medida que pasaban los minutos, el afortunado cliente comenzó a darle vueltas a la imagen de la señora María. Sus ojos, de tonalidad verdosa, alguna mueca de la boca cuando hablaba, la forma de mover las manos… Todo ello le iba reafirmando que ese rostro, soportando el paso de los años, le traía algún recuerdo en su memoria, como si la hubiera conocido en otra época siendo la señora, lógicamente, mucho más joven. Pero seguía sin tener claro el dónde y el cuándo.

A los pocos minutos volvió María al saloncito de estar, portando en sus manos varias de sus labores que extendió sobre la mesa redonda central para su mejor visión. Los había de varios tamaños y formas: redondos, rectangulares, cuadrados, grandes y algunos que podían servir como un simpático posavasos. Todos los paños eran de color blanco, con dibujos interiores de estrellas, círculos, rombos, formas vegetales o incluso imitando los peces de ese azulado y plácido mar que tan bien se divisaba desde la terraza de la muy hogareña vivienda. Las artesanías mostradas eran verdaderamente preciosas y reflejaban la diestra paciencia en horas de trabajo con el ganchillo para su perfecta elaboración. La muy habilidosa señora, a medida que se los iba extendiendo sobre la mesa comentaba los precios de cada uno que, con la minuciosidad del trabajo aplicado, resultaban incluso “baratos”. Hipólito eligió de inmediato dos grandes piezas de formato circular (uno de ellos para regalárselo a su madre) añadiendo también otro más pequeño, para su mesilla de noche.

María introdujo la mercancía comprada en unas bolsitas de seda, color rosa claro, también elaboradas por sus hábiles manos. Una vez abonado su precio, Hipólito comentó con una amplia sonrisa esos recuerdos difusos en forma de imágenes que habían venido a su mente.

“Señora María, perdóneme, pero desde que me abrió la puerta de su lindo hogar y pude saludarla, percibí detalles en su rostro, sus gestos, incluso la forma de caminar. Algo me está “diciendo”, le aclaro que en forma de esos recuerdos inconcretos que a veces vienen a nuestra mente, que la conozco. Es como si recordara haberla visto en otros momentos o en algún lugar. Mi memoria me lo indica, una y otra vez. Tal vez Vd. me pueda ayudar…”

María sonrió al escuchar las palabras del joven cliente. Con sus ojos cada vez más abrillantados en una epidermis agrietada y con numerosos pliegues motivados por el “almanaque”, respondió al comentario de Hipólito:

“Me has comentado que aún tienes un par de horas hasta la hora de salida del bus para Málaga ¿Te apetece una taza de té? Nos sentamos y entonces podremos hablar con tranquilidad, para tratar de explicarte acerca de esos recuerdos o imágenes que vienen a tu mente”

En pocos minutos, dos generaciones separadas por muchos años estaban sentadas en torno a la mesa camilla del salón. La imagen que ofrecían era la de una señora muy mayor, tomando una grata infusión con su nieto o incluso, forzando los tiempos, biznieto. Tras los primeros sorbos de la deliciosa infusión, la señora continuaba mirando sonriente al intrigado joven. No habían terminado de beber el contenido de sus tazas cuando las palabras de María incrementaron la intriga de Hipólito.

“Acompáñame, que te voy a mostrar algún secreto que prácticamente nadie conoce en este agradable pueblecito, salvo don Leandro, el párroco de la localidad”. Entraron en un pequeño cuarto, a modo de “santa sanctórum”, cuyo contenido dejó atónito y maravillado al joven viajero quien, de manera efusiva, no pudo reprimir un grito alegre diciendo “¡lo sabía, lo sabía!”

“Eres María Rosa Laguna, una bella intérprete de cine y teatro, que actuaban en muchas películas, en las décadas de mi infancia y juventud.  He visto muchas de tus películas, en vídeo y televisión, porque soy un gran aficionado al cine clásico. Siempre me ha emocionado esa mirada alegre, desenfadada, incluso “picarona” y sensual de la gran actriz María Rosa. Por supuesto que han pasado los años, el tiempo no ha dejado de correr… pero el fulgor de tu mirada no lo has perdido. Continúas siendo emocionalmente cautivadora”.

El cuartito, a modo de sentimental y espectacular santuario, estaba literalmente empapelado de carteles, fotogramas, trajes y zapatos de aquellos gloriosos años del celuloide, periódicos y revistas ya muy amarillentas, para alimento de los recuerdos y la memoria.

“Aunque te resulte sorprendente, ya tengo joven amigo 92 años, con fortuna bien llevados, pero en el anonimato de la prudencia. Hace casi quince años, sumida en el olvido de todos los espectadores, invertí mis pequeños ahorros en esta maravillosa casita de la colina, villa Gaviota, abandonando el ruido y la vida estresante de la ciudad. En este paraíso, e cada mañana puedo divisar y disfrutar de las aguas azules del mar y de la verde/anaranjada naturaleza que habita y reluce en la montaña. Mi tiempo, en cada uno de esos días que el destino aún quiere regalarme, lo ocupo cuidando de mis plantas y haciendo muchas labores, preferentemente con el crochet. Rezo, pienso y alimento mi memoria con esos añorados y vitales recuerdos de la juventud. Fue un tiempo de gloria pasajera que ahora se ha tornado en otra gloria, mucho más plácida, serena y paciente, que también enriquece y sosiega. Aquí me conocen como la vecina María. En el anonimato, gozo con este tipo de felicidad. Me retiré del cine cuando apenas había cumplido los 40 y es que comencé la interpretación siendo muy joven, con apenas 16 años…”

Fue una deliciosa hora y algunos minutos, disfrutados ante una antigua estrella de la pantalla que había buscado ese bello rincón de la costa occidental malacitana para disfrutar del paraíso climático, marítimo y vegetal, en las postreras horas y latidos de su gozosa existencia. Para Hipólito fue un milagroso paseo por el cielo de sus recuerdos, ante una mujer cuya bella sonrisa delataba su identidad en la ficción anónima de la realidad. Conservaría como una joya preciada una foto regalada por María Rosa, que mostraba su juvenil imagen de muchos años atrás:

“Para Hipólito, un gran amigo que afectivamente supo recordarme tras el paso del tiempo. Con cariño, María”.

Prometió volver a visitarla. Besó su mano, con ceremonial respeto. Ella besó, con maternal sentimiento, su rostro. El bus de vuelta a la realidad semanal devoraba kilómetros. En su interior iba un joven apasionado del senderismo, sumido en el gratísimo recuerdo de ese fin de semana, el más cinematográfico y emocional de su existencia. No resulta fácil tener y gozar ese mágico e inesperado reencuentro con las estrellas. -

 

 

MÁGICO E INESPERADO REENCUENTRO

CON LAS ESTRELLAS

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

01 julio 2022

Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/



 

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