viernes, 15 de julio de 2022

UN BONDADOSO HOMBRE DEL CAMPO.

Desde los tiempos de nuestra infancia hemos ido escuchando una frase que se nos ha quedado grabada en nuestra memoria, especialmente para aquellos que residimos en la ciudad. Esa valoración u opinión, que en distintos momentos hemos también podido confirmar con la experiencia, destaca y aplaude la especial y culta sabiduría que atesoran aquellas personas que viven en contacto directo con el medio natural, en los ámbitos plenamente rurales.

Ya sean labriegos, campesinos, criadores de animales o agricultores, supone un verdadero placer tener la oportunidad de charlar un buen rato con algunas de estas sencillas, modestas y agradables personas, de manera especial, para aquellos cuya vida se desarrolla básicamente sobre el asfalto y el cemento y bajo la contaminación atmosférica y acústica de nuestras áreas urbanas.

Muchos de estos hombres y mujeres del campo pueden explicarte un pronóstico certero del estado del tiempo, sin haber estudiado meteorología en los centros educativos. Igual te ofrecen un análisis inteligente sobre cualquier cultivo, sin haber dedicado horas al estudio de la ciencia agronómica. Algunos señalan, con un gran porcentaje de éxito, la posible existencia de bolsas subterráneas acuíferas y a qué distancia de profundidad pueden estar situadas. Ante las muchas plagas que atacan a los cultivos, tienen remedios naturales y artesanales para combatirlas y recuperar el vigor vegetal de las plantas. Y no sólo con los vegetales, sino que también conocen aquellas hierbas del campo con las que se pueden mejorar numerosas y variadas dolencias orgánicas. La herboristería en una versátil ciencia, con la que resuelves numerosos problemas corporales utilizando básicamente plantas y arbustos, recogidos libremente en la naturaleza.

Para estas personas del campo, el reloj, las prisas y el estrés anímico son “males” arraigados en el tipo de vida que se aplica en los ámbitos muy urbanizados. El principal reloj de los campesinos es el sol, con los amaneceres y atardeceres, además de ese cielo resaltado con la brillantez nocturna de las estrellas. En este natural contexto, aparecen los personajes protagonistas de nuestra historia.

VALENTÍN Reigal trabaja como interventor (también ha de hacer en ocasiones de cajero) en una muy importante entidad bancaria de la ciudad, empresa que se encuentra en proceso de reestructuración por haberse fusionado con otro banco, ya reconvertido por deficiencias en su gestión. Los asuntos laborales lo tienen sumido en una incómoda convulsión anímica, de la que trata de ir subsistiendo con la ingesta regular de fármacos prescritos por su médico del ambulatorio.   

En el hogar familiar tampoco encuentra el sosiego necesario para equilibrar su inestabilidad nerviosa. La única hija del matrimonio, Elena, a sus veinte años continúa “repitiendo” el primer curso de medicina, carrera universitaria cuya opción parece que no fue suficiente meditada. La chica, en estos momentos, se encuentra “entregada en amores” con Clamio, un enfermero del hospital clínico universitario, de ideas muy complejas, pues quiere formar parte de un centro de medicina alternativa y tratamientos novedosos, dirigidos a la comunidad extranjera de la costa. La pareja quiere iniciar una vida en común, para probar si sus caracteres son verdaderamente compatibles para un vínculo más prolongado. Esta cuestión también trae de la cabeza al abrumado gestor bancario.

En cuanto a su mujer, Amara, es una compradora compulsiva que entretiene su amplio tiempo libre acudiendo a los centros comerciales y tiendas con artículos de elevado coste, con el fin de adquirir objetos y ropa de la mayor diversidad. Aplica para ello la tarjeta crediticia del su “agobiado” esposo Valentín. Las discusiones entre los cónyuges son frecuentes por este motivo, aunque en los últimos tiempos la indiferencia recíproca que ambos mantienen es manifiesta, tratando de comunicar y molestar lo menos posible. El diálogo, más o menos brusco, lo han ido sustituyendo por esas miradas cargadas de desamor, que representan también un singular lenguaje relacional.

Pero no acaban ahí los factores que inciden en el desequilibrio psicológico de este ciudadano tensionado por las circunstancias. En el año en curso le ha correspondido, aplicando la rotación vecinal, llevar la presidencia del bloque en el que reside, con treinta y dos familias, una oficina de entreplanta (gestoría administrativa) y tres locales comerciales, en bajos, a los que atender. Los problemas vinculados al cargo no cesan de aparecer, sean cuales sean los días de la semana o incluso las horas del día.

Valentín se sentía nervioso, estresado, cansado de ese “sin vivir” tensional que le provocaba desazón, momentos de angustia y por las noches largas horas de insomnio.  Si durante la jornada tenía que echar mano de los calmantes, cuando se iba a la cama tenía que incrementar los potenciadores del sueño.

Al despertarse un sábado, después de una incómoda noche para el necesario descanso, se preguntó en qué podría emplear las horas libres de ese fin de semana, al menos un tiempo “oxigenante” en el que no tendría que acudir a la oficina bancaria. Tras un desayuno bien temprano, decidió coger su mochila de viaje, en la que introdujo un botellín de agua, su cámara compacta y las gafas protectoras para los rayos solares. Se puso la ropa deportiva adecuada, pues el día amenazaba intenso calor, dirigiéndose a continuación hasta la estación de autobuses, ya que no le apetecía tener que conducir. En la taquilla de viajeros compró un tícket cuyo autobús le conduciría a un pueblecito del interior provincial malacitano, en el que no recordaba haber estado durante muchos años. Tal vez no lo había visitado nunca. La idea era “construir” un día diferente, alejado de las rutinas a las que se sentía atado durante la semana.

Como compañero de asiento, le correspondió un hombre de apariencia modesta. A simple vista tenía cara de buena persona. Físicamente, este compañero de viaje soportaba un manifiesto sobrepeso. Cubría la alopecia de su cabeza con un sombrero de paja. Su vestimenta delataba que era un típico ciudadano rural. A las diez y un par de minutos el autobús suburbano partió de su hangar en la estación, momento en que su vecino de asiento se presentó cordialmente, incluso estrechándole la mano.

“Buenos días y mejor viaje. Me llaman ARIO, aunque mi nombre es Nazario. Soy “hombre de pueblo” y me gano la vida trabajando la tierra. Preparándola para el cultivo, sembrándola, dándole de “beber”, podando los árboles y quitando las “malas hierbas”, combatiendo las plagas para que no se coman o maten los frutos y, cuando llega la temporada, recolectando lo que la tierra nos da para nuestro necesario sustento. Le (bueno, nos podemos tutear, amigo) confieso que no tengo tierras propias. Me contratan y así gano unos duros para mantener a la parienta y ayuda en lo posible a una hija ya casada, que cría a dos retoños”.

Para Valentín las palabras de aquel hombre suponían una brisa de aire fresco, confortable y necesario, pues las percibía llenas de sinceridad y amistad. Esas palabras viajaban en la llaneza, sencillez y franqueza de un buen campesino, que volvía a su pueblo una vez que había visitado a una sobrina, residente en la capital provincial, trabajadora de la limpieza y que recientemente había dado a luz a su primera hija.

El viaje de los dos nuevos amigos no fue de excesiva duración. Apenas unos setenta minutos y ya estaban en un pueblecito de casitas y edificios con escasa altura edificada, todos ellos con los muros encalados o “blanqueados” que ofrecían un aspecto bello y sosegado. Era justo lo que Valentín necesitaba para combatir el estrés acumulado durante la semana.

“¿Qué te parece, amigo Valentín, el aspecto que ofrece este paisaje? No hay muchos habitantes en el pueblo, pero todos respetan ese color blanco que da claridad, limpieza y alegría. Además, es un buen protector para el calor que hace en estas tierras del sur, refrescando el interior de las casas, frescor que también se consigue aumentando el grosor de los muros. Incluso hay algunos vecinos, gente de pocos medios, que han excavado en la roca de la montaña, convirtiendo esas cuevas en pequeñas viviendas, modestas, aunque muy confortables”.

El sencillo campesino, una vez que habían bajado del bus y viendo a su compañero de viaje un tanto desorientado acerca de lo que iba a hacer aquella mañana del sábado, ni corto ni perezoso le ofreció algunas atractivas posibilidades.

“Amigo, tengo que ir a ordeñar a un cortijo cercano, propiedad de un cabrero y vaquero llamado Arsenio. Si te apetece, me acompañas y te distraes viendo como estos buenos animalitos nos dan esa leche tan necesaria para alimentarnos y que además nos permiten hacer los quesos y los yogures que venden en los súper y en las tiendas. En casa, mi mujer Eufrasia y yo hacemos no sólo queso, sino también mantequilla con la leche. No es que hagamos grandes cantidades para vender, sino para nuestro consumo, pues nos gusta comer sano. Además, con estas antiguas labores “matamos” el tiempo del aburrimiento y ahorramos muchas pesetas, que no nos sobran”.

Antes de ir al ordeño, pasaron por casa del campesino, momento que aprovechó Valentín para saludar a su mujer, Eufrasia. La buena señora, sin preguntar al respecto, preparó sendas rebanadas de pan cateto, rellenas con una buena tajada de cecina curada y queso de vaca, para que su marido y el amigo pasaran bien “la mañanada.”  

Con la espontánea insistencia de Ario, el oficinista bancario se animó incluso a probar el ordeño de una de las cabras, labor que mereció la aprobación de su amigo, contando con la paciencia sosegada del animal, que no se quejaba de los pellizcos que le daba el improvisado ordeñador en sus ubres. Desde luego que se sentía feliz y distraído, gozando de esa inesperada amistad que el número de su billete viajero había favorecido.

A eso de las 13 horas, el campesino le dijo que tenía que echar un ratito regando las hortalizas del tío Manuel, un vecino del pueblo con mucha edad en el cuerpo, al igual que su mujer Adela, La generosidad de los vecinos del pueblo era manifiesta con estos ancianos que carecían de las fuerzas necesarias para cuidar su humilde sustento. Como era previsible, Valentín se vio pronto con la manguera del agua en las manos, para regar el trocito de campo hortícola que Ario le indicaba.

“Desengáñate, Valentín. El olor de la tierra mojada, en las horas del sol, es uno de los mejores aromas que podemos encontrar para la respiración. En mejor que el que produce la colonia, que vale muchos cuartos en las perfumerías”.

El calor seguía apretando sobre las tierras del sur peninsular, por lo que la tarea del riego vitalizaba los cuerpos sudorosos de dos amigos conocidos ese mismo día, pero que parecían haber mantenido una amistad de por años. Ya cuando el reloj de la iglesia hizo sonar las tres campanadas, volvieron a la casa de Ario dando un largo paseo. Como no podía ser de otra forma, el matrimonio invitó al visitante a que compartiera mesa con ellos. Valentín se sentía profundamente afortunado, con ese trato tan generoso y hospitalario de personas amables y sencillas. El almuerzo fue muy sano y sabroso. Un buen tazón de caldo de cocido, sumando un plato posterior con “la pringá” (carne de gallina, jamón, garbanzos, patata, tocino y la verdura cocida). De postre dos tajadas de fresca, dulce y roja sandía, producto que, junto a melones, manzanas y peras, cultivaba el campesino en un terreno no muy grande que tenía en la parte trasera de su casa. Tras el sabroso ágape, descansaron un buen rato, bajo la sombra de un umbráculo construido artesanalmente con ramas del arbolado próximo. Precisamente ofrecieron a su invitado una confortable hamaca, atada precisamente a dos árboles situados en una dirección y distancia apropiada. El plácido balanceo de ese peculiar y cómodo lecho hizo dormir durante más de una hora al insomne oficinista, que se sentía feliz y relajado por el trato fraternal que estaba recibiendo. 

Habían pasado unos minutos de las cinco campanadas, cuando Valentín abrió los ojos y vio al matrimonio que lo miraban sonrientes, diciéndole con cierta guasa “Amigo, te hace falta un buen descansito y tomar la medicina del campo, ese aire sano de la naturaleza que no se tiene en la ciudad”.  De inmediato, Eufrasia preparó unos tazones de leche con cacao para la merienda, acompañados de unas galletas con manteca de cerdo y canela que ella bien elaboraba, para “mojar”. Cuando cayeron en la cuenta, el confiado viajero había perdido el autobús de vuelta para Málaga. En realidad, el matrimonio no había querido despertarlo de ese buen sueño que había mantenido.

“No te preocupes, hombre. Pasa aquí la noche y mañana coges el bus que sale a las 10. Ponle un mensaje a tu mujer para que no se intranquilice. Arriba en la buhardilla (lo llamamos el palomar) tenemos un buen camastro. Durante la noche entra por la ventana, si la dejas entreabierta, un buen fresquito, que a veces te tienes que echar una manta por encima. Es el clima de esta zona. Te “asas” y te “congelas”. El resto de la tarde la podemos dedicar a dar un buen paseo por los senderos que rodean al pueblo. Llegaremos a una loma y desde allá arriba tienes la mejor vista de este lugar. De camino te voy a ir recogiendo una serie de plantas y algunas hierbas, todas ellas sirven para la medicina. Unas te pueden quitar el dolor de barriga, otras te vendrán bien para cuando tengas colitis, también conozco algunas adormideras, para los sueños y las angustias”.

Ario era todo un gran maestro herboristero, que había aprendido en la “universidad” de la experiencia que dan los años. En esas divertidas y útiles tareas pasaron las horas siguientes, hasta que la fuerza del sol comenzó a declinar, iniciando su anaranjada y romántica retirada. Cenaron temprano, sobre las ocho campanadas. A la mesa vino una gran fuente de patatas fritas, con aceite de oliva y unas tiras de carne adobadas y asadas en las brasas del fuego. Además de la gran ensalada con productos de la tierra, el recio y amarillento pan cateto acompañaba al condumio, “hermanado” con una buena jarra de tinto que sabía a gloria bendita. De postre tomaron pastel hojaldrado de fruta, preparado también por las mágicas manos de la buena Eufrasia.

El matrimonio no tenía televisión, aunque si sonaban las noticias de las diez en una radio de las antiguas. Se fueron pronto a la cama, satisfechos, contentos y somnolientos. Valentín no se despertó en toda la madrugada, cosa inusual en él, desde hacía años. El canto de los gallos, desde el corral, era el “despertador” que se utilizaba en este paradisiaco y natural domicilio. Como en tantos otros de la zona. Una vez desayunados, Ario lo acompañó hasta la parada del bus, no sin antes despedirse de la buena Eufrasia, a quien Valentín abrazó diciéndole que no olvidaría las horas que había pasado en aquel “maravilloso” hogar. Tuvo que prometerle, más de una vez, que volvería a visitarla.

Antes de subir al bus, expresó a Nazario su profundo agradecimiento, el respeto y la admiración que sentía hacia su persona.

“Ario, buen amigo, me has tratado mejor que a un hermano. Te lo agradeceré de por vida. Este día que hemos compartido, junto a tu admirable mujer, ha sido para mí el más feliz y enriquecedor de una existencia que no iba por el buen camino. Me has enseñado tantas cosas… sobre todo que hay otra forma de buena vida, al margen del asfalto de la ciudad. Otra manera, muy bella e inteligente, de gozar la existencia. Cuando vayas por Málaga, ya tienes mi dirección. No dudes que serás recibido como un miembro, muy querido de la familia. Prácticamente, como ese hermano que la vida no me ha dado tenido. Gracias por todo. Eres una gran persona. TE admiro y aprecio de corazón”.

Mira, Valentín. Cada semana que puedas, el sábado o el domingo, te vienes por aquí. Tengo que enseñarte muchas más cosas. En casa también tú ya eres como de la familia. Dame un abrazo, amigo, hermano”.

Aquí finaliza un bello sueño, hermanado a una hermosa realidad, que nos hace creer en la sencillez y grandeza del género humano. A poco que mantengamos la creencia de que esta preciosa realidad es posible, nos sentiremos un poco mejor y más felices y esperanzados. Nuestro corazón generará esa sonrisa placentera que da sentido a todas esas preguntas, cuyas respuestas muchas veces buscamos y no siempre encontramos. Tal vez sea ello debido, precisamente, a su sorprendente simplicidad. No es tan difícil aplicar bondad, voluntad e imaginación, en el buen trato con los demás. -

 

UN BONDADOSO HOMBRE

DEL CAMPO

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

15 julio 2022

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